La esclava de Gor (19 page)

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Authors: John Norman

Cuando llegamos a la gran carretera, me regocijé. Era una carretera ancha y lisa, construida como un muro hundido en la arena. No era difícil tirar del carro en un camino así. De tanto en tanto veíamos alguna ciudad, ahora con más frecuencia; de vez en cuando también encontrábamos pensiones y tabernas en el camino. A mí me gustaba ver pasar a las caravanas y a los aldeanos con sus carros tirados por boskos. Una vez nos pasó una gran caravana de esclavas. Contaba con más de cuatrocientos carros cargados de mujeres encadenadas. Era una caravana de Mintar, el gran mercader. Otra vez nos pasó una pequeña caravana de esclavas, de pocas carretas quemadas y destartaladas. Los carros llevaban mercancías y hombres heridos, y entre las carretas caminaba una cadena de cuarenta chicas, algunas muy bonitas. Iban encadenadas por el cuello, con las muñecas esposadas a la espalda. Caminaban con la cabeza baja.

—¿Qué pasa? —preguntó Tup Ladletender.

—Invasores de Treve —dijo desde una carreta un hombre con el hombro vendado.

La gran carretera de Ar está marcada con mojones de piedra. Habíamos seguido esa carretera hasta llegar a dos pasangs de Ar, luego la abandonamos y seguimos durante dos días un camino secundario. Los alrededores todavía estaban relativamente poblados.

El carro de Tup Ladletender estaba en la cabaña de un ciudadano que conocía.

Desde la charca, en la distancia, pude ver las blancas paredes de la casa del mercader, las Piedras de Turmus, un puesto fronterizo con licencia para almacenar mercancías dentro del reino de Ar. Estos puestos no son extraños en Gor. Son muy útiles para mantener la seguridad del comercio. Su función no es militar, sino meramente comercial. Turia es uno de los mayores centros comerciales de Gor. Se encuentra muy al sur, en las latitudes medias del hemisferio sur.

—¡Mira, Dina! —dijo Tup Ladletender señalando hacia arriba.

Alcé la vista y vi unos cuatro tarnsmanes volando. Llevaban las banderas amarillas de paz.

—Seguro que se dirigen a Puerto Kar —dijo Tup Ladletender— donde tomarán un barco para Cos.

Yo había oído que había una guerra declarada entre Ar y Cos que tenía que ver con el apoyo que Cos había prometido a los piratas del Vosk. El Vosk es un gran río que fluye hacia el oeste para desembocar en un gran delta antes de llegar hasta Thassa, el mar. En realidad, la causa de las hostilidades era, al parecer, de índole económica y tenía que ver con los monopolios comerciales que querían mantener ambas ciudades en los territorios que bordean el Vosk. Ar reclamaba la ribera sur del río. Cos, y el otro gran Ubarato marítimo, Tyros, controlaban tradicionalmente el gobierno en estos territorios mediante conexiones mercantiles transterritoriales.

Sentí un tirón en la correa que llevaba atada al cuello.

—Ya voy, amo —dije.

Nadé hasta la orilla de la charca. Ladletender me dio una toalla. Ató mi cuerda a un árbol.

—Debes estar radiante, Dina —me dijo.

—Sí, amo.

Tup Ladletender me dio un peine de gruesas púas. Comencé a peinar mis cabellos con largas pasadas, sin dejar de mirar la Casa de las Piedras de Turmus. Era grande y magnífica. Mi futuro amo estaba dentro de esas paredes.

Habíamos pasado la noche en una aldea cercana en la que Ladletender tenía un amigo. Su carreta se había quedado allí. Esta mañana yo no había tenido que tirar de ella; era necesario que estuviera descansada.

—Cepíllate el pelo —dijo Ladletender.

—Sí, amo.

Cuando terminé, Ladletender cogió el cepillo y el peine y se los metió en el zurrón.

Me miró y yo me sonrojé ante una mirada goreana de valoración. Sólo llevaba la correa al cuello.

—En pose de esclava —me dijo.

Yo erguí la espalda, alta la cabeza, vientre contraído y caderas giradas. Ninguna mujer puede adoptar pose más hermosa que una esclava goreana.

—Excelente —dijo Ladletender chasqueando los labios.

—El amo está complacido —dije yo.

—Sí.

—Entonces la esclava también está complacida.

—Mira —me dijo. De una bolsa de piel extrajo un bolso, de los que se usan para llevar verduras. Yo lo miré atónita. Estaba doblado. Era muy pequeño. Él me quitó la correa del cuello. Yo sacudí la cabeza y los cabellos.

Él hizo un gesto hacia el bolso. Había en él marcas que indicaban que había sido usado para llevar verduras.

—Póntelo.

Abrí el saco. Dentro había una abertura para la cabeza y dos para los brazos. Me lo pasé por encima de la cabeza. Era muy abrigado. Me lo ciñó al cuerpo con una cuerda.

Tup Ladletender dio un paso atrás.

—Encantadora —dijo. Me llegaba por encima de los muslos, y caía en los hombros con un aire descuidado que respetaba mi figura. Pero la cuerda que lo ceñía con fuerza a mi cintura acentuaba mis pechos y mis caderas. Había un asomo de lujuria oculto tras un atavío de apariencia tan negligente. Estaba muy bien ideado para dar la impresión a quien me miraba, de que yo era una zorra barata, pero apetitosa.

Enrojecí.

—Mira —dijo Ladletender, sosteniendo un collar de cuentas de esclava. Yo fui a cogerlo sonriente—. No tan deprisa —dijo él. Bajé la mano, y él se puso el collar al cinto—. Date la vuelta.

Ladletender me ató las muñecas a la espalda con esposas de esclava, y luego me ató el collar al cuello.

Retrocedió ante mí.

—Eres muy hermosa, Dina —me dijo.

—Gracias, amo.

Entonces se volvió.

—Ven.

Yo le seguí, descalza, atadas las muñecas a la espalda.

Pronto tomamos el camino hacia las Piedras de Turmus. En menos de un ahn habíamos llegado ante sus enormes puertas. Ante mí se alzaban los grandes muros blancos, de más de veinte metros de altura. Me sentí muy pequeña. Seis torres se alzaban en las murallas, una en cada esquina y dos defendiendo la puerta. De pronto sentí el impulso de salir corriendo, pero estaba encadenada, y en Gor no había lugar alguno al que pudiera huir una chica como yo. Era una esclava.

Se abrió un panel esculpido en una puerta pequeña en la gran entrada.

—Soy Tup Ladletender.

—Saludos, Ladletender —dijo una voz reconociéndole.

—Vendo una esclava.

La pequeña puerta se abrió, y nosotros entramos.

11. SEDA Y PERFUME

—Te doy por ella cuatro tarks de cobre —dijo el capitán.

—Diez —aumentó Ladletender.

—Seis —dijo el capitán.

—Hecho.

Me dolía el cuerpo. Tenía las muñecas presas en unas anillas atadas a su vez a una cadena colgada del techo. Todo el peso de mi cuerpo descansaba en aquella cadena, y apenas alcanzaba a tocar el suelo con las puntas de los pies.

Estaba desnuda y había sido examinada a la manera goreana.

Me había sentido incapaz de resistir el contacto de las manos del capitán, y me había agitado en la cadena suplicando a gritos piedad.

—Hay que domarla un poco —dijo el capitán—. Pero ya nos encargaremos de eso.

Le dieron a Tup Ladletender el dinero que sacaron de una caja de hierro en la oficina del capitán.

Luego el buhonero se marchó.

—Mírame, esclava —me dijo el capitán.

Abrí los ojos.

—Ahora eres una esclava turiana.

—Sí, amo.

—¿Estás domada?

—Sí, amo.

Fue hacia su mesa y sacó de uno de los cajones un collar de esclava, muy distinto a la mayoría de los collares de Gor; era un collar turiano. La mayoría de los collares goreanos, decorados o no, son generalmente una banda circular con unos goznes que se ciñen al cuello de la esclava. Pero el collar turiano es como una anilla, y se ajusta con más holgura en la garganta. Un hombre puede pasar los dedos por el collar turiano para arrastrar a la chica. Sin embargo no queda lo bastante suelto como para que pueda quitarse, claro. Los collares goreanos no están hechos para que las chicas que los llevan se los quiten.

El capitán arrojó el collar sobre la mesa. Yo nunca había llevado un auténtico collar, y de repente me sentí aterrorizada ante la posibilidad de que me lo pusiera. Una vez que lo cerrara ya no podría quitármelo.

—No, amo —dije—. Por favor, no me pongas un collar.

Él se acercó a mí y abrió con una llave las esposas que ataban mis muñecas. Caí en el suelo a sus pies.

—¿No quieres llevar un collar? —me preguntó.

—No, amo —murmuré.

—Yo haré que supliques llevar un collar —dijo el hombre.

Alcé la vista asustada. Él se alzaba ante mí con un látigo de esclava en la mano.

—¡No, amo! —grité.

Me castigó a conciencia por mi insolencia. No había ningún sitio al que escapar. Me azotó como un amo goreano hasta que quedé tumbada a sus pies llorando a lágrima viva.

—Creo que ahora estás domada —me dijo.

—Sí, amo —sollocé—. ¡Sí!

—¿Me suplicas ahora que te ponga el collar?

—¡Sí, amo!

—Suplícamelo.

—Te suplico que me pongas un collar —gemí.

Y entonces me ató al cuello el collar, que se cerró con un ruido metálico. Yo caí desmayada.

Él se volvió para dejar el látigo de esclava en la pared, donde colgaba convenientemente a mano. Hizo sonar un timbre. Se abrió una puerta y apareció un soldado.

—Ve a buscar a Sucha —dijo el capitán—. Hay una nueva esclava.

Yo yacía en el suelo de piedra. Cuando el capitán ya estaba sentado en su mesa ocupado en su trabajo y estuve segura de que no me miraba, toqué tímidamente el collar de brillante acero. Estaba bien cerrado en torno a mi cuello. Ahora llevaba un collar. Sólo cuando me marcaron había sido tan consciente de mi esclavitud. Sollocé.

Oí el tintineo de unas pequeñas campanas, campanas de esclava, y advertí junto a mí los pies desnudos de una mujer.

Las pequeñas campanas colgaban en cuatro filas de su tobillo izquierdo. Sentí un latigazo en la espalda y me estremecí.

—Levanta, niña —dijo una voz de mujer. Alcé los ojos. Ella llevaba una túnica de seda amarilla, y los negros cabellos recogidos por una cinta también de seda amarilla.

Me levanté.

—En pose de esclava.

Obedecí, adoptando la hermosa pose.

—Soy Sucha —dijo la mujer.

—Sí, ama.

—¿Por qué te han fustigado?

—Pedí que no me pusieran el collar —musité.

—Quítatelo —me dijo.

Yo la miré atónita.

—Quítatelo —repitió.

Lo intenté, retorciéndolo hasta que grité. Intenté quitármelo con todas mis fuerzas. Le di la vuelta y exploré la cerradura con los dedos. El cierre era perfecto, inamovible.

Miré a la mujer con desesperación.

—No puedo quitármelo —le dije.

—Es cierto, esclava. Y no lo olvides.

—Sí, ama.

—¿Cómo te llamaban?

—Dina.

Sucha miró al capitán.

—Es aceptable —dijo él.

—Entonces de momento, hasta que los amos decidan otra cosa, te seguirás llamando Dina —dijo Sucha.

—Sí, ama.

—Sígueme, Dina —me dijo. Yo fui tras ella. También Sucha llevaba un collar turiano.

Caminamos por un largo pasaje, del que luego nos desviamos para tomar otros. Pasamos por delante de muchos almacenes cerrados con puertas de barrotes. En un momento pasamos a través de una pesada puerta de hierro vigilada por un centinela. Al otro lado de la puerta me dijo:

—Ve delante de mí, Dina.

—Sí, ama.

Caminamos a lo largo de otro pasaje, flanqueado igualmente por puertas de barrotes que daban paso a almacenes.

—Eres muy hermosa, ama —dije sobre mi hombro.

—¿Quieres probar mi látigo? —me preguntó.

—No, ama. —Permanecí en silencio.

Sabía por qué ahora tenía que ir yo delante. Era una costumbre goreana muy extendida. Debíamos estar acercándonos a las habitaciones de las esclavas. Si me daba la vuelta para huir, ella estaría detrás de mí para detenerme con el látigo. A veces las chicas nuevas tienen miedo a la entrada de las salas de esclavas. Hay algo terrible en ser encerrada como una esclava.

—Aquí está la entrada a las celdas de las esclavas —dijo Sucha.

Yo retrocedí. Era una gruesa y pequeña puerta de hierro, de unos dos metros de altura.

—Entra —me dijo Sucha, sosteniendo el látigo detrás de mí.

Yo giré el picaporte de la puerta y me arrojé hacia dentro de bruces.

Sucha me siguió.

Me levanté y miré con curiosidad a mi alrededor. La sala era alta y espaciosa, con numerosos pilares blancos y ricos cuadros, y una piscina. Estaba embaldosada de púrpura. Los muros satinados se cubrían de ricos mosaicos que representaban escenas de esclavas al servicio de sus amos. Toqué con inquietud el collar que llevaba al cuello. A través de los barrotes de las ventanas, muy altas en las paredes, se filtraba la luz. Aquí y allá, alrededor de la piscina, yacían algunas chicas indolentes que no tenían trabajo. Me miraron estudiando mi cara y mi figura, sin duda comparándolas con las suyas.

—La sala es muy hermosa —dije.

—De rodillas —me ordenó Sucha.

Me arrodillé.

—Eres Dina —me dijo—. Ahora eres una esclava de la Casa de las Piedras de Turmus. Ésta es una casa de comercio, bajo el estandarte y el escudo de Turia.

—En la plaza fuerte —continuó Sucha— hay cien hombres, cinco oficiales y cinco auxiliares: un médico, porteros, escribas, etc.

Las otras chicas se acercaron a mí, arrodillada ante Sucha. La mayoría de ellas iban desnudas. Todas llevaban collares turianos.

—Una nueva chica de seda —dijo una.

Yo me erguí. Me gustó que me vieran como una chica de seda.

—Hay veintiocho chicas en Piedras de Turmus —siguió diciendo Sucha—. Provenimos de diecinueve ciudades. Seis de nosotras hemos nacido en cautiverio.

—Es muy bonita —dijo otra chica.

Sonreí.

—Enseñadle que no tiene valor —dijo Sucha.

Una de las chicas me cogió del pelo y me tiró al suelo. Yo grité. Entonces las otras chicas me golpearon y me patearon. Grité retorciéndome en los azulejos.

—Ya basta —dijo Sucha. La paliza no había durado más que unos segundos, tal vez no más de cinco o seis. Su propósito no había sido otro que el de intimidarme. Yo alcé la mirada, horrorizada, mientras todavía me obligaban a agachar la cabeza cogiéndome del pelo. Me habían mordido en una pierna y sangraba.

—Soltadla —dijo Sucha—. De rodillas, Dina.

Me soltaron el pelo y me arrodillé.

—No tienes valor —me dijo Sucha.

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