Authors: John Norman
¡Quizás estos hombres de los que se ocultaba podían rescatarme! ¡Quizás me salvarían! ¡Quizás encontrarían el modo de devolverme a la Tierra!
Me fijé en las mujeres que transportaban en la plataforma. Eran muy bellas. Era obvio que esos hombres las trataban con el respeto apropiado, con reverencia, no como animales.
Tuve la intención de chillar, pero su mano, tal vez intuyéndolo con anticipación, sujetó aún con mayor firmeza mi boca. Tenía un cuchillo en el cuello. ¿Qué podía hacer, sino permanecer totalmente inmóvil y en silencio? Sentía su filo sobre mi garganta.
La vanguardia del cortejo pasó ante nosotros.
Vi el palanquín con las mujeres. Eran cinco chicas. Cuatro de ellas vestían blancos trajes de corte clásico, sin mangas. Extrañamente, teniendo en cuenta la elegancia de su indumentaria, iban descalzas. Eran morenas y, en mi opinión, de gran hermosura. En sus cuellos me pareció distinguir un collar dorado, así como un brazalete igual en sus muñecas. Se encontraban recostadas o arrodilladas alrededor de un trono instalado en la plataforma. Ahí, grácilmente sentada, había otra chica, cuyos rasgos no pude distinguir porque traía la cara cubierta con un velo. Me quedé maravillada ante el esplendor de sus ropajes, multicolores y brillantes. También llevaba medallones de oro y piedras preciosas. Sus guantes eran blancos con ribetes dorados, y bajo su vestido vi asomar la punta de unas zapatillas de oro. Sólo en un mundo bárbaro se podía dar tal grado de fastuosidad en los ropajes, pensé.
Luego pasó el segundo palanquín, y más hombres con antorchas. Vi los cofres cubiertos de ricos tejidos.
Supuse que se trataba de un cortejo nupcial; los cofres del segundo palanquín debían contener ricos regalos, o la dote de la novia.
En el camarote que seguía seguramente habría las provisiones para el viaje, que, supuse, sería sin duda largo.
Luego, el cortejo se perdió en la distancia.
Se habían ido.
El hombre me quitó la mano de la boca y el cuchillo de la garganta. Me temblaban las rodillas. Me sentía débil, estuve a punto de caerme. Envainó su cuchillo y me hizo girar cara a él. Levantó mi barbilla para que le mirase. Brevemente encontré sus ojos y bajé la cabeza. Él sabía que había intentado gritar, delatarle. Pero no había podido.
Con horror pensé que iba a ser castigada o azotada. Me arrodillé ante él y, abrazando su alta sandalia con delicadeza, le besé, llena de temor, los pies.
No me pegó. No me dejó amarrada a algún árbol para que un monstruo me devorase. No me azotó como hubiera merecido.
Le seguí en su marcha. Pensé para mis adentros que ahora ya sabía cómo tratar con él. Simplemente tenía que satisfacer su vanidad. Me sentí tan lista ante alguien tan estúpido que se dejaba manipular por una muchacha… No sabía entonces con qué suavidad me había tratado, ni que la paciencia de un hombre como aquél tenía un límite. Pronto lo aprendería.
Era yo la estúpida e ignorante. Pero iba a aprender que la estupidez y la ignorancia no eran toleradas en Gor.
Con desgana atendía el brasero, de rodillas, aventando el carbón, cuyas ardientes chispas salpicaban mi cuerpo.
Eta pasó ante mí. ¡Cómo la odiaba! Era morena e increíblemente bella. Su cabello negro caía hasta su cintura. Se le permitía ir vestida. A mí no. Yo envidiaba su corta blusa sin mangas que tan bien resaltaba su figura; la sujetaban unos simples ganchos, muy fáciles de desabrochar.
A un lado un hombre, sentado, bebía un fuerte brebaje llamado Paga. Nos encontrábamos en un desfiladero boscoso; las lanzas estaban clavadas en el suelo, y los escudos apoyados en las rocas y los troncos. Un pequeño riachuelo cruzaba el campamento, uno de los muchos riachuelos de la zona. Por un lado la propia pared del desfiladero, y por el otro un muro construido de ramas y arbustos, nos protegían de los animales. Estábamos bien camuflados. Llegamos al campamento después de varios días de viaje. El hombre nada me dijo durante este tiempo, lo que me hacía sentir segura, pues vi que no pretendía utilizarme como hembra. Pero al mismo tiempo me irritaba. ¿Es que no me encontraba suficientemente atractiva? Me sentía afortunada de que no abusara de mí, y al mismo tiempo le odiaba por ello. No me permitía comer más que de su propia mano, y arrodillada; del mismo modo me daba de beber, excepto cuando encontrábamos un arroyo, que me obligaba a beber tendida boca abajo sobre los guijarros. Alimentándome de este modo, siempre con su mano en mi pelo, ¿no era suya? ¿Es que no le atraía físicamente? ¿Por qué no me obligó a servirle como mujer? Me mantenía totalmente bajo su dominio, y cuando esperaba su caricia, ni siquiera me miraba. Los dos últimos días de nuestra travesía viajamos a plena luz y me permitió cargar con su escudo, lo que significaba que habíamos dejado el territorio enemigo. Pero, ¿por qué no me había utilizado en la soledad de nuestro camino? ¡Le odiaba!
Eta pasó ante mí de nuevo, con su gran pedazo de carne a sus espaldas que ensuciaba su cabello de grasa. Andaba con energía, descalza, bronceada. Su cuerpo se insinuaba bajo su breve blusa. La única alhaja sobre su cuerpo era un tosco, aunque atractivo collar en la garganta. Era sensual, de mirada penetrante; el tipo de mujer que, en la Tierra, atemorizaría a los hombres hasta el punto de no permitirles siquiera soñar con ella. En cambio, aquí, parecía encajar perfectamente entre los fieros hombres de Gor, quienes sin duda sabrían exigir, y lo obtendrían, todo de ella.
¡Cómo me desagradaba! ¡La odiaba!
Llevaba ya dos días en el campamento. Al acercarnos, mi amo tomó su escudo, pues ningún guerrero se acerca a un campamento, ni siquiera al suyo propio, desarmado. No sabe lo que puede haber ocurrido en su ausencia.
Me dejó sola, de rodillas, para inspeccionar. Poco después regresó y me ordenó seguirle.
Se acercó al campamento cantando y golpeando la empuñadura de su espada.
Se intercambiaron las contraseñas con los centinelas.
Fue recibido con efusión por los hombres del campamento y alguien que parecía el comandante en jefe de la plaza le dio personalmente la bienvenida. Sus compañeros le sonreían, golpeándole la espalda. Yo me mantenía detrás, quieta y asustada ante tales hombres. Cerca de la entrada se mantenía Eta, la chica que todas hubiéramos deseado ser. Cuando mi amo se lo indicó, fue a arrodillarse ante él, radiante, jubilosa. A una orden suya se levantó, y, ya en sus brazos le besó. Nunca había visto a ningún ser humano besar de ese modo, tan profundo y sensual. Me quedé impresionada. No era un beso de amantes: era el beso de un amante que pertenecía a alguien, y al mismo tiempo, el beso del amante-dueño.
Él rió y la puso a su lado. Ambos me miraron.
¡Cómo hubiera deseado que él me besara así! Estaba celosa. Y luego, al sentir el modo con que me miraban, estuve asustada.
Se me acercaron. Yo me mantenía bien derecha. Se movían a mi alrededor. Me ruboricé. Intercambiaban comentarios. Me sentí observada y valorada como un animal. Algunos de sus comentarios, me pareció, eran degradantes. Lo que más me humilló, cruelmente, fue su risa. Quizás no daba las medidas adecuadas, o no me mantenía en la postura correcta. Quizás había pequeñas imperfecciones de las que ni siquiera podía llegar a ser consciente. Quizás aflorasen en mi cara todos los traumas de mi educación que negaba nuestra biología y cualquier tipo de manifestación sexual. Había aprendido a tratar a los hombres como mis iguales, y no puramente como hombres; por esto me sentí ahora tan pequeña e indefensa ante los goreanos. Ante un terrestre me solía sentir irritada, y lo único que me apetecía era deshacerme de ellos con un empujón cuando se atrevían a ponerme la mano encima. ¿Qué podía hacer ante un goreano? Lo que deseaba era estar entre sus brazos. Más adelante entendí la razón de por qué no conseguía excitar a mis guardianes; era porque aún no había sido enseñada a comportarme como mujer ante ellos, como lo que ellos entendían por mujer. No podía conocer su hombría porque aún no había descubierto mi propia feminidad. Lo único que podía hacer era caer ante sus pies. Como la mayoría de las chicas de la Tierra, yo era sexualmente negativa e inerte.
Solamente en Gor, ante mi amo, empecé a intuir la existencia de un mundo increíble y glorioso de experiencias no prohibidas, donde me podría realizar plenamente como hembra. Sólo tenía que atreverme a ser yo misma. Pero en Gor no sería yo quien decidía a qué atreverme: iba a ser forzada a ser yo misma.
Mucho se rieron los compañeros de armas de mi captor de su escuálida presa. En sus bromas se golpeaban mutuamente. Luego entraron todos en el campamento, dejándome, sola, en la puerta. Estaba sola, abandonada, rechazada. No estaba preparada para esto; era lo último que hubiera esperado de él. Sentí las piedrecillas del camino bajo mis pies, el sol quemaba mi piel. Apreté los puños. ¿Quién se creían estos bárbaros que eran? No hacerme caso a mí, Judy Thornton, la más bella de la escuela… Pero me di cuenta de que aquí, ni mi belleza, ni la de mi rival, Elicia Nevins, eran particularmente relevantes.
Crucé el muro de ramas y arbustos y entré en el campamento. Quería ser protegida y alimentada. Sabía que me costaría un precio. La puerta se cerró detrás de mí.
Ahora ya llevo dos días en el campamento. Furiosa, aventó el brasero, de rodillas. Las chispas saltan encima de mí. Del brasero sobresale una barra de hierro.
Muchas fueron las tareas que me obligaron a realizar.
No me gustaban.
Fui obligada a encender fuego, a cocinar, a ayudar a servir la comida y escanciar la bebida de los hombres, como una criada. Se me obligó a retirar las sobras y limpiar los utensilios. Tuve que coser las ropas, y una vez que Eta no quedó satisfecha con una costura, tuve que empezar de nuevo. Para mi humillación, me hicieron lavar la ropa sobre las rocas, arrodillada junto al riachuelo que cruzaba el campamento. Fuera de él, me mandaron a recoger moras y otras frutas silvestres, siempre acompañada de algún guerrero. En la Tierra, yo pertenecía a una clase económicamente elevada, y nunca había tenido que realizar semejantes tareas. Me gustaba incluso dar órdenes al servicio en mi casa. Pero aquí era yo quien realizaba las labores más degradantes, bajo las órdenes de Eta. Esto parecía estar bien para ella, pero no para mí, Judy Thornton, una estudiante brillante que escribía poesía. Algunas veces cuando no había hombres alrededor, me negaba a hacer alguna de las labores que me encargaban; entonces, Eta, las realizaba sin rechistar, aunque de mala gana. Cuando nos podía ver algún hombre, siempre hacía lo que ella me mandaba. Les temía.
El campamento lo formaban unos sesenta hombres, aunque durante el día nunca permanecían más de cinco o seis en el interior.
Mi propio amo fue quien me ordenó aventar el brasero, en el que se calentaba la barra de hierro.
No me atreví a desobedecerle.
Mi dueño se levantó y se acercó hacia el brasero donde yo estaba. Con un grueso guante, cogió la barra que se calentaba en él. Estaba incandescente. Me tuve que apartar de tanto calor como desprendía. Lo volvió a colocar dentro, ordenándome que continuase con mi labor, cosa que hice al instante.
Regresó con sus asistentes y continuó su discusión.
Eta cantaba por lo bajo mientras se encargaba de preparar la carne. De vez en cuando me miraba. No me gustaba el modo con que me sonreía. Parecía de un buen humor muy extraño, dado que al mediodía me había negado varias veces a ayudarla. ¡Yo no era su criada! Era yo la que decía de ser servida. Era demasiado exquisita como para servir.
No entendía el propósito de la barra de hierro en el brasero. Era claramente un acero para imprimir una marca, pero no había ningún animal. Pensé que tal vez mi dueño quisiera marcar algún objeto de su propiedad, algún arnés o coraza de cuero. Parecía razonable. Vi el dibujo de la barra; era una florecilla, parecida a una rosa, extremadamente bella y delicada. Era un diseño tan lindo que no me hubiera importado marcar algo mío con él. Lo único que me inquietaba era cómo una marca tan delicada podía encontrarse sobre algún objeto de aquellos bárbaros, todos tan toscos y viriles. Parecía mucho más apropiada para marcar algo femenino.
El sol se escondía y se acercaba la hora de la cena. Los carbones ardían en el brasero.
En el interior del campamento había un tronco de árbol caído.
Miré a mi alrededor, a los hombres, a Eta. Eran hombres rudos, que practicaban juegos crueles. El día anterior tuve que ayudar a Eta a servirles la cena, llevándoles la comida entre mis dientes. Cuando me lo solicitaban, les tenía que servir el vino o el Paga, y besar el vaso antes de ofrecérselo. Después de la cena, tomaron a Eta y llenaron su cuerpo de campanillas, en los tobillos, en las muñecas, alrededor del cuello. Cinco hombres se colocaron ante ella, a unos cinco metros. Otro en función de árbitro, le quitó la blusa, lo que hizo gritar de satisfacción a los demás, dándose palmadas en el hombro izquierdo con la palma de la mano derecha. Eta los miró arrogante, con las campanas que envolvían su cuerpo, cayendo alrededor de sus pechos. En su muslo izquierdo había una marca que no pude ver claramente en la oscuridad. Le ataron las manos a la espalda. El juez le ató una cinta a la cintura, en la que, sobre su cadera izquierda colgaba una campana algo mayor que las demás, que, con su sonido más grave, guiaría a los hombres. Mientras se mantenía orgullosa en pie, se le echó una tela opaca sobre la cabeza, amarrada bajo su barbilla. Se la encapuchaba para no influir en el resultado final del juego. Sospeché que se divertirían persiguiéndola hasta que uno la atrapase, sin ella saber quién era. Estos bárbaros encontraban este juego divertido. A los cinco hombres se les encapuchó igualmente. Eta se mantenía completamente inmóvil, sin provocar el menor sonido de las campanillas. Se desorientó a los participantes a base de darles vueltas por el campamento, lo que originó una carcajada general. El árbitro, con una vara en la mano, se acercó a Eta. Era indignante; sentí compasión por mi desafortunada hermana, pero también curiosidad por saber quién sería el primero en atraparla. Yo sabía bien a cuál de los cinco habría escogido, de haber tenido la ocasión, para que pusiera sus manos sobre mí. Era un gigante rubio de largo pelo que caía sobre su hombro; sin duda, para mí, el más atractivo de todo el campamento, aparte de mi amo. Pero él no participaba, dado su alto rango, aunque observaba divertido y con interés. Se llevó la jarra de Paga a los labios. Pensé que él también habría hecho ya su apuesta.