La esclava de Gor (14 page)

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Authors: John Norman

—¡No¡ ¡No! —grité—. ¡Vete! ¡Vete! ¡Vete, por favor!

Estaba a unos dos metros de mí, con la cabeza levantada, husmeando y gruñendo.

—¡Vete, por favor! —gemí.

El animal se echó en el suelo, la cabeza aún levantada sin dejar de mirarme. Agitaba la cola y sus ojos relampagueaban. Tenía dos filas de colmillos.

Me di la vuelta y salí corriendo gritando de miedo. Me dirigí hacia el corral de entrenamiento, hacia la jaula que había sido construida para albergar a una esclava de la Tierra.

Corrí con todas mis fuerzas. El animal corría tras de mí, gruñendo y dando dentelladas. Sentía su aliento en las piernas y sus dentelladas junto a mis tobillos. Me quedé sin aliento mientras seguía corriendo más y más.

El eslín estaba bien entrenado. Sabía cómo pastorear a una esclava. Tenía sentido de la distancia y de mis limitaciones, de su velocidad y su resistencia, que imaginé sería muy superior a la mía. Y me mantenía en el límite, impidiéndome pensar, dejándome tan sólo correr, correr frenética, locamente hacia mi jaula.

Estaba a su merced. Él me señalaba el camino que debía seguir si quería vivir.

Seguí corriendo, gritando de miedo.

Me condujo a la perfección.

Mi única esperanza de sobrevivir era alcanzar la jaula y encerrarme dentro donde esperaría, así confinada, complacer a mi amo.

Me arrojé a la jaula de rodillas, me volví y cerré la puerta, que quedó asegurada. La bestia intentó alcanzarme, pero no pudo. Estaba a salvo en la caja, pero también prisionera, a merced de mi amo.

Abrieron y retiraron la puerta de mi prisión, después de que los hombres de Thurnus se llevaron a los eslines a sus jaulas. Los hombres de Clitus Vitellius se habían ido de la arena, acompañados por las esclavas, entre ellas Chanda, a quien también habían liberado. La pequeña multitud que había asistido a la demostración se había disuelto, con excepción de Melina, la compañera de Thurnus, y dos o tres jóvenes campesinos que me observaban. Sandal Thong, una de las chicas de Thurnus que había estado en la arena, había marchado a atender otras tareas, incluida la de abrevar a los eslines. Iba vestida con una corta túnica blanca de esclava, de lana de hurt, y un collar de cuerda. Era una chica alta y pecosa, de largos miembros, que pertenecía a los campesinos. Clitus Vitellius, ataviado con su túnica de guerrero, permanecía en la arena, esperando acompañar a Thurnus hasta su cabaña.

Thurnus golpeó los barrotes de la jaula con un látigo de eslín.

—Vamos, pequeña esclava —me dijo.

Salí a gatas de la jaula arrastrándome con la cabeza gacha sobre la arena caliente. Era la primera vez que me habían enjaulado. Comencé a ponerme en pie sin pensarlo y recibí un fuerte latigazo que me arrojó al suelo. Sorprendida, me quedé tirada en la arena. Me habían hecho daño. Sentía en los dedos y en las piernas el calor de la arena.

—¿Amo? —pregunté asustada. ¿En qué le había ofendido?

—¿Acaso se te ha dado permiso para levantarte, esclava? —me dijo.

—No, amo —respondí con miedo—. Perdóname. —En Gor es corriente que una chica salga de su jaula a gatas o arrastrándose, según el tamaño de la abertura de la puerta, y que permanezca a los pies de su amo esperando sus órdenes. Pero entonces yo no lo sabía. Nunca me habían enjaulado antes.

Me quedé tumbada en la arena a sus pies. No quería ser azotada.

—Es una preciosidad, ¿verdad? —dijo Thurnus.

—Me alegro de que te guste —dijo Clitus Vitellius.

—Te agradezco tu regalo —respondió Thurnus.

—No es nada. No es más que una bonita bagatela.

—Ponte a gatas, esclava —ordenó Thurnus.

Obedecí. Me ató al cuello una cuerda de eslín que fue anudada a uno de los barrotes de la jaula. Quedaban treinta centímetros de cuerda entre la jaula y yo.

—Mírame, esclava —me dijo Thurnus.

Obedecí.

—Has intentado escapar —continuó.

—No tenía ninguna oportunidad de escapar —dije yo—. Lanzaron un eslín en mi persecución.

—Es verdad. No tenías ninguna oportunidad de escapar. Pero tú, esclava ignorante, no lo sabías.

Estaba asustada. Me quedé en silencio.

—¿Intentabas escapar? —me pregunto.

—Sí, amo —musité.

—Siéntate con la espalda contra la jaula y las piernas encogidas —me dijo. Obedecí, con el cuello atado a uno de los barrotes. Él se agachó junto a mí.

Sacó un cuchillo de eslín.

Me tocó las pantorrillas.

—Bonitas piernas.

—Gracias, amo.

—¿Sabes qué músculos son éstos? —preguntó tocándome los tendones detrás de mi rodilla derecha.

—Tendones, amo.

—¿Sabes para qué sirven?

—Controlan el movimiento de la pierna —respondí—. Sin ellos no podría andar.

Sentí la hoja del cuchillo en el tendón de mi pierna derecha. Si Thurnus movía la hoja me cortaría el tendón.

Volvió a guardar el cuchillo.

Entonces me abofeteó dos veces con la palma y el revés de la mano.

—Esto —me dijo— es por intentar escapar.

—Sí, amo.

Me cogió las piernas apretando con los pulgares los tendones de las rodillas. Me incliné hacia atrás por el fuerte dolor, echando la cabeza a un lado entre los barrotes.

—Recuérdalo, pequeña preciosidad.

Le miré con horror.

—Sí, amo.

—A gatas, esclava.

Obedecí, y él soltó la cuerda de los barrotes y la arrojó junto a mí sobre la arena, todavía atada a mi cuello.

—Mírame, niña —dijo.

Le miré.

—Ve a la cabaña.

—Sí, amo.

Entonces Thurnus y Clitus Vitellius se alejaron de mí.

—Debo partir antes del atardecer —iba diciendo Clitus Vitellius—. Hay cuatro eslines que me interesan.

—Vamos a discutirlo Clitus.

Se marcharon del corral de entrenamiento dejándome allí de rodillas sobre la arena caliente, con la cuerda al cuello. Yo miré a mi alrededor, vi el montón de látigos y cuerdas, las correas de eslín, las jaulas, la barrera de madera que rodeaba el corral, y entonces me dirigí a gatas hacia la cabaña de Thurnus, arrastrando la cuerda tras de mí.

Ahora comenzaba a entender lo que significaba ser la esclava de un campesino.

Me detuve en la calle de la villa ante unos pies que se alzaban en mi camino. Miré hacia arriba desde el suelo. Se trataba de dos jóvenes campesinos.

—¿Qué esclava es ésta? —preguntó uno. Era Bran Loort, el jefe de los chicos campesinos, un rudo adolescente al borde de la madurez. Poseía los rasgos de un jefe de casta.

—Es la inteligente y bonita esclava que anoche consiguió escapar de nosotros —dijo su compañero.

—Es verdad —reconoció Bran Loort.

—Me han dicho que se la han regalado a Thurnus.

—Entonces se quedará en la ciudad —dijo Bran Loort.

—Eso parece.

—Por favor, amos, dejadme pasar.

—Dejémosla pasar —accedió Bran Loort. Se hicieron a un lado como si yo hubiera sido una mujer libre. Pasé gateando en el polvo junto a ellos, arrastrando la cuerda atada a mi cuello.

En las inmediaciones de la cabaña de Thurnus, junto a uno de los carros robados en el campamento de Lady Sabina, estaba Clitus Vitellius.

Me arrastré a sus pies sollozando.

—¡Quédate conmigo! ¡Quédate conmigo, amo! —supliqué.

Él me miró. Atardecía.

Yo le miré con los ojos llenos de lágrimas.

—Te amo, mi señor —gemí.

—No quiere ser la esclava de un campesino —se burló uno de los hombres.

—Te quiero, amo.

Clitus Vitellius cogió del suelo la cuerda que tenía atada al cuello.

Yo alcé los ojos llenos de lágrimas hacia él poniéndole las manos en las rodillas. En sus manos tenía la cuerda atada a mi cuello.

—Soy tu esclava conquistada —lloré—. Por favor, llévame contigo.

Él puso el pie sobre la cuerda y la acercó hacia sí, arrastrando mi cabeza hasta el polvo a sus pies.

—Eres una esclava de la ciudad de Tabuk —dijo. Luego tiró al suelo la cuerda y se alejó.

Yo lloré arañando el polvo junto a la rueda del carro.

9. LLUVIA

Golpeé la tierra seca pegada en las raíces de la planta de sul. Llevaba veinte días como esclava en el Fuerte de Tabuk.

La azada campesina tiene unos dos metros de largo. La cabeza es de hierro, con un borde afilado de unos diez centímetros. Está unida al mango por una pieza de ajuste que encaja en un agujero con forma de anilla. Al extremo del mango hay una cuña que sirve para ajustar la madera en el agujero.

Yo era demasiado pequeña para utilizar bien tal herramienta. No era una buena esclava campesina.

Es difícil soportar la dureza de la esclavitud en una villa campesina, especialmente para una chica débil como yo.

Me incorporé estirando la espalda. Me dolía. Entorné los ojos.

En el camino del Fuerte de Tabuk vi a Tup Ladletender, el buhonero, tirando de su carro.

Me miré las manos. Estaban despellejadas, llenas de ampollas y sucias. Metí un dedo por dentro de mi collar, separándolo un poco del cuello para secarme el sudor y el polvo. La cuerda me arañaba la piel, pero debía llevarla. Era un símbolo de mi esclavitud.

El día comienza muy temprano, antes del amanecer, cuando Melina abre los cerrojos de nuestra jaula.

Entonces salimos y nos arrodillamos ante ella, inclinando la cabeza hasta el suelo. Melina sostiene el látigo ante nosotras. Es nuestra ama.

Hay que ordeñar a los verros, recoger los huevos de los vulos y abrevar y dar de comer a los eslines y limpiar sus jaulas.

A mitad de la mañana volvemos a la cabaña de Thurnus, detrás de la cual han puesto unas cazuelas de gachas de esclava para nosotros. Hay que comerse las gachas y lamer la cazuela hasta dejarla limpia. Las esclavas de campesinos han de comer arrodilladas o tumbadas boca abajo, sin usar las manos.

Después de comer comienza el verdadero trabajo del día. Hay que transportar agua, recoger leña y atender los campos. Las tareas de una villa campesina son muchas y muy variadas y pesadas, y la mayoría de ellas está a cargo de las esclavas. Tenemos que hacerlas o morir. A veces los muchachos nos sorprenden en los campos, nos atan y nos violan. No importa, porque no somos más que esclavas.

Me dolían todos los huesos del cuerpo.

Hacía diez días Thurnus me había utilizado para arar. No tenía boskos. Las chicas son más baratas.

Me uncieron al arado con las otras esclavas y, desnudas y sudorosas, habíamos marcado los surcos bajo el látigo de nuestro amo. Lentamente, hundiendo los pies en la tierra, tensábamos nuestros músculos bajo los arneses y poco a poco la gran hoja, gobernada por nuestro amo, había comenzado a moverse bajo el sol inclemente. Después de unos metros me sentí morir. ¿Quién se daría cuenta si no me esforzaba al máximo? Fue entonces cuando sentí el látigo por primera vez. No era el látigo de esclava de cinco colas, inventado para el duro y perfecto castigo de una esclava incompetente, sino el látigo simple de bosko, que era poco más que una correa de cuero, un mero incentivo para alentar a la bestia, pero lo sentí en la espalda como una serpiente al rojo vivo, con el estampido de un disparo de rifle. Ni siquiera podía creer el dolor que sentí. Era la primera vez que me azotaban con un látigo.

—Vamos, Dina, tira con más fuerza —dijo Thurnus.

—¡Sí, amo! —grité yo, tirando del arnés. No se había enfadado. Pero mi espalda me dolía como si me hubieran golpeado con un cable ardiente.

Era increíble el dolor del látigo. Ni siquiera podía imaginar lo que sería sentir en mi cuerpo un auténtico látigo de esclava. Pero sabía que una esclava podía ser condenada a una tanda de azotes con el auténtico látigo de esclava por una falta tan leve como haber dejado de complacer a su amo en una cosa tan íntima que ni siquiera comprendiera. Y no sólo eso, también podía ser condenada a los azotes sin otra razón que el placer del amo. Ahora yo conocía el látigo. Gruñí de dolor. Ahora tenía una nueva visión de mi condición de esclava, y pondría más empeño aún en obedecer la voluntad de mis amos.

Pero en menos de una hora caí inconsciente atada a los arneses.

Recuerdo que me ató las manos a la espalda y los tobillos, y que me dejó tirada en un surco. Entonces volví a desmayarme. Esa noche Thurnus me llevó sobre el hombro a la ciudad y me arrojó entre los pilares de su cabaña.

—¿Qué pasa? —preguntó Melina.

—Ésta es muy débil —dijo Thurnus.

—Yo la mataré —sugirió Melina, sacándose un cuchillo de las vestiduras. Me incorporé sobre el codo, desnuda y atada, indefensa a sus pies, y la miré con horror. Se acercó a mí con el cuchillo.

—¡Por favor, no, ama! —sollocé.

—Entra en casa, mujer —dijo Thurnus enfadado.

—El débil eres tú —replicó Melina. Luego guardó el cuchillo—. Fue un error seguirte.

Él la miraba en silencio.

—Podías haber sido jefe de casta —continuó ella—. Pero en cambio no soy más que la compañera de un jefe de aldea. Podía haber sido compañera de un jefe de distrito. Apestas a eslín y a esclava. —Dijo eso aunque había esclavas presentes—. Eres débil y estúpido, Thurnus. Te desprecio.

—Entra en casa, mujer —dijo él. Melina se volvió furiosa y subió los escalones de la cabaña. Cuando llegó arriba se dio la vuelta.

—No seguirás dando órdenes mucho tiempo en el Fuerte de Tabuk, Thurnus. —Y desapareció en el interior de la casa.

—Desatad a Dina y llevadla a la jaula —dijo Thurnus.

—Sí, amo —respondieron las esclavas.

—Pobre Dina —dijo Thurnus mirándome mientras desataban mis débiles miembros—. Eres una hembra de bosko muy débil. —Hizo una mueca y se marchó.

Golpeé con furia el suelo con la azada. Para mí era difícil incluso llevar agua a los campos, temblando bajo el peso del enorme barril sobre mis hombros. A veces caía derramando el agua. Y era muy lenta. Las otras chicas, Sandal Thong, Radish, Turnip y Verr Tail, que eran mis amigas, hacían parte de mis tareas más pesadas y a cambio yo hacía muchos de sus trabajos más ligeros. Pero no me gustaba esto, porque para ellas era más duro. Yo quería hacer mi parte. Sólo que era muy débil para ser la chica de un campesino.

Alcé la mirada otra vez. Ahora la carreta de Tup Ladletender, el buhonero, estaba más lejos en el polvoriento camino que lleva a la carretera principal, formada de bloques de piedra, que lleva a Ar.

Se me consideraba muy poca cosa en la villa, aunque mis compañeras de celda eran amables conmigo. Yo no era lo bastante fuerte ni lo bastante fornida para ser una buena esclava de campesino.

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