Authors: John Norman
—Mírame —dijo un hombre. Examinó mi maquillaje y le dio algunos toques.
—Eres hermosa —dijo.
—Gracias, amo —murmuré.
Otro hombre me quitó el collar con la cadena que me ataba a la chica de mi derecha. El hombre de la tabla me hizo un gesto para que me acercara. Desde donde yo estaba, al principio del pasillo, veía el techo del Curúleo y a algunos de los compradores agolpados en los palcos altos.
La multitud rugió. La chica de la tarima, desnuda y cegada, estaba actuando ante los hombres.
Gritó cuando le quitaron la venda de los ojos y vio a los compradores.
Fue vendida rápidamente.
—Número —me dijo el hombre de la tabla.
Volví a un lado la cabeza para que pudiera leer el pequeño número que con lápiz de labios habían pintado bajo mi oreja izquierda.
—Noventa y uno —dijo. Lo escribió en las hojas de venta.
El hombre de la tabla me envió al pie de la tarima. Me quedé quieta para no arrugar las bandas de seda que envolvían mi cuerpo. El hombre de la tabla había decidido al parecer no alterar el orden de ventas.
Yo subí a la tarima, que era enorme. No me había dado cuenta de la cantidad de gente que había. La multitud estaba en silencio, y eso me dio miedo.
El subastador también pareció perplejo, pero sólo por un momento.
—Parece que alguien nos ha mandado un regalo —dijo, señalándome con el látigo—. Sus contornos sugieren que será adorable. —Miró al público—. ¿Vamos a verlo?
Pero la multitud, en vez de apremiarle, se quedó en silencio. Su mano tembló un instante. Yo tenía miedo, no entendía el comportamiento de la muchedumbre.
—Vamos a ver —continuó el subastador con fingido humor. Me quitó las bandas de seda que me cubrían la cabeza, levantando un murmullo de admiración entre la multitud. Yo era demasiado vanidosa para no sentirme complacida—. Un hermoso rostro —dijo él, femenino, suave, vulnerable, expresivo. Un rostro fácil de leer para poder controlarlo. —Se alzó de hombros—. Tiene el pelo muy corto, pero los oficiales del Curúleo me han asegurado que crecerá.
Nadie rió entre la multitud.
La mano del subastador temblaba. Estaba nervioso. Adelanté mi pierna derecha levantándola con los pies de punta de forma que sólo los dedos del pie tocaran el suelo. Giré la cadera izquierda y extendí el brazo izquierdo con la muñeca doblada, la palma de la mano hacia la izquierda.
Y poco a poco el subastador me fue quitando la seda del brazo izquierdo.
—Un brazo adorable.
La multitud parecía tranquila, observando intensamente. El subastador estaba claramente perturbado.
—Veamos si hay aquí algo más interesante.
Pude ver que contenía el aliento, pero no hubo ninguna puja.
No terminamos con el número que estaba previsto. Esto depende en gran parte de la multitud, que tiene un papel en el drama de la tarima que muchos de ellos no entienden. Finalmente el subastador, atónito, me quitó todas las bandas de seda, sin hacer que me tumbara en el suelo para desenrollarlas.
—Ésta es la mujer —dijo—. ¿Qué ofrecéis?
No hubo ninguna puja.
—¡Mirad! —gritó una voz. La multitud se volvió, y también el subastador y yo miramos. Al final del pasillo central se perfilaba en la puerta del mercado un guerrero ataviado con toda la panoplia guerrera. No dijo nada. Llevaba espada y escudo, y de su hombro izquierdo colgaba la vaina de una pequeña espada. También llevaba casco.
—¿Amo? —dijo el subastador. Le fallaba la voz.
El guerrero no dijo nada.
El subastador me señaló, apartando la atención de la figura que acababa de entrar en el pasillo.
—Ésta es la mujer —dijo débilmente—. ¿Qué ofrecéis?
En ese momento el guerrero comenzó a descender el pasillo. Le vimos aproximarse.
En un momento estaba en la tarima mirando a la multitud. Golpeó la madera con su gran escudo.
—¡Kajira canjellne! —dijo—. ¡Reto de esclava! —Se volvió a mirarme y yo me arrodillé sin poder hablar. Me parecía que iba a desmayarme.
Volvió a darse la vuelta para mirar a la multitud.
—Tendré a esta mujer —dijo—. Por ella lucharé contra Ar y contra el mundo entero.
—¡Te amo, Clitus Vitellius! —grité con lágrimas en los ojos.
—¡No te he dado permiso para hablar! —exclamó el subastador alzando el látigo para golpearme.
Pero la punta de la lanza de Clitus Vitellius ya estaba en su garganta.
—No la azotes —le dijo.
—Sí, amo —dijo el subastador con la cara pálida, bajando el brazo y retrocediendo asustado.
Clitus Vitellius miró a la multitud de Ar.
—Kajira canjellne —dijo—. Reto de esclava.
El público no respondió. Entonces un hombre se levantó y se golpeó el hombro izquierdo. Se levantó otro e hizo lo mismo. Pronto estaba en pie toda la multitud, riendo y golpeándose el hombro izquierdo. Clitus Vitellius estaba en la gran plataforma, su gran escudo circular en el brazo izquierdo, su poderosa lanza, de unos dos metros de altura, de punta de bronce, en su mano derecha. Alta la cabeza, limpios sus ojos de guerrero.
—Es tuya, amo —le dijo el subastador.
Me arrodillé a sus pies llena de gozo. Ahora me liberaría para tomarme como compañera. Dejó a un lado el escudo y la lanza y me hizo levantar como su igual.
—Tu látigo —dijo Clitus Vitellius al subastador.
—No querías que la azotara —respondió éste.
—Soy yo quien puede azotarla —dijo Clitus Vitellius. El subastador le dio el látigo.
—¿Amo? —pregunté.
—¿Sí?
—¿No vas a liberarme?
—Sólo un estúpido libera a una esclava.
—¡Amo!
—Arrodíllate ante el látigo.
Obedecí. Bajé la cabeza y crucé las muñecas como si estuvieran atadas, doblando la espalda para recibir el castigo que tuviera oportuno infligirme. Estaba consternada y temblaba. ¿Podría seguir siendo una esclava? ¿Era su intención mantenerme como esclava? Seguramente no. ¡Seguramente no!
—No quiero hacerle marcas —le decía Clitus Vitellius al subastador—. ¿Hay algo para cubrir la espalda de esta miserable esclava?
Oí cómo caía sobre la madera de la tarima una bolsa pesada, llena de metal.
—¡La gratitud de la casa, amo! —exclamó el subastador. Desató las cuerdas de la bolsa y, con un grito de placer, derramó en el suelo las monedas de oro. Las contó con experta rapidez—. ¡Ahí hay cien discotarns de oro! —gritó.
La multitud rugió su aprobación.
Yo lloraba y mis lágrimas caían sobre la madera, mezclándose con la arena. Aquello era cien veces mi valor, o más. Entonces vi la estima que me tenía Clitus Vitellius, y lloré de gozo.
No sabía que un hombre pudiera desear tanto a una mujer. ¡Pero se quedaría conmigo como esclava!
Tal vez sólo una esclava puede ser comprada y vendida, sólo una esclava puede ser así deseada.
¡Oh, el indescriptible, el increíble sentimiento de ser poseída, literalmente poseída por un hombre!
Me arrodillé, una esclava dispuesta a recibir el castigo.
—El amo es demasiado generoso —dijo el subastador—. Esto es mucho más de lo que vale la esclava.
—Tienes razón —dijo Clitus Vitellius.
Me agité con furia, pero no me moví de la posición.
—Entonces dame también a la siguiente chica de la cadena.
—¡No! —grité.
Se volvió para mirarme y yo bajé rápidamente la cabeza. ¿De verdad se quedaría conmigo como esclava? ¿Podía ser realmente tan fuerte? No podía creerlo.
—Claro que sí —gritó el subastador—. ¡Noventa y dos! —gritó.
Y subió aterrorizada a la tarima una chica virginal, de dulces hombros y deliciosas piernas, ataviada con una camisola que no la cubría mucho. Sus piernas estaban bien a la vista de los hombres y la dulzura de su pecho era evidente, apenas oculta tras la suave tela de la insinuante camisola.
La multitud rugió, y ella retrocedió en la tarima. Me pregunté qué veían los hombres en ella; no era más que una esclava con una camisola, destinada a servir.
—Ven aquí —le dijo Clitus Vitellius.
Ella se acercó rápidamente a él.
—En posición.
Cayó de rodillas ante él en la postura de esclava de placer.
—Endereza la espalda —dijo Clitus Vitellius.
Se inclinó sobre ella y con el cuchillo del cinto cortó las tiras que le sostenían la camisola. La ropa cayó al suelo entre lentos movimientos en el aire.
Miró a la chica, y luego me miró a mí.
—Me llevo a las dos —dijo.
Vino a mi lado con el látigo.
Le miré a los ojos, y me asusté. Vi que era un amo goreano. Por más que me retuviera a su lado, por más que me deseara, vi que yo sólo podría ser para él una esclava indefensa. Fueran cuales fueran sus sentimientos por mí, vi que sólo me tendría a sus pies como esclava, que obtendría de mi cualquier cosa que deseara, que no me permitiría nunca guardar nada para mí. Él era el amo y yo la esclava. No me atreví a volver a sugerir que me liberara. No me atreví a volver a pensarlo. Era un hombre goreano.
Bajé la cabeza, de rodillas ante el látigo.
—Perdóname, amo —musité.
—Esta tarde tú, una esclava, te has dirigido a mí por mi nombre en vez de llamarme “amo”.
—Perdóname, amo —dije temblando.
—También esta tarde, y más de una vez, has hablado sin permiso.
—Sí, amo.
—Y también te has atrevido a protestar por mi compra de una esclava. ¿Osas oponer tu voluntad a la mía, o cuestionar en lo más mínimo mis deseos?
—No, amo.
—¿Crees que soy un amo blando?
—No, amo.
—¿Me suplicas que te castigue?
—Sí, amo —dije—. Te suplico que me castigues.
Cogía el látigo de esclava con las dos manos. Yo bajé más la cabeza y cerré los ojos tensando el cuerpo. Apreté los puños que tenía cruzados como si estuviesen atados.
Estaba decidida a mantener la posición.
Oí el silbido del látigo. Nunca lo había oído tan furioso. Después del cuarto azote no pude ya mantener la posición.
—Átame a la anilla de esclava —supliqué—. Átame al poste, amo. —Yacía sobre la tarima boca abajo con las manos sobre mi cabeza. La arena se pegaba a mi rostro y a mis labios. Después del segundo azote ya no pude gritar, pero él me golpeó diez veces más. Yo lloraba allí tendida en el suelo mientras me castigaba. Sentí que me ponía al cuello un collar de acero.
Ahora llevaba collar. Él no estaba enfadado conmigo, sólo me castigaba. Me había merecido los azotes, y él me los había dado.
Clitus Vitellius se volvió hacia la chica virginal.
—¿Deseas tener el más mínimo problema? —le preguntó alzando el látigo y riendo.
—¡No, amo! —exclamó ella.
Le puso el collar como había hecho conmigo. Ahora las dos llevábamos su collar. Nos arrodillamos una junto a la otra.
—Me someto totalmente, amo —dije.
—Me someto totalmente, amo —dijo rápidamente la chica virginal siguiendo mi ejemplo.
El látigo de esclava yacía a un lado.
—Creo que hemos retrasado demasiado las ventas del Curúleo —le dijo Clitus Vitellius al subastador.
El hombre hizo una reverencia con la bolsa de oro en la mano.
—Venid, esclavas —nos dijo Clitus a las dos, desnudas con su collar.
Levantó su escudo y cogió su lanza, y luego descendió los escalones de la gran tarima. Nosotras le seguimos. Atravesó el largo pasillo hasta la entrada. Los hombres gritaban su nombre con júbilo, y se golpeaban en el hombro izquierdo cuando él pasaba. Caminaba como un guerrero. Nosotras, sus esclavas, nos apresurábamos tras él.
—¿Nos obligará a andar por las calles desnudas? —preguntó la chica virginal.
—Hará con nosotras lo que quiera —le dije—. Es un guerrero.
Estábamos a cuatro puentes de las Torres de los Guerreros cuando Clitus Vitellius se volvió de pronto y me miró. Yo me detuve, desnuda ante él. La chica virginal también se detuvo bruscamente. Clitus Vitellius se aproximó y se paró ante mí, el escudo en el brazo izquierdo, la poderosa lanza en su mano derecha. Me eché a temblar y me arrodillé con la cabeza gacha.
—¡Oh! —exclamó la chica virginal. Él dejó escudo y lanza a un lado y ahora le ataba las manos a la espalda. La ató por las muñecas a una anilla al pie del puente de las Cuatro Lámparas. Estas anillas son bastante comunes en las ciudades goreanas, en los lugares públicos, y sirven para que los amos aten a sus esclavas. La anilla estaba a un metro de altura en un poste. Ella estaba allí atada al poste, desnuda, con las manos a la espalda, al pie del puente de las Cuatro Lámparas. Desde allí yo veía las luces de la gloriosa Ar. Sobre la esclava caía la luz de una lámpara. Estaba muy hermosa.
—¿Amo? —suplicó.
Él sacó un carboncillo de su bolsa y escribió en su hombro unas palabras en goreano.
Y entonces, para su asombro y el mío, le quitó el collar de la garganta.
—¿Amo? —gimió ella.
Él se metió el collar y el carboncillo en la bolsa.
—¿Sabes leer? —le preguntó.
—Sí —dijo ella.
—Entonces, lee lo que he escrito en tu cuerpo —dijo él.
—No puedo verlo bien, amo. Pero sé lo que pone porque lo he ido sintiendo mientras lo escribías.
—Dilo en voz alta, esclava.
—Has escrito: “Ponme un collar. Poséeme”.
—Sí.
—¿Me vas a dejar aquí para el primer extraño que pase, amo?
—¿Tienes alguna objeción, esclava?
—¡No, amo! —dijo ella. La punta de la lanza de Clitus Vitellius estaba en su cuello.
Entonces fui yo quien sintió en la espalda la punta de su lanza.
—En pie, esclava.
Me levanté con rapidez.
Clitus pasó por delante de mí y comenzó a cruzar el puente de las Cuatro Lámparas. Me apresuré a seguirle obedientemente. Al llegar a la cresta del puente me volví a mirar a la chica atada. La zona al pie del puente estaba desierta. Era tarde. La esclava parecía allí muy sola, la luz de la lámpara sobre ella, atada, esperando al primer hombre que pasara por allí.
Me di la vuelta y corrí detrás de Clitus Vitellius. Recordé la mirada que me había dirigido cuando, hacía unos momentos, se detuvo y se acercó a mí. Nunca había visto tanta lujuria, tanto deseo en los ojos de un hombre. Me sentí débil. Me pregunté por cuántas mujeres tendría yo que servirle. Él había dejado de lado a la chica virginal, en un gesto arrogante de guerrero, dejándola para cualquiera que pasara y la desease. Y ahora él reclamaría de mí su servicio de esclava y el mío, y aún más. Yo no sabía si podría darle tanto.