Authors: John Norman
Oí cómo los hombres entraban en la habitación que yo acababa de dejar.
Corrí por el pasillo sin aliento, desgarrándome los pies desnudos en las piedras del suelo.
Atravesé la puerta de acero, y me volví rápidamente, tanteando con las manos para encontrar una forma de cerrarla. Grité de desesperación; no podía echar los cerrojos, porque estaban fijados a una barra vertical que había sido arrancada.
Eché a correr otra vez.
No sabía si los hombres que habían entrado en la oficina de Borchoff me perseguían o no.
Volví a detenerme intentando quitarme una a una las cinco anillas con las veinte campanas de esclava que tenía atadas al tobillo. Pero habría necesitado alguna herramienta, porque yo no tenía la fuerza necesaria para romperlas con los dedos.
Oí a los hombres en el pasillo, y me dio un vuelco el corazón.
Todavía llevaba las campanas.
Entonces pensé que si podía llegar al tocador de esclavas, encontraría la llave de las campanas, que se guardaba en una caja de madera dentro de aquella habitación, una caja cuya llave solía guardar Sucha. Si la caja estaba cerrada, tal vez podría romperla para sacar las llaves de las campanas.
Corrí de nuevo por el pasillo.
Llegué en pocos momentos a la pequeña puerta de hierro por la que me habían llevado por primera vez a las salas de esclavas.
Se abría de este lado.
Rasgué unos jirones de seda de mi túnica y los coloqué en los orificios de los cerrojos de la puerta para que no se cerrara a mi espalda.
Corrí hasta el tocador, que estaba en el más absoluto desorden. Deduje que aquí habrían atrapado a algunas esclavas. La caja de las llaves estaba rota y abierta, tal vez por los hombres en su búsqueda de joyas. Las llaves estaban tiradas por el suelo.
Oí unos gritos.
Probé frenéticamente las llaves en la primera cerradura. Al otro lado de la puerta vi pasar a Sulda a toda prisa. Di un paso atrás.
La atraparon al final de la piscina.
—No me marquéis —gritó ella. Luego la oí chillar. Momentos más tarde la vi con las manos atadas a la espalda, los cabellos sobre el rostro, mientras un guerrero se la llevaba trastabillando a su lado, cogida del brazo.
—Llevadla al parapeto —dijo alguien.
Encontré la llave de las campanas de esclava, y abrí la primera cerradura y luego las otras cuatro. Las cuatro anillas se abrieron y yo me quité las campanas.
Luego salí del tocador y me deslicé junto a la piscina hasta llegar a la pequeña puerta de hierro. Pero no la atravesé. Porque oí al otro lado el ruido de hombres que se aproximaban. Me di la vuelta y atravesé a la carrera la puerta de barrotes que llevaba a los cuarteles de esclavas. Atravesé también la segunda puerta, y caí en una alfombra a mis pies.
¡Debía encontrar un escondite!
Corrí a lo largo del pasillo.
De pronto vi a dos hombres salir al extremo del corredor, Llevaban entre ellos a Tupa.
Di media vuelta de nuevo y seguí corriendo.
Pero ahora venían detrás de mí dos hombres más, sin duda los mismos que yo había oído tras la pequeña puerta de hierro y que habrían entrado en los cuarteles de esclavas y en el tocador atravesando después las dos puertas.
Estaba atrapada en el pasillo. Me pegué a la pared.
Ellos se acercaron.
—Es Dina —dijo uno.
—Deja que se vaya —dijo el otro.
Entonces los cuatro hombres se marcharon hacia la gran sala, llevándose a Tupa.
Yo me apreté contra la pared respirando pesadamente, asustada, aterrorizada. No me habían atrapado.
No entendía nada. ¿Es que no me querían? ¿Es que no era lo bastante buena para ellos?
Al fondo del pasillo, lejos de las puertas que llevaban a los cuarteles de esclavos, vi la figura de un hombre, un hombre alto y guapo, fuerte, espléndido, con los rasgos de un jefe de soldados goreanos.
Era el llamado Rask de Treve. Me di la vuelta y salí corriendo.
Me agazapé en un rincón del oscuro pasillo. La pequeña luz se acercaba desde el fondo del corredor.
Detrás de mí había una puerta de barrotes, cerrada.
La luz se acercaba.
A ambos lados de mí se alzaban paredes de piedra.
Él levantó la lámpara, y la luz cayó sobre mí. Me arrodillé.
—Ten piedad de una pobre esclava, amo —musité.
—De rodillas —dijo él—, el vientre y la mejilla contra la pared, y cruza las manos a la espalda.
Eso hice, y él dejó la lámpara a un lado sobre un estante y la espada en el suelo, y se inclinó sobre mí. Me ató fuertemente las muñecas con una correa; ahora estaba indefensa. Me cogió de los brazos y me volvió, sentándome en el suelo con las rodillas alzadas y la espalda contra el muro de piedra.
—Ten piedad de una pobre esclava, por favor, amo —susurré.
Él sacó algo de su bolsa y lo sostuvo ante mí.
—¿Sabes lo que es esto? —preguntó.
Era como una pequeña hoja de metal, veteada y de forma ovalada. En el extremo más ancho tenía un pequeño agujero en el que había un pequeño alambre haciendo un lazo. En la hoja había grabado un signo y una escritura diminuta.
—¿Conoces este signo? —preguntó el hombre.
—No, amo.
—Es el signo de Treve.
—Sí, amo.
—¿Puedes leer esto? —me preguntó señalando la escritura.
—No, amo —le contesté. No podía leer goreano.
—Es mi nombre —dijo el hombre—, Rask.
—Sí, amo.
—Con esto es con lo que en Treve marcamos el botín de nuestras incursiones.
—¡No, amo, por favor! —grité.
Me apreté contra la pared. Él me tiró del lóbulo de la oreja izquierda. Yo chillé encogiéndome mientras el alambre me perforaba el lóbulo. Luego él ensartó el alambre y retorció las puntas formando un lazo del que colgaba la hoja de plata junto a mi mejilla.
—Ahora no te muestras tan insolente como antes —me dijo.
—No, amo —sollocé.
Me cogió de los tobillos y me alejó de la pared. Eché la cabeza atrás con un gemido. Me había perforado una oreja. Esto en sí mismo no es nada, pero en Gor es algo muy importante, porque es algo insólito.
Alcé una mirada de reproche hacia Rask de Treve. Él rió.
—¿Es ésta tu venganza, amo? —le pregunté.
—Todavía no he comenzado a cobrar venganza, pequeña esclava —me dijo. Me cogió los tobillos y me abrió las piernas.
Decidí resistirme a él. Volví a un lado la cabeza y oí el sonido que hizo al tocar el suelo de piedra la pequeña hoja de plata en su lazo atado a mi oreja.
Pero sus manos eran fuertes y seguras.
—No —supliqué—, no me violes.
Pero él no vio apropiado tratarme con piedad. Grité de desesperación, perdida en las sensaciones, estrechando contra él mi cuerpo hambriento de sus caricias.
Cuando terminó conmigo yo yacía a sus pies, una esclava violada.
Él alzó la cabeza.
—Humo —dijo.
Yo también podía olerlo.
—La fortaleza está en llamas. En pie, esclava.
Me levanté.
Corrimos atravesando salas en llamas. En pocos ehns salimos, después de subir unas escaleras, a uno de los tejados y desde allí pasamos al parapeto a través de un estrecho puente. Había allí varios tarns, enormes y fieros pájaros utilizados en Gor como montura. Vi cómo el fuego lamía otro tejado. El parapeto estaba atestado. Junto a las sillas de los tarns se acumulaban las mercancías, y atados a los pomos había sacos de platos y jarrones. Las esclavas estaban junto a los monstruos alados, con las manos sobre las cabezas, atadas a los estribos de las bestias con esposas de esclava. Cuando las aves levantaron el vuelo colgarían dos esclavas a cada lado. Detrás de algunas bestias habían atado cestas de tarn, donde habían colocado mercancías y también algunas chicas. Vi a Sucha atada a uno de los estribos de un tarn; parecía aterrorizada. Los hombres montaron a toda prisa en las sillas. Abajo en el patio estaban Borchoff y los soldados, encadenados juntos. Estaban rodeados de humo. Los tharlariones estaban sueltos por el patio, y los soldados luchaban por no ser pisoteados. Mi captor tiró de mi brazo.
—Deprisa, capitán —dijo uno de los hombres.
—Debemos movernos al abrigo de la oscuridad —dijo un teniente—. Debemos estar en la cita de los mercaderes antes del amanecer.
—A tu montura, teniente —masculló Rask de Treve.
El hombre hizo una mueca y se encaramó a la escala que pendía de la alta silla de la bestia.
Vi que abajo habían abierto la gran puerta de la fortaleza. Los tharlariones salieron en desbandada.
Me arrojaron en brazos de un soldado que me llevó hasta las cestas de tarn.
Borchoff miró hacia arriba desde el patio. Rask de Treve alzó la mano a modo de saludo guerrero. La puerta estaba abierta, Borchoff y sus hombres podrían salir, aunque seguían encadenados, y ponerse a salvo.
Entonces Rask de Treve miró a su alrededor, haciendo una rápida inspección de hombres y tarns, mercancías y esclavas.
El soldado me levantó en el aire y me arrojó de pie dentro de una de las cestas de tarn. Empujó mi cabeza hacia abajo, empotrándome entre las otras chicas. Apenas podía moverme. Alcé la vista y vi cómo cerraba la tapa de la cesta, atándola para que no pudiera abrirse. Me arrodillé, porque no podía estar en pie; éramos ocho dentro de aquella cesta, con las manos atadas a la espalda. También habían metido allí dentro seda y oro. Miré a mi alrededor. Las otras chicas, al igual que yo, tenían pendida de la oreja izquierda una hoja de plata, la marca que les habían puesto los hombres que las capturaron.
—¡Oh! —gritó Rask de Treve.
Mi cabeza chocó contra la pared de la cesta.
—¡Oh! —gritaron los hombres de Rask de Treve.
Sentimos un tirón, y luego la cesta comenzó a elevarse. Nuestro jinete hizo que la cesta pendiera sobre el patio antes de ganar altitud, y luego se alejó de los muros de la fortaleza siguiendo a los demás. Cuando la cesta cayó del parapeto hacia el patio todas gritamos asustadas, pero entonces quedó colgada del tarn, y sentimos cómo nos izaban en el aire, como si nos dirigiéramos a las mismísimas lunas de Gor.
Me pregunté cuántas esclavas indefensas y atadas, con una pequeña hoja de plata colgando de la oreja, llevarían los hombres de Treve en las cestas, y cuántas más, en el futuro, se encontrarían en sus manos.
Alcancé a ver el alcázar de las Piedras de Turmus en llamas, alejándose debajo nuestro.
Me arrancaron la sábana y yo grité sorprendida.
—Sube a la tarima, esclava —dijo el hombre.
—Sí, amo —dije yo. Él me aguijoneó con el látigo.
Miré las sólidas escaleras de madera que ascendían en espiral. Eché una mirada a las otras chicas, Sulda y Tupa entre ellas, sentadas al pie de la tarima, aferrándose a sus sábanas.
—Esto no me puede estar pasando a mí —me dije—. No pueden venderme.
Volví a sentir el látigo en mi espalda, y lentamente comencé a ascender por los anchos y cóncavos escalones, desgastados por los pies desnudos de las incontables esclavas que los habían subido antes que yo.
—Deprisa, esclava —me dijo el hombre al pie de las escaleras. Yo vacilé. Llevaba al cuello una ligera cadena de la que pendía un disco oval. En este disco figuraba un número, mi número de lote o número de venta. Sucha me dijo que era el ciento veintiocho. Ella era el ciento veinticuatro. Nos iban a vender en la Casa de subastas de Publius, en la calle de las Marcas de Ar. Es una Casa de subastas menores en la que generalmente se ofrecen los esclavos más baratos. La sala era un anfiteatro alumbrado con antorchas. Con anterioridad me habían expuesto en jaulas de exhibición para que los posibles compradores pudieran examinar la mercancía de cerca y hacerse una idea de su valor para que sus pujas, suponiendo que estuvieran interesados en hacerlas, fueran ajustadas y realistas. En las jaulas de exhibición estábamos obligadas a obedecer las órdenes de todos los hombres, moviéndonos de una forma determinada según sus indicaciones y cosas por el estilo, pero no se les permitía tocarnos. Nosotras teníamos que sonreír y mostrarnos bellas. Yo compartía mi jaula con veinte chicas, todas con una cadena y un disco en el cuello. Fuera de la jaula estaban nuestros números de lote o números de venta, que correspondían con los números del disco, y una lista de algunos de nuestros rasgos y medidas.
Oí que el hombre se apresuraba por la escalera detrás de mí.
Yo había pasado ocho días en los corrales de esclavas, esperando la noche de la venta. Me habían hecho un examen médico muy detallado y me habían administrado, mientras yo yacía atada e indefensa, una serie de dolorosas inyecciones cuyo propósito no entendí. Los llamaban los sueros estabilizadores.
—¿Para qué son los sueros estabilizadores? —le había preguntado a Sucha.
—Te mantendrán tal como eres ahora —dijo—, joven y bella.
—Chica ciento veintiocho —dijo el subastador desde lo alto del escenario. Me miró sonriéndome y me tendió la mano—. Por favor —dijo.
—Estoy desnuda.
—Por favor —dijo acercándome más la mano.
Yo levanté mi mano hacia la suya y él me ayudó a subir a la tarima.
Era una tarima circular de unos seis metros de diámetro. Estaba cubierta de serrín.
El hombre me llevó de la mano al centro de la tarima.
—Es un poco reticente —le dijo a la multitud a modo de explicación.
De pronto me arrojó con enfado al suelo a sus pies, y oí el silbido del látigo. Me azotó cinco veces mientras yo gritaba cubriéndome la cabeza con las manos. Me quedé allí a sus pies, azotada y temblorosa.
—Es la chica ciento veintiocho —informó a la multitud. Un ayudante le dio un tablero lleno de aros y papeles. Él leyó el primer papel del tablón—. Ciento veintiocho —dijo con irritación—. Pelo castaño y ojos castaños. Mide cincuenta y un horts de altura. Sus medidas son veintidós horts, dieciséis horts, veintidós horts. Su talla de anilla es la número dos para la muñeca y también para el tobillo. La talla de collar es diez horts. Está iletrada y para la mayoría de las actividades no está entrenada. No puede danzar. Su marca es la dina, la flor de la esclava. Tiene las orejas perforadas.
Bajó la cabeza para mirarme y me dio una ligera patada.
—En pie, esclava.
Me apresuré a obedecerle.
Miré a mi alrededor desesperada. A la luz de las antorchas pude ver a la multitud en los anillos del anfiteatro. A un lado había una nave lateral, y dos pasillos entre la fila de palcos donde la multitud que atestaba el lugar comía y bebía. De vez en cuando veía entre los hombres alguna mujer, con túnica y velos, que me observaba. Una mujer bebía vino a través de su velo. Todos estaban totalmente vestidos, excepto yo, que sólo llevaba una ligera cadena de la que pendía el disco de venta.