Authors: John Norman
—¿De qué ciudad venían? —preguntó el jefe a uno de los soldados heridos.
—No lo sé —respondió éste.
Yo había visto cómo los hombres de mi amo se quitaban las insignias antes de la acometida.
—Pero sabemos por dónde han huido —dijo uno de los soldados—. Si actuamos con presteza, podemos organizar bien la persecución.
—Que se armen todos los hombres. Que lleven los arcos. Quiero que estén aquí listos en diez ehns.
Todos salieron de la tienda. Se llevaron a los soldados heridos.
Entonces el capitán se volvió a mirarme, y yo retrocedí. En la tienda, además del jefe, había otros cuatro hombres, uno de los cuales sostenía la correa atada a mi brazo.
El jefe extendió la mano hacia mi último velo, detrás del cual podía verse mi rostro asustado. No era más que una prenda simbólica, pero cuando me la quitaron, mi cara apareció desnuda ante los hombres.
Cerré los ojos avergonzada y enrojecí. Era como si me hubiera despojado del último resto de dignidad y modestia.
—Me pregunto si eres libre, preciosa —dijo el jefe.
Ahora mi boca estaba desnuda ante él, nada la separaba de su propia boca, de su lengua, de sus dientes. Sin embargo, desde su punto de vista, yo tenía tantas posibilidades de ser una mujer libre como de ser una esclava.
Le miré.
—Suéltale la correa —le dijo al soldado que me tenía atada.
—Una correa en el brazo no concuerda con la dignidad de una mujer libre —me dijo el jefe.
Se acercó a mí, como se acerca un hombre a una mujer. Tenía la sensación de que me veía desnuda a través de mis ropas.
—Quítate las zapatillas —dijo.
Le obedecí temblando.
—Si eres una mujer libre —dijo el jefe—… eres demasiado bonita para serlo.
—Capitán —dijo una voz desde el exterior—, los hombres están preparados.
—Enseguida estoy con vosotros —dijo él.
El capitán volvió a centrar su atención sobre mí. Estaba furioso. Hablaba en voz baja pero amenazadora.
—Te has burlado de todos nosotros —dijo—. Así que espero que seas libre. —Su espada subió un poco sobre mi muslo. Yo no dejaba de temblar—. Esta pierna no está mal —continuó—, es lo bastante bonita para ser la pierna de una esclava. Me pregunto si no será de hecho la pierna de una esclava.
Me levantó la túnica hasta la cadera, donde sentí el frío de la espada. Los hombres de la tienda gritaron de furia. Las esclavas dieron un respingo retrocediendo.
—Tal como imaginaba —dijo el jefe. Dio un paso atrás, pero no enfundó la espada—. Te doy veinte ehns para quitarte esa ropa de mujer libre y caer desnuda a mis pies.
Me despojé gimiendo de mis vestiduras y me arrojé boca abajo ante él.
El jefe habló rudamente con dos de los hombres de la tienda. Luego se dirigió a una de las esclavas que inclinó la rodilla ante él y se alejó de la tienda.
Yo podía oír a los hombres en el exterior. Hasta mí llegaba el fragor de las armas.
En ese momento trajeron a la tienda a la chica que habían atado anteriormente al carro de suministros. Ella me miró y se tendió tristemente en un rincón. La otra esclava entró también.
El capitán se dispuso a salir de la tienda para tomar el mando de sus hombres.
El jefe me miró y dijo a uno de sus hombres:
—Átala.
Sentí cómo me ataban de pies y brazos. El capitán me hizo dar la vuelta con el pie. Luego dobló una rodilla junto a mí, poniendo en mi vientre la punta de su espada.
—Te veré más tarde —dijo—, preciosa Kajira.
Y tras ponerse el casco, se volvió y salió de la tienda.
Las otras esclavas me miraban con enfado, con excepción de la chica que había sido azotada, que yacía tristemente en un rincón. Una de las esclavas se frotaba el rasguño del hombro.
—Kajira —siseó. Yo me volví de lado y sollocé. Era una esclava capturada, atada en la tienda de los enemigos.
Intenté mover los pies y las manos con disimulo, porque no quería que volvieran a golpearme. Pero no lo conseguí, me habían atado con correas y no con cuerdas. Los nudos, simples y resistentes, habían sido hechos por un guerrero.
Oí el grito de un gorjeador. Me incorporé.
Las esclavas gritaron, y luego se hizo el silencio. Unas espadas ceñían sus gargantas.
Mi amo entró en la tienda a través de la pared de seda, seguido por sus hombres.
—¡Amo! —exclamé llena de júbilo. Forcejeé para incorporarme. Se acercó a mí y cortó con la espada la correa que me inmovilizaba. Me arrojé a sus pies, besando sus sandalias. ¡Había vuelto! No me había abandonado.
Mi amo se apartó de mí para gritar unas órdenes a sus soldados. Las cuatro esclavas estaban aterrorizadas en el centro de la tienda, mientras les apuntaban las espadas. Algunos hombres salieron.
—Arrodillaos para que os ate —dijo uno de los hombres. Las chicas obedecieron, arrodillándose una junto a otra. El soldado llevaba una cadena con seis anillas para los brazos. Ató primero a la chica que había sido azotada por Lady Sabina—. Extended el brazo izquierdo.
Todas obedecieron asustadas. Curiosamente, el hombre que estaba atando a las chicas no le puso a la primera de ellas la primera anilla, sino la segunda. De tal forma que cuando las cuatro esclavas estuvieron atadas quedaba una anilla libre en cada extremo de la cadena.
—En pie, esclavas —dijo el hombre—. Bajad la cadena.
Las esclavas se levantaron y bajaron los brazos. Estaban atadas en línea.
En el exterior se oía cómo uncían los boskos a los carros. Oí también que otros boskos eran liberados y llevados a los bosques.
Me pregunté si quemarían el campamento, pero pronto supuse que no lo harían porque el resplandor del fuego en la noche advertiría a los soldados de lo ocurrido.
Lo que habían hecho los hombres de mi amo era dejar un rastro que pudieran seguir fácilmente los del campamento y dar luego un rodeo para volver a él. El rastro se iría haciendo cada vez más confuso hasta desaparecer. Y así, mientras los soldados seguían una pista falsa, los hombres de mi amo volvieron al campamento del que luego saldrían en otra dirección.
Mi amo se disponía a salir de la tienda. Yo quería correr tras él, pero no me lo permitió. Me apartó de un empujón. El hombre que había atado a las chicas dio un paso atrás mirándolas.
—¿Puedo hablar? —pidió la primera de la fila, la que había sido azotada.
—Sí —dijo él.
—Odio a mi señora —afirmó la esclava—, y estoy dispuesta a amarte a ti, amo.
—¿No te gusta pertenecer a una mujer? —preguntó el hombre.
—Quiero amar a un hombre.
—Esclava desvergonzada —gritó la última chica de la línea.
—Soy una mujer y una esclava —exclamó la primera—. Quiero un hombre. ¡Necesito un hombre!
—No temas, esclava —dijo el soldado que la había atado—. Nos acordaremos de ti cuando necesitemos una zorra.
—Gracias, amo —dijo ella muy erguida y con orgullo.
Oí que un carro salía del campamento. Pensé que iría cargado con las riquezas de Lady Sabina, del Fuerte de Saphronicus. Yo ignoraba el paradero de la señora, pero estaba sin duda en lugar seguro, probablemente amordazada y encadenada a algún árbol. Me pregunté si le habrían permitido permanecer vestida.
—¿Tienes unas piernas bonitas? —preguntó el soldado a la primera de la hilera.
—Sí, amo —contestó sonriendo.
—¿Conoces el castigo por engañar a un hombre libre?
—Míralas tú mismo, amo —dijo ella con una ancha sonrisa—. No será necesario que me castigues.
La última chica de la hilera gritó indignada. El hombre cortó con su cuchillo gran parte de la túnica que llevaba la chica, acortándola considerablemente, hasta convertirla en una provocativa faldilla sobre sus muslos.
—No, no será necesario castigarte —admitió.
—Gracias, amo —respondió ella.
La última chica resopló con enfado, agitando la cabeza.
—¿Y tú, tienes unas piernas bonitas? —preguntó el hombre a la segunda chica.
—No lo sé, amo —murmuró la esclava—. No soy más que la doncella de una dama.
—Vamos a verlo —dijo él, mientras, al igual que había hecho antes, convertía la clásica vestimenta que ella llevaba en jirones.
—¿Puedo hablar? —preguntó la segunda chica.
—Sí.
—¿Son bonitas mis piernas? —preguntó.
—Sí —dijo él.
—Me agrada saberlo. —Y como las otras, se mantuvo erguida.
—¡Sois todas unas desvergonzadas! —gruñó la última chica de la hilera.
—¿Y tú? —preguntó el hombre.
—Yo soy la esclava de una mujer —dijo ella con orgullo—. Estoy por encima de esas cosas —afirmó sin mirarle—. Tengo dignidad.
—Pero una esclava no tiene dignidad. Vamos a ver tus piernas. —Y entonces acortó su túnica con el cuchillo del mismo modo que había hecho con las otras. Y ella quedó ante él con las piernas desnudas.
—Unas piernas excelentes —dijo él.
Ella se alzó de hombros, pero no creo que le desagradara tal apreciación. Todas las mujeres desean resultar atractivas a los hombres.
—Yo… yo quiero ser la esclava de una mujer —dijo ella con cierta vacilación.
—¿Tanto te asustan los hombres?
Ella no respondió.
—Lo que tú quieras no importa. ¿No es así?
—Sí, amo.
Le acarició la barbilla y el cuello.
—¿Nunca te has preguntado lo que se siente al contacto con un hombre? —preguntó.
—Ven conmigo —dijo la primera chica—. Te amaré como nadie te haya amado jamás.
—¡Me está tocando! —gritó la última esclava.
—Esclava lasciva —rió la primera.
El hombre se acercó a ella y la tomó en sus brazos. La esclava gritó de placer y se estrechó contra él. Él apretó su boca y sus labios en un beso que podría haber sido el preludio de una furiosa violación.
—Yo también te puedo besar —exclamó la última chica—. ¡Amo! ¡Por favor, amo!
—No —susurró la primera—. Ella no es nada. Quédate conmigo. Yo soy sensual. No sabrás lo que es gozar con una esclava hasta que no hayas estado conmigo.
Oí cómo sacaban otro carro del campamento. Pensé que sería uno de los carros con la dote. Pero luego sabría que habían cargado el tesoro en dos carros, renunciando a parte de la dote con el fin de aligerar la marcha.
Mi amo volvió a entrar en la tienda.
—Ya la violarás después —le dijo al soldado que aún tenía a la esclava entre los brazos, y que la apartó de mala gana.
—Sí, capitán —gruñó.
—Ya que vais a poseernos y habremos de serviros como esclavas —suplicó la primera chica—, poseedme a mí la primera, quiero ser la primera en serviros.
—No nos olvidaremos de ti, mi preciosa zorra —prometió el soldado.
—Gracias, amo —murmuró ella.
—No olvidéis a Donna tampoco —dijo la segunda chica.
—Ni a Chanda —pidió la tercera.
—Ni a Marla —dijo la última.
—Lehna es la primera —dijo la chica.
El soldado miró a la cuarta esclava, que se mantenía muy erguida atada a la cadena. La anilla se cerraba sobre su muñeca izquierda, uniéndola a las otras chicas.
—¿Ni a Marla? —preguntó él.
—Ni a Marla —contestó ella.
—¿No eres la esclava de una mujer?
—Guárdame un sitio a tus pies, amo. Soy la esclava de un hombre.
Mi amo observó a las esclavas.
—Cuatro bellezas —dijo—. Un buen botín. Nos darán mucho placer, y luego si queremos venderlas obtendremos un buen precio por ellas. —Y mirándome, añadió—: Encadenadla.
Me puse rígida. Aquella cadena no podía ser para mí. Yo era su esclava, no una chica nueva. Le había servido bien.
El soldado silbó, como llamando a un animal, y abrió la última anilla de la cadena. Yo me acerqué a él.
—Tenemos que darnos prisa.
Yo estaba furiosa por ir atada con las chicas nuevas. Sentía la cadena colgar de mi brazo, yendo a unirse a la chica que estaba junto a mí. No podía escapar.
Mi amo me miró, y yo bajé los ojos.
La cadena tiraba de mí. Me apresuré trastabillando.
No sabía hacia qué cautiverio me dirigía. Sólo sabía que mi esclavitud era absoluta.
Mi amo tendió la copa hacia mí y yo me arrodillé para llenársela de Paga de sul. Llevé los labios a la copa y luego se la ofrecí con los ojos brillantes, casi borracha con los vapores.
Luego me retiré.
—Excelente —dijo mi amo bebiendo el sul.
—Vino, esclava —dijo Marla tendiéndome la copa.
Dejé el sul de mala gana, y fui a buscar la jarra de Ka-la-na de Ar para llenarle la copa. Ella no me miró ni me dio las gracias, porque yo era una esclava. ¿Acaso no lo era ella también? La miré, envuelta en sus blancos ropajes, poniendo cuidadosamente el vino en los brazos de mi amo. Se había convertido en la favorita entre los amos, desplazando incluso a Eta. Desde el principio yo había temido que fuera demasiado popular. Aparentemente mi amo estaba encantado con ella. Yo la odiaba. Eta tampoco la miraba con mucho afecto.
Marla me miró y sonrió.
—Eres una esclava muy bonita —me dijo.
—Gracias, señora —le respondí conteniéndome. Puesto que ahora era la primera chica del campamento, estábamos obligadas a servirla y a tratarla de “señora”. Aunque no llevaba ornamento alguno ni ropas finas, era la primera esclava del campamento.
Habían pasado meses desde el ataque al campamento de Lady Sabina. La mayor parte de ese tiempo lo habíamos empleado en un largo viaje.
—Dame de beber —me dijo Thurnus.
—Sí, amo. —Le acerqué la jarra de Ka-la-na.
Thurnus era un hombre corpulento de anchos hombros, desgreñados cabellos rubios y enormes manos. Era jefe de casta en el Fuerte de Tabuk. El Fuerte de Tabuk era una gran ciudad que albergaba a unas cuarenta familias. Estaba rodeada de una empalizada y se alzaba como el eje central de sus campos, que eran lenguas de tierra largas y estrechas que salían de la ciudad como los radios de una rueda. Thurnus poseía cuatro de estas franjas. El Fuerte de Tabuk debía su nombre al hecho de que el campo Tabuk, en un tiempo, solía atravesar el Verl, tributario del Vosk. El Verl estaba al noroeste del Vosk. Nosotros habíamos cruzado el Vosk hacía dos semanas. Ahora el campo Tabuk cruzaba a unos veinte pasangs a noroeste del Fuerte de Tabuk, pero la ciudad, fundada en el área por la que primariamente cruzaba el campo, conservó el nombre original. El Fuerte de Tabuk es una villa muy rica, pero es más conocida por sus ganados de eslín que por su abundante agricultura, debida a los oscuros y fértiles campos del sur de Verl. Thurnus, de la Casta de los Campesinos del Fuerte de Tabuk, era uno de los ganaderos más conocidos de Gor.