Authors: John Norman
—Manténte erguida —dijo el subastador.
Yo obedecí. Me dolía la espalda horriblemente de los latigazos que me había dado antes.
—Aquí tenéis a la ciento veintiocho. ¿Alguna oferta?
—Dos tarks —dijo un hombre de la multitud.
—He oído dos tarks —dijo el subastador.
—Cinco tarks —dijo un hombre gordo, envuelto en túnicas, sentado en un palco medio a mi derecha. Bebía en una copa.
Me estremecí. Apenas podía ver las caras de la mayoría de los compradores, que estaban a la sombra de las antorchas que me iluminaban.
—Seis tarks —gritó un hombre.
—Seis tarks —repitió el subastador—. Camina, pequeña Dina —me dijo—. Y anda bien.
Las lágrimas me afloraron a los ojos, y mi cuerpo enrojeció de vergüenza.
Pero caminé, y caminé bien. Me daba miedo su látigo. Los hombres gritaron de placer ante la chica de la tarima.
—Advertid la fluidez y la gracia de sus movimientos —dijo el subastador—, la dulzura de su figura, la forma de su espalda, el orgulloso porte de su cabeza. Por unos pocos tarks de cobre podréis poseerla.
Una lágrima me surcó el rostro cayendo por mi mejilla izquierda.
—Compradla y trabajará para vosotros —dijo el subastador—. Podréis tenerla desnuda en vuestro collar, arrodillada, limpiando los azulejos de vuestras alcobas. Imaginadla limpiando y fregando y cosiendo para vosotros. Imaginadla comprando y haciendo la comida. Imaginadla entreteniendo a vuestros invitados. Imaginadla esperándoos entre vuestras pieles.
—Diez tarks —dijo un hombre.
—Once —dijo otro hombre a la izquierda.
—Quince.
—Quince —repitió el subastador. Yo sabía que Rask de Treve me había vendido a un mercader por quince tarks de cobre, y el mercader me vendió a la Casa de Publius por veinte tarks de cobre. Sin duda el subastador no ignoraba esto.
El subastador me miró.
—Niña —me dijo en voz baja y amenazadora—, te vendamos o no, esta noche la pasarás en nuestros corrales. ¿Has entendido bien?
—Sí, amo —musité.
No estaba satisfecho con la puja. Si yo no llegaba hasta un precio que satisficiera a la casa, pasaría la noche sometida a la disciplina goreana de esclava.
Sin duda me azotarían a base de bien.
—Veinte —dijo un hombre.
—Veinte —repitió el subastador. Me quitó el pie de encima y me dio unos golpecitos en la espalda con el látigo, diciéndome—: De rodillas.
Me arrodillé en la tarima, abatida, en la posición de esclava de placer, la cadena y el disco de venta pendiendo de mi cuello.
—Tengo una oferta de veinte tarks de cobre por esta pequeña y deliciosa belleza —dijo el subastador—. ¿He oído una oferta mejor? —Miró a la multitud.
—Veintiuno —dijo un hombre.
—¿He oído una oferta de veintiún tarks? —dijo el subastador—. ¿He oído una oferta superior?
La multitud quedó en silencio.
De pronto me asusté. ¿Y si la casa no estaba satisfecha con el beneficio que había obtenido? Sin duda era bastante escaso.
—En pie, carne de collar —me dijo el subastador.
Me levanté.
—Parece —siguió diciendo— que tendremos que dejar ir a esta belleza por tan sólo veintiún tarks de cobre.
—Por favor, no te enfades conmigo, amo —supliqué.
—Está bien, pequeña Dina —me dijo con sorprendente amabilidad, teniendo en cuenta la rudeza con que me había tratado sobre la tarima.
Me apresuré a arrodillarme ante él alzando la mirada.
—¿Está el amo complacido? —pregunté.
—Sí.
—¿Entonces Dina no será fustigada?
—Claro que no —dijo él mirándome con amabilidad—. No es culpa tuya que la venta sea un proceso lento.
—Gracias, amo.
—Y ahora, levántate, preciosa, y sal deprisa de la tarima porque tenemos más animales que vender.
—Sí, amo —le dije levantándome de un salto. Me volví para bajar de la tarima por las escaleras que estaban al otro lado del camino de subida.
—Un momento, pequeña Dina —me dijo el subastador, Ven aquí.
—Sí, amo —le dije corriendo hacia él.
—Ponte las manos en la cabeza, y no las muevas hasta que se te dé permiso.
—¿Amo?
Me puse las manos en la cabeza. Él me cogió por la nuca y me volvió la multitud.
—Contemplad, nobles damas y caballeros —dijo.
De pronto solté un grito al sentir la correa del látigo.
—¡Basta! ¡Por favor, amo, basta! —grité desesperada. No me atrevía a mover las manos de mi cabeza—. ¡Basta, amo, por favor! —grité retorciéndome mientras él me agarraba del cuello. Intenté luchar contra el dolor del látigo.
—Retuércete, Dina, retuércete —dijo.
Yo gritaba, rogándole que se detuviera.
—¿De verdad pensabas —siseó— que nos contentaríamos con un tark de beneficio? ¿Crees que somos tan estúpidos para comprar a una esclava por veinte tarks y venderla por veintiuno? ¿Crees que no conocemos nuestro negocio, zorra?
Grité suplicando piedad.
Y entonces él terminó con su demostración y me soltó el cuello. Caí de rodillas ante él con la cabeza gacha, las manos todavía sobre la cabeza.
—Puedes bajar las manos —dijo. Yo oculté la cara entre ellas sollozando. Apreté fuertemente las rodillas, estremecida por los sollozos.
—Cuarenta tarks de cobre —oí que decían abajo— de la taberna de las Dos Cadenas.
—Las Sedas del Placer ofrecen cincuenta tarks —oí.
Me habían engañado. El subastador me había cogido por sorpresa, forzándome a revelarme como una auténtica esclava de forma espontánea, inadvertida, inevitable.
—La Anilla de Oro ofrece setenta.
Había hecho muy bien su trabajo. Había obtenido de la multitud el mayor precio posible en el mercado antes de revelar la deliciosa riqueza y vulnerabilidad de las potencialidades susceptibles de ser explotadas en la esclava, que formaban parte de ella del mismo modo que sus medidas. Mis responsabilidades, así como mi inteligencia, mis servicios y mis habilidades, iban juntamente con mi precio. Al goreano sólo le satisface una chica en su totalidad, y lo que compra es una chica en su totalidad.
—La Jaula de Plata ofrece ochenta y cinco tarks.
—La Jaula de Plata ofrece ochenta y cinco tarks —repitió el subastador—. ¿Alguien da más?
—El Collar de Campanas ofrece un tark de plata.
La sala quedó en silencio.
—Tenemos una oferta de un tark de plata —dijo el subastador. Era evidente que se sentía complacido.
Yo bajé la cabeza temblando, muy juntas las rodillas. Las últimas pujas provenían de los agentes de tabernas de Paga. Las chicas ataviadas de sedas y campanas que servían en tales tabernas eran bien conocidas en Gor. Su deber era complacer a los clientes de su amo e iban incluidas en el precio de una copa de Paga.
—En pie, pequeña Dina —me dijo el subastador.
Me levanté.
Me sacudí el cabello y contuve los sollozos.
Miré a la multitud, a los hombres y a las mujeres.
—Tengo una oferta de un tark de plata de la taberna el Collar de Campanas —dijo el subastador—. ¿Alguien sube la oferta?
Curiosamente, en ese momento pensé en Elicia Nevins, que había sido mi rival en el colegio. Cómo le divertiría, pensé, ver cómo me vendían, desnuda en una tarima.
—¡Vendida a Collar de Campanas por un tark de plata! —dijo el subastador.
Entonces me empujó hacia la escalera que estaba al extremo opuesto de los escalones de subida, y yo bajé trastabillando con paso inseguro.
—¡Chica ciento veintinueve! —oí que decía.
Al pie de la tarima, el hombre de la casa me cogió de la muñeca y me encadenó. Fijó a la cadena unas esposas de esclava, y me arrojó detrás de la última chica de la cadena, que estaba de rodillas, abrazada a la cadena y con la mirada alejada de mí; tenía la cabeza gacha.
—De rodillas —me dijo. Yo me arrodillé. Él me encadenó las muñecas con las esposas de esclava. Luego encadenaron a la misma cadena a la siguiente chica que vendieron. Y luego a la siguiente y a la siguiente. Me quedé de rodillas, encadenada con las esposas, atada a una cadena. Me habían vendido.
—¿Paga, amo? —pregunté.
Él me indicó que me alejara.
Me volví con un tintineo de campanas, mirando a mi alrededor. La chica de la arena era muy buena. Apenas se movía, inclinada, juntos los tobillos, los brazos sobre la cabeza, una muñeca junto a otra con las palmas de las manos hacia afuera. Pero danzaba sutilmente al ritmo de la música de una flauta. Algunos hombres la observaban. Teníamos cinco bailarinas en el Collar de Campanas; yo pensaba que todas eran buenas. La mejor de ellas actuaría más tarde, por la noche. Cada día actuaban cuatro y una descansaba. Yo no sabía danzar. Sólo había un músico a un lado de la arena. Más tarde se le unirían otros. El líder era Andronicus, que tocaba el citar.
—Paga —pidió un hombre.
Me apresuré hacia él con la gran jarra de bronce llena de Paga que colgaba de una correa sobre mi hombro.
Me arrodillé y escancié su copa. No me ordenó ir con él a la alcoba. Me levanté y fui a la puerta de la taberna, siempre con mi jarra de Paga, para salir un poco a tomar aire fresco.
Me quedé bajo el cartel del Collar de Campanas que colgaba sobre mí. Era un gran collar del que pendían varias campanas.
—Saludos, Teela —dijo un hombre al pasar.
—Saludos, amo —respondí.
Yo era Teela, una esclava de Paga del Collar de Campanas, cosa que podía leerse en el collar metálico que llevaba. Un collar de diez horts.
Miré más allá del puente, hacia las torres y cúpulas, y a la puesta del sol sobre las murallas de Ar. Los puentes se recortaban en el cielo, con el movimiento de la gente sobre ellos. Mucho más allá, en las calles, se veían carros y carretas tirados por tharlariones.
—Saludos, Teela —dijo una chica a mi lado que venía de la taberna. Igual que yo llevaba campanas de esclava en el tobillo izquierdo, una corta túnica de seda amarilla y el collar de la casa. Estábamos descalzas sobre el puente.
Aparté la mirada sin responder.
—Siento haber peleado contigo por el caramelo —me dijo.
—Yo lo gané —exclamé enfadada.
—Sí, Teela. —Y añadió con enfado—: Cayó más cerca de mí. Debía haber sido para mí.
Busebius, nuestro amo, a veces antes de enviar a bañarnos y prepararnos para bajar, nos tiraba un puñado de caramelos. Los caramelos eran muy preciados y nos peleábamos por ellos en el suelo de la sala de esclavas.
Miré a Bina.
Yo había saltado a por el caramelo, y ella lo atrapó con la mano. Yo le abrí la mano y me lo metí en la boca. Ella me pegó y me tiró del pelo. Nos peleamos rodando por el suelo, gritando como bestias, a mordiscos, a patadas, tirándonos del pelo. Busebius nos separó con el látigo. Nos apartamos la una de la otra, humilladas, castigadas.
—Parecíais dos locas —rió Busebius. Nosotras nos sonrojamos. Sólo éramos unas chicas. ¿Acaso esperaba que lucháramos como los hombres? Qué pequeñas y débiles nos sentíamos.
—Ahora corred a los baños —continuó Busebius—, y de allí al tocador, porque pronto deberéis estar abajo en la taberna.
—Sí, amo —dijimos.
Ahora, allí fuera de la taberna del Collar de Campanas, dimos un paso atrás y nos arrodillamos.
Bran Loort, que una vez perteneciera al Fuerte de Tabuk, entró en la taberna llevando una mesa baja. Solía representar extraños números en la taberna a cambio de hospedaje y un tark a la semana. Nos habíamos arrodillado porque era un hombre libre. Pero yo me pregunté si sería libre en su corazón. Parecía un hombre derrotado, un hombre de baja casta. Pasó junto a nosotras con la mesa que había llevado al taller de un carpintero y esmaltador para que le incrustara un tablero Kaissa. Ahora retornaba la mesa a la taberna. Él pasaba la noche en la taberna, y se le permitía utilizar a las chicas de la taberna ya que era su lugar de trabajo. Sin embargo, nunca había usado a ninguna. Yo me temía que no pudiera hacerlo.
Ya había pasado la hora decimonona, y de nuevo estaba abajo en la taberna.
El local estaba atestado. La música tronaba muy alta. Nuestra mejor bailarina, Helen, una chica de la Tierra rubia y delgada, hipnotizaba en sus cadenas de plata a los clientes de Busebius. Llevaba el mismo collar que yo. No había escape ni para ella ni para mí. Nuestras marcas, nuestros collares, la sociedad, garantizaban nuestro cautiverio. Si escapábamos, un amo sucedería a otro. Éramos esclavas.
La puerta de la taberna se abrió de golpe. Por un momento se detuvo la música. Helen se quedó congelada a medio movimiento. Todos los ojos se volvieron hacia la puerta, y, me dio un brinco el corazón.
En el umbral se alzaban unos hombres impresionantes, guerreros, aunque no con los atavíos de Ar.
Su jefe, ataviado con una capa y un medallón, aunque sin casco, hizo un gesto para que siguiera la música.
Los músicos siguieron tocando y Helen reanudó su danza.
El jefe de los recién llegados se quitó lentamente los guantes y se los metió en el cinto.
Sus ojos recorrieron el cuerpo de Helen como recorren los ojos del amo la carne de una chica de su propiedad.
Busebius corrió hacia él haciendo reverencias.
El extraño apartó la mirada de Helen y ella se mordió el labio, llenos los ojos de lágrimas; ya no estaba bajo su mirada.
El hombre me miró, y yo me erguí. Era increíblemente guapo y fuerte. Quería que me viera en toda mi hermosura.
Volvió su atención a Busebius, que le estaba hablando.
—¿Quién es? —oí que preguntaba un hombre.
Bina temblaba junto a mí. Leyó el medallón del extraño.
—Mira el medallón —dijo un hombre.
Busebius condujo a sus visitantes, huéspedes de honor, a un rincón privado de la taberna desde cuyo estrado tenían una magnífica vista de la sala, los músicos y la bailarina.
—¿No sabes quiénes son? —preguntó un hombre.
—No —respondió el otro.
—Son la delegación de la Confederación Saleriana —dijo el primero.
—¿Su jefe?
—Thandar de Ti.
Ahora comprendí la agitación de Bina. En un tiempo Lady Sabina, hija del mercader Kleomenes del Fuerte de Saphronicus, había estado prometida a él. Los saqueadores habían atacado la caravana del cortejo, robando los tesoros y llevándose a Lady Sabina entre otros. Para abortar el contrato de la compañía y para prevenir la alianza del Fuerte de Saphronicus con la Confederación Saleriana, Lady Sabina había sido reducida a la esclavitud, perdiendo todo su valor en los asuntos de estado. La alianza entre el Fuerte de Saphronicus y la Confederación de Saleria nunca tuvo lugar, y ahora no se encontraban en buenos términos.