La esclava de Gor (32 page)

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Authors: John Norman

Samos miró a Bosko de Puerto Kar, y luego dijo:

—Quédate si quieres, Clitus Vitellius, capitán de Ar.

Clitus Vitellius asintió.

Yo seguía de rodillas, una esclava desnuda y cautiva.

Bosko miró con enfado las palabras en el papel que tenía delante.

—No tiene sentido —dijo.

—¿Cuál es el mensaje? —preguntó Samos.

El llamado Bosko de Puerto Kar leyó el papel:

—Llega Media-Oreja —dijo. Luego añadió—: No tiene sentido.

—No —susurró Samos con la cara pálida—. Sí que tiene sentido.

—¿Qué es lo que significa? —preguntó Bosko.

—¿Cuándo entregaste ese mensaje, esclava? —me preguntó Samos.

—La última vez que pasé de manos, amo.

—Yo se la arrebaté a dos hombres cerca del territorio de la Confederación Saleriana —dijo Clitus Vitellius—, al principio de la primavera.

—Es demasiado tarde —dijo Samos tristemente.

—¿En qué sentido? —preguntó Bosko de Puerto Kar.

—Sin lugar a dudas Media-Oreja ya está sobre la superficie de Gor —dijo Samos sombríamente.

—¿Quién es Media-Oreja?

—No sabemos su auténtico nombre Kur. En Gor sólo se le conoce como Media-Oreja.

—¿Quién es? —quiso saber Bosko.

—Es un gran general de guerra de los Kurii —respondió Samos.

—¿Es significativa su llegada a Gor?

—Sin duda ha venido para hacerse cargo de las operaciones Kurii sobre este mundo.

Yo no entendía nada de esta conversación sobre Kur y Kurii. Supuse que serían el enemigo.

—Significa, me temo, que la invasión es inminente —dijo Samos.

—¿Invasión? —preguntó enfadado Clitus Vitellius.

—Hay enemigos —dijo Samos.

—¿De Ar?

—De Ar y de Puerto Kar y de Cos y Tarna y del mundo entero —dijo Samos.

—Media-Oreja —dijo Bosko pensativo—. Me gustaría vérmelas con él.

—¡Y a mí! —exclamó Clitus Vitellius.

—Sé algo de él —dijo Samos—. No creo que me interesara mucho entrar en tratos con él.

—Tenemos que localizarle —dijo Bosko.

—No tenemos ninguna pista —dijo Samos—. Ninguna. —Samos miró el collar que yacía sobre la mesa ante él—. Sólo sabemos —dijo— que en algún lugar de Gor, Media-Oreja está entre nosotros.

Oí el chisporroteo del aceite de la diminuta lámpara que colgaba cerca de nosotros.

Samos me dirigió una mirada ausente, y luego le dijo a los guardias que había a mis espaldas:

—Llevadla a los corrales y encadenadla bien.

25. LO QUE SUCEDIÓ CON ELICIA NEVINS, MI AMA

—Tu baño está listo, ama —dije arrodillándome con la cabeza baja ante Lady Elicia de Ar, de las Seis Torres.

Ella estaba sentada en el gran sillón y extendió los pies hacia mí. Yo, de rodillas, le quité las sandalias, las besé y las puse a un lado. Se levantó, yo me incorporé tras ella y le quité los vestidos. Los besé y los dejé en el sillón.

Ella sonrió con aprobación.

—Tal vez después de todo pueda hacer de ti una esclava de servicio, Judy —me dijo.

—Espero ser del agrado de mi ama —respondí.

Me hizo un gesto y yo acerqué y besé la toalla en la que envolví sus cabellos para que no se le mojaran.

Fue entonces hasta el borde del baño y deslizó el dedo del pie dentro del agua, luego se metió en el baño y se reclinó hacia atrás.

—Excelente, Judy —dijo.

—Gracias, Lady Elicia, mi ama. —Había calculado bien la temperatura del agua, mezclando el agua de la cisterna con la calentada en el termo sobre el trípode de hierro. La temperatura era aceptable. No me azotarían.

Alzó su fino brazo por encima de la espuma y lo lavó lentamente con la mano, mirándoselo con aprobación.

Al igual que muchas mujeres frígidas, era increíblemente vanidosa en su belleza. No entendía que ni ella ni su hermosura tenían ningún sentido biológico si no eran presas entre los brazos de un hombre.

—Qué rudos y despreciables son los hombres, Judy —me dijo.

—Sí, ama.

Muchas veces en el baño, por alguna razón, hablaba de los hombres y de su desprecio por ellos.

—Hoy en el mercado —me dijo—, he visto a un hombre pegando a una esclava que estaba atada a una anilla. Fue terrible.

—Sí, ama. —Me pregunté qué habría hecho la chica, supuse que le había contrariado en algo. Aquel día yo no había acompañado a mi ama al mercado. Me había quedado en casa, encadenada a la anilla a los pies de su lecho.

—Después —continuó hablando— aquella chica miserable le cubrió los pies de besos.

—Terrible, ama. —Supuse que la chica había intentado aplacar a su amo, y expresaba su gratitud, su gozo por esta confirmación de su dominio sobre ella.

—Sí, terrible. El recado que tenía que hacer me llevó cerca de la calle de las Marcas. Allí vi una cadena de esclavas desnudas, al aire libre. Todos los hombres las miraban. ¡Qué desagradable!

—Sí, ama.

Levantó la pierna derecha grácilmente, cayendo de ella agua y espuma. Tenía una pierna muy bonita.

—¿Crees que soy hermosa, Judy? —me preguntó.

—Sí, ama.

—¿Crees que los hombres me encontrarían de su agrado?

—Sí, ama.

Terminó de lavarse las piernas lánguidamente.

Oí el pequeño ruido que llevaba varios días esperando.

Ella se reclinó en la bañera sumergiendo su adorable cuerpo en el agua, con los ojos cerrados. El agua, las multicolores espumas de belleza, le llegaba a la barbilla. Luego se incorporó un poco, con el agua por los hombros. Volvió a abrir los ojos y miró al techo.

—¿Cómo es ser la esclava de un hombre? —preguntó.

—El ama pronto lo sabrá —dije.

Se dio la vuelta y de pronto lanzó un gritó sorprendida al verle.

—¿Quién eres? —gritó.

—¿Eres Lady Elicia de Ar, de las Seis Torres? —preguntó él.

—¡Soy yo!

—En nombre de los Reyes Sacerdotes de Gor te acuso de ser una agente de los Kurii, y como tal, estás sujeta a la pena correspondiente.

—No entiendo una palabra de lo que me dices —exclamó ella.

Él sacó de su túnica un papel amarillo doblado y cerrado con un sello. En el papel amarillo vi estampada en tinta negra la marca común de Kajira de Gor.

—Aquí tengo una orden de esclavitud firmada por Samos de Puerto Kar. Examínala, confío en que encuentres que todo está en orden. —Arrojó el papel al suelo.

—¡No! —gritó ella asustada, intentando cubrirse. Luego exclamó—: ¡Tellius! ¡Barus!

—Tus esbirros te serán de poca ayuda —dijo el hombre—. Se entiende que son de Cos. Ya están bajo la custodia de los magistrados de Ar.

Era un hombre alto y fuerte, ataviado con el escarlata de los guerreros. Llevaba una larga espada al cinto.

—Sal del baño y disponte a aceptar las ataduras de esclava —dijo.

—¡Tiene que ser un error! ¡Déjame! ¡Estás allanando los aposentos de una dama!

—Sal del baño para aceptar las ataduras de esclava.

—¡Nunca!

—¿Eres virgen? —preguntó él.

—Sí —dijo ella con enfado.

—Si tengo que sacarte del agua, serás poseída en ella.

—Tráeme la túnica —dijo Elicia.

El hombre cogió la túnica que estaba sobre el lecho, pero en vez de dársela la examinó alzándola a la luz. Encontró una aguja en una vaina diminuta cosida en una manga. Sacó la aguja y luego se acercó al baño. Ella se retrajo asustada. Él lavó la aguja, la secó con una toalla y volvió a ponerla en su vaina. Yo no sabía de su existencia, tan escondida estaba en la tela.

Él miró a Lady Elicia.

Imaginé que la aguja estaba envenenada.

—Me has desarmado, guerrero —dijo ella—. Por favor, ¿me acercas ahora mi túnica?

Él arrojó el vestido a un lado. Ella lo miró, arrugado al otro lado de la habitación.

Elicia Nevins se levantó en la bañera y alzó las manos por encima de la cabeza en actitud de rendición.

El hombre la miró abierta y lentamente, con la mirada valorativa de un amo.

Ella temblaba de miedo bajo la vista de un guerrero goreano.

Entonces él fue hasta la bañera. Ella dio un paso atrás en el agua. Él agitó la espuma y examinó con cuidado las paredes de la bañera. En un momento retiró la pequeña daga que había escondida detrás de un azulejo. Limpió el veneno del filo del puñal, lo secó con una toalla igual que había hecho con la aguja, y luego lo arrojó a un lado de la habitación donde yacía la túnica. Yo tampoco sabía de la existencia de aquel pequeño puñal envenenado ni de su escondite.

Elicia estaba de pie en el agua con las manos en alto, en un extremo de la larga bañera.

—Serás una esclava deliciosa —dijo él, añadiendo—: Puedes bajar las manos y examinar la orden de esclavitud de rodillas. Esclava —dijo dirigiéndose a mí—, quítale la toalla de la cabeza y deja que se seque las manos con ella.

—Sí, amo.

Se la quité con cuidado, por si contenía otra aguja o algún otro tipo de arma. La maravillosa cascada de pelo negro le cayó sobre la espalda.

Elicia se secó las manos y rompió el sello tristemente para examinar el papel.

—¿Sabes leer? —quiso saber el hombre.

—Sí —dijo ella agriamente.

—¿Nombre?

—Elicia Nevins —leyó. El documento la designaba por su propio nombre. Estaba temblando, y el documento se agitaba en su mano.

—¿Es ése tu nombre?

Ella me miró y luego volvió los ojos hacia el guerrero.

—Sí, es mi nombre.

—¿Destino?

—La esclavitud —leyó. Le tendió el documento al soldado con mano trémula.

—Dispónte a ser atada.

Miró en torno casualmente mientras volvía a guardarse el documento en su túnica. En ese momento Elicia se levantó de un salto y corrió hacia un extremo de la habitación donde cogió la pequeña daga. Yo grité. Ella se volvió rápidamente esgrimiendo la daga. Él cerró su túnica después de meter en ella el documento, y la miró sin moverse.

No creo que Elicia supiera en ese momento que había comenzado su aprendizaje.

—¡Fuera! —gritó—. ¡Tengo un cuchillo! ¡Te mataré! ¡Fuera!

—Ya has terminado con tu baño, estás fresca y preparada. Adórnate con cosméticos y perfumes.

—¡Fuera!

—Pareces muy lenta en obedecer —señaló él.

Ella dirigió una mirada salvaje hacia la puerta abierta de sus aposentos.

—No hay escapatoria —dijo él—. La puerta exterior está bien cerrada con una cadena.

Ella corrió hacia la puerta exterior. Nosotros la seguimos. Llegamos a la habitación de la silla curul, la habitación en la que por primera vez nos vimos ella y yo, su nueva esclava.

Tiró de la cadena que cerraba la puerta y clavó en ella el cuchillo histéricamente. Luego se dio la vuelta sin aliento, el cabello en la cara, y nos miró. Entonces salió corriendo de nuevo hacia la cámara que acababa de abandonar y cerró la puerta asegurándola con los cerrojos.

El guerrero se levantó de la silla curul en la que se había sentado y fue hacia la puerta. Yo me quedé atrás, observando con estupor. Él golpeó dos veces hasta que destrozó la puerta que quedó colgando de las bisagras. Entonces la abrió de una patada. Dentro de la habitación Elicia Nevins desesperada blandía el cuchillo.

—¡No te acerques! —gritó.

Él entró en la habitación. Yo también me deslicé dentro de la cámara, quedándome detrás de él.

—No has obedecido todavía mi orden de adornarte con cosméticos y perfumes —observó él—. ¿Me estás desobedeciendo?

—¡Fuera!

—Parece que necesitas algo de disciplina.

—¡Fuera! ¡Fuera!

Él se acercó con presteza. Ella le golpeó y el hombre la cogió por la muñeca, dándole la vuelta brutalmente y poniéndole el brazo a la espalda. Elicia gritó de dolor. Estaba de puntillas mientras él le agarraba el brazo izquierdo y le retorcía el derecho detrás de la espalda. El cuchillo cayó al suelo, y él lo apartó con el pie. La tuvo así agarrada un momento, ella con la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados y apretando los dientes. Y entonces, él le dio una patada en los pies y Elicia cayó de rodillas ante él con la cabeza gacha y el brazo retorcido, agarrada su muñeca por el guerrero. Se arrodilló cerca de la bañera.

—Necesitas disciplina —dijo él.

Le soltó la muñeca y el brazo y la cogió de los pelos, arrojándola boca abajo sobre los azulejos al borde de la bañera, con la cabeza sobre el agua.

—¡Compraré mi libertad! ¡Déjame que te pague!

Él le metió la cabeza en el agua bajo las espumas de belleza. Después de un rato la dejó emerger resoplando.

—¡No quiero ser una esclava! —boqueó ella con el agua resbalando de su cabeza.

Él volvió a sumergirla, y la sacó después de un largo rato. Ella jadeó escupiendo agua y tosiendo.

—No te pertenezco. No quiero ser una esclava.

De nuevo volvió a hundirle la cabeza en el agua, sacándola después.

—Obedeceré, amo —jadeó ella.

Él le pasó por la cabeza el lazo de la correa. Ajustó rápidamente el nudo, deslizando la anilla en su lugar para evitar que se aflojara. De esta forma, la correa se podía ajustar más, pero no podía soltarse.

Elicia Nevins se volvió de lado con incredulidad. Tocó la correa. Estaba atada. Alzó la mirada hacia el guerrero.

—¿Amo?

—Dime.

—¿A quién pertenece la correa?

—A Bosko de Puerto Kar.

—¡No! —exclamó ella. Imaginé que ya había oído hablar de su enemigo.

—Sí —dijo Bosko de Puerto Kar.

Ella temblaba atada en la correa. Pensé que la suya no sería una esclavitud fácil. No la envidiaba. El nombre de Bosko de Puerto Kar era temido entre las mujeres.

Tirando de la correa, él la obligó a arrodillarse. Elicia alzó la vista hacia él.

Él me hizo un gesto.

—¿Dónde está la llave de su collar? —le preguntó.

—En el cajón amarillo del tocador —dijo ella precipitadamente—. Bajo la seda.

—Cógela —me dijo Bosko de Puerto Kar.

Corrí hacia el cajón y cogí la llave.

Me indicó que la diera a Elicia y me arrodillara de espaldas a ella.

—Quítale el collar —le dijo el guerrero a Elicia.

Ella lo abrió temblorosa y me lo quitó, dejándolo en el suelo junto con la llave.

Él miró a Elicia, cuyos labios temblaban.

—Eres una agente de los Kurii —dijo—, y también eres una hermosa presa.

—¿Me llevarán a Puerto Kar para interrogarme? —preguntó Elicia.

—Sí.

—Cooperaré. Diré todo lo que sé. —No quería que la sometieran a las torturas de Puerto Kar.

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