La importancia de llamarse Ernesto (9 page)

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Authors: Oscar Wilde

Tags: #Humor, teatro

JACK.—Oh! Alrededor de ciento treinta mil libras esterlinas en papel de Estado. Que Dios la acompañe, lady Bracknell. Me alegra mucho haberla saludado.

LADY BRACKNELL.—
(sentándose nuevamente)
Permítame un segundo, señor Worthing. ¡Ciento treinta mil libras! ¡Y en papel del Estado! La señorita Canievr me parece una muchacha muy seductora, ahora que la miro bien. En la actualidad, pocas muchachas tienen atributos reámeme sólidos. de esos atributos que persisten y se mejoran con el tiempo. Vivimos, siento tener que decirlo, en una época de cosas superficiales.
(A Cecilia)
Aproxímese, querida.
(Cecilia se acerca)
¡Hermosa muchachita! Su vestido es de una sencillez deplorable, y su cabello parece tal como lo hizo la Naturaleza. Sin embargo, podemos perfeccionarlo en seguida. Una doncella francesa, totalmente experta lograra resultados asombrosos en brevísimo tiempo. Recuerdo que recomendé una a la joven lady Lancing, y tres meses después no la conocía ni su propio marido.

JACK.—Y pasadas seis meses, no la conocía nadie.

LADY BRACKNELL.—
(mira furiosa a Jack durante unos segundos. Después dirige una sonrisa estudiada a Cecilia)
Vuélvase por favor, encantadora amiguíta.
(Cecilia da una vuelta completa.)
Sí, lo que yo imaginaba en absoluto. Hay varias posibilidades mundanas en su perfil. Los dos puntos flacos de nuestra época son su falta de principios y su falta de perfil. Levante usted un poco la barbilla, querida. El estilo depende en gran parte de la manera de llevar la barbilla. Se lleva en este momento muy alta. ¡Algernon!

ALGERNON.—¿Qué, tía Aurista?

LADY BRACKNELL.—Hay varias posibilidades mundanas en el perfil de la señorita Cardew.

ALGERNON.—Cecilia es la muchacha más inteligente, simpática y bella hay en todo el mundo. Yo no doy dos céntimos por esas posibilidades mundanas.

LADY BRACKNELL.—No agravies a la sociedad. Algernon. Eso lo hacen únicamente las personas que no pueden pertenecer a ella.
(A Cecilia.)
Sabrá usted, como es lógico, pequeña amiga, que Algernon no cuenta más que con sus deudas. Sin embargo, yo no consiento los matrimonios por interés. Cuando me casé con lord Bracknell no tenía yo la menor fortuna. Empero, ni en sueños acepté por un instante que eso pudiera ser un obstáculo en mí camino. Bueno: supongo que tendré que dar mi consentimiento.

ALGERNON.—Se lo agradezco, tía Augusta.

LADY BRACKNELL.—¡Cecilia, puede besarme!

CECILIA.—
(besándola)
Le estoy muy agradecida, lady Bracknell.

LADY BRACKNELL.—En lo sucesivo, también puede llamarme tía Augusta.

CECILIA.—Gracias, nuevamente, tía Augusta.

LADY BRACKNELL.—Hablando con sinceridad, soy enemiga de las relaciones prolongadas, pues permiten que los novios descubran sus mutuos caracteres antes de casarse, lo cual no es conveniente.

JACK.—Disculpe que la interrumpa, lady Bracknell, pero no hay que pensar en esa boda. Soy tutor de la señorita Cardew, y ella no puede casarse sin mi aprobación hasta que sea mayor de edad. Y me niego rotundamente a aceptarlo.

LADY BRACKNELL.—¿Y puedo preguntarle por qué motivos? Algernon es un excelente pretendiente, y aun osaré decir que fastuosamente aceptable. No tiene nada; sin embargo, luce mucho. ¿Qué más puede ambicionarse?

JACK.—Discúlpeme que le tenga que hablar con franqueza. ladyvBracknell, pero es que a mí no me agrada en absoluto el carácter de su sobrino. Sospecho que es un mentiroso.

Algernon y Cecilia le miran con furioso asombro.

LADY BRACKNELL.—¡Mentiroso! ¿Mi sobrino Algernon? ¡Increíble! Él estudió en Oxford.

JACK.—Temo que no sea posible abrigar la menor duda acerca de esa aseveración. Esta tarde, durante mi ausencia temporal de aquí, y encontrándome en Londres para conciliar un importante asunto de Dovela, logró entrar en mi casa simulando ser mi hermano. Y al abrigo de un nombre falso se ha bebido, según acaba de notificarme mi mayordomo, toda una botella de un litro de mí Pemer-Jouet Brut, del ochenta y nueve; un vino que yo reservaba para acontecimientos especiales. Prosiguiendo con su deshonrosa impostura, ha logrado durante la tarde, enajenarme el precio de mi única pupila. Posteriormente se ha quedado a tomar el té, devorando hasta el último panecillo. Y lo que hace su comportamiento más intolerable aún es que sabía perfectamente desde el principio que yo no tengo ningún hermano, que no lo he tenido nunca y que no pienso tenerlo de ninguna clase. Así se lo dije tajantemente ayer mismo por la tarde.

LADY BRACKNELL.—¡Ejem! Señor Worthing, después de madura reflexión he decidido no hacer caso en absoluto del comportamiento de mi sobrino con usted.

JACK.—Eso muestra una gran bondad en usted, lady Bracknell. Mi decisión es, sin embargo, inapelable. No daré el consentimiento.

LADY BRACKNELL.—
(a Cecilia)
Acérquese usted, pequeña amiga.
(Cecilia se aproxima.)
¿Qué edad tiene, querida?

CECILIA.—No más de dieciocho años; pero confieso que veinte cuando asisto a alguna velada.

LADY BRACKNELL.—Hace usted bien al realizar esa leve alteración. En verdad, una mujer jamás debe decir su edad real. Eso parece tan calculador…
(Como meditando.)
Dieciocho años, pero confesando veinte en las veladas. Está bien; falta poco para que llegue a la mayoría de edad y esté libre de las restricciones de la tutela. Así es que no creo que el consentimiento de su tutor sea, después de todo, una cuestión de gran importancia

JACK.—Discúlpeme, lady Bracknell, que la interrumpa nuevamente; pero es necesario decirle que, según las cláusulas del testamento de su abuelo, la señorita Cardew no llegará a ser mayor de edad, legalmente, hasta los treinta y cinco años.

LADY BRACKNELL.—Eso sí me parece una seria objeción. Treinta y cinco años es una edad muy atractiva. La sociedad londinense está llena de damas de elevadísima casta que, por su propia elección, se han quedado en los treinta y cinco. Lady Dumbleton es un caso de éstos. Que yo sepa, ha tenido treinta y cinco años desde que cumplió los cuarenta, hace ya muchos años. No veo razón alguna para que nuestra querida Cecilia no esté más atractiva aún a la edad susodicha que lo está actualmente. Y mientras tanto, sus bienes habrán aumentado considerablemente.

CECILIA.—Algy, ¿me esperaría hasta que cumpla yo treinta y cinco años?

ALGERNON.—Sabe perfectamente que sí, Cecilia.

CECILIA.—Sí; lo sabía instintivamente; sin embargo, no podría esperar tanto tiempo. Odio esperar a cualquiera, aunque sólo sea cinco minutos. Me enfurece. Sé que no soy puntual; pero me gusta la puntualidad en los demás, por lo tanto, no hay ni qué pensar en que yo espere, aunque sea para casarme.

ALGERNON.—Entonces ¿qué vamos a hacer, Cecilia?

CECILIA.—No lo sé, señor Moncrieff.

LADY BRACKNELL.—Mi estimado señor Worthing, como la señorita Cardew declara terminantemente que no podría esperar hasta los treinta y cinco
(advertencia que, lo confieso, me parece mostrar un carácter algo impaciente)
, yo le suplicaría que meditase de nuevo su determinación.

JACK.—¡Pero, mi querida lady Bracknell, si el asunto está por completo entre sus manos! En el momento en que usted dé el consentimiento para mi boda con Gwendolen, yo aprobaré gustoso el enlace de su sobrino con mi pupila.

LADY BRACKNELL.—
(levantándose con altanería)
Debía usted saber perfectamente que no hay ni que pensar en su propuesta.

JACK.—Entonces, un celibato apasionado es lo que podemos esperar todos nosotros en lo futuro.

LADY BRACKNELL.—No es ése el destino que le reservo a Gwendolen. Algernon, como es natural, puede escoger por sí mismo.
(Saca su reloj.)
Vamos, queridas.
(Gwendolen se levanta.)
Hemos perdido ya cinco trenes o seis. Si perdemos otro, nos exponemos a toda clase de comentarios en el andén.

Entra el doctor Chasuble.

CHASUBLE.—Todo está listo para los bautizos.

LADY BRACKNELL.—¿Para qué bautizos, doctor? ¿Esas ceremonias no serán prematuras?

CHASUBLE.—
(sutilmente asombrado y señalando a Jack y Algernon)
Estos señores han expresado el deseo de ser bautizados inmediatamente.

LADY BRACKNELL.—¿A su edad? ¡El propósito es ridículo e impío! Algernon, no quiero que te bautices. Evítame el disgusto de escuchar tales excesos. Lord Bracknell se enfadará muchísimo si se enterara que derrochas de esa manera tu tiempo y tu dinero.

CHASUBLE.—¿Eso quiere decir que se suspenden los bautizos programados para esta tarde?

JACK.—Tal como se encuentran las cosas en la actualidad, no creo que sea una práctica valiosa para ninguno de nosotros, doctor Chasuble,

CHASUBLE.—Señor Worthing, me avergüenza mucho escucharle semejante opinión, la cual considero muy propia de los anabaptistas, cuyos juicios he impugnado totalmente en cuatro de mis sermones inéditos. Sin embargo, como la disposición de su ánimo en este momento me parece particularmente profana, regresaré a la iglesia inmediatamente. Además, acaba de decirme el encargado del cepillo eclesiástico que hace hora y media que me está esperando la señorita Prism en la sacristía.

LADY BRACKNELL.—¡Señorita Prism! ¿Le he oído mencionar a la señorita Prism?

CHASUBLE.—Sí, lady Bracknell. En unos minutos me reuniré con ella.

LADY BRACKNELL.—Le suplico que me permita que lo detenga por un momento. Es un asunto que puede ser de vital importancia para lord Bracknell y para mí. ¿Es esta señorita Prism una mujer de apariencia repugnante, confusamente relacionada con la educación?

CHASUBLE.—
(con cierta indignación)
Es una dama de las más cultas y la imagen misma de la decencia.

LADY BRACKNELL.—Es, sin duda alguna, la misma persona. ¿Puede decirme qué situación ocupa en casa de usted?

CHASUBLE.—
(con severidad)
Soy célibe, señora.

JACK.—Lady Bracknell, la señorita Prism es, desde hace tres años, la distinguida institutriz y la compañera imponderable de la señorita Cardew.

LADY BRACKNELL.—Por lo que estoy escuchando, debo verla en el acto. Ordenen que vayan a buscarla.

CHASUBLE.—
(mirando hacia fuera)
Aquí se acerca; ya llega.

Entra la señorita Prism apresuradamente.

SEÑORITA PRISM.—Mi querido canónigo, me comunicaron que me esperaba usted en la sacristía. Le he aguardado allí durante una hora y tres cuartos.
(Súbitamente se percata de que lady Bracknell la está mirando de una manera cruel. La señórita Prism se vuelve pálida y se aterra. Mira con ansiedad a su alrededor como queriendo huir.)

LADY BRACKNELL.—
(con la voz rígida de un juez)
¡Prism!
(La señorita Prism inclina su cabeza avergonzada.)
¡Venga aquí, Prism!
(La señorita Prism se acerca con aire humilde.)
¡Prism! ¿Dónde está ese bebé?
(Asombro general. El canónigo retrocede aterrado. Algernon y Jack simulan querer evitar, con nerviosidad, que Cecilia y Gwendolen escuchen los detalles de su terrible escándalo público.)
Hace ya veinticinco años, Prism, que salió usted de casa de lord Bracknell, calle de Upper Grosvenor, número ciento cuatro, al cuidado de un cochecillo que contenía una criatura recién nacida, del sexo masculino. Jamás volvió. Una semana después, luego de minuciosas investigaciones de la policía, el cochecito fue hallado a medianoche, solo, en una esquina de Bayswater. Contenía el manuscrito de una novela en tres tomos de un sentimentalismo más irritante que el acostumbrado.
(La señorita Prism se estremece con indignación involuntaria.)
Sin embargo, el bebé no estaba allí.
(Todos observan a la señorita Prism.)
¡Prism! ¿Dónde está el niño?
(Pausa.)

SEÑORITA PRISM.—Lady Bracknell, acepto con vergüenza que no lo sé. ¡Qué mas quisiera yo saberlo! Los auténticos hechos del caso son éstos: La mañana del día que usted ha citado, día que permanece grabado con letras de fuego en mi mente, me dispuse, como de costumbre, a sacar al niño de paseo en su cochecillo. También llevaba un estropeado y amplio saco de viaje en el que tenía el propósito de guardar el manuscrito de una obra de ficción que había escrito durante las escasas horas de ocio de que disponía. En un momento de distracción mental que no podré perdonarme jamás, coloqué el manuscrito en el cochecillo y metí al niño en el saco de viaje.

JACK.—
(que escuchaba con atención)
Pero, ¿en dónde depositó usted el saco de viaje?

SEÑORITA PRISM.—Le suplico que no me lo pregunte, señor Worthing.

JACK.—Señorita Prism, éste es un asunto muy importante para mí. Insisto en saber a dónde llevó usted el saco de viaje que contenía a aquel infante.

SEÑORITA PRISM.—Lo dejé en el guardarropa de una de las estaciones de tren más grandes de Londres.

JACK.—¿A qué estación se refiere?

SEÑORITA PRISM.—
(completamente angustiada)
En la estación Victoria, Línea Brighton.
(Se hunde en su silla.)

JACK.—Con su permiso, tengo que retirarme unos minutos a mi habitación. Gwendolen, espérame aquí.

GWENDOLEN.—Si no tardas demasiado, te esperaré aquí toda mi vida.

Sale Jack muy excitado.

CHASUBLE.—¿Qué cree que pueda significar todo esto, lady Bracknell?

LADY BRACKNELL.—No me atrevo a sospecharlo, doctor Chasuble. No necesito decirle que en las familias de elevada posición, las extrañas coincidencias no deben ocurrir. Sin embargo, casi nunca se respeta esta regla

Se escucha ruido encima de sus cabezas, como si alguien estuviera tirando baúles. Todos miran hacía acriba.

CECILIA.—Parece que el tío Jack está sumamente agitado.

CHASUBLE.—Su tutor tiene un carácter muy impresionable.

LADY BRACKNELL.—Ese ruido me molesta mucho. Por el fragor parece como si hubiese hallado un argumento. Aborrezco los argumentos, de cualquier clase que sean. Son siempre vulgares, y muchas veces convincentes.

CHASUBLE.—
(mirando hacia arriba)
Ha cesado.

Los ruidos aumentan.

LADY BRACKNELL.—Desearía que llegase a alguna conclusión.

GWENDOLEN.—Esta incertidumbre es espantosa. Ojalá que no dure.

Entra Jack con un saco de viaje de cuero negro.

JACK
(abalanzándose hacía la señorita Prism).—
¿Es éste el saco de viaje, señorita Prism? Revíselo concienzudamente antes de decir una sola palabra La felicidad de más de una vida depende de su respuesta.

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