Authors: John Norman
Mi amo cogió la taza y la tiró al suelo. No me había quitado los ojos de encima mientras la bebí. Sentí sus manos en mis hombros levantar la manta y dejarla caer a mis tobillos. Me miró. Estaba a pocos centímetros de él. Me tomó del brazo izquierdo y me hizo entrar en su tienda. El techo era bajo, me tenía que mantener en cuclillas, medio arrodillada. Se quitó las armas y las dejó a un lado. Me miró. Yo bajé la vista. Me sentí muy pequeña comparada con él. Acercando la lámpara, examinó la marca de mi muslo. Me asusté al contacto de su mano sobre mi piel. Era tan poderosa. Yo también la miré, la bella y delicada Dina, la Flor Esclava, grabada con toda precisión sobre mi cuerpo. Luego le miré a los ojos. Nunca me había sentido tan débil, tan vulnerable, tan femenina. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Sabía que le pertenecía. Puso la lámpara a un lado. Dirigí mis labios hacia los suyos. Sentí sus fuertes brazos cerrarse sobre mí.
Con un gemido de éxtasis, cerrando los ojos, me sentí apretada contra la frazada.
Sentí que me separaba las piernas.
—Te quiero —susurré indefensa en sus brazos—, amo.
Desperté a sus pies en el alba goreana. Puse mis manos sobre sus tobillos suavemente para que no se supiera sujeto. Besé sus pies con toda mi delicadeza, sintiendo el aire entre mis labios, para que no se supiera besado. No quería que se enojase porque una esclava lo había despertado. Luego me tendí a su lado llena de júbilo, feliz. Miré el techo de la tienda, oscilando con la brisa de la mañana. El amanecer era de un gris suave. Fuera podía ver el rocío sobre la hierba. Escuché a los pájaros llamarse unos a otros. Me incorporé de medio cuerpo sobre mi estómago, mis pechos libres ante él, para ver mejor al hombre que me había poseído. Fui suya por casi toda la noche. En el interior de mi muslo izquierdo, de un pardo rojizo, ahora ya seca, quedó un hilo de sangre, mi sangre de virgen que ya nunca más volvería a manar de mi cuerpo. Él, como parte de un rito ancestral, me obligó a probarla. La tomó en la punta de un dedo que toscamente introdujo en mi boca, haciendo que entrase en mi propio cuerpo la consecuencia de su victoria, de mi violación, de mi desfloramiento, al tiempo que me sujetaba firmemente la cabeza para que lo mirase profundamente a los ojos mientras la tragaba. Nunca olvidaré su sabor, ni el modo tranquilo y seguro que tuvo de mirarme, como amo. Luego, a pesar de que mi cuerpo se estaba aún recuperando de su primer asalto, volvió a gozar de mi vulnerable y fresca suavidad. No me tuvo ninguna consideración, puesto que era una esclava. Me apreté contra él, amándole. Mucho obtuvo de aquella chica, esa noche. Qué obediente y excitada me mostré, a pesar de mi herida, sabiendo bien que si no lo hacía así iba a ser cruelmente castigada. Qué feliz fui sirviéndole de esta manera, completamente a su merced. Ninguna chica que no haya sido poseída, poseída de verdad, conoce el gozo de ser una esclava. Yo no lo hubiera creído si no lo hubiera experimentado en mi propia piel.
El rocío aún no se había evaporado de la hierba. Me arrastré fuera de la tienda.
Estaba a las órdenes de Eta. Como esclavas, debíamos preparar el campamento para que cuando los hombres despertaran lo encontrasen todo a punto. Había mucho que hacer: traer el agua, madera, encender el fuego, preparar los desayunos. Todo debía de estar listo en el momento en que nuestros amos decidieran levantarse.
Yo cantaba por lo bajo mientras trabajaba. Eta también parecía feliz. En un momento dado me besó.
Cuando el primer hombre, perezosamente, se acercó al fuego, ya estábamos listas para servirle. Nos arrodillamos con la cabeza sobre el suelo, a sus pies. Éramos sus muchachas.
Eta puso varios huevos en un plato, con pan amarillo. Yo le ofrecí con ambas manos el tazón de metal con su oscuro brebaje, el café, o vino negro.
Cuando mi amo se acercó al fuego, me arrodillé con tanta reverencia frente a él que provoqué las risas de los demás.
Recordé la noche pasada. Bien me enseñó el significado de mi marca. ¡Le amé tanto!
Me indicó que me levantase, lo que hice de un salto. Me mantuve bien derecha ante él, orgullosa del placer que había sabido darle. De las miradas de los otros hombres deduje que mi manera de estar en pie era ya muy distinta a la de cuando llegué al campamento; que la esclava de ahora era mucho más valiosa que la chica asustada que trajo su jefe. Sus miradas me decían que era ahora mucho más deseable, mucho más bella. Ya sé que no debería pensar esto, pero, ¡me sentía feliz y jubilosa en mi sumisión!
Me tendió su tazón de metal. Agradecida, lo llené de nuevo de vino negro.
Bajé los ojos y, como esclava, le entregué el tazón lleno.
Fue con alegría que, a media mañana, recibí de mi amo un pedazo de ropa marrón con que cubrir mi cuerpo. Era un harapo sin mangas, un jirón de tela de esclavo. Se lo agradecí como si hubiera sido un vestido de gala, con sus guantes y perlas, de París. Ahora me podría sentir algo menos expuesta ante los hombres. Fue la primera ropa que se me entregaba en Gor.
Mi amo empuñó su cuchillo. Me estremecí, pero no me atreví a huir. Cerré los ojos. Noté como recortaba los bajos del vestido. Lo convirtió en algo escandalosamente corto. Antes había pertenecido a Eta, que era más alta y tenía las piernas más largas. Casi no me atrevía a moverme.
Le dio instrucciones a Eta con respecto a mí y dejó el campamento con sus camaradas. Nos quedamos solas. Eta trajo agujas e hilos. La primera orden, según parecía, era ajustar a mi medida mis nuevos vestidos. Debían encajarme, haciendo resaltar las formas de mi cuerpo de esclava, perfectamente. Después ya podríamos encargarnos de tareas menos importantes. Me levanté y me arrodillé muchas veces bajo su atenta mirada. Decidió acortar aún más el vestido. Me ruboricé. Me pregunté si realmente había alguna diferencia entre aquello e ir desnuda. Eta era una soberbia costurera, pero aun así, no dejé de notar varias veces el pinchazo de la aguja. Luego dio varias vueltas a mi alrededor. Fue en busca de un espejo y lo puso ante mí. Me podía ver de cuerpo entero. Me sorprendí de lo provocativa que podía llega a ser. No podía ser yo, esta bella, hermosa esclava. ¿Cómo era posible? Miré a Eta. Ella asintió y me sonrió. Yo no sabía que pudiera ser tan linda. Pero luego me asusté pensando en los fieros hombres que habitaban este mundo. ¿Cuál de ellos no intentaría capturarme? Me quedé muda, ante el espejo, contemplando a la esclava que en él se reflejaba.
Eta tiró de su pequeña blusa. “Ta-Teera”, dijo. Miré mi escandalosamente corto paño y, sonriendo, lo repetí. “Ta-Teera”. Yo llevaba puesta una “Ta-Teera”.
—¿Var Ko-lar? —preguntó Eta. Yo señalé su collar—. ¿Var Ta-Teera? —Señalé su vestido de esclava. Parecía complacida. Así empezaron mis lecciones de goreano.
Entonces, vacilante, le pregunté:
—Eta, ¿var-var Bina?
Ella me miró sorprendida.
Me había acordado de los dos hombres que acudieron a mí en la roca. “¿Var Bina?”, decían. Yo no les pude comprender, ni satisfacerles con una respuesta, lo que hizo que no dudasen en prepararse a cortarme el cuello.
Eta se levantó con presteza y se dirigió a la cueva que utilizaban como almacén. Al poco salió con varios collares con cuentas hechas de pedazos de madera coloreados. No tenían ningún valor, aunque eran realmente bonitos. “Da Bina”, dijo alegremente. Entendí que “Bina” significaba collar, o gargantilla.
Luego entré en la cueva con ella, donde levantó la tapa de varios cofres en los que había otros collares, esta vez valiosos, de perlas, oro y rubíes. “¿Bina?”, pregunté. Riéndose contestó “Bana”. “Ki Bina. Bana”. De otro cofre extrajo collares como los primeros. Entonces entendí que Bina se utilizaba para los ornamentos baratos, sin otro valor que su propio encanto estético. Más tarde aprendí también que, como sinónimo de Bina, a veces se utilizaba la expresión “bana” en un tono despectivo. La más exacta traducción de Bina sería probablemente “Bisutería de esclava”.
Salimos al exterior para seguir con nuestra lección. Todavía no podía entender lo que me pasó en la roca. “Var Bina. ¡Var Bina, Kajira!”, me exigían. Y entonces lo comprendí. La “Bina”, o joya de esclava, tenía para ellos más valor que mi propia vida. No era yo lo que en realidad les importaba.
A una orden del juez me quité la Ta-Teera. Estaba de pie entre los hombres. Las campanillas me fueron enrolladas alrededor del cuerpo. Miré a mi amo con reproche, angustiada. El tintineo de mi cuello, pechos, tobillos y cintura era sensual y a la vez angustioso. Me colocó las manos a la espalda y las ató con una tira de cuero. ¿Cómo podía mi amo permitir aquello? ¿Es que no significaba nada para él, el haber conquistado mi virginidad? ¿Es que no le daba ningún valor a haberme tenido durante horas dándole placer con mi cuerpo en mi entrega, jadeando en mi aceptación? Intenté avanzar un paso hacia él. Las campanillas sonaron, pero no conseguí moverme, pues la mano del árbitro me sujetó por el brazo. Le miré angustiada. Estaba sentado, cruzado de piernas, como los demás. Eta le servía Paga. ¿Es que no me amaba como yo le amaba a él? Hizo una seña. Uno de sus hombres trajo la tela que me iba a servir como capucha. Me encapucharon, atando la oscura tela bajo mi barbilla. No podía ver.
Me sentí abandonada y miserable. Oía las risas de los hombres. Cinco de ellos serían los contendientes.
Escuché las risas de los hombres mientras los contendientes eran colocados en sus puntos de salida.
Habían sido también encapuchados. Pero ellos no llevaban campanas, ni iban atados.
Mis mejillas, dentro de la capucha, estaban llenas de lágrimas. El interior de la tela estaba mojado.
Al instante en que el juez dio la salida, noté el impacto de la vara sobre mi cuerpo. Salté, llorando; huyendo.
Era una esclava sin nombre en un mundo extraño, a merced de unos guerreros primitivos; su mero trofeo de un juego de campaña.
El trofeo se detuvo, jadeando, intentando ver a través de la opaca tela de su capucha.
Oí a un hombre cerca. No sabía si se trataba del árbitro o de uno de mis perseguidores.
Sentí la vara tocar mi cuerpo.
Me estremecí, con el consiguiente campanilleo. Pero había sido un toque suave. Era el árbitro que, ayudándome, me indicaba su presencia.
Respiré profundamente. Las campanillas tintinearon. Oí acercarse a alguien más, buscándome a tientas. Y luego otro, a mi izquierda.
Estaba aterrorizada.
Entonces escuché el silbido de la vara y, simultáneamente, el aviso disciplinario, que me hizo saltar para la diversión de los espectadores. Fue un rápido y ardiente golpe en las nalgas. Huí a toda velocidad, humillada y ultrajada. Me ardían los ojos de tantas lágrimas. Así fui escapando, hasta que caí en los brazos de uno de los hombres. Grité de espanto, lo que hizo que me arrojase lejos de sí. Oí las risas de los demás. No era uno de los contendientes, sino el árbitro, evitándome el choque contra una roca. Más tarde ocurrió lo mismo cuando iba a caer de bruces sobre la muralla de arbustos. Seguí corriendo, errando desorientada. Una vez conseguí escabullirme de entre los brazos de uno de mis perseguidores. Poco a poco me volvía más diestra en el juego, aunque todavía un par de veces tuve que ser disciplinada por el árbitro; una en el brazo izquierdo, y otra, más cruel, encima de la pantorrilla derecha, cuando, tratando de mantenerme silenciosa, permanecí inmóvil más de lo establecido.
Al fin caí en los brazos de uno. Creí que esta vez también me soltaría, pero no fue así. Se me echó al hombro. Se oían risas. Escuché al juez golpearle la espalda, pronunciando la palabra que más tarde aprendí como “captura”. Estaba inmovilizada en su hombro, sin posibilidad de tocar el suelo; su prisionera. Oí cómo los demás le felicitaban. Luego me bajó, jugando con mi cuerpo. Se oía entre los gritos la voz de Eta, divertida con el espectáculo. ¿Es que no era mi hermana? ¿Es que no podía entender mi desesperación? El vencedor estaba impaciente por poseerme. Sentí sus manos en mis tobillos. Giré la cabeza a un lado, con un gemido.
Cuando terminó conmigo me dejó tendida, atada, sobre el polvo. Luego fue desencapuchado y se le ofreció el Paga de la victoria.
Yo yacía, llorando, sobre el polvo. Las campanas acompañaban con su sonido el ritmo de mis movimientos; las campanas para esclavas.
Al poco rato sentí las manos del árbitro levantarme por los brazos. De nuevo escuché la voz de salida, con el consiguiente golpe de vara. De nuevo corrí.
Y así lo hice por cuatro veces, presa de los crueles juegos de su velada.
Por cuatro veces fui capturada y tumbada boca arriba sobre el polvo, para ser rudamente violada por alguien a quien no conocía.
Cuando, más tarde, fui desatada y desencapuchada por Eta, quise ser reconfortada en sus brazos, pero no lo hizo. En cambio me besó, contenta, y una a una me desprendió de las tiras de campanas, dejando para el final la de mi cadera. Luego me indicó que debía de ayudarla a servir. La miré, consternada. ¿Cómo podía ponerme a servir? ¿Es que no había visto lo que me acababan de hacer? ¿Es que no era nada el que me hubieran violado cuatro veces sin la menor consideración, sólo para el placer de un puñado de hombres? Vi la respuesta en sus ojos, que me miraban sonriendo. Exacto: no tenía la menor importancia; ¿todavía no sabía que era una esclava? ¿Qué otra cosa esperaba? ¿Es que no me había gustado?
Empecé a servirles, uno a uno, el vino.
Me quedé helada. En la túnica de uno de ellos vi restos de polvo. Nuestros ojos se encontraron. Sabía que era uno de los que me habían poseído. Y ahora le estaba sirviendo. Me miró. Le tendí la copa. No la aceptó. Se volvieron a cruzar nuestras miradas. Tomé la copa y besé su borde, ofreciéndosela de nuevo. Me seguía mirando.
No fui autorizada, tras el juego, a ponerme de nuevo el vestido. Mi amo pronunció una corta palabra. Debía permanecer desnuda. Es costumbre que el premio se muestre en toda su belleza ante los ganadores, para el escarnio del perdedor, y la admiración de los presentes, incitándoles a participar en el siguiente torneo para conseguirla.
Sus ojos se mantenían sobre mí.
Con rencor, con el inútil rencor de una esclava, volví a apretar mis labios contra la copa, esta vez larga y apasionadamente.
Se la volví a tender.
Esta vez la tomó.
Entonces, sin volver a mirarme, se giró hacia su camarada. Le odié con toda mi alma. ¡Acababa de violarme y ahora tenía que servirle, desnuda, como esclava!