La esclava de Gor (8 page)

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Authors: John Norman

Yo esperaba que Lady Sabina fuera feliz. Se decía que estaba encantada de ascender de casta, y que a través de este matrimonio se convertiría en una aristócrata de la Confederación Saleriana, una potencia que no dejaba de crecer. La verdad es que Thandar de Ti no me importaba mucho, por el hecho de ser un hombre. Suponía yo que no debía gustarle mucho casarse con una chica que no perteneciera a las castas altas, pero seguramente apreciaría el significado político del matrimonio, y le agradaría contribuir de ese modo al engrandecimiento de su ciudad. Desde el punto de vista de su padre, era un buen matrimonio, porque Thandar era el menor de sus hijos, y el menos importante por lo tanto. Distinto hubiera sido que su primogénito o su segundo hijo se casara con la hija de un mercader. Además, aquel enlace era beneficioso tanto a nivel económico como a nivel político. Por otra parte, si el matrimonio no resultara del agrado de Thandar, siendo éste un goreano de alta casta, siempre podría consolarse comprando mujeres que rivalizarían por servir a un hombre como él.

Aquella esclava, con anillas en el cuello y la muñeca, se acercó al carro de suministros y rebuscó en un saco hasta encontrar una larma. Yo observaba escondida entre las tinieblas, y creo que ella no se dio cuenta de que Lady Sabina había salido de la tienda grande y la seguía con las otras dos esclavas a sus talones. La chica del carro de suministros revolvía en el saco. Uno de los guerreros del campamento estaba muy cerca, y su presencia no debía pasarle desapercibida, aunque ella no daba signo alguno de haberse percatado. Él le puso las manos en la cintura y ella se volvió para mirarle, sin mostrarse sorprendida. Levantó la larma, con la cabeza bien alta, y la mordió. Le miró entre la oscuridad, masticando el fruto. Él se inclinó hacia ella, y yo pude ver el destello de la anilla que llevaba al cuello. De repente le rodeó con los brazos y le besó. Ella, una esclava, en los brazos de un soldado en la oscuridad. Yo le veía la mano en la espalda del hombre, todavía sosteniendo la larma mordisqueada.

—¡Esclava desvergonzada! —gritó Lady Sabina.

La pareja deshizo el abrazo, y ella se arrojó gimiendo a los pies de su ama. El hombre se alejó enfadado.

—Ten piedad, ama —gimió la chica estrechando la cara contra las sandalias de su señora.

—¿Qué pasa aquí? —un hombre acababa de salir de la tienda central que yo pensaba que era el centro de operaciones del campamento. El hombre llevaba descuidadamente una espada al hombro. Vestía únicamente una túnica y las pesadas sandalias de soldado.

—¡Mira! —gritó Lady Sabina señalando a la chica inclinada—. ¡Una esclava lasciva!

El soldado, que debía ser el jefe del campamento, se sentía bastante molesto por haber sido interrumpido, pero tuvo buen cuidado en mostrar la debida deferencia.

—La he seguido —continuó Lady Sabina—, y la he encontrado aquí, en brazos de un soldado, besándole.

—¡Piedad, ama! —gimoteó la chica.

—¿Es que acaso no te he enseñado a comportarte debidamente, Lehna? —preguntó Lady Sabina con severidad—. ¿No te he educado para que actúes dignamente? ¿Así es como traicionas mi confianza?

—Perdóname, ama —suplicó la esclava.

—Mi padre te sacó de las prisiones de Ar cuando tenías doce años, para entregarte a mí.

—Sí, ama.

—Y se te trató con suma amabilidad. No te destinaron a las cocinas, te llevamos a tus propios aposentos, se te permitió que durmieras en mi propia cámara, a los pies de mi lecho. Se te educó para ser doncella.

—Sí, ama —dijo la esclava.

—¿Acaso no es un gran honor para una perra esclava?

—Si, ama.

—Y después de todo —dijo tristemente Lady Sabina ¿cuál es el pago que obtengo?

La chica agachaba la cabeza temblando, sin atreverse a contestar.

—El pago que obtengo es la ingratitud —terminó Lady Sabina.

—¡Oh, no! —exclamó la chica—. ¡Lehna está agradecida a su ama!

—¿Te he flagelado muchas veces?

—¡No! —gritó la esclava—. ¡No!

—¿Crees que soy débil?

—No, ama.

—Suplícamelo.

—Suplico que me flagelen.

El jefe del campamento, que había salido de la tienda grande con la espada al hombro, miró al soldado que había besado a la chica, e hizo un gesto hacia ella con la cabeza.

—Desnúdala y átala —dijo.

El hombre le arrancó a la esclava el vestido, la arrodilló y con un trozo de cuerda le ató las manos a la espalda, por detrás de un radio de una de las ruedas del carro de suministros.

—Eres despreciable —dijo Lady Sabina a la esclava atada—. Deberías estar sirviendo Paga en una taberna.

La esclava gimió al sentirse tan degradada. Ahora se habían acercado unos cuantos hombres a contemplar la escena. El capitán estaba evidentemente irritado.

—Ya hablaré contigo más tarde —dijo despidiendo al soldado.

Lady Sabina extendió el brazo hacia una de las dos esclavas que la acompañaban, y que puso en su mano enguantada la fusta que llevaba. La señora se acercó entonces a la esclava temblorosa.

—¿No te he dado siempre ejemplo de nobleza, dignidad y amor propio? —preguntó.

—Sí, ama.

—¡Mala, mala, esclava lasciva! —gritó Lady Sabina, golpeándola.

La chica gritó de dolor. Yo estaba asombrada ante la furia con que Lady Sabina fustigaba a la esclava atada. La golpeó una y otra vez con la vara en la espalda y en el cuerpo, castigándola por su lujuria. Después, fatigada y furiosa, tiró la fusta y volvió a su tienda seguida de las dos esclavas, una de las cuales había recogido la vara. La chica castigada se acurrucaba junto a la rueda del carro, todavía atada. Entre su oscuro pelo destellaba el oro de su collar.

Dejaron a la chica sola, todavía atada a la rueda del carro.

Mi amo dirigió los ojos hacia las lunas. Del otro lado del campamento llegó lo que yo pensé que sería el canto de un pájaro, el gorjeador nocturno que suele cazar en estos bosques. El canto se repitió por tres veces.

Mi amo se puso a mi espalda, agarrándome con la mano izquierda. Sentí cómo su cuchillo se deslizaba entre los velos, junto a mi garganta, la punta presionando en mi yugular.

—¿Cuál es el deber de una esclava? —me preguntó.

—Obediencia absoluta, amo —susurré asustada.

Finalmente retiró el puñal, y me arrancó la capa que cubría los ricos y blancos atavíos en los que había sido envuelta.

—Corre —dijo mi amo señalando un sendero entre los árboles que llegaba hasta el final del campamento—. Y no dejes que te atrapen.

Me dio un empujón, y yo empecé a correr, confundida, asustada. No había dado ni diez pasos cuando oí gritar a uno de los centinelas del campamento.

—¡Alto! ¡Alto ahí! ¡Nombre! ¡Ciudad! ¡Alto!

En vez de detenerme aceleré mi carrera.

—¿Quién es? —gritó un hombre.

—¡Una mujer libre! —oí.

—¿Es Lady Sabina? —gritaron—. ¡Detenedla!

—¡Tras ella!

Corrí enloquecida.

Ahora pienso que aquellos hombres debieron sentirse tan confundidos como yo. Yo sólo sabía que me daban miedo, y que me habían ordenado correr. Mi amo me había dicho que no me dejara atrapar, y yo corría con todas mis fuerzas, aterrorizada.

Tropecé y caí, y me levanté y seguí corriendo. Los hombres gritaban, y oí a varios salir del campamento, golpeando sus pies en el camino, corriendo entre la maleza en mi búsqueda. Ahora me encontraba entre los árboles, fuera de la vista del campamento. Ignoraba cuántos hombres me perseguían.

Huí aterrorizada.

—¡Lady Sabina! —oí—. ¡Alto! ¡Detente!

Entonces me di cuenta de que eran mínimas las posibilidades de que hubiera en las proximidades del campamento una mujer libre, vestida, que no fuera Lady Sabina. ¿Habría escapado del campamento? Tal vez, por alguna razón, quisiera escapar del compromiso con Thandar de Ti, al que nunca había visto. Algunos de los hombres del campamento debían de haber ido a ver si Lady Sabina se encontraba aún entre ellos, pero muchos de los hombres no habrían tenido tiempo de ello, ya que sólo tuvieron unos segundos para reaccionar. Si la mujer fugitiva era Lady Sabina, había que atraparla, porque su pérdida significaría el fin de las alianzas entre la Confederación Saleriana y el Fuerte de Saphronicus. Por otro lado, había que atraparla de inmediato porque de noche los bosques eran peligrosos. Tal vez cayera en las fauces de las alimañas o en manos de forajidos. Así pues, cuanto antes la encontraran, mejor. Era de noche, y en la mañana su rastro se habría desvanecido, sería difícil de seguir.

Y si la mujer no era Lady Sabina, tendrían que llevarla al campamento de todas maneras. Ciertamente, una mujer libre en el bosque en medio de la noche es un misterio que requiere solución. ¿De quién se trata? ¿Por qué huye? ¿Está sola?

Yo no tenía tiempo para pensar. Tan sólo corría.

Corrí entre la espesura, oyendo a mis espaldas a mis perseguidores. No sabía cuántos eran, pero sospechaba que de los setenta u ochenta hombres del campamento al menos veinte de ellos se habían lanzado tras de mí de inmediato. Tal vez más. Seguramente todos se habían dirigido al extremo del campamento en que me vieron por primera vez. Allí empezaron los hombres a escudriñar la oscuridad, allí se habían organizado en grupos de defensa o en batidas de búsqueda.

—¡Alto! —oí—. ¡Detente! ¡Detente!

Seguí corriendo, apartando ramas y arbustos de mi camino que rasgaban mis ropas.

Y entonces unas manos me cogieron.

—Espera, Lady —dijo el hombre.

Yo me agité en sus brazos.

—¿Por qué has escapado, Lady Sabina? —me preguntó—. Es muy peligroso. —Y luego gritó—: ¡Ya la tengo!

Intenté escapar, pero estaba firmemente cogida.

En un momento me vi rodeada de varios hombres, y entonces el que me tenía atrapada me soltó. Yo volví la cabeza sin decir nada.

—¿Es Lady Sabina? —dijo una voz.

—Mírame —ordenó alguien.

Yo mantuve la cara apartada, y sentí que me ponían las manos en los hombros. Me obligaron a girarme para mirar a mi interlocutor.

—Levanta la cabeza —me dijo—. Alza la cara a la luz de la luna.

Yo continué con la mirada baja, pero él me levantó la cabeza con la mano, de forma que la luz de la luna bañara mi rostro velado.

Vi entonces que se trataba del jefe del campamento. Supe de repente que no debía haberse lanzado en mi persecución, sino que habría tenido que permanecer en el campamento.

Él observó atentamente mis ojos a la incierta luz de la luna. Dio un paso atrás y estudió las ropas que me ataviaban. Entonces me preguntó.

—No eres Lady Sabina. ¿Quién eres?

Silencio.

—¿Huías de alguna mala compañía? —preguntó—. ¿Ha caído tu cortejo en una emboscada? ¿Huyes de la justicia?

Seguí sin dar respuesta.

—¿Intentabas escapar de los cazadores de esclavos? Nosotros somos hombres honrados, no somos mercaderes de esclavos —me miró—. Entre nosotros estás a salvo.

La luz de la luna se filtraba entre la maleza.

—¿Quién eres? —repitió.

Callé una vez más. Ahora pareció enfadarse.

—Si no hablas, te arrancaré el Velo del Orgullo.

Me pregunté qué harían conmigo estos hombres si descubrían que no era una mujer libre. Comencé a temblar.

Me despojaron del Velo del Orgullo. Me sentí como si me hubieran desnudado.

Ahora los rasgos de mi rostro eran visibles a través del Velo de la Ciudadanía. El último velo, sumamente tenue y transparente, no es más que una prenda simbólica.

—Tal vez ahora te decidas a revelar tu nombre y tu ciudad y los asuntos que te han traído hasta aquí a estas horas de la noche.

Yo no me atrevía a responder. Volví la cabeza a un lado con un sollozo, y sentí que me arrancaban el Velo de la Ciudadanía. Sólo me cubría ahora el último velo. Era como si me hubieran despojado del último reducto de dignidad, como si hubieran arrancado mis vestiduras dejándome tan sólo con una leve túnica dispuesta a caer ante la mano del amo.

Por fin, aquel hombre extendió la mano hacia mi último velo. Pero tuvo un instante de duda.

—¿No será una mujer libre? —preguntó uno de los hombres.

—Tal vez —dijo el jefe bajando la mano.

—Es demasiado bonita para ser libre —observó otro soldado. Algunos estuvieron de acuerdo.

—Esperemos, por tu propio bien, que seas una mujer libre, querida.

Yo incliné la cabeza.

—Considérate mi prisionera. —El hombre palpó mis antebrazos, dándose cuenta que era diestra. Me ataron la muñeca derecha con una cuerda de cuero que sostenía un soldado. Entonces mi captor encaminó sus pasos hacia el campamento seguido de sus hombres. Me llevaron con ellos, atada.

En pocos minutos nos acercamos al campamento en el que había gran confusión y un gran número de antorchas encendidas.

Un hombre se acercó a nosotros llevando una antorcha.

—¡Lady Sabina ha desaparecido! —exclamó—. ¡Se la han llevado!

Con un rugido de furia, el jefe corrió hacia las tiendas seguido por sus hombres que me arrastraban a trompicones. Nos dirigíamos al pabellón de Lady Sabina.

Uno de los soldados me arrastraba, atada con el cordel de cuero. Me empujaron al interior de la tienda. El hombre que allí había se volvió, pálido, a mirar al jefe.

—Vinieron —dijo—, y se la llevaron.

A un lado yacían dos soldados heridos. Las doncellas de Lady Sabina estaban aterrorizadas. Una de ellas se cubría con la mano el hombro, en el que tenía un gran arañazo.

—¡Ellas estaban aquí! —dijo un soldado, señalando a las temblorosas esclavas.

Habló la chica del rasguño en el hombro. Habían rasgado la parte trasera de la tienda.

—Entraron por la fuerza. Eran muchos. Intentamos defender a nuestra señora, pero nos apartaron a golpes. Eran guerreros, estábamos indefensas. —Señaló hacia la parte trasera del pabellón—. Entraron por ahí, y capturaron a nuestra ama.

Había sido una astuta estrategia. Los hombres de mi amo eran menos numerosos que los soldados del campamento, pero en el momento del ataque, su número era muy superior. Veinte hombres pueden tomar un muro defendido por cien si los veinte atacan en un punto que sólo está defendido por dos. En la confusión que habían creado, dirigiendo la atención de los soldados hacia otra parte, las fuerzas de mi amo habían sido irresistibles. No tuvieron ninguna dificultad en conseguir su objetivo.

Tragué saliva con dificultad. Me di cuenta de que yo no había sido más que una maniobra de distracción. Me sentí humillada y aterrorizada.

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