Authors: John Norman
Volví a doblarme en mis arduas tareas.
Me enderecé de pronto.
—¡Bran Loort! —grité.
Se quedó quieto a unos metros de mí, con una cuerda en las manos. Mis manos se crisparon en la azada.
Me miró.
Bajé la azada. Una esclava no se atreve a levantar un arma ante un hombre libre. A algunas chicas las han matado, o les han cortado las manos sólo por tocar un arma.
—He venido a buscarte, Dina —me dijo.
Miré a mi alrededor. A mi izquierda había otro muchacho campesino que también llevaba una cuerda. Me volví con presteza. Detrás de mí había otros cuatro, y detrás de Bran Loort aparecieron dos más, uno de ellos con otra cuerda.
No había lugar al que escapar.
—Es aquella chica lista que nos eludió en el juego de la caza de chicas en la villa —dijo uno de los campesinos.
Extendí hacia Bran Loort las muñecas cruzadas para que me las atara.
—Me vas a llevar a mi amo —dije.
Él rió.
Bajé las muñecas y miré con miedo a mi alrededor. Los muchachos se acercaron más cerrando el círculo en torno a mí.
Yo eché a correr, pero caí en brazos de uno de los campesinos que me arrojó bruscamente al centro del círculo. Intenté de nuevo romper el círculo, pero volvieron a cogerme. Ahora estaban muy cerca de mí.
Extendí hacia Bran Loort las muñecas cruzadas.
—¿Vas a atarme, Bran Loort? —pregunté.
—Eso y más —dijo él.
—A Thurnus no le va a gustar —protesté.
—Esta noche me perteneces.
—No entiendo —dije.
—Esta noche, vas a ser una fiesta para nosotros, Dina.
Me eché a temblar.
—Agarradla —dijo Bran Loort.
Dos chicos me cogieron por los brazos.
—Ponedle la correa en ambos tobillos.
Le obedecieron y quedé atada ante ellos.
—Pon los brazos a los costados, un poco separados del cuerpo —me dijo Bran Loort.
Eso hice.
Me ataron las muñecas. Las cuerdas que apresaban mis manos y mis pies no eran todas las que habían traído a los campos. Bran Loort y uno de sus compinches sostenían el resto de las cuerdas. Sabía que me iban a azotar con ellas.
—Vas a obedecer —dijo Bran Loort.
—Sí, amo.
—Quítate el pañuelo.
Yo alcé mis manos atadas y me quité el pañuelo, soltándome los cabellos.
—Rompe el pañuelo —dijo Bran Loort.
—Por favor —dije yo. No quería romper el pañuelo. Tanto él como yo pertenecíamos a mi amo. Dina era responsable del pañuelo, y al amo no le gustaría que lo rompiera. Azotaría a Dina.
—Rómpelo —repitió Bran Loort. Rompí el pañuelo con cierta dificultad. Los muchachos se burlaron de mi debilidad.
—Tíralo al suelo y písalo hundiéndolo en el polvo.
Eso hice, pisándolo con el tobillo de mi pie atado. Ahora estaba segura de que sería azotada al regresar a la aldea.
Miré a los chicos y de pronto me di cuenta de que tenía más que temer de ellos que del látigo de la ira de Thurnus o de Melina. Sus ojos me aterrorizaron. Estaba atada. Era su prisionera.
—¿Eres dócil y complaciente? —preguntó Bran Loort.
—Sí, amo —susurré.
—Desnúdate.
—Sí, amo. —Me dispuse a quitarme la túnica por encima de mi cabeza. Esperaba que acabaran pronto conmigo.
Pero mis manos atadas no alcanzaban hasta el borde de la túnica. Mis dedos lucharon por llegar hasta él. Intenté de nuevo agarrar la túnica, pero las cuerdas no me lo permitían. Miré a Bran Loort con alarma, con la protesta en mis ojos.
—Desnúdate —repitió, restallando contra su mano la cuerda a modo de látigo. Detrás de mí había otro campesino con un látigo similar.
De nuevo intenté quitarme la túnica, pero en vano. Entonces intenté desgarrar el cuello del vestido, pero los muchachos no me lo permitieron.
—Eres una esclava rebelde —dijo Bran Loort.
—¡No, amo!
—Obedece entonces.
De nuevo intenté romper la túnica. De nuevo me lo impidieron.
—Esclava rebelde —dijo Bran Loort.
De repente restalló la cuerda que sostenía el campesino a mi espalda, y fue a dar contra mis muslos.
—¡Oh! —grité.
Al mismo tiempo Bran Loort me azotó con su cuerda entre los hombros y el cuello.
Los campesinos tiraron de la cuerda atada a mis tobillos y a mis muñecas, tirándome al suelo boca abajo abierta de brazos y piernas.
Bran Loort y el otro me azotaron una y otra vez con las cuerdas hasta que, sollozando y toda marcada incluso debajo de la túnica, me obligaron a arrodillarme con los brazos abiertos. Tenía la cara y el cuerpo sucios de polvo y la túnica sudada y ennegrecida, y en la boca sabor a tierra.
—Traedla —dijo Bran Loort.
Me levantaron tirando de las cuerdas y me arrastraron por los campos de sul, dejando atrás la azada y el pañuelo destrozado.
Son muchas las cosas que se le pueden hacer a una esclava que tiene los miembros atados. Los muchachos se divirtieron conmigo a sus anchas. Me hicieron caer cuando querían y como querían; a veces me tiraban boca abajo, a veces me llevaban suspendida en el aire entre cuatro, a veces me arrastraban tirando de la cuerda del tobillo o de la muñeca. Me hicieron caminar hacia donde quisieron, por las rocas o la grava.
Me arrastraron tirando de las cuerdas en medio de las espinas del arbusto. Grité de dolor, supliqué una clemencia que me fue negada. Los espinos me arañaron las ropas y el cuerpo. Me arrastraron rudamente a través del matorral. Yo gritaba agitando la cabeza de un lado a otro, manteniendo los ojos cerrados para no quedar ciega.
—¡Por favor, amos! —grité. Pero ellos no tuvieron a bien mostrar piedad. Con el cuerpo ensangrentado, lleno de heridas y arañazos, me sacaron del matorral. Ahora estaba desnuda.
Me azotaron con las cuerdas y continuamos nuestro viaje. Ellos iban cantando mientras me arrastraban sobre la hierba hacia el lugar donde celebrarían su fiesta.
Allí me ataron las manos alrededor de un árbol y me azotaron. Y allí atada al árbol, apoyando la mejilla en su corteza, sollozando, temblando ante los latigazos, me pregunté qué les habría hecho para que fueran tan crueles conmigo.
Entonces me acordé que yo, una esclava, les había eludido unos días atrás en el juego de la caza de esclavas, en el que yo fui más lista que ellos. Pero ahora no me sentía muy lista, ahora iba a pagar mi inteligencia. Qué estupidez es que una esclava intente superar a un hombre libre, porque algún día puede convertirse en su amo.
Grité. Bran Loort fue el primero en poseerme.
Yo yacía a los pies de Bran Loort, acurrucada en el suelo, ante la cabaña de Thurnus. Tenía las manos atadas a la espalda y el cuerpo cubierto de suciedad y sangre seca. Bran Loort sostenía la cuerda que me había atado al cuello. Yo tenía la mejilla en tierra, hacía frío y me dolía todo el cuerpo por las cuerdas y los abusos a los que había sido sometida. Creo que estaba conmocionada, ni siquiera podía ya llorar. El único sentimiento que quedaba dentro de mí era el miedo por los hombres libres.
Era de noche y los hombres deambulaban con antorchas. Allí estaban los ocho jóvenes de Bran Loort y otros de la villa. Allí estaban los hombres y las mujeres libres y algunas esclavas a las que no habían enjaulado. Sandal Thong, Turnip, Verr Tail y Radish también estaban allí. Melina había querido que vieran lo que iba a ocurrir. No había ningún niño. A nuestro alrededor estaban los habitantes de la aldea y las esclavas. Todos los ojos estaban fijos en el umbral de la cabaña de Thurnus. De ella salió Melina y bajó las escaleras. La cabaña de Thurnus estaba cerca del centro de la villa. En el frío aire de la noche llegó hasta mí el olor del eslín. Refrescaba.
Tenía la espalda y las piernas doloridas y cubiertas de latigazos, Melina estaba al pie de la escalera. También ella se volvió para mirar la entrada.
Alcé los ojos hacia Bran Loort, que estaba espléndido, tan fuerte y orgulloso, con la cuerda de una esclava en la mano como prueba de su hombría. La vara que llevaba media unos dos metros de altura.
—Voy a ser el primero en el Fuerte de Tabuk —me había dicho una vez—. Y cuando sea el primero, Melina te entregará a mí.
—¡Sal, Thurnus! —llamó Melina desde la escalera.
Yo miré hacia el umbral de la cabaña. Estaba oscuro y vacío.
Todos los ojos estaban dirigidos al umbral de la cabaña.
Los hombres llevaban antorchas, cuyo crepitar era el único sonido de la noche.
Hubo un murmullo entre la multitud. Thurnus estaba en la puerta de su cabaña.
—Saludos, Thurnus —dijo Bran Loort.
—Saludos, Bran Loort —dijo Thurnus.
Sentí en el vientre el pie de Bran Loort, calzado con pesadas sandalias. Grité de dolor.
—De rodillas, esclava —dijo Bran Loort.
Yo me arrodillé. Él tensó la cuerda atada a mi cuello, poniendo mi cabeza a unos centímetros de su pierna. Se me nubló la vista. Cuando se aclaró mi visión vi que Thurnus me miraba.
Me observaba.
Mucho habían abusado los jóvenes del Fuerte de Tabuk de la chica de la Tierra, la que fuera Judy Thornton y ahora Dina, una esclava goreana.
Bajé la cabeza ante la mirada de mi amo. Pero no se me permitió tal cortesía. La cuerda que sostenía Bran Loort anudada a mi cuello, me hizo alzar la cabeza.
Iba a exhibirme ante Thurnus.
—Tengo algo que te pertenece —dijo Bran Loort.
—Ya veo —respondió Thurnus.
—Es una pequeña esclava ardiente —dijo él—, lista y bonita.
—Lo sé.
—Ahora yace de rodillas a mis pies.
—Ya lo veo.
Bran Loort soltó la cuerda y me arrojó a un lado con el pie. Caí al suelo y me di la vuelta para mirarle. Sostenía la vara con ambas manos, la derecha en el centro y la izquierda más abajo. Pareció intranquilo por un momento. Miraba a uno de sus amigos y luego a otro.
Entonces se volvió de nuevo hacia Thurnus que permanecía silencioso en la escalera, a unos metros sobre el nivel del suelo.
—He abusado de tu esclava —dijo Bran Loort.
—Para eso son las esclavas —contestó Thurnus.
—¡Hemos obtenido mucho placer! —exclamó Bran Loort enfadado.
—¿La habéis encontrado complaciente?
—Sí.
—Entonces no será necesario que la mate ni que la azote.
Bran Loort parecía atónito.
—Seguramente sabrás, Bran Loort —dijo Thurnus—, que el deber de una esclava es ser complaciente con los hombres. En caso contrario se hace merecedora de severo castigo que incluye hasta la tortura y la muerte si ése fuera el deseo del amo.
—La hemos tomado sin tu permiso —dijo Bran Loort.
—En eso habéis violado el código.
—Los códigos son ruidos sin sentido que se les enseña a los niños —dijo Bran Loort.
—Los códigos son la línea que distingue al hombre del eslín y el larl —dijo Thurnus.
—¿Me estás amenazando, Thurnus?
—Si me hubieras pedido permiso —dijo Thurnus señalándome con un movimiento de cabeza—, te habría dado temporalmente todos los derechos de posesión sobre ella sin pensarlo dos veces.
Yo observaba desde el suelo, con las manos atadas a la espalda y la cuerda en el cuello. Lo que Thurnus decía era verdad. Me habría entregado temporalmente a Bran Loort y yo habría tenido que servirle como a mi propio amo.
—Pero no me pediste permiso —dijo Thurnus.
—No —replicó Bran Loort enfadado—. No lo hice.
—Ya habíais hecho antes este tipo de cosas tus amigos y tú, aunque no de la gravedad de ésta.
Era verdad. Algunas veces los muchachos nos habían cogido a las esclavas de Thurnus o a las de los otros y nos habían atado y violado en los campos, pero era algo propio de jóvenes fanfarrones y matones el tener a las esclavas a su merced. No había habido ninguna intención ni propósito de insulto en ello. No era más que una actividad fiera e inocente de muchachos llenos de fuerza y energía. Pero lo que me habían hecho hoy era algo diferente de aquellas esperadas exhibiciones de agresión masculina a las que las esclavas estábamos acostumbradas.
—He tenido mucha paciencia, Bran Loort —dijo Thurnus.
—Te agradecemos tu paciencia —dijo Bran Loort, mirando sonriente a sus secuaces. Dejó la vara en el suelo.
Supe que se invocarían los códigos. Lo que Bran Loort y sus compañeros habían hecho excedía las normas de las costumbres, las tácitas licencias de una comunidad campesina; por lo común los códigos no se ven, existen no para controlar la vida humana, sino para hacerla posible. Pero en lo que había hecho Bran Loort hubo propósito de insulto. El campesino goreano, como todos los goreanos en general, tienen un agudo sentido del honor. Bran Loort sabía exactamente lo que estaba haciendo.
—Estoy dispuesto a ser clemente, Bran Loort —dijo Thurnus mirándome—. Puedes pedirme permiso ahora para lo que le has hecho a esta esclava.
—Pero no voy a pedírtelo —respondió Bran Loort.
—Entonces debo convocar al consejo, para decidir qué hacemos contigo.
Bran Loort echó hacia atrás la cabeza y rió. Lo mismo hicieron sus secuaces.
—¿De qué te ríes, Bran Loort? —preguntó Thurnus.
—Sólo el jefe de casta puede convocar el consejo, y yo no pienso llamarlo a reunión.
—¿Tú eres el jefe de casta en el Fuerte de Tabuk? —dijo Thurnus.
—Sí.
—¿Quién lo ha dicho?
—Lo digo yo —dijo Bran Loort, y haciendo un gesto a sus amigos—: Lo decimos nosotros.
—Yo hablo en nombre de Thurnus, jefe de casta en la ciudad del Fuerte de Tabuk —dijo Thurnus—. Y él dice que no es así.
—Soy el primero —dijo Bran Loort.
—¿Haremos la prueba de las cinco flechas? —preguntó Thurnus.
Durante esta prueba todos los ciudadanos, excepto los dos contendientes, salen de la ciudad y las puertas se cierran. Cada oponente lleva su arco, el gran arco de campesino, y cinco flechas. El que abre la puerta para dejar entrar a los ciudadanos es el jefe de casta.
—No —dijo Bran Loort algo nervioso. No quería enfrentarse al arco de Thurnus, cuya habilidad con el mismo era legendaria incluso entre los campesinos.
—¿Prefieres entonces la prueba de los cuchillos?
En este caso son los dos contendientes los que salen de la villa para entrar en un bosque oscuro. Aquel que vuelve a la aldea es el jefe de casta.
—No —dijo Bran Loort. Pensé que muy pocos hombres estarían dispuestos a enfrentarse a Thurnus armado de acero en la oscuridad del bosque. El campesino es una parte de la tierra. Puede convertirse en una roca o en un árbol, o en esa luz que de repente surge del cielo oscuro.