La importancia de llamarse Ernesto (2 page)

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Authors: Oscar Wilde

Tags: #Humor, teatro

JACK.—Estás equivocado, mi nombre no es Ernesto, sino Jack.

ALGERNON.—Siempre me has dicho que te llamas Ernesto. Ante todo el mundo te he presentado como Ernesto. Respondes al nombre de Ernesto. Tienes la apariencia de llamarte Ernesto. Eres la persona de aspecto más normal que he visto en mi vida. Es totalmente ilógico que niegues llamarte Ernesto. Tus tarjetas de presentación así lo consignan. A propósito, aquí hay una.
(Saca una de su cartera.)
«Señor Ernesto Worthing, B. Cuatro, The Albany.» La guardaré para demostrar que tu nombre es Ernesto, si alguna vez pretendes negármelo a mí, a Gwendolen o a cualquier otro.
(Se guarda la tarjeta en el bolsillo.)

JACK.—Está bien, en la ciudad mi nombre es Ernesto, y en el campo me conocen como Jack, y la cigarrera me la obsequiaron en el campo.

ALGERNON.—Lo acepto, sin embargo, eso no aclara por qué tu pequeña tía Cecilia, que vive en Tunbridge Wells, te llama querido tío. Vamos, es mejor que confieses de una vez.

JACK.—Mi apreciado Algy, te expresas textualmente igual que un dentista, y es muy corriente hablar como los dentistas cuando uno no lo es. Produce una falsa impresión.

ALGERNON.—Estoy de acuerdo, pero ahora, ¡prosigue! Dímelo todo. Te advierto que siempre he sospechado que eras un bunburista confirmado y secreto; y ahora estoy muy seguro de ello.

JACK.—¿Bunburista? ¿A qué diablos te refieres cuando me llamas bunburista?

ALGERNON.—Te contestaré lo que me pides inmediatamente de que tengas la amabilidad de revelarme por qué eres Ernesto en la ciudad y Jack en el campo.

JACK.—Acepto, pero antes que nada devuélveme mi cigarrera.

ALGERNON.—Tómala.
(Le da la cigarrera.)
Ahora formula tu explicación y pídele a Dios que no sea inverosímil.

JACK.—Apreciado amigo, mi explicación no tiene nada de inverosímil. En realidad, es perfectamente vulgar. El viejo señor Thomas Cardew, que me prohijó cuando yo era niño, me nombró en su testamento tutor de su nieta, señorita Cecilia Cardew. Cecilia me llama tío por motivos de respeto que serías incapaz de comprender; vive en mi casa, en el campo, al cuidado de su apreciable institutriz, señorita Prism.

ALGERNON.—Por cierto, ¿en qué sitio se encuentra esa casa?

JACK.—Apreciado amigo, eso no te incumbe. Nunca te invitaré… Lo único que puedo decirte es que esa casa no se encuentra en Shropshire.

ALGERNON.—¡Lo suponía, estimado amigo! En dos ocasiones distintas ; he «bunburizado» todo Shropshire. Ahora, continúa con tu narración. ¿Por qué eres Ernesto en la ciudad y Jack en el campo?

JACK.—Mi apreciadísimo Algy, dudo que puedas entender mis verdaderas razones, pues eres sumamente frívolo. Cuando se desempeñan funciones de tutor, tiene uno que adoptar una actitud moral elevadísima en todas las ocasiones. Es una obligación hacerlo. Y como una actitud moral elevada en verdad es muy poco provechosa para la salud y la felicidad, con el propósito de poder venir a Londres he aparentado siempre que tenía un hermano menor llamado Ernesto, que vive en Albany, y que se mete en los líos más terribles. Esta es, mi apreciado Algy, toda la verdad, pura y sencilla.

ALGERNON.—A excepción de contadas ocasiones la verdad es pura, pero nunca sencilla. ¡La vida actual sería sumamente aburrida si la verdad fuera una u otra cosa, y la literatura actual, totalmente imposible!

JACK.—Eso no estaría del todo mal.

ALGERNON.—Apreciado amigo, no intentes hacer crítica literaria, pues eres un neófito en este campo. Permite que la hagan quienes no han estado en una universidad. ¡La hacen tan bien en los diarios!… Lo que tú eres es un verdadero bunburista. Eres uno de los bunburistas más sagaces que conozco.

JACK.—¿Qué pretendes decir?

ALGERNON.—Que has inventado un útil hermano menor cuyo nombre es Ernesto, quien te ha permitido viajar continuamente a la ciudad como 1 quieras. Yo he inventado un inestimable inválido permanente llamado Bunbury, para poder ir al campo siempre que quiera. Bunbury es eternamente inestimable. Sin la mala salud extraordinaria de Bunbury, no me sería posible, por ejemplo, cenar contigo esta noche en Willis, pues ya me comprometí con tía Augusta desde hace más de una Semana.

JACK.—No te he pedido que cenes conmigo en ninguna parte esta noche.

ALGERNON.—Es verdad, pero no me extraña en nada, pues eres sumamente descuidado cuando se trata de mandar invitaciones. Eres muy bruto. Nada enfada tanto ala gente como no recibir invitaciones.

JACK.—Sería mucho más agradable que cenaras con tu tía Augusta.

ALGERNON.—No tengo la menor intención de hacer semejante cosa. Ya cené con ella el lunes, y para mí es suficiente cenar con los parientes una vez a la semana. Además, cuando ceno con tía Augusta, me tratan como aun miembro de la familia: me sientan junto a una mujer, o dos. Y para colmo ya sé junto a quién me sentarán esta noche: cerca de Mary Farquhar, que siempre flirtea con su propio marido en la mesa. Eso es sumamente desagradable, y hasta indecoroso… Y esta manera de comportarse está aumentando enormemente. En Londres es completamente escandaloso el número de señoras que coquetean con sus maridos. ¡Hace tan mal efecto!… Es, sencillamente, como lavar en público la ropa limpia. Además, ahora que eres un bunburista confirmado, quiero hablarte del bunburismo. Quiero que conozcas las reglas.

JACK.—Te equivocas, para nada soy un bunburista. Si Gwendolen me acepta, mataré a mi hermano. De hecho, le mataré de todas maneras. Cecilia ha desarrollado un enorme interés por él. Ya me ha causado muchos problemas. Así es que voy a deshacerme de Ernesto. Y te recomiendo vivamente que hagas lo mismo con el señor…, con tu amigo inválido que tiene ese nombre tan absurdo.

ALGERNON.—Nada me obligaría a deshacerme de Bunbury, y si alguna vez contraes matrimonio, situación que considero extraordinariamente problemática, te alegrarás mucho cuando conozcas a Bunbury. Aquel que se case sin conocer a Bunbury se aburrirá enormemente.

JACK.—Por favor, mi amigo, no digas tonterías. Si me caso con una muchacha tan encantadora como Gwendolen, y es la única muchacha que he visto en mi vida con la que quisiera casarme, te aseguro que no tendré necesidad de conocer a Bunbury.

ALGERNON.—Entonces querrá conocerle tu esposa. Pareces ignorar que en la vida matrimonial tres representa una compañía, y dos es nada.

JACK.—
(sentenciosamente)
Mi apreciado y joven amigo, ésa es la teoría que el corruptor teatro francés ha venido promoviendo en las últimas cinco décadas.

ALGERNON.—Es verdad, y la misma que el dichoso hogar inglés ha confirmado en la mitad de ese tiempo.

JACK.—¡Por Dios, no intentes ser cínico! Es sumamente fácil serlo.

ALGERNON.—En la actualidad, mi apreciado amigo, nada es fácil. Existe una competencia feroz para todo.
(Se escucha sonar el timbre de la puerta.)
¡Ah! Quizá sea la tía Augusta. Sólo los familiares o los acreedores tocan el timbre de esa manera wagneriana. Ahora, si consigo entretenerla durante diez minutos, para que puedas declararle tu amor a Gwendolen, ¿podré cenar contigo esta noche en Willis?

JACK.—Creo que sí, si quieres.

ALGERNON.—Sí; pero que sea en serio. Aborrezco a las personas que no actúan con seriedad cuando se trata de comidas. ¡Demuestra tal vulgaridad de su parte…!

Entra Lane.

LANE.—Lady Bracknell y la señorita Fairfax.

Algernon se adelanta a recibirlas. Entran lady Bracknell y Gwendolen.

LADY BRACKNELL.—Buenas tardes, estimado Algernon. Espero que te estés comportando muy bien.

ALGERNON.—Me siento muy bien, tía Augusta.

LADY BRACKNELL.—Eso no es exactamente lo mismo; me refería a la otra bondad. En realidad, esas dos cosas casi nunca van juntas.
(Ve a Jack y le hace un saludo glacial.)

ALGERNON.—
(a Gwendolen)
¡Estás muy hermosa, querida!

GWENDOLEN.—¡Siempre lo estoy! ¿O acaso miento, señor Worthing?

JACK.—Señorita Fairfax, es usted absolutamente perfecta.

GWENDOLEN.—¡Ojalá que no! En caso contrario, ya no podría mejorar, y mi intención es mejorar en muchas cosas.

Gwendolen y Jack se sientan juntos en un rincón.

LADY BRACKNELL.—Discúlpame por haber llegado un poco tarde, Algy, pero tenía la obligación de ir a ver a nuestra apreciadísima lady Harbury. Desde que murió su pobre marido, dejé de visitarla. Jamás había visto una mujer tan cambiada; parece veinte años más joven. Y ahora voy a tomar una taza de té y uno de esos exquisitos sandwiches de pepino que me prometiste.

ALGERNON.—Por supuesto, tía Augusta.
(Se encamina hacia la mesa de té.
)

LADY BRACKNELL.—¿Quieres sentarte cerca de mí, Gwendolen?

GWENDOLEN.—Gracias, mamá; en este lugar estoy muy cómoda.

ALGERNON.—
(alzando, preocupado, la bandeja vacía)
¡Por Dios, Lane! ¿Por qué no preparaste los sandwiches de pepino? Te lo ordené especialmente.

LANE.—
(con tono serió)
Señor, esta mañana no había pepinos en el mercado. Incluso fui dos veces.

ALGERNON.—¿Que no había pepinos?

LANE.—Es verdad, señor, no había pepinos, ni siquiera pagando al contado.

ALGERNON.—Está bien, Lane, puedes retirarte.

LANE.—Gracias, señor.
(Se retira)

ALGERNON.—Me apena muchísimo, tía Augusta, pero no hubo pepinos en el mercado, ni siquiera pagando al contado.

LADY BRACKNELL.—No te preocupes, Algernon. He tomado unos panecillos con lady Harbury, la cual parece vivir ahora sólo para el placer.

ALGERNON.—Escuché algunos rumores acerca de que por la pena se le había vuelto el pelo totalmente rubio.

LADY BRACKNELL.—Es verdad que el tono ha cambiado, pero desconozco la causa de tal cambio.
(Algernon le sirve el té.)
Eres muy amable. Tengo algo delicioso para ti, Algernon. Esta noche te sentaré cerca de Mary Farquhar. Es una mujer deliciosa, ¡y tan atenta con su marido! Resulta encantador verlos…

ALGERNON.—Temo, tía Augusta, tener que renunciar al deleite de cenar contigo esta noche.

LADY BRACKNELL.—
(haciendo un gesto de molestia)
Ojalá que pudieras asistir, Algernon, pues de lo contrario me desbaratarías la mesa por completo. Tu tío tendría que cenar arriba; por fortuna ya está acostumbrado a hacerlo.

ALGERNON.—Es sumamente molesto, y no necesito decir lo que me contraría; sin embargo acabo de recibir un telegrama en que mi pobre amigo Bunbury me informa que está muy enfermo de nuevo.
(Intercambia una mirada con Jack.)
Creo que debo estar junto a él.

LADY BRACKNELL.—Es muy raro. Ese señor Bunbury tiene una salud muy mala.

ALGERNON.—Tienes razón, tía, el desdichado Bunbury es un caso desesperado.

LADY BRACKNELL.—Debo decirte, Algy, que, a mi juicio, ya es hora de que el señor Bunbury se decida por fin a vivir o a morirse. Su indecisión en este tema es absurda. Repruebo tajantemente la simpatía moderna hacia los enfermos crónicos. Lo considero morboso. La enfermedad, sea la que fuere, no es cosa que deba alentarse en el prójimo. Cuidar la salud es la primera obligación en la vida. Se lo digo siempre a tu pobre tío, pero no parece hacerme mucho caso… a juzgar por la leve mejoría que experimenta en sus dolencias. Te agradeceré mucho que le pidas al señor Bunbury que hiciese el favor de L no tener una recaída el sábado, pues cuento contigo para que me f organices la música. Es la última recepción que doy y necesito algo que anime las conversaciones, en particular a fin de temporada, cuando la gente ha dicho realmente todo lo que tenía que decir, lo cual, en la mayoría de los casos, no era probablemente mucho.

ALGERNON.—Hablaré a Bunbury, tía Augusta, si es que no ha perdido, aún la cabeza, y creo poder prometerte que no tendrá ninguna recaída el sábado. Claro es que la música va a ser algo difícil. Mire usted: si se toca buena música, la gente no escucha, y si se toca mala música, nadie habla. Pero tocaré todo el programa que he preparado, si quiere usted tener la amabilidad de acompañarme a la habitación f contigua un momento.

LADY BRACKNELL.—Te lo agradezco, Algy; eres muy precavido.
(Se levanta y sigue a Algernon.)
Tengo la certeza de que el programa será encantador luego de que hagamos unas pequeñas purgas. No puedo tolerar canciones francesas. Parece que la gente cree que son indecentes, y, ponen unos rostros escandalizados, lo cual es vulgar, o se ríen, lo cual es peor aún. Sin embargo, el alemán suena como un idioma perfectamente respetable, y realmente así lo creo. Gwendolen, ¿quieres acompañarme?

GWENDOLEN.—Voy, mamá.

Lady Bracknell y Algernon se dirigen a la sala de música. Gwendolen se queda atrás.

JACK.—¡Qué hermoso día hace, señorita Fairfax!

GWENDOLEN.—Le suplico que no me hable del tiempo, señor Worthing. Siempre que una persona me habla de ese tema tengo la absoluta seguridad de que quiere decir algo más. Y eso me pone sumamente nerviosa.

JACK.—En efecto, quiero decirle algo más.

GWENDOLEN.—Ya me lo figuraba. En verdad, nunca me equivoco.

JACK.—Quisiera que me permitiera aprovechar la ocasión favorable creada por la ausencia momentánea de lady Bracknell.

GWENDOLEN.—Le aconsejaría que lo hiciese. Mamá tiene una manera súbita de entrar en una habitación, que me ha forzado a reconvenirla muchas veces.

JACK.—
(con nerviosismo)
Señorita Fairfax, desde la primera vez que la vi, la admiré más que a ninguna otra muchacha… Desde que… la conozco.

GWENDOLEN.—Sí, ya estoy perfectamente enterada de eso. Y con frecuencia he deseado que en público usted hubiera sido más expresivo en todos los aspectos. Ha tenido usted siempre para mí un encanto irresistible. Incluso antes de que lo conociera no me era indiferente.
(Jack la mira desconcertado.)
Vivimos, como imagino que sabrá, señor Worthing, en una época de ideales. Este hecho nos lo recuerdan constantemente en las revistas mensuales más caras, incluso me han comentado que ha llegado hasta los púlpitos de provincia, y mi ideal ha sido siempre amar a un hombre cuyo nombre sea Ernesto, pues este nombre me inspira una total confianza. Desde la primera vez que Algy me comentó que uno de sus amigos se llamaba Ernesto, comprendí que estaba destinada a amarle a usted.

JACK.—¿Me ama usted realmente, Gwendolen?

GWENDOLEN.—¡Con exagerada pasión!

JACK.—¡Vida mía! No sabe usted lo feliz que me ha hecho.

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