La esclava de Gor (26 page)

Read La esclava de Gor Online

Authors: John Norman

Telnus, nuestro punto de destino, es la capital de la isla de Cos, uno de los dos mayores Ubaratos marítimos de Gor. Cos está al norte de Tyros y al oeste de Puerto Kar, cuya última ciudad está localizada en el Golfo de Tamber, que yace justo al lado del delta del Vosk. En Cos hay cuatro ciudades principales: Telnus, Selnar, Temos y Jad. Telnus es la más grande de todas y cuenta con el mejor puerto. El Ubar de Cos es Lurius, de la ciudad de Jad. La capital de Tyros, el otro de los más grandes Ubaratos marítimos, es Kasra. La otra gran ciudad de Tyros es Tentium, cuyo Ubar es llamado Chendar. Chendar procede de Kasra, y se habla de él como del eslín de los mares. Hace unos años, Tyros y Cos unieron sus flotas en la guerra contra Puerto Kar, pero fueron derrotados en una gran batalla naval. Puerto Kar carecía del poder y los barcos para llevar su victoria más allá. Tyros y Cos, y Puerto Kar, permanecen desde ese día en estado de guerra.

Sentía el tacto suave de la cubierta en mis rodillas. Había sido lijada con piedras de cubierta, y lavada y restregada. Las chicas de las jaulas de cubierta, de rodillas y con grilletes en los tobillos, se habían encargado de ello.

Miré al agua. El cielo estaba muy claro. Era algo muy valioso estar sobre cubierta.

—Qué fea eres, esclava de sentina —dijo una de las chicas de las jaulas de cubierta.

La miré. Tenía el pelo castaño rojizo, e iba desnuda. No se permite que las chicas lleven ropas en un barco de esclavas. Ella estaba sentada con las piernas encogidas en la diminuta jaula; no podía estirar del todo el cuerpo.

No me molesté en responder. Si le hubieran rapado el pelo, como nos lo rapaban a las esclavas de la sentina, tampoco ella estaría muy guapa. Me habría gustado ser su esclava superior, látigo en mano, cuando ella limpiaba la cubierta. Entonces no me habría hablado con tanta insolencia.

Oí gritar al vigía desde lo alto del segundo mástil, el más alto. Estaba dando la localización de un barco que no podíamos ver desde cubierta. Los hombres corrieron a la amura de babor, algunos subieron a un mástil. El capitán habló a la tripulación.

Los dos hombres que estaban en los remos que hacían de timón, a popa, viraron a babor.

Los hombres corrieron a los bancos y colocaron los remos en sus lugares. Comenzaron a remar al unísono.

Los hombres corrían de un lado a otro por cubierta. Algunos atendían a las escotas, otros aseguraban objetos que estaban sueltos en cubierta. Se cerraron todas las compuertas.

Yo estaba muy excitada, pero no podía hacer nada. No podía participar en lo más mínimo en lo que iba a suceder.

Sabía que las aguas del Thassa eran surcadas por numerosos barcos, entre ellos barcos piratas. Había oído que Cos y Ar estaban en guerra, al parecer porque no estaban de acuerdo con respecto a la adjudicación de la piratería en el Vosk. Pero Ar no tenía ninguna armada, aunque disponía de una flota de barcos de río que patrullaban el Vosk. El barco también podría ser de Puerto Kar, o de uno de los puertos del norte, o incluso de Torvaldsland.

Yo no podía liberar mis tobillos, mis muñecas y mi vientre de las cadenas que me obligaban a estar de rodillas. Tenía miedo. Si el barco caía en manos de piratas, las otras esclavas y yo seríamos suyas también, adorables esclavas desnudas, botín de los vencedores. Yo esperaba que nos quisieran, porque en caso contrario seríamos arrojadas por la borda. En estas circunstancias, las chicas intentan hacerse desear.

—Lleva a las esclavas bajo cubierta —dijo un oficial.

Yo y las otras cuatro chicas que habían subido conmigo, fuimos arrastradas por la cubierta. La compuerta de la sentina estaba abierta. Para mi horror vi cómo lanzaban a mis compañeras escaleras abajo.

—¡No! —grité. Y entonces también a mí me arrojaron por la escalera, rodando encadenada, hasta dar en el suelo. Me había hecho mucho daño.

—¡No! —oí que alguien gritaba. Entonces las chicas de las jaulas de cubierta también fueron llevadas hasta la compuerta donde se les ordenó rudamente que descendieran a la sentina.

—¡Qué olor! —gritó una de ellas. Y fue lanzada por los aires a través de la puerta. Veinte chicas de cubierta estaban ahora con nosotras. Alzamos la vista y vimos cerrarse la pesada compuerta. Las chicas nuevas gritaron en las tinieblas. Oímos cerrarse los cerrojos de la compuerta.

17. LA CORREA

La pesada puerta se abrió.

Aparecieron varios hombres, uno de los cuales llevaba una pequeña lámpara.

La sala era larga y ancha, de techo bajo, con muchos pilares de madera cuadrados. Las paredes y el suelo eran de piedra. Pensé que podía estar bajo un almacén, cerca del agua. No lo sabía. Me habían traído hasta allí, atada y amordazada, en un saco cerrado, en una barca desde el barco pirata.

Llevaba unos cuatro días en aquella sala.

Los hombres entraron.

Yo no sabía dónde estábamos.

Llevaba el óvalo de esclava cerrado en torno a mi vientre, y una cadena al cuello.

El óvalo de esclava es un lazo de hierro que se cierra en torno a la cintura. Al óvalo se fijan dos anillas para las muñecas. También lleva a la espalda un aro soldado, en el que se puede fijar una cadena para atar a la esclava a la pared o a un objeto. Mis muñecas estaban presas en las orillas del óvalo.

Me senté en el suelo con las piernas encogidas.

Llevaba en el cuello un collar de hierro con una anilla en la parte de atrás, a través de la cual habían pasado una cadena que estaba fija en la pared por sus propios aros. La cadena tenía más de dos metros de longitud. En la misma sala, junto a mí, había unas cincuenta chicas encadenadas, y otras cuarenta o cincuenta al otro lado de la habitación. La sala estaba muy sucia y olía a paja rancia. La luz de la pequeña lámpara que llevaba el hombre parecía centellear en la habitación.

—¿Cuántas de estas chicas provienen del Nubes de Telnus? —preguntó uno de los hombres, con casco y capa y cuatro seguidores, de aspecto superior al que llevaba la lámpara, un tipo bajo y gordo, ataviado con el blanco y dorado de los mercaderes.

El hombre gordo temblaba.

—Dos —susurró.

—Muéstramelas.

El hombre gordo le condujo hacia mí y hacia la chica del pelo castaño rojizo que había viajado en la jaula de cubierta. Estábamos encadenadas la una junto a la otra. Ella llevaba la marca común de Kajira; yo llevaba la Dina. Me sentí inquieta, y ella también. No podíamos arrodillarnos ante los hombres libres; estábamos encadenadas por el cuello a la pared.

—¿Vosotras dos erais del Nubes de Telnus? —preguntó el hombre alto.

—Sí, amo —dijimos.

El hombre alto se inclinó, irritado, junto a nosotras. Uno de los hombres que iban con él llevaba el verde de los médicos. El hombre alto nos miró, y nosotras, esclavas desnudas, desviamos la mirada. Olía a paja.

—La llave de los grilletes —dijo el hombre alto.

El mercader le dio la llave que abriría las anillas de las muñecas.

—Deja la lámpara y márchate —dijo el hombre alto. El mercader le dio la lámpara y se marchó asustado de la habitación.

Los hombres se inclinaron sobre la chica del pelo castaño. Oí cómo abrían uno de los grilletes.

—Vamos a haceros la prueba de la sífilis —dijo. La chica gimió. Yo esperaba que nadie hubiera sido portador de la sífilis a bordo del Nubes de Telnus. Puede transmitirse por las picaduras de parásitos. La sífilis había aparecido en Bazi hacía unos cuatro años. A pesar de que el puerto había permanecido cerrado durante dos años, la sífilis se extendió por el sur y el este en unos dieciocho meses. Algunos eran inmunes a la sífilis, y en otros tenía tan sólo un efecto temporal. Pero con otros, era rápida, letal y aquellos que habían sobrevivido a ella tenían cierta seguridad de que transmitirían su relativa inmunidad a sus descendientes. Los esclavos que contraían la sífilis eran ejecutados sumariamente. Se pensaba que la matanza de esclavos había jugado su papel en el contagio de la sífilis en las vecindades de Bazi.

—No es ella —dijo el médico. Parecía decepcionado, cosa que me asombró.

—¿No tengo la sífilis, amo? —preguntó la chica de cabellos castaños.

—No —dijo el médico con tono irritado. Yo no comprendía su irritación.

El hombre alto volvió a encadenar las muñecas de la chica. Los hombres se inclinaron junto a mí; yo me estreché contra la pared. Liberaron mi muñeca izquierda y el hombre alto me separó el brazo del cuerpo, volviéndome la muñeca para ver la parte interior de mi brazo.

Entonces comprendí que no les interesaba la sífilis, que había desaparecido unos dos años atrás.

El médico me untó el brazo con un fluido transparente. De pronto, para mi asombro y regocijo de los hombres, surgió como por arte de magia una diminuta frase escrita con finos caracteres, de un brillante color rojo. Estaba en la parte interior de mi codo. Yo sabía lo que decía la frase, porque mi ama, Elicia de Ar, me lo había dicho. Era una frase muy simple que rezaba: “Es ella”. Había sido grabada en mi brazo con otro fluido transparente. Yo vi la humedad en la parte interior del brazo, justo en la articulación, y luego se había secado desapareciendo. Ni siquiera estaba segura de que la frase siguiera allí. Pero ahora, bajo la acción del reagente, la escritura había surgido, clara y limpia. Entonces, un momento después, el médico vertió el líquido de otro frasco sobre un paño rojo y, de nuevo como por arte de magia, borró la escritura. La tinta invisible desapareció. Entonces probaron el reagente para asegurarse de que la frase estaba borrada. No hubo ninguna reacción. La marca química que me identificaba ante los agentes asociados con Lady Elicia, mi ama, se había borrado. Luego el médico volvió a limpiarme el brazo con el segundo fluido, quitando los residuos del reagente.

Los hombres cruzaron las miradas y sonrieron.

Volvieron a ponerme el grillete en la muñeca izquierda.

—¿No tengo la sífilis, amos? —pregunté.

—No —dijo el médico.

El hombre alto sacó del bolsillo un carboncillo, y en la suave piel interior del hombro izquierdo de la chica de los cabellos castaños escribió una palabra.

—Tu nombre es Marla —dijo. Ésa era la palabra que había escrito en su hombro.

—Sí, amo —dijo ella.

Entonces el hombre se volvió hacia mí y escribió algo en la parte interior de mi hombro izquierdo.

—Tú eres la esclava Yata —dijo.

—Sí, amo. —Vi que ése era el nombre que había escrito en mi cuerpo. Aquella marca permanecería hasta que se lavara.

Los hombres se levantaron y salieron de la habitación. Se unieron al mercader en la puerta.

La puerta volvió a cerrarse y nos quedamos a oscuras. Todavía sentía la presión del carboncillo en mi piel. Me habían escrito un nombre en el cuerpo, “Yata”. Yo era Yata.

—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó el hombre a la chica de pelo castaño.

—Marla —dijo ella—, si le agrada al amo.

—Es aceptable —dijo él.

—¿Cuál es tu nombre? —me preguntó a mí.

—Yata, si le agrada al amo.

—Es aceptable.

—Se las he comprado al gran esclavista, Alexander de Teletus —dijo el mercader—, pero sus papeles se han extraviado.

—Me llevo a las dos —dijo el hombre. No regateó mucho, y pronto Narla y yo, compartiendo la misma cuerda al cuello atada a nuestros collares, fuimos sacadas al pasillo fuera de la habitación. La correa colgaba entre nosotras, pendida de nuestros collares de cuero. Llevábamos las manos esposadas a la espalda.

—¿Es un viaje muy largo hasta Telnus, amo? —pregunté.

—Estúpida —me dijo—. Estás en Telnus.

—¿Por qué nos has comprado, amo?

—Para que trabajéis en mi establecimiento como esclavas de Paga.

Narla gimió.

Yo sonreí.

—¿Y cuál es el nombre de tu establecimiento, amo, si puede preguntarlo esta esclava?

—Es el mejor de todo Telnus —dijo.

—¿Sí, amo?

—Se llama el Chatka y Curla.

—Gracias, amo —dije.

A Narla le pusieron una capa y una capucha. La capucha se la ataron bajo la barbilla, impidiéndole la visión, de forma que no supiera de dónde estaba saliendo. La parte de abajo se la ataron bajo la cuerda del cuello. La capa, muy corta, tenía cuatro cortes en forma de círculo oval. Era una indumentaria muy provocativa. Había algo escrito en la capa y yo no dudaba que se trataría de publicidad del Chatka y Curla. A mí también me pusieron capa y capucha. No podía ver nada. Sentía la capa sobre los muslos y el aire pasando a través de las aberturas. Entonces comencé a andar respondiendo a la cuerda del amo.

Estaba en Telnus.

18. EL SACO DE ESCLAVA

El Chatka y Curla es una gran taberna de Paga, de cuatro pisos. Tiene un gran patio abierto de suelo de madera, con un pabellón circular excavado a unos cuatro metros de profundidad, y sobre él, dos balconadas circulares, de unos dos metros de altura.

Esa noche estaba atestada.

Me dirigí a la segunda balconada, pasando junto a esclavas y clientes que iban y venían por las rampas de madera. Llevaba la bandeja con mucho cuidado; no está bien tirar una bandeja. En el Chatka y Curla trabajaban muchas chicas, más de cien. Subí con cuidado, las rampas se habían elevado para cubrir los desniveles, que se elevan unos sobre otros medio metro para facilitar el paso.

Oí gritar a una chica en una de las alcobas.

El cordel rojo, o Curla, estaba atado en torno a mi cintura, con el nudo, un nudo que se deshacía con un simple tirón, sobre mi cadera izquierda. Por encima de la Curla, por delante, deslizándose por mi cuerpo y entre las piernas y pasando por la Curla a la espalda, estaba la Chatka, una fina tira de cuero negro de unos veinte centímetros de ancho por un metro y medio de largo. También llevaba un vestido muy corto y abierto, sin mangas, de cuero negro, el Kalmak. Un hombre me lo abrió cuando intenté pasar junto a él en la rampa. Me detuve sin poder hacer nada, siempre con la bandeja en la cabeza. Me besó dos veces.

—Pequeña belleza —dijo.

—Esta esclava se alegraría de poder complacerte en una alcoba —le dije yo. Era éste un proceder que nos habían enseñado y que estábamos obligadas a adoptar, pero yo no lo dije sin cierta sinceridad. Él ya me había poseído hacía unos días, cuando trabajé por primera vez en la taberna Chatka y Curla, y sabía muy bien cómo obtenerlo todo de la belleza de una esclava indefensa.

—Más tarde, esclava —me dijo.

Other books

Quinny & Hopper by Adriana Brad Schanen
El contrato social by Jean-Jacques Rousseau
Blind Trust by Sandra Orchard
La estatua de piedra by Louise Cooper
Desert Dreams by Cox, Deborah