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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

La noche de la encrucijada (13 page)

Pero en ese instante un coche pequeño se paró al pie de la escalinata. De él bajó un hombre elegantemente vestido, con aspecto de estar muy ocupado y llevando un maletín de cuero bajo el brazo. Tras subir rápidamente las escaleras, pareció asombrado de la atmósfera en que penetraba de repente y miró a los hombres alineados.

—¿El herido?

—¿Quieres ocuparte tú, Lucas?

Era un gran cirujano de París, el que habían llamado para Carl Andersen. Con preocupación, se alejó precedido por el brigada.

—¿Te has fijado en la cara del matasanos ése?

Sólo Else había fruncido el ceño. El azul de sus ojos se había desleído un poco.

—¡He dicho silencio! —exclamó Maigret—. Ya bromearéis después. Según parece, olvidáis que al menos uno de vosotros se está jugando aquí la vida.

Y su mirada se paseó lentamente de un extremo a otro de la fila. La frase había producido el efecto deseado.

El sol seguía brillando y la atmósfera era primaveral. Los pájaros no paraban de gorjear en el jardín y las sombras de los árboles se estremecían sobre la gravilla de la avenida.

Pero en el salón los labios se habían secado y las miradas perdían seguridad. Michonnet, de todos modos, fue el único que exhaló un gemido, tan involuntario que él mismo se sorprendió y desvió confuso la cabeza.

—¡Veo que me habéis entendido! —prosiguió Maigret, paseándose por la habitación con las manos a la espalda—. Vamos a intentar ganar tiempo. Si no lo conseguimos aquí, continuará la sesión en el Quai des Orfevres. Ya conocéis el local, ¿no? ¡Bien! Primer crimen: Isaac Goldberg es asesinado a quemarropa. ¿Quién hizo venir a Goldberg a la Encrucijada de las Tres Viudas?

En silencio, se miraron entre sí con hostilidad mientras, por encima de sus cabezas, se oyeron los pasos del cirujano.

—¡Estoy esperando! Repito que la sesión continuará en la Prefectura. Allí seréis interrogados uno a uno… Goldberg estaba en Amberes. Tenía alrededor de dos millones en diamantes para colocar. ¿A quién se le ocurrió este asunto?

—A mí —dijo Else—. Lo había conocido en Copenhague y sabía que era especialista en joyas robadas. Cuando leí lo del robo de Londres, los diarios dijeron que los diamantes debían de estar en Amberes, y me imaginé que se trataba de Goldberg. Se lo conté a Oscar.

—Empezamos bien —gruñó éste.

—¿Quién escribió la carta a Goldberg?

—Ella.

—Sigamos. Goldberg llegó de noche. ¿Quién estaba en ese momento en la gasolinera? Y sobre todo, ¿quién iba a encargarse de matarlo?

Silencio. Pasos de Lucas en la escalera. El brigada se dirigió a un inspector.

—Corre a Arpajon y trae al primer médico que encuentres, el cirujano lo necesita para que lo ayude. Trae también aceite alcanforado. ¿Entendido?

Y Lucas volvió arriba mientras Maigret, con el ceño fruncido, miraba a su tropa en formación.

—Vamos a remontamos aún más en el pasado. Supongo que así será más sencillo. ¿Desde cuándo eres perista?

Miraba a Oscar, a quien esta pregunta pareció menos molesta que las anteriores.

—¡Eso es! ¡Al fin! Usted mismo confiesa que sólo soy un perista, un vulgar «maquinador» de coches. ¡Y quizá ni eso! —Era endiabladamente farsante. Miraba a los demás detenidos y se esforzaba por sonreír—. Mi mujer y yo somos unas personas digamos que casi honradas. ¿Verdad, preciosa? Es muy sencillo. Yo era boxeador. En 1925 perdí mi título, ¡y lo único que me ofrecieron fue un puesto en una barraca de la Feria del Trono! ¡Muy poco para mí! Tenía buenas y malas amistades; entre otras, un tipo que fue detenido dos años después, pero que en aquel momento ganaba lo que quería vendiendo cosas que no había pagado.

»Yo también quise probarlo. Como en mi juventud había sido mecánico, busqué un taller. Mi plan era conseguir que me confiaran vehículos, neumáticos y material, revenderlo todo a escondidas y largarme sin decir palabra. ¡Calculaba conseguir unos cuatrocientos mil! Pero se me ocurrió demasiado tarde. Las grandes empresas se lo pensaban dos veces antes de dar mercancía a crédito.

»Así que, un día, un tipo que había conocido en una taberna de la Bastille me trajo un coche robado para
maquillarlo
. ¡Es tan fácil que da risa! Se corrió la voz por París. El taller estaba bien situado, quiero decir que la gasolinera casi no tenía vecinos. Me trajeron diez, veinte. Después trajeron un coche que todavía recuerdo y que estaba lleno de cubertería de plata robada en una mansión de los alrededores de Bougival. La escondí toda y entré en tratos con los revendedores de Etampes, de Orléans, y hasta de más lejos. Me acostumbré. Era un filón. —Y, volviéndose a su mecánico, le preguntó—: ¿Ha descubierto el truco de los neumáticos?

—Pues claro —suspiró el otro.

—¿Sabes que estás muy gracioso con ese cable eléctrico? ¡Parece que sólo esperes un enchufe para convertirte en un farolito!

—Isaac Goldberg llegó en su vehículo, un Minerva —lo interrumpió Maigret—. Lo esperabais, porque no pensabais comprarle los diamantes, ni siquiera a bajo precio, sino robárselos. Y, para robárselos, había que cargárselo. Así que os reunisteis en el taller, o mejor dicho, en la casa que está detrás.

¡Silencio absoluto! Habían llegado al punto álgido. Maigret repasó todas las caras, una a una, y descubrió dos gotas de sudor en la frente del italiano.

—Tú eres el asesino, ¿verdad?

—¡No! Es…, es…

—¿Quién?

—Son ellos. Es…

—¡Miente! —gritó Oscar.

—¿Quién tenía que asesinar a Goldberg?

Entonces el dueño de la gasolinera, contoneándose, soltó:

—¡El tipo de arriba, hombre!

—¡Repítelo!

—El tipo de arriba.

Pero la voz ya había perdido convicción.

—¡Acércate!

Maigret señalaba a Else. El comisario se desenvolvía como un director de orquesta que controla los instrumentos más dispares, convencido de que el conjunto creará una armonía perfecta.

—¿Naciste en Copenhague?

—Si me tutea, creerán que nos hemos acostado juntos.

—Contesta.

—En Hamburgo.

—¿En qué trabajaba tu padre?

—Era descargador de muelle.

—¿Vive?

Ella se estremeció de pies a cabeza. Miró a sus compañeros con una especie de turbio orgullo.

—Fue decapitado en Düsseldorf.

—¿Y tu madre?

—Es una borracha.

—¿Qué fuiste a hacer a Copenhague?

—Era la amante de un marinero, Hans, un buen muchacho. Lo había conocido en Hamburgo y me llevó con él. Formaba parte de una banda. Un día decidieron asaltar un banco. Todo estaba previsto, íbamos a ganar millones en una noche. Yo vigilaba. Pero alguien se chivó, porque justo en el momento en que, dentro del banco, los hombres empezaban a abrir las cajas de caudales, la policía nos rodeó. Era de noche. No se veía nada, y nos dispersamos. Hubo un tiroteo, gritos, persecuciones. A mí me dispararon en el pecho y eché a correr. Dos agentes me atraparon. Mordí a uno de ellos y, de una patada en las partes, obligué al otro a soltarme. Pero siguieron tras de mí. Entonces vi el muro de un parque y me encaramé. Caí al otro lado y, cuando recuperé el conocimiento, en el parque de la mansión vi a un joven alto muy elegante, un chico de la alta sociedad, que me miraba entre asombrado y compasivo.

—¿Andersen?

—No es su verdadero nombre. Ya se lo dirá él si le parece. Un apellido más famoso, una familia muy conocida en la Corte, que vive la mitad del año en uno de los castillos más hermosos de Dinamarca y la otra mitad en una gran mansión cuyo parque es tan grande como todo un barrio de una ciudad.

Vieron entrar al inspector acompañado de un hombrecito apoplético. Era el médico que había pedido el cirujano. El hombre se sobresaltó al descubrir aquella extraña reunión y, sobre todo, al ver esposas en casi todas las muñecas. Pero se lo llevaron al primer piso.

—Sigue.

Oscar se reía burlonamente. Else le dirigió una mirada feroz, casi odiosa.

—No pueden entenderlo —murmuró—. Carl me ocultó en la mansión de sus padres y me cuidó él mismo, ayudado por un amigo que estudiaba medicina. Ya había perdido un ojo en un accidente de aviación y llevaba un monóculo negro. Creo que se consideraba desfigurado para siempre. Estaba convencido de que ninguna mujer podría amarlo, de que cualquiera se horrorizaría en cuanto él se quitara el monóculo negro y mostrara el párpado recosido y el ojo artificial.

—¿Se enamoró de ti?

—No exactamente… Al principio, no le entendía. Y ésos —señalaba a sus cómplices— jamás le entenderán. La familia era de religión protestante. La primera idea de Carl fue salvar mi alma, como él decía. Me soltaba largos discursos, me leía capítulos de la Biblia. Al mismo tiempo, tenía miedo de sus padres. Después, cierto día, cuando yo ya estaba prácticamente restablecida, me besó de repente en la boca y salió huyendo. Pasé casi una semana sin verlo, o mejor dicho, desde el tragaluz del cuarto de una criada, donde estaba oculta, lo veía pasearse durante horas por el parque, cabizbajo, nerviosísimo.

Oscar se palmoteaba los muslos de la risa.

—¡Es tan emocionante como una novela! —exclamó—. ¡Sigue, muñeca!

—Eso es todo. Cuando regresó, me dijo que quería casarse conmigo, que no podía hacerlo en su país y que nos iríamos al extranjero. Decía que al fin había comprendido la vida, que a partir de ahora tendría un objetivo y dejaría de ser un inútil, y etcétera, etcétera. Nos casamos en Holanda bajo el nombre de Andersen. Eso me divertía, y creo incluso que me lo tomé en serio. Él me contaba cosas fantásticas, me obligaba a vestirme así o asá, a comportarme bien en la mesa, a perder el acento. Me obligaba a leer libros, visitábamos museos…

—Oye, preciosa —dijo el dueño de la gasolinera a su mujer—, cuando hayamos cumplido nuestro tiempo entre rejas, también visitaremos museos, ¿verdad? Y nos extasiaremos los dos, cogiditos de la mano, delante de
La Gioconda
.

—Nos instalamos aquí —prosiguió Else, locuaz— porque Carl temía tropezarse con uno de mis antiguos cómplices. Tuvo que ponerse a trabajar para vivir, porque había renunciado a la fortuna de sus padres. Para despistar mejor a la gente, me hacía pasar por su hermana, pero seguía preocupado. Cada vez que llamaban a la verja, se sobresaltaba, porque Hans había conseguido escapar de la cárcel y no se sabía dónde paraba… Carl me ama, seguro.

—Y sin embargo… —dijo pensativamente Maigret.

Entonces ella, agresiva, continuó:

—¡Ya me gustaría verlo a usted en mi lugar! Esa soledad inacabable, sin otra cosa que conversaciones sobre la bondad, sobre la belleza, la redención del alma, la elevación hacia el Señor, los destinos del hombre… ¡Y lecciones de modales! Y, cuando se iba, me encerraba con la excusa de que temía que me entrara una tentación. En realidad, era celoso como un tigre. ¡Y apasionado!

—Después de esto, si alguien niega que yo tengo un ojo de lince… —exclamó Oscar.

—¿Y tú qué hiciste? —le preguntó entonces Maigret a Oscar.

—¡Pues lo descubrí! Fue muy fácil. Me di cuenta de que su pose era falsa. Por un momento llegué a preguntarme si el danés no sería como ella. Pero desconfié de él. Preferí dar vueltas en tomo a la chica… ¡No te pongas nerviosa, boba! Sabes perfectamente que al final siempre he vuelto contigo. ¡Todo eso eran negocios!… Pues bien, empecé a merodear alrededor de la casa cuando el «Ojo Solitario» se marchaba. Un día empezamos a hablar, por la ventana, porque la mocita estaba encerrada. Ella comprendió en seguida de qué se trataba. Le lancé una bola de cera para que sacara un molde de la cerradura. Al mes siguiente, nos citamos en el fondo del jardín y nos dimos un revolcón. No es tan maravillosa. Lo que pasaba era que se había hartado del aristócrata. Su corazón tiraba al hampa, ¡vaya!

—Y a partir de entonces, Else —dijo Maigret lentamente—, usted tomó la costumbre de echar Veronal en la sopa de Carl Andersen cada noche.

—Sí.

—¿Y se iba a ver a Oscar?

La mujer de éste, con los ojos enrojecidos, retenía los sollozos.

—¡Me han engañado, comisario! Al principio, mi marido decía que sólo era una amiga, que sacándola de su agujero hacíamos una buena acción. Y se nos llevaba a las dos, por la noche, a París, y nos corríamos una juerga con los amigos. Yo no sospeché de nada, hasta el día en que los sorprendí.

—¿Y qué? Un hombre no es un fraile. La pobre se consumía.

Else callaba. Se la veía incómoda, tenía la mirada turbia.

De repente, Lucas bajó de nuevo.

—¿Hay alcohol de quemar en esta casa?

—¿Para qué?

—Para desinfectar los instrumentos.

Else se precipitó a la cocina y revolvió unas botellas.

—¡Aquí está! —dijo—. ¿Lo salvarán? ¿Sufre?

—¡Marrana! —gruñó entre dientes Michonnet, que desde el comienzo de esta conversación se había derrumbado.

Maigret lo miró a los ojos y luego se dirigió al dueño de la gasolinera.

—¿Y ése?

—¿Todavía no lo ha entendido?

—Más o menos. La encrucijada tiene tres casas. Todas las noches había extrañas idas y venidas: eran los camiones de legumbres que, al regresar vacíos de París, traían las mercancías robadas. La casa de las Tres Viudas ya no le preocupaba. Pero quedaban los Michonnet.

—Además, nos faltaba un hombre respetable para revender determinadas cosas en las provincias.

—¿Fue Else la que se encargó de ganarse a Michonnet?

—¿De qué serviría, si no, ser una chica guapa? Se entusiasmó… ¡Nos lo trajo una noche y lo celebramos con
champagne
! Otra vez lo llevamos a París y montamos una de las juergas más sonadas, mientras su mujer lo creía en viaje de inspección. ¡Estaba perdido! Y lo obligamos a tomar una decisión. Lo más gracioso fue que se creyó que Else se había enamorado de él y se puso celoso como un colegial. ¿No es divertido? ¡Con esa cara de vendedor de lápidas a plazos!

Arriba se oyó un ruido indefinible, y Maigret observó que Else palidecía y que, a partir de entonces, se desinteresaba del interrogatorio para mantenerse atenta a lo que ocurría en la habitación de Carl.

Oyeron la voz del cirujano.

—Sujétenle.

Dos gorriones saltaban sobre la gravilla blanca de la avenida.

Maigret, mientras llenaba una pipa, examinó una vez más a todos los detenidos.

—Sólo queda por saber quién fue el que mató… ¡Silencio!

—Yo, como perista, sólo arriesgo…

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