GWENDOLEN.—¿Será posible?
CECILIA.—Mi adorado tutor, con la ayuda de la señorita Prism, asume la ardua tarea de estar a mi cuidado.
GWENDOLEN.—¿Tu tutor?
CECILIA.—Sí; soy la pupila del señor Worthing.
GWENDOLEN.—¡Oh! Es muy extraño que él jamás me haya comentado que tenía una pupila. ¡Qué reservado es! Cada hora que transcurre resulta más interesante. Pero no creo que la noticia me inspire un sentimiento de alegría pura.
(Levantándose y yendo hacia ella)
Cecilia, me eres sumamente agradable. ¡Te estimé desde el primer momento en que te vi! Sin embargo, tengo la obligación de decirte que ahora que sé que eres la pupila del señor Worthing no puedo evitar el deseo de que fueses…, vamos, un poco más viga de lo que pareces… y no tan atractiva. De hecho, si puedo hablar con total franqueza…
CECILIA.—¡Te lo suplico! Pienso que cuando alguien tiene algo desagradable que decir, uno debe ser muy franco.
GWENDOLEN.—Bueno; pues hablando con total sinceridad, Cecilia, hubiera deseado que tuvieses cuarenta y dos años cumplidos, y que fueses más fea de lo que se suele ser a esa edad. Ernesto tiene una naturaleza fuerte e íntegra. Es la esencia misma de la verdad y del honor. La traición sería en él tan inadmisible como la desilusión. Paro aun los seres de espíritu sumamente noble son exageradamente sensibles a la influencia de los encantos físicos de los demás. La historia moderna, en mayor medida que la historia antigua, nos proporciona muchos de los más atroces ejemplos del caso a que me refiero. Si no fuera de esa manera, ciertamente, la Historia sería totalmente confusa.
CECILIA.—Disculpa, Gwendolen, ¿has dicho que Ernesto?
GWENDOLEN.—Sí.
CECILIA.—¡Oh!, pero el señor Ernesto Worthing no es mi tutor. Es su hermano…, su hermano mayor.
GWENDOLEN.—
(tomando asiento nuevamente)
Ernesto jamás me ha dicho que tuviese un hermano.
CECILIA.—Siento decirte que desde hace mucho tiempo no han tenido buenas relaciones.
GWENDOLEN.—¡Ah! Eso lo aclara todo. Y ahora que lo pienso, jamás he escuchado a un hombre hablar de su hermano. Por lo visto, el tema parecía desagradable para la mayoría de la gente. Cecilia, me has quitado un gran peso de encima. Estaba comenzando a sentirme intranquila Hubiera sido cruel que una nube cualquiera enturbiase una amistad como la nuestra, ¿no lo crees así? Dime: ¿estás segura, totalmente segura de que el señor Ernesto Worthing no es tu tutor?
CECILIA.—Plenamente segura.
(Pausa.)
Realmente, voy a ser yo su tutora.
GWENDOLEN.—
con tono interrogante)
¿Cómo has dicho?
CECILIA.—
(tímiday confidencialmente)
Mi adorada Gwendolen, no hay razón para que te guarde un secreto. Nuestro pequeño periódico local tal vez publique la noticia la semana próxima. El señor Ernesto Worthing y yo somos novios y nos vamos a casar.
GWENDOLEN.—
(levantándose, muy amablemente)
Mi estimada Cecilia, sospecho que en eso debo de haber alguna mala interpretación. El señor Ernesto Worthing es mi prometido. La noticia se publicará en el Moming Post del sábado, lo más tarde.
CECILIA.—
(muy cortésmente, levantándose)
Creo que debes de estar un poco confundida. Ernesto se me declaró hace diez minutos.
(Le muestra el diario.)
GWENDOLEN.—
(examinando con atención el diario con las gafas puestas)
Es verdaderamente rarísimo, pues me suplicó que fuese su esposa ayer por la tarde, a las cinco y media. Si deseas comprobar el hecho, hazlo, te lo imploro.
(Saca su propio diario y añade)
: Siempre que viajo llevo mi diario. Debe una llevar siempre algo sensacional para leer en el tren. Querida Cecilia, me daría mucha pena que esta compleja situación te pudiera causar alguna desilusión, sin embargo, creo que tengo prioridad.
CECILIA.—Mi apreciada Gwendolen, sentiría de una manera indescriptible el haberte causado cualquier angustia mental o física, sin embargo, es mi obligación precisar que, desde que Ernesto se te declaró, ha cambiado rotundamente de opinión.
GWENDOLEN.—
(con aire meditabundo)
Si ese desventurado muchacho se ha dejado atrapar por la trampa de alguna promesa absurda, consideraré que es mi obligación librarle de ella sin demora y con mano firme.
CECILIA.—
(abstraída y apenada)
Cualquier enredo en el que se haya inmiscuido mí adorado Ernesto, jamás se lo recriminaré después que nos hayamos casado.
GWENDOLEN.—¿Se refiere a mi, señorita Cardew, como a un enredo? Es usted muy atrevida. En ocasiones como ésta, es más que un deber moral el decir lo que uno piensa. Se convierte en un placer.
CECILIA.—¿Insinúa, señorita Fairfax, que mediante un ardid yo he atrapado al señor Ernesto para que se declarase? ¿Cómo osa decir eso? No es éste el momento de proceder con fingida cortesía. Cuando veo un azadón, lo llamo azadón.
GWENDOLEN.—
(con sarcasmo)
Me satisface decir que jamás he visto un azadón. Es evidente que nuestros círculos sociales son muy diferentes.
Entra Merriman, seguido de un criado. Lleva una bandeja, un mantel y una mesita con el servicio. Cecilia está a punto de protestar. La aparición de los criados ejerce una influencia moderadora, bajo la cual ambas muchachas se revuelven coléricas.
MERRIMAN.—¿Señorita, puedo servir el té aquí, como se acostumbra?
CECILIA.—
(severamente y con voz sosegada)
Sí, como se acostumbra.
Merriman comienza a desocupar la mesa y coloca el mantel. Una prolongada pausa. Cecilia y Gwendolen se miran rabiosamente la una a la oirá.
GWENDOLEN.—¿Hay muchas excursiones interesantes por las cercanías, señorita Cardew?
CECILIA.—¡Oh, sí! Muchas. Desde la cima de una de montañas más próximas uno puede ver cinco comarcas.
GWENDOLEN.—¡Cinco comarcas! Dudo que eso me agrade mucho: odio Tas aglomeraciones.
CECILIA.—
(con dulzura)
Supongo que es por eso por lo que vive en la ciudad…
Gwendolen se muerde los labios y se golpea irritada el pie con la sombrilla.
GWENDOLEN.—
(observando a su alrededor)
¡Qué jardín tan bien cuidado, señorita Cardew!
CECILIA.—Me complace que sea de su agrado, señorita Fairfax.
GWENDOLEN.—No tenía idea de que hubiese flores en el campo.
CECILIA.—Oh, las flores son tan comunes aquí, señorita Fairfax, como lo es la gente en la ciudad.
GWENDOLEN.—Respecto a mí, no puedo entender cómo se las arregla alguien para vivir en el campo, si es que hay quien haga semejante cosa. Aborrezco el campo mortalmente.
CECILIA.—A eso los periódicos lo llaman depresión agrícola, ¿no es verdad? Creo que en estos momentos, la nobleza está padeciendo mucho por este motivo. Es casi mía epidemia entre ellos, según me han comentado. ¿Puedo ofrecerle té, señorita Fairfax?
GWENDOLEN.—
(con depurada amabilidad)
Gracias.
(Aparte.)
¡Antipática muchacha! Sin embargo, ¡necesito tomar te!
CECILIA.—
(con dulzura)
¿Le pongo azúcar?
GWENDOLEN.—
(con arrogancia)
No; se lo agradezco. El azúcar ya no está de moda.
Cecilia la mira ínfima, toma las pinzas y pone cuatro terrones de azúcar en la taza.
CECILIA.—
(secamente)
¿Tarta o pan con mantequilla?
GWENDOLEN.—
(con indolencia)
Pan con mantequilla, por favor. Las tartas ya casi no se ofrecen en las casas de las buenas familias.
CECILIA.—
(cortando una rebanada grande de tarta y colocándola en el plato)
Pase usted esto a la señorita Fairfax.
Merriman obedece y se retira con el sirviente. Gwendolen bebe el té y hace un gesto. Deja inmediatamente la taza, estira una mano hada el pan con mantequilla, lo observa advierte que es tarta. Se levanta encolerizada.
GWENDOLEN.—Ha puesto muchos terrones de azúcar en mi té y, aunque le he pedido claramente pan con mantequilla, me ha servido tarta. Todo el mundo conoce la dulzura de mi carácter y la extraordinaria bondad de mi genio; san embargo, le advierto, señorita Cardew, que ha llegado demasiado lejos.
CECILIA.—
(poniéndose de pie)
Para proteger a mi desdichado, honesto y confiado muchacho de las intrigas de cualquier otra muchacha, no existen límites que no franquearía.
GWENDOLEN.—Desde el primer momento en que la vi sospeché de usted, y advertí que era usted hipócrita y maliciosa. Jamás me equivoco en mis juicios. Mi primera percepción ante la gente es invariablemente cierta.
CECILIA.—Tengo la impresión, señorita Fairfax, que estoy abusando de su valioso tiempo. Sin duda alguna tendrá visitas del mismo género que realizar en la vecindad.
Entra Jack.
GWENDOLEN.—
(al verle)
¡Ernesto! ¡Mi Ernesto!
JACK.—¡Gwendolen! ¡Mi vida!
(Va a besarla.)
GWENDOLEN.—
(retirándose)
¡Espera un momento! ¿Puedes aclararme si te has comprometido en matrimonio con esta joven dama.
(Señala a Cecilia.)
JACK.—
(riendo)
¿Demi amada Cecilita! ¡Claro que no! ¿Quién puede haberte metido semejante idea raí tu hermosa cabecita?
GWENDOLEN.—Agradezco tu respuesta, ahora ya puedes besarme.
(Le ofrece su mejilla.)
CECILIA.—
(con exagerada dulzura)
Ya sospechaba que debía de haber algún malentendido. El caballero cuyo brazo rodea en estos instantes su cintura es mi amado tutor, el señor John Worthing.
GWENDOLEN.—¿Cómo ha dicho?
CECILIA.—Que es mi tío Jack.
GWENDOLEN.—
(retrocediendo)
¡John! ¡Oh!
Entra Algernon.
CECILIA.—Aquí está Ernesto.
ALGERNON.—
(caminando directamente hacia Cecilia, sin reparar en los demás)
¡Mi amor!
(Intentando besarla.)
CECILIA.—
(retirándose)
¡Espera un segundo, Ernesto! ¿Puedes aclararme sí estás comprometido en matrimonio con esta joven dama?
ALGERNON.—
(mirando a su alrededor)
¿Cuál señorita? ¡Por Dios! ¡Gwendolen!
CECILIA.—¡Sí, por Dios! Gwendolen, quiero decir, con Gwendolen.
ALGERNON.—
(riendo)
¡Claro que no lo estoy! ¿Quién puede haberte metido semejante idea en tu hermosa cabecita?
CECILIA.—
(ofreciéndole su mejilla para que se la besé)
Puedes besarme.
(Algernon la besa.)
GWENDOLEN.—Ya sospechaba que debía de haber una mala interpretación, señorita Cardew. El caballero que le acaba de besar es mi primo, el señor Algernon Moncrieff.
CECILIA.—
(separándose de Algernon)
¿Algemon Moncrieff? ¡Oh!
(Las dos muchachas se dirigen la una hacia la otra y se toman mutuamente de la cintura como para protegerse.)
¿Te llamas Algernon?
ALGERNON.—Debo aceptarlo.
CECILIA.—¡Oh!
GWENDOLEN.—¿Es realmente John tu nombre?
JACK.—
(con mucho orgullo)
Podría negarlo si quisiera. Podría negarlo todo si se me antojase. Pero mi nombre ciertamente es John. Y John he sido durante muchos años.
CECILIA.—
(a Gwendolen)
Ambas hemos sido engañadas vulgarmente.
GWENDOLEN.—¡Mi desdichada Cecilia, ofendida!
CECILIA.—¡Mi apreciada Gwendolen, agraviada!
GWENDOLEN.—
(lentamente y con frivolidad)
Me llamarás hermana, ¿verdad?
(Se abrazan, Jack y Algernon susurran algo mientras pasean de un lado hacia otro.)
CECILIA.—
(con cierta alegría)
Únicamente hay una duda que me encantaría que me aclarara mi tutor.
GWENDOLEN.—¡Estupenda idea! Señor Worthing, hay precisamente una pregunta que desearía que me concediese hacerle: ¿dónde se encuentra su hermano Ernesto? Ambas le hemos dado palabra de matrimonio; así es que tiene cierta importancia para nosotras saber dónde está en la actualidad su hermano Ernesto.
JACK.—
(pausadamente y titubeando)
Gwendolen… Cecilia… Es muy lamentable para mí verme forzado a decir la verdad. Esta es la primera vez en mi vida en la que he sido expuesto a esta situación tan lamentable, soy demasiado inexperto en hacer algo de éste estilo. Pero les diré con toda sinceridad, que yo no tengo ningún hermano Ernesto. No tengo ningún hermano, en absoluto. No lo he tenido en mi vida y no tengo la más mínima intención de tener uno en lo futuro.
CECILIA.—
(atónita)
¿Qué no tiene ningún hermano, en absoluto?
JACK.—¡Ninguno!
GWENDOLEN.—
(con severidad)
¿Jamás has tenido ningún hermano, de ningún tipo?
JACK.—
(con delectación)
Jamás, de ninguna clase.
GWENDOLEN.—Temo, Cecilia, que está lo suficientemente claro que no estamos comprometidas con nadie.
CECILIA.—No es una situación muy placentera para una muchacha encontrarse súbitamente así. ¿No es verdad?
GWENDOLEN.—Vamos a casa Dudo que se atrevan a seguimos hasta allí.
CECILIA.—No. ¡Son tan cobardes los hombres!…
Se encaminan hacia la casa de forma altiva.
JACK.—Y a este horrendo enredo es lo que tú llamas bunburismo, ¿no es verdad?
ALGERNON.—En efecto, y un bunburineo completamente maravilloso. El más maravilloso que jamás haya experimentado.
JACK.—Bueno; pues no tienes el menor derecho a bunburizar aquí.
ALGERNON.—Eso es inadmisible. Uno tiene el derecho a bunburizar en el sitio que desee. Incluso los bunburistas más serios lo saben.
JACK.—¡Bunburista serio! ¡Por Dios!
ALGERNON.—Bueno, uno debe ser serio con algo, si uno quiere tener algo de diversión en su vida. A mí se me ocurre ser serio en lo tocante al bunburismo. No tengo ni la más remota idea de lo que haces tú en serio. AI menos, eso me imagino. ¡Tu carácter es tan ridículo!…
JACK.—La única pequeña satisfacción que me queda en todo este infausto asunto es que tu amigo Bunbury está bastante explotado. Dudo que puedas correr al campo tan a menudo como acostumbrabas hacerlo, mi estimado Algy. Eso está muy bien.
ALGERNON.—Tu hermano está también un poco decaído, ¿no es verdad, apreciado Jack? No podrás escabullirte a Londres con tanta frecuencia como solías. Y eso no está mal tampoco.
JACK.—Respecto a tu comportamiento con la señorita Cardew, es mi obligación decirte que engañar a una dulce, sencilla e inocente muchacha es imperdonable. Eso sin tener en cuenta para nada que es mi pupila.