Authors: John Norman
El árbitro levantó su vara.
Gritó una palabra que más tarde aprendí significaba “Caza”. Era la señal que indicaba el comienzo del juego, que empezaba la captura de la chica. Al mismo tiempo que lanzaba su grito, azotó a Eta con su vara en el trasero; un breve y preciso golpe que la hizo chillar al tiempo que iniciaba su carrera bajo el tintineo de todas sus campanas. Los hombres se dirigieron en dirección a ese sonido. De repente, ella se paró, agachándose inmóvil con las manos atadas a su espalda. No estaba autorizada a permanecer quieta más de cinco ihns, tiempo equivalente a algo menos de cinco segundos. En caso de que, atemorizada o cansada, no se moviera en este tiempo, el árbitro, con el mismo golpe de vara con que inició el juego, identificaba su posición ante los participantes. Un instante antes de que transcurriesen los cinco ihns, Eta cambió de posición. Dos de los hombres gritaron airados, pues pasó entre ellos sin que pudieran cogerla. El árbitro les amonestó duramente. No podían identificarse bajo ninguna excusa, pues esto podía condicionar la conducta de la chica en el caso que tuviera preferencias a la hora de ser capturada por algún macho en especial. Por supuesto que de la chica se espera una buena actuación; si se deja atrapar demasiado pronto, se la ata con las muñecas por encima de la cabeza para ser azotada. Raramente, sin embargo, hay que llegar a tales extremos. Las chicas se enorgullecen de sus habilidades en el juego de la Caza, les gusta participar en él, esquivar a sus perseguidores, aunque saben que al final, inevitablemente, serán capturadas.
Eta era experta en el juego. Pero también lo eran los hombres. Sospeché que lo habían practicado a menudo.
Por dos veces tuvo el juez que incitar a la bella con su vara para que se pusiera en movimiento.
Al fin, ya no supo hacia qué lado escabullirse. Los hombres la rodeaban silenciosos.
Ciega, encapuchada, fue a parar a los brazos del joven gigante rubio. Con un rugido de placer la tomó y la echó sobre la hierba, ensartándola bajo su cuerpo. La había cogido.
El árbitro gritó una palabra que, como más tarde aprendí, significaba “Captura”. Y le dio una palmada al hombre en la espalda. Los demás retrocedieron, y, horrorizada, contemplé la violación de Eta, atada y encapuchada, envuelta en sus campanas.
Cuando hubo terminado, el joven se alzó, quitándose la capucha, mientras los demás hombres alzaban sus copas vitoreándole. Él sonreía, había ganado. Regresó a su lugar. Hubo intercambio de dinero. Ella yacía olvidada por todos. Sentí tanta lástima por mi pobre hermana… Pero al mismo tiempo la envidiaba.
Poco después el juez regresó, ordenándole que se incorporase. Se levantó tambaleándose, lo que provocó la agitación de todas sus campanillas.
De nuevo dio la señal de empezar, tras azotarla otra vez con su vara. La caza volvió a comenzar, el segundo puesto estaba en juego. A los pocos minutos fue capturada y poseída con rudeza y placer. Cómo la envidiaba, secretamente, bajo la lástima que sentía por ella. Vi obtener del mismo modo el tercer y cuarto puesto. Cuando el quinto hombre se quitó la capucha, hubo una gran risotada, pues al haber sido el perdedor, no obtuvo el derecho a gozar de ella, de la hermosa mujer campana.
El árbitro le quitó la capucha y le desató las manos. Ella sacudió su cabeza, su cabello brilló en la penumbra. Tenía una expresión algo cansada y sudorosa, pero se la veía radiante por el placer obtenido. Curiosamente, parecía tímida. Se sentó sobre la hierba, para quitarse las campanillas de encima. Cuando se quitaba las del tobillo izquierdo, miró hacia mí.
Le devolví la mirada, con enojo.
Ella sonrió. Cuando se desembarazó de la última campana, se me acercó, riéndose, y me besó.
Ni siquiera la miré.
Luego fue a recoger su blusa, y llevándola perezosamente a rastras, fue a tenderse a los pies de mi amo. Recordé su mirada. Era la mirada de una mujer que, sabiéndose increíblemente bella y atractiva, se había puesto a merced del deseo de unos hombres a los que supo satisfacer plenamente.
Estaba furiosa con ella. La envidiaba. Me había mirado como si yo fuera una pobre chica ingenua.
Era ya de noche.
Cerca de mí se encontraba el tronco caído.
Vi a Eta terminar de preparar la comida. Dos hombres quitaron la carne del fuego y la pusieron sobre la hierba, lista para ser cortada. Me alegré de que ya fuera hora de cenar.
Seguía atendiendo el brasero, que ardía en la oscuridad.
Dos hombres se acercaron y se pusieron a mi lado. Les miré, alarmada. Me tomaron en sus brazos y me llevaron al tronco caído. Me hicieron apoyar de espaldas, con la cabeza echada hacia atrás; me ataron las manos y me las hicieron pasar por encima de ella. Estaba completamente estirada, con una pierna a cada lado del tronco.
—¿Qué están haciendo? —grité, mientras sentía que me amarraban el cuerpo estrechamente al árbol—. ¡Deténganse! —dije intentando resistirme al sentir las cuerdas sobre mi vientre, en el cuello, en los tobillos. Tenía las piernas más altas que la cabeza. No me podía mover, estaba atada al árbol. Los hombres retrocedieron unos pasos.
Mi amo se acercó al fuego, de donde extrajo, con el guante de cuero, la barra de hierro. Sentí el calor que desprendía incluso desde ahí. Dos hombres, de entre los más fuertes, me sujetaban firmemente el muslo izquierdo.
Le miré a los ojos.
—¡No, por favor! —le rogué—. ¡No, por favor!
Y, cabeza abajo, indefensa, fui marcada como esclava goreana.
Todo duró, creo, unos segundos. Esto es indudable, pero puedo dar testimonio de que, para una chica marcada, el recuerdo de estos segundos es muy largo.
Al principio es una sensación fugaz, un contacto instantáneo sobre la piel. Pero luego se hace eterno, lo sientes penetrar, implacable, en la carne, firmemente fijo en tu cuerpo. No podía creer lo que me estaban haciendo; no podía aceptar aquel dolor. No solamente lo sentí, sino que también pude escucharlo mientras se imprimía en mí. Era un sonido siseante, hiriente, y un olor a carne quemada… Mi propio cuerpo había sido marcado; nunca había chillado tanto en mi vida. Me marcó, limpia y profundamente. Luego, sin prisas, el hierro ardiente fue retirado.
Olí mi propia carne quemada. Los hombres soltaron mi muslo y contemplaron su obra. Parecían satisfechos de su trabajo.
Luego se retiraron, dejándome atada en el tronco.
Estaba psicológicamente hundida con lo que acababa de sucederme. El dolor había disminuido. Era insignificante comparado a mi estado de ánimo. Había sido marcada. Gemí. Lloré. La herida cicatrizaría, pero la marca iba a permanecer, no desaparecería tras el dolor. Me identificaría ante todos definitivamente. Sabía que ahora era profundamente distinta a antes. ¿Qué debía significar esa marca? Casi no me atreví a imaginarlo. Sólo podía tener un significado. Sólo los animales llevaban marcas de este tipo. Permanecí miserablemente atada al tronco, inmovilizada.
Oía el ruido de los hombres cenando. Alcé la vista y vi las tres lunas en el firmamento. Podía oler la carne asada, escuchar los sonidos de la noche, de los insectos. Las lágrimas se habían secado sobre mis mejillas. Me seguía preguntando cuál era la naturaleza de este mundo al que había llegado, un mundo en el que una muchacha podía ser tan brutalmente marcada.
Algunos hombres, y también Eta, se me acercaron.
Mi amo me sujetó la cabeza de modo que pudiera verle. Debía mirarle. No había piedad en sus ojos. “Kajira”, me dijo llana y simplemente. “Kajira”. Luego me soltó la cabeza. Le continué mirando. “Kajira”, dijo. Entendí que debía repetir la palabra. “Kajira”, dije. Ya había escuchado esta misma expresión varias veces en este mundo. “La Kajira”, dijo Eta, señalándose a sí misma. Se levantó su ligera blusa para mostrarme la marca que ella misma llevaba en el muslo. Me di cuenta de que ella era también una mujer marcada, esto era lo que me pareció distinguir en la penumbra el día anterior, corriendo como una hermosa presa ante los hombres. Entonces no lo entendí, no podía concebir la idea de llegar a ser marcada; para mí era solamente una señal sin ningún significado especial. Ahora éramos ambas mujeres marcadas, de igual rango, creí. Sin embargo, su marca era ligeramente distinta a la mía; era más delgada, parecía una espiga ornamentada. Más tarde supe que, en la escritura goreana, era la inicial de la palabra “Kajira”. La de la mía era “Dina”, una pequeña florecilla de múltiples pétalos que crecía en las montañas del norte. Allí se la conocía como la Flor Esclava.
Eta se inclinó ante mí. Me mostró su collar. Tenía una inscripción que no pude descifrar. Se le adaptaba perfectamente, como si hubiera sido hecho a medida. Luego, con horror, vi que no tenía broche. Sencillamente estaba soldado a su cuello. ¡Era imposible desprenderse de él!
Luego miró a mi amo. “La Kajira”, dijo sumisamente, agachando la cabeza ante él. De haber sido un hombre, creo que hubiera enloquecido de deseo sólo con el modo en que lo dijo. Entonces se giró hacia mí, sonriendo y señalándome la boca. No la entendí. Señaló la suya y pronunció “La Kajira”, haciendo de nuevo la reverencia. Volvió a señalar la mía. Atada como estaba, alcé la vista hacia mi amo. “La Kajira”, le dije. Luego cerré los ojos y giré la cabeza a un lado, ya que no podía inclinarme ante él.
De nuevo me dejaron sola. ¿Qué pasaría conmigo en este mundo? ¿Es que iba a ser tratada como un animal? Sólo después de haberme marcado, noté en ellos un interés por darme a conocer su lenguaje. Sabía que tendría que aprender rápido y bien, pues no iban a tener mucha paciencia conmigo. Sabía que mi estado actual, como el de Eta, era Kajira, y que ésta era la palabra que debía pronunciar ante mi amo. ¿Qué podía significar? Sabía que me sería ajustado un collar al cuello, como a Eta. El muslo me escocía. Sabía que era menos que una sirvienta, una esclava. Y entonces entendí que lo que pronuncié ante mi amo, “La Kajira”, significaba “Soy una esclava”.
Lloré larga y angustiosamente. “Kajira” y “La” eran las primeras palabras que una chica de la Tierra traída a Gor debía aprender. Poca cosa más que una esclava podía ser una mujer terrícola ante los salvajes hombres de Gor.
Cuando desahogué todo mi llanto llegaron varios hombres que, tras desatarme, me llevaron a mi amo, que se hallaba sentado con las piernas cruzadas ante el fuego. Me arrodillé, con la cabeza sobre la hierba; una esclava ante él.
Hasta entonces siempre había sido obligada a alimentarme por su propia mano. Eta se acercó con dos tazones de gachas en las manos. Se arrodilló ante mi amo. Colocó uno de ellos ante mí. Un hombre me agarró firmemente del pelo, sujetando mi cabeza para que no perdiera detalle de lo que estaba ocurriendo. Ella tomó su tazón y se lo ofreció; él sin decir nada, se lo devolvió. Todos me miraron. Entonces entendí lo que debía hacer. Cogí mi tazón con ambas manos y, arrodillada como estaba, se lo ofrecí a mi amo. Él lo tomó en las suyas y, sin pronunciar una palabra, me lo entregó. Ya podía comer. Entendí el simbolismo del ritual, era de él de quien recibía mi alimento. De él dependía que yo comiera. Si él no lo quería, entendí, yo no recibiría mi comida. Con la cabeza baja, imitando a Eta, comí mi ración de gachas. No se nos dieron cucharas. Las tuvimos que comer con los dedos y terminarlas lamiendo el tazón como gatas. Era insulso. No había sido condimentado de ningún modo, no le habían echado sal, ni azúcar. Eran gachas de esclava. Durante varios días fue lo único que se me ofreció para comer. Otras veces, los hombres permitían a las esclavas comer con ellos tras servirles la comida, siempre siguiendo el ritual. Si al hombre no le gustaba o no le terminaba de complacer lo que había cocinado, se la dejaba sin comer. De este modo, además, no sólo regulaban la correcta alimentación de las esclavas, con sus calorías, vitaminas y proteínas, sino que controlaban su línea de modo que conservasen su esbelta belleza. Con el control de la comida controlaban a la chica y la mantenían sumisa. Ellas intentaban satisfacerles en todo para no quedar hambrientas. Terminé mis gachas, agradecida. Éste fue el primer ritual que aprendí. Luego supe que había muchos más. Cada mes se celebraba el día de la adquisición de la esclava, pues su posesión verdaderamente enorgullecía a su dueño y hacía que la chica se esforzara todavía más en complacerle.
Dejé el tazón de gachas en el suelo.
Alguien puso una vara en las manos de Eta. Yo bajé la cabeza ante ella, que se alzaba ante mí. No me golpeó, pero me di cuenta de que era la primera chica en el campamento y debía obedecerla en todo. La temí. Antes sólo la obedecía cuando nos encontrábamos en presencia de algún hombre. Ahora sabía que tendría que realizar cualquier tarea que me mandara sin rechistar.
Me llevó con ella al arroyo, donde fregamos y secamos los tazones de cobre. Luego limpiamos el campamento.
Ya entrada la noche, los hombres fueron a sus tiendas. Eta y yo recogimos las sobras y limpiamos el campamento. Eta me dio una fina manta de un áspero tejido en la que acurrucarme para dormir. “¡Eta!”, llamó un hombre. Se dirigió a su tienda. A la luz de las lunas, la vi despojarse de su blusa para ser apresada en sus brazos. Me sentí asustada. Con la manta sobre los hombros me acerqué al muro de arbustos que limitaba el campamento. Lo desconocido se extendía frente a mí, a la luz de las lunas. Llena de temor regresé al lugar donde Eta me dejó. El verdadero deber de una esclava, pensé, no es tan sólo cocinar o servir a su dueño, sino ofrecerle el más profundo y exquisito placer que se puede obtener de una bella hembra; complacerle en todo, ser para él cualquier cosa que desee, más allá de la propia belleza, de la ingenuidad e imaginación. Cualquier cosa y mucho más.
“Kajira”, escuché.
Horrorizada, me incorporé, poniéndome otra vez la manta sobre los hombros. Me quedé un momento en cuclillas viendo al hombre que me llamaba en pie frente a su tienda. En su interior podía distinguir las frazadas a la luz de una lamparilla.
No quise hacerme llamar dos veces, por temor a ser azotada.
Con la manta encima, me dirigí hacia él. Me ofreció una taza, que bebí con una mano mientras con la otra me sujetaba la manta. Era un brebaje de extraño sabor. No sabía que era vino de esclava. Los hombres rara vez se apareaban con las esclavas para procrear. En este caso, éstas eran apareadas con otros esclavos, ambos encapuchados, bajo la supervisión de sus dueños. Casi nunca se cruzaban esclavos de una misma casa, pues las relaciones íntimas entre ellos estaban absolutamente prohibidas. Algunas veces, sin embargo, como disciplina, una esclava podía ser arrojada a un grupo de esclavos para su placer. El efecto del vino de esclava duraba varias lunas, pero podía ser contrarrestado por otro brebaje de sabor más suave en caso de que interesase su apareamiento, o de que su dueño quisiera convertirla en una mujer libre, cosa casi impensable en Gor, donde sólo un loco, se decía, liberaría algo tan delicioso y deseable como una esclava.