Authors: John Norman
—Sí, ama. —Estaba aterrorizada. Ni siquiera me atrevía a mirar a los ojos a las otras esclavas, pero podía sentir su fiereza, sentía que estaban dispuestas a ponerme bajo disciplina a la menor provocación.
A unos metros de distancia se oyó un entrechocar de hierros y una autoritaria voz de hombre. Todas, incluida Sucha, escuchamos con atención.
—La chica Sulda —dijo la voz— es llamada al diván de Hak Haran.
—Date prisa, Sulda —musitó Sucha—. A Hak Haran no le gusta esperar.
—Sí, ama —dijo una preciosa chica morena, sofocada la cara de placer. Se alejó a toda prisa.
—La esclava oye y obedece —dijo Sucha.
—Está bien —contestó el hombre.
—A mí nunca me llaman si no es al diván de Fulmius —dijo otra de las esclavas.
Las demás se rieron de ella.
—Dejadnos —dijo Sucha.
Las chicas se fueron, algunas dirigiéndome una última mirada.
—No les gusto —afirmé.
—Eres muy bonita —dijo Sucha—. Es normal que se sientan resentidas contigo.
—Creí que estarían domadas.
—Están domadas para los hombres, que son sus amos. Pero no entre ellas mismas.
—No quiero que me hagan daño.
—Entonces recuerda que eres una esclava de baja posición. Complácelas. Compórtate con cuidado entre tus hermanas de esclavitud.
—Sí, ama.
—Levanta. Sígueme.
—Sí, ama.
Yo sabía que generalmente se permitía que las esclavas establecieran sus propias leyes entre ellas mismas, y los amos no solían intervenir en estos asuntos. Las salas de esclavas podían ser auténticas junglas, generalmente bajo el dominio de la más fuerte y de sus secuaces. El orden casi siempre se imponía por la fuerza física. Las primeras chicas, que ya tenían su dominio asegurado, solían prescindir de establecer leyes entre las demás, dejando que ellas determinaran sus propias jerarquías. Las riñas entre esclavas son muy desagradables. Cuando se pelean gritan y ruedan por el suelo entre arañazos, mordiscos, patadas y tirones de pelo. Pero más vergonzoso aún es el hecho de que otras chicas encuentran divertidas estas reyertas y alientan a las contendientes. A veces una chica fuerte le ordena a otras dos esclavas que peleen hasta que venza una de ellas.
—Aquí está tu celda —dijo Sucha—. Por la noche serás encerrada aquí cuando no estés sirviendo a los hombres.
—Sí, ama.
Era una celda grande con una pequeña puerta de barrotes. Para entrar y salir había que ir a gatas. De esta manera la esclava no puede escapar corriendo, y es fácil encerrarla a latigazos. Y tal vez lo más importante sea que sólo puede entrar o salir de su “lugar” con la cabeza gacha y de rodillas, siendo esto un claro recordatorio de su situación de esclava. La celda medía unos tres metros de largo y uno de ancho por uno de altura, de forma que yo no podía estar de pie dentro de ella. Los únicos muebles que albergaba consistían en un colchón púrpura y una raída sábana de teletón.
—Confío en que encuentres satisfactoria tu sala.
—Sí, ama —sonreí. De hecho era la celda más lujosa que había visto. Era seca, y había un colchón. Aparte de ser encadenada a los pies de un hombre entre sus pieles, ¿qué más podía desear una esclava?
—Sígueme —dijo Sucha.
—Sí, ama.
Me llevó a otra sala. Al pasar junto a la piscina, me indicó las puertas de los almacenes.
—Ésta es la puerta trasera. Por aquí es por donde entramos. —Era una pequeña puerta de hierro.
—No hay picaporte a este lado —señalé.
—No —dijo Sucha—. Sólo puede ser abierta desde el exterior.
Miré al fondo del pasillo, a la otra puerta que estaba guardada por un soldado.
—¿Entonces por qué hay un guardia en el pasillo?
Sucha me miró.
—¿Es que no has visto las otras puertas?
—Sí.
—El soldado está para guardarlas.
—¿No está por nosotras?
Sucha se rió.
—Nosotras somos lo menos valioso de la fortaleza.
—Oh.
Seguí caminando detrás de ella, pero sin dejar de mirar por encima de mi hombro la pequeña puerta. Era muy sólida, y no podía abrirse desde nuestro lado. Más allá de ella, en el mismo pasillo, estaban las salas que almacenaban la mercancía realmente valiosa, la mercancía que protegían con soldados. Al caminar por el pasillo había pasado por varios de tales almacenes, todos cerrados pero sin guardia en la puerta. En ellos se guardaban las mercancías menos valiosas, las baratijas.
Sucha pasó junto a una sala pequeña y llegó a un corto pasillo que partía de la gran habitación. En el pasillo había una gran puerta de barrotes y otra puerta detrás de la primera. Desde aquellas enormes puertas había gritado el hombre que llamó a Sulda, la esclava, para el diván de Hak Haran. Pero ahora no había guardias ni soldados a la vista, aunque las dos estaban bien aseguradas con pesados cerrojos. Para cada puerta eran precisas dos llaves. Las puertas estaban separadas por una distancia de unos seis metros. Detrás de ellas se veía un ornamentado pasillo, lleno de alfombras y jarrones. Miré las dos pesadas cerraduras de la puerta más lejana.
—No se pueden forzar —dijo Sucha—. Son cerraduras de casquillo. El casquillo impide la entrada directa de un alambre o una ganzúa. Y además, dentro del casquillo hay una espita, un cono de metal que debe ser desenroscado antes de meter la llave, y ninguna ganzúa podría hacer saltar el casquillo.
—¿Hay alguna cosa en nuestras salas que pudiera servir como ganzúa, algo con la longitud suficiente como para intentarlo? —pregunté.
—No.
Me agarré con desmayo a los barrotes.
—Estás presa, esclava —dijo Sucha—. Vamos.
Me volví para seguirla, con una última mirada a los barrotes y las pesadas cerraduras. Sucha me condujo hasta la pequeña habitación junto a la que habíamos pasado antes. Era una habitación para que se prepararan las esclavas, y estaba llena de espejos. En ellos vi una preciosa chica de negros cabellos, desnuda y con un collar turiano, y me vi a mí misma seguida por una hermosa mujer de pelo negro y túnica amarilla, y un látigo en la mano.
Sucha me señaló una de las pequeñas bañeras, y las toallas y aceites.
—Eres una chica ignorante —dijo—. Ni siquiera sabes darte un baño.
Yo me sonrojé.
Entonces me lavaron y me secaron el pelo, que luego cepillaron sacudiendo todo el polvo del camino que lleva a Piedras de Turmus y del sudor de la tarde.
—Tengo hambre —dije.
—Siéntate en el suelo.
Yo me senté desnuda sobre los azulejos.
Ella arrojó ante mí una cuerda llena de anillos y campanas. —Ponte las campanas.
Extendí el tobillo izquierdo y puse en fila las cuatro anillas, que se cerraban de arriba abajo con un pequeño cierre. Deslicé unas pequeñas barritas dentro de los cuatro cierres y los anillos se cerraron ajustándose a mi tobillo. En cada uno de ellos había cinco campanitas de esclava.
Miré las campanas, que ahora estaban atadas a mí.
No me atrevía a mover el pie por miedo a atraer a algún hombre.
—¿Puedes bailar desnuda? —preguntó Sucha.
—No conozco las danzas de una esclava —musité—. No puedo bailar.
—¿Sabes colocarte las sedas del placer?
—No, ama —dije bajando la cabeza.
—¿Conoces los perfumes y cosméticos de una esclava, y su aplicación?
—No, ama.
—¿Las joyas?
—No, ama.
—¿Conoces el arte de darle a un hombre el placer exquisito?
—No sé casi nada, ama. —Tenía miedo de mover los pies a causa de las campanas.
—¿Es que no te han adiestrado en nada?
—No sé casi nada, ama. Eta, una esclava, tuvo la gentileza de enseñarme las cosas más simples para poder complacer mínimamente a los amos y no ser azotada demasiadas veces.
—¿Quién fue tu último amo? —me preguntó Sucha.
—Tup Ladletender, un buhonero.
—¿Y antes de él?
—Thurnus del Fuerte de Tabuk, de la Casta de los Campesinos.
—¿Y antes?
—Clitus Vitellius, de Ar, de la Casta de los Guerreros.
—Bien —dijo Sucha.
—Pero fui suya por muy poco tiempo.
—¿Y antes de él?
—Dos guerreros —dije—. No sé quiénes eran, sólo sé que fui suya. —Sucha no cuestionó esto último. No es extraño que una chica ignore quién es su amo; puede ser capturada al atardecer, esclavizada a la noche y vendida por la mañana.
—¿Y antes?
—Era libre.
Sucha me miró riendo.
—¿Tú?
—Sí, ama.
Sucha se rió y yo me sonrojé. Vi que el collar me sentaba como algo natural.
—Sabes muy poco, o más bien nada, sobre las artes de una esclava —dijo Sucha—. No pareces saber nada acerca de los movimientos y las miradas, las posiciones, posturas y actitudes de una esclava, no hablemos ya de las técnicas, habilidades y sutilezas que pueden determinar el que los hombres te permitan vivir o no.
Yo la miré asustada.
—Pero eres bonita —añadió—, y los hombres son más tolerantes con las chicas bonitas. Tienes alguna esperanza.
—Gracias, ama —musité.
—¿Por qué no has movido el pie izquierdo?
—Por las campanas —murmuré.
—¿Qué pasa con las campanas?
—Me dan vergüenza —dije—. Con ellas me siento más esclava.
—Excelente —dijo Sucha. Luego dio una palmada—: ¡En pie, esclava!
Me levanté de un salto con un tintineo de campanas.
—Ve hasta el fondo de la habitación y vuelve.
—No, ama, por favor —supliqué. Ella alzó el látigo y me apresuré a obedecer. Cuando volví, y para mi desmayo, ella me tocó.
Giré la cabeza y me mordí el labio llena de vergüenza.
—Excelente —dijo—. Un simple tintineo de campanas, y estás preparada para los brazos de un hombre.
—Por favor, ama —rogué.
—Eres una zorrita caliente —dijo—. Arrodíllate ante el espejo.
Yo obedecí.
—Existen ciento once tonos básicos de barras de labios para una esclava, y dependen del estado de ánimo del amo.
—Sí, ama.
Más tarde, muchas de las otras esclavas se reunieron con nosotras en aquel tocador, ya que todas debíamos servir durante la cena. En las fortalezas goreanas es costumbre, si no están sitiadas, que la tarde sea un tiempo de placer para los hombres.
—Dentro de cinco ehns —gritó un hombre desde el exterior— deberéis estar en la sala de la fiesta.
Las chicas se agitaron nerviosas, dándose los toques de última hora, ajustando las sedas y los adornos. Algunas se maquillaban. Dos de ellas casi se pelean por un pequeño estuche de sombra de ojos, pero Sucha restalló el látigo entre ellas y las separó. Sulda estaba radiante cuando volvió del diván de Hak Haran; se estaba pintando los labios. Las chicas alisaron sus sedas.
Me miré al espejo y vi a una chica increíblemente bonita atada con una cuerda de seda roja, maquillada, perfumada, de aire dulce y vulnerable, con pulseras y brazaletes y cuentas doradas en su collar turiano.
—Es muy hermosa —murmuré. Sucha me había ayudado mucho.
—Demasiado hermosa para ser la esclava de un buhonero —sonrió Sucha.
—¿Cuáles son mis obligaciones?
—Exquisita belleza y obediencia absoluta —dijo Sucha.
Oí el sonido de una barra de metal en la puerta que daba a las habitaciones de las esclavas.
Las chicas estaban asustadas. Incluso Sucha parecía asustada.
—¡Deprisa! —nos urgió—. Deprisa.
Salimos del tocador y nos dirigimos ligeras hacia las puertas. Pronto atravesamos las dos puertas y nos encontramos descalzas sobre las alfombras del pasillo flanqueado de jarrones, apresurándonos a dar placer a nuestros amos.
—¿Amo? —pregunté.
Me arrodillé ante él alzando el plato de carne.
Él utilizó el tenedor turiano para servirse carne. La chica que estaba junto a él de rodillas le ofreció vino.
Me levanté para ir a arrodillarme ante el siguiente hombre y ofrecerle carne de la fuente que llevaba.
La música sensual de Turia llenaba la habitación. La chica de las sedas amarillas danzaba paseando su belleza entre las mesas.
Llevaba ya más de un mes en el alcázar de las Piedras de Turmus.
Generalmente estaba obligada a quedarme hasta muy tarde sirviendo a los hombres. Sucha me había enseñado mucho, y ahora era una chica muy diferente de aquella que fue vendida por seis tarks de cobre a Borchoff, capitán del alcázar de las Piedras de Turmus, que bien podía felicitarse por su adquisición.
Éramos veintinueve esclavas en el alcázar de las Piedras de Turmus, y la población en las salas de esclavas había cambiado; cinco chicas habían sido vendidas a mercaderes turianos de paso, y a lo largo de los meses, se habían comprado otras seis chicas. De esta manera se iban renovando las esclavas para los hombres.
—A ti no te venderán, Dina —me había dicho Sucha—. Eres un trofeo.
—Sí, ama.
Las chicas del alcázar eran esclavas de placer, pero hay que dejar bien claro que éramos las únicas mujeres del alcázar, y por lo tanto también servíamos como esclavas de trabajo. Había que barrer y coser y lavar y planchar las ropas, y hacer la limpieza. Ayudábamos también en la cocina, generalmente preparando las verduras y fregando platos y sartenes; también había que llevar agua a los hombres de los parapetos. Había muchas tareas bajas y serviles que era natural que nosotras, las esclavas del alcázar, lleváramos a cabo. Aunque por lo general, creo que no teníamos muchos motivos de queja. Se nos permitía dormir hasta tarde en los cuarteles de esclavas, y la mayoría de nosotras terminábamos con los trabajos al comienzo de la tarde de forma que podíamos descansar y prepararnos para la noche.
—¡Carne, Dina! —gritó otro hombre. Yo me apresuré a arrodillarme ante él para servirle. Iba ataviada de seda roja, con campanas y un collar dorado entrelazado con mi otro collar.
Vi a Sucha besando a un teniente que la tenía entre los brazos. Qué bien se acurrucaba en ellos.
—¡Dina! —me llamó un hombre.
Corrí hacia el hombre que me había llamado antes, y al que no había oído. Un soldado me pegó por haber tardado en responder a la llamada. Pasé junto a la chica que bailaba entre las mesas vestida con sedas.
Me arrodillé ante el hombre.
—¿Estás sorda? —me preguntó.
—Perdona a esta esclava estúpida, amo —supliqué—. No te había oído.
—Dame carne.