Authors: John Norman
Miré a Belisarius, atada y amordazada ante él.
—Utilizadla para la caza de la esclava —dijo—, y luego devolvedla al Chatka y Curla.
Me subieron el capuchón de esclava sobre la cabeza, y lo ataron bajo mi barbilla, las cinchas de cuero anudadas dos veces en torno a mi cuello.
Me arrastraron de un tobillo sobre el suelo hasta un extremo de la habitación.
Después de revelar el mensaje a Belisarius y de haber servido para entretenimiento de sus hombres, volví al Chatka y Curla, siempre encapuchada y embutida en el saco de esclava al igual que me habían sacado de allí los mismos hombres, a través de la puerta secreta al fondo de la alcoba. Ya en la alcoba me sacaron del saco, me desataron, me quitaron el capuchón y la mordaza. Entonces, los hombres que me habían sacado de allí y que ahora me habían vuelto a traer, se apresuraron a utilizarme para su placer, y se marcharon rápidamente a través de las cortinas de piel que cubrían la puerta. Me puse las ropas de la taberna. Miré al fondo de la alcoba, donde había una puerta de hierro. La toqué con los dedos y tímidamente, suavemente, intenté girar el picaporte. Pero estaba cerrado. Al parecer lo cerraron al salir el hombre que me había traído. No había ninguna llave ni cerradura por el lado de la alcoba. Salí de la alcoba para volver a mis deberes en la taberna, los deberes de una esclava de Paga. El hombre que me había sacado de la alcoba y luego me devolvió a ella, por lo que yo imaginaba, me había llevado y traído de la Casa de Belisarius. Me llevaron un rato en un pequeño barco, y luego en carro. Encapuchada y metida en el saco de esclava, no tenía ningún sentido de la dirección y muy poca noción del tiempo. Pero por lo que había oído imaginé que los contactos habían sido establecidos por hombres enmascarados que hablaban en clave. Dudaba que mi captor original conociera él mismo la identidad de estos otros hombres.
Después de entregar el mensaje, no me protegía la misma seguridad en el Chatka y Curla. Ahora a veces, como otras chicas, se me permitía salir, antes de las horas de trabajo en la taberna, para atraer clientes para el propietario, mi amo, Aurelion de Cos. Yo llevaba un collar de campanas y campanas también en el tobillo, y un escaso ropaje de seda negra. Sobre la seda, en amarillo, figuraban las palabras que Narla me había traducido: “Soy Yata. Puedes poseerme en el Chatka y Curla”.
Fui a los muelles.
Un gran barco estaba atracando, sus velas latinas recogidas en los largos mástiles. Era un barco de guerra de Cos. Vi a otras chicas de otras tabernas corriendo hacia allí.
Me uní a ellas rápidamente.
Me arrodillé con ellas en una línea de unas siete u ocho esclavas, anunciando todas los precios de nuestros respectivos establecimientos. Pero cuando los hombres desembarcaron, llevando sus bolsas y armas, ninguno se detuvo ante mí.
Me levanté mirando a mi alrededor. En el barco quedaban algunos oficiales y unos pocos miembros de la tripulación. Me volví para alejarme.
Un marinero pasó junto a mí. Llevaba al hombro un gran petate cerrado. Vi que la bolsa se movía e imaginé que llevaba una mujer atada. Por las aberturas del saco vi que estaba desnuda. Me pregunté si sería una esclava o una mujer libre. Él subió a bordo de uno de los muchos barcos y descendió bajo cubierta.
Ya había pasado el mediodía, y yo me iba inquietando. Todavía no había encontrado clientes para las mesas de Aurelion y no se envía a las chicas al puerto para que disfruten del aire fresco. Se las manda allí medio desnudas en sus collares para que traigan clientes de pago.
Me abrí la túnica un poco y corrí a arrodillarme ante un marinero. Alcé la mirada hacia él.
—Poséeme en el Chatka y Curla, amo —le dije. Él me apartó con el pie, tirándome sobre los calientes maderos del muelle. Corrí a arrodillarme ante otro.
—Soy Yata —dije—. Por favor, poséeme en el Chatka y Curla, amo —supliqué.
Él me apartó de su camino abofeteándome con el dorso de la mano, tirándome al suelo sobre mi hombro. Tenía en la boca el sabor de la sangre. Me arrodillé enfadada sobre los maderos calientes de alquitrán. Se había ido. No era necesario que me pegara.
De pronto me detuve atónita. Entonces me escondí detrás de una gran caja. Él estaba lejos, pero lo supe con seguridad. Comencé a respirar apresuradamente mientras me martilleaba el corazón.
No podía ser, pero era.
No sabía qué hacer. Al principio me invadió un irreprimible torrente de júbilo y amor. Sentí la increíble alegría, el increíble amor que sólo puede sentir una esclava.
Él se acercaba desde el fondo del muelle, con atuendo de marinero. Llevaba un petate de mar.
Yo quise correr hacia él gritando a lo largo del muelle para arrojarme sollozando a sus pies y cubrirlos de besos.
¡Era mi amo, Clitus Vitellius de Ar!
—Oh, amo —quise gritar—. ¡Te quiero! ¡Te quiero, amo!
Entonces le vi mirar a una chica de Paga que se volvió hacia él y le habló.
¡De pronto los odié a los dos!
Él rechazó a la chica, pero le había visto mirarla como un guerrero, como un amo.
Fue Clitus Vitellius el primero que me había esclavizado. Me había marcado con el hierro al rojo, marcándome en la piel como una esclava. Me había obligado a servirle. Me había hecho amarle y luego, cuando le vino bien, me arrojó a un lado entregándome a los campesinos.
En mi mente se fue forjando un plan, implacable y terrible. Respiré profundamente, llena de resolución y de helada ira.
Descubriría que la venganza de una esclava no es cosa de risa.
Me erguí. Abrí mi túnica de seda lascivamente. Alcé la cabeza entre tintineos de las campanas del collar.
Corrí hacia él con pasos cortos y me arrodillé a sus pies besándoselos. Cuando estuve ante él me inundó de pronto una ola de amor, la debilidad de una chica a los pies de su amo; pero luego me repuse, y se heló cada fibra de mi ser, fría y calculadora y sensual. Cogí con mis manos sus pieles y le miré.
—Dina —dijo él.
—Mi amo me llama Yata, amo.
—¿Eres tan inocente y desmañada como antes?
—No, amo —dije bajando la cabeza. Y comencé a besarle a un lado de la pierna, mordiéndole suavemente, chupando su vello.
—Ya veo que no —dijo riendo.
—Me han enseñado a complacer a los hombres.
—¿Eres buena? —me preguntó.
—Algunos amos no se han sentido disgustados del todo.
—¿Crees que podrías complacerme?
Me dio un vuelco el corazón. Me apliqué todo lo que pude, acariciando su pierna dulcemente, besándole lentamente, mordiéndole con suavidad junto a la rodilla.
—No, amo —susurré—. Yata nunca podrá complacer a un gran guerrero como tú.
Él miró a su alrededor.
—Di solamente “un marinero” —dijo—. Aquí no soy Clitus Vitellius, capitán de Ar, sino solamente un marino, un simple remero de Tyros llamado Tij Rejar.
Yo le miré.
—Como el amo desee. —Y volví a dedicarme a sus piernas—. El amo no me rechazará, ¿verdad? —supliqué.
—Tengo sed de Paga —dijo él.
—Conozco un lugar.
—¿El Chatka y Curla?
—Sí, amo.
—¿Pero hay chicas allí? —preguntó.
—Sí, amo.
—¿Y eres tú una de ellas?
—Sí, amo.
—Ha pasado mucho tiempo desde que te poseí.
Yo le miré temerariamente.
—Poséeme en el Chatka y Curla —susurré.
—Tengo otros asuntos que atender.
Alcé la mirada asustada.
—Por favor, amo —supliqué—. Ven con Yata al Chatka y Curla.
—Estoy ocupado.
—Pero el amo está sediento.
Él sonrió.
—Llévame a tu taberna, esclava.
—¡Gracias, amo! —Respiré aliviada. Bajé la cabeza para que no viera la sonrisa de victoria, de triunfo, que embargaba mi rostro. Sumisamente, entre el tintineo de las campanas del collar y el tobillo, me levanté ligera, me volví y muy excitada, sin atreverme apenas a respirar, descalza como una esclava, emprendí el camino hacia el Chatka y Curla.
Oía sus pasos detrás de mí.
La doble puerta de barrotes de hierro se cerró a mis espaldas.
De pronto me di la vuelta gritando, señalando al que me había seguido.
—¡Es de Ar! —grité—. ¡Es un enemigo! ¡Cogedle!
Clitus Vitellius me miró atónito.
—¡Cogedle! —gritaba yo. Él se llevó la mano a la cadera izquierda, pero su espada no estaba allí.
Strabo, ayudante de Aurelion de Cos, se arrojó sobre él y fue rechazado. Clitus Vitellius lanzó una mirada salvaje a su alrededor.
—¡Cogedle! —grité.
Dos de los hombres que trabajaban en la taberna se apresuraron hacia las puertas. Los hombres se levantaron de sus mesas.
Clitus Vitellius se volvió hacia la doble puerta y forcejeó con los barrotes, pero no pudo abrirlas porque los cerrojos se habían cerrado.
Un hombre se arrojó sobre él, pero se lo sacudió de encima. Se inclinó sobre Strabo para arrancarle las llaves del cinto. Había muchas llaves. Golpeó con ellas en la cara al segundo hombre de la taberna, que cayó gritando y sangrando. Le golpeó con las pesadas llaves atadas a la enorme anilla de unos quince centímetros de anchura. Otro hombre saltó sobre él cogiéndole las piernas, y otros dos saltaron sobre su cuerpo. Lucharon. Luego otros dos corrieron hacia él, y pronto hubo una espada apuntando a su pecho, donde la túnica de marino se había rasgado. Entre cuatro hombres lo agarraron contra los barrotes de la puerta. Aurelion de Cos se acercó corriendo.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó.
Yo señalé al cautivo poderoso y ensangrentado.
—Es Clitus Vitellius de Ar —grité—. ¡Es un capitán de Ar!
—¡Un espía! —gritó un hombre.
—¡Muerte a los espías! —exclamó otro.
—Él dice que es Tij Rejar, un remero de Tyros, pero es Clitus Vitellius. ¡Es de Ar! ¡Es un capitán!
Aurelion me miró.
—No sería nada bueno para ti —me dijo— que te equivocaras en estos asuntos.
—No me equivoco, amo —dije.
—¿Quién eres? —preguntó Aurelion.
De pronto me asusté. Si su identidad era bastante sólida para parecer realmente un remero de Tyros, estaba perdida. Me cocerían viva en aceite de tharlarión. Empecé a sudar.
—No me dignaré a ocultar mi identidad de la gente de Cos —dijo él—. Soy Clitus Vitellius, un capitán de Ar.
—Que traigan cadenas —dijo Aurelion.
Clitus Vitellius me miró, y yo retrocedí. Le encadenaron.
—Ya está bien atado —dijo Strabo, que tenía la cara hinchada como consecuencia del golpe de Clitus Vitellius.
Entonces encadenaron también los tobillos del guerrero de la gloriosa Ar, y cerraron una cadena desde sus muñecas hasta la cadena de los tobillos.
Le pusieron al cuello un collar con dos cadenas de guía, una a cada lado.
Strabo, habiendo recuperado sus llaves, abrió la doble puerta. Cuatro hombres se aprestaron a sacar a Clitus Vitellius de la taberna.
—Llevad al espía a galeras pesadas —dijo un hombre.
—Es mejor matarle ahora —dijo otro.
—No —dijo Aurelion—. Llevadle a los magistrados. Ellos se divertirán con él antes de encadenarle a un remo.
Las galeras pesadas son barcos grandes y redondos que generalmente llevan cargas de poco valor, como madera o piedra. Era raro que se contratara hombres libres para remar en estos barcos.
Clitus Vitellius me miró una vez más. Vi que iba bien encadenado.
Me acerqué a él.
—Pronto serás un esclavo en una galera pesada —le dije. Me erguí ante él en pose de esclava, abriéndome la túnica. Los hombres rieron—. Mira bien, amo, porque entre los remos de una galera no hay muchas chicas. —Di una vuelta y volví a mirarle—. No olvides a Yata, amo. Recuerda que fue ella la que te puso las cadenas, la que te puso en el remo de una galera.
Él me miró sin decir nada.
Me acerqué a él y de pronto le abofeteé con todas mis fuerzas. Él apenas se movió.
—¡La venganza de una esclava es algo terrible!
—También lo es la venganza de un guerrero —dijo él mirándome.
Retrocedí asustada.
—Lleváoslo —dijo Aurelion.
Clitus Vitellius fue sacado de la taberna.
—Has hecho bien, esclava —dijo Aurelion.
—Gracias, amo —respondí. Y entonces me arrodillé de pronto ante él. Había prestado un gran servicio al Estado de Cos—. Libérame, amo —supliqué.
—Trae un látigo —le dijo Aurelion a Strabo.
—¡No, amo, por favor! —grité.
—Ponla en la anilla de esclava y dale diez latigazos, y luego tírale un pastel. Lo ha hecho bien.
Apenas noté que me esposaban las muñecas a la espalda. Llevaba una corta túnica amarilla de esclava, de tupido teletón. Estaba cerca de la puerta del Chatka y Curla.
—Ven, Yata —dijo Strabo encaminándose hacia los muelles. Yo le seguí con la cabeza gacha, descalza y esposada.
Ahora sabía que realmente amaba a Clitus Vitellius de Ar. Aunque, para mi dolor, le había traicionado. Cómo me gustaría poder deshacer lo hecho. Cómo me gustaría poner mi pequeña fuerza en el pesado remo que ahora debía estar empujando. Si pudiera, me cambiaría por él, me pondría en su lugar encadenada a un remo. Yo, una insignificante esclava, en mi vanidad y petulancia había hundido no ya a un guerrero, sino a mi amado. ¿Qué importaba que yo a él no le interesara, que no fuera en sus poderosas manos más que carne de collar? No importaba nada. Nunca pensé que se pudiera amar tan profundamente como le amaba. Había provocado en mí una emoción, una ira y un odio que yo no hubiera creído posibles. Yo había vivido para vengarme, había soñado con ello, y cuando obtuve mi venganza, sólo encontré un dolor ceniciento, y una angustia inconmensurable, porque mi venganza me había costado una parte de mí, aquel a quien amaba, Clitus Vitellius de la ciudad de Ar.
Strabo se volvió a mirarme.
—Perdóname, amo —le dije. Había gemido de angustia.
Continuamos nuestro camino hacia los muelles.
La noche que había traicionado a Clitus Vitellius me habían azotado. Me habían obligado a complacer a un marinero borracho.
Las dos noches siguientes también fui azotada.
—No vales nada como esclava de Paga —me dijo Aurelion de Cos, mi amo.
—Perdóname, amo —le dije yo.
—Tal vez sea tiempo de devolverte a Ar.
Ya podía oler la sal y el pescado, porque nos acercábamos al puerto. Entre los edificios, veía las galeras atracadas. Bajamos hacia los muelles.