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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

La noche de la encrucijada (10 page)

No había ningún vecino, salvo los habitantes de la casa de las Tres Viudas y los Michonnet.

Además, éstos, ¿qué podían ver? Pasaban miles de vehículos cada día. Cien de ellos, por lo menos, se paraban ante los surtidores de gasolina. Algunos entraban para una reparación. En el taller vendían y cambiaban neumáticos, ruedas. Latas de aceite y bidones de gasoil pasaban de mano en mano.

Había un detalle especialmente interesante: cada anochecer camiones de gran tonelaje iban a París cargados de legumbres para Les Halles. A partir de la medianoche, o por la mañana, regresaban vacíos.

¿Vacíos? ¿No eran ellos los que, en los cestos y las cajas de legumbres, acarreaban las mercancías robadas?

Eso podía constituir un servicio regular y cotidiano. Un solo neumático, el que contenía la cocaína, bastaba para demostrar la importancia del tráfico, ya que en él había droga por valor de, al menos, unos doscientos mil francos.

Y en el taller, por añadidura, ¿no «maquillaban» coches robados?

¡Ningún testigo! El tal Oscar, en el umbral, con las dos manos en los bolsillos. Mecánicos manejando llaves inglesas o sopletes. Cinco surtidores de gasolina, rojos y blancos, a modo de honrado escaparate.

¿Acaso el carnicero, el panadero o los turistas no se paraban como los demás?

Sonó una campana a lo lejos. Maigret miró su reloj. Las tres y media.

—¿Quién es el jefe de la banda? —preguntó al mecánico sin mirarlo.

El otro sólo contestó con una risa silenciosa.

—Sabes perfectamente que acabarás por hablar. ¿Es Oscar? ¿Cómo se llama realmente?

—Oscar.

El mecánico estaba a punto de soltar una carcajada.

—¿Entró aquí el señor Goldberg?

—¿Quién es ése?

—¡Lo sabes mejor que yo! El belga que fue asesinado.

—¡No me diga!

—¿Quién se «cargó» al danés en la carretera de Compiégne?

—¿Se han cargado a alguien?

No cabía la menor duda. La primera impresión de Maigret se confirmaba. Se hallaba ante una banda de profesionales muy bien organizada.

Tuvo una nueva prueba de ello. En la carretera, el ruido de un motor fue aumentando; después, con un chirrido de frenos, se paró un vehículo delante del panel de chapa mientras la bocina sonaba.

Maigret se precipitó al exterior. Pero aún no había abierto la portezuela cuando el auto arrancó a tal velocidad que el comisario ni siquiera llegó a distinguir su forma.

Con los puños apretados, regresó al taller y preguntó al mecánico:

—¿Cómo le has avisado?

—¿Yo?

El empleado reía mostrando sus muñecas atadas con el cable.

—¡Habla!

—Parece que esto huele a chamusquina, y los amigos tienen el olfato fino.

Maigret se inquietó. Derribó brutalmente el catre y Jojo cayó al suelo; tal vez algún contacto disparara en el exterior una señal de peligro.

Pero dio la vuelta al catre sin encontrar nada. Dejó al hombre en el suelo, salió y vio los cinco surtidores de gasolina iluminados como de costumbre.

Empezaba a ponerse furioso.

—¿Hay teléfono en la gasolinera?

—¡Búsquelo!

—¿Sabes que acabarás por hablar?

—Si usted lo dice…

No había modo de sonsacarle nada a ese empleado, el típico delincuente que forma parte de una gran organización. Durante un cuarto de hora, Maigret recorrió cincuenta metros de carretera buscando en vano algo que pudiera servir de señal.

En casa de los Michonnet, la luz del primer piso se había apagado. Sólo la casa de las Tres Viudas seguía iluminada y se adivinaban los agentes situados alrededor del jardín.

Pasó una limusina a toda velocidad.

—¿Qué tipo de coche tiene tu jefe?

El alba se insinuaba, al este, y la niebla blancuzca apenas superaba el horizonte.

Maigret examinó las manos del mecánico. No tocaban ningún objeto que pusiera en marcha mecanismo alguno.

Una corriente de aire fresco entraba por la portezuela abierta en el panel de chapa ondulada del taller.

En ese instante, Maigret, alertado por un ruido de motor, avanzó hacia la carretera y vio llegar un deportivo cuatro plazas que no superaba los treinta kilómetros por hora; cuando parecía que el coche iba a detenerse, estalló un auténtico tiroteo.

Varios hombres disparaban a la vez y las balas crepitaban sobre el panel ondulado.

Sólo se distinguía el resplandor de los faros y unas sombras inmóviles, más bien unas cabezas, por encima de la carrocería. Luego se oyó el zumbido del acelerador.

Ruido de cristales rotos.

Procedían del primer piso de la casa de las Tres Viudas. Habían seguido disparando desde el coche.

Maigret, que se había echado al suelo, se incorporó con la boca seca y la pipa apagada.

Estaba seguro de haber reconocido a Oscar al volante del automóvil, que ya se había hundido en la noche.

Los desaparecidos

El comisario aún no había alcanzado el centro de la carretera cuando apareció un taxi que, haciendo chirriar los frenos, se detuvo delante de los surtidores de gasolina. Un hombre saltó al suelo y tropezó con Maigret.

—¡Grandjean! —se sorprendió éste.

—¡Gasolina, rápido!

El taxista estaba pálido de nerviosismo, porque acababa de conducir a cien por hora un coche que como máximo podía alcanzar ochenta.

Grandjean pertenecía a la brigada de calles. En el taxi había otros dos inspectores. Cada puño apretaba un revólver.

Llenaron el depósito con gestos desesperados.

—¿Están lejos?

—Cinco kilómetros de ventaja.

El taxista aguardaba la orden de partir de nuevo.

—¡Quédate! —ordenó Maigret a Grandjean—. Que los otros dos continúen sin ti. —Y les recomendó—: ¡No cometan imprudencias! ¡De todas maneras, los tenemos controlados! ¡Limítense a seguirlos de cerca!

El taxi arrancó. Un guardabarros mal ajustado resonó a lo largo de la carretera.

—¡Cuenta, Grandjean!

Y Maigret escuchó sin dejar de observar las tres casas, acechar los ruidos de la noche y vigilar al mecánico.

—Lucas me telefoneó para encargarme que vigilara al dueño de esta gasolinera, al tal Oscar. Comencé a seguirlo en la Porte d’Orléans. Cenaron copiosamente en L’Escargot, donde no hablaron con nadie; después fueron al Ambigú. Hasta entonces, nada interesante.

»A medianoche, salieron del teatro y se dirigieron a la Chope Saint-Martin. Ya sabe, en la salita del primer piso siempre hay algunos delincuentes. Oscar entró allí como en su casa. Los camareros lo saludan, el dueño le estrecha la mano, le pregunta cómo van los negocios. La mujer, por su parte, también parece sentirse como pez en el agua. Se instalaron en una mesa donde ya había tres tipos y una prostituta. Reconocí a uno de ellos, un chapista del barrio de la République. Otro tiene una tienda de baratillo en la Rue du Temple. Del tercero no sé nada, pero la mujerzuela que estaba con él seguro que consta en el archivo de la policía de costumbres.

»Empezaron a beber
champagne
riendo a grandes carcajadas. Después pidieron cangrejos, sopa de cebolla y, ¿qué sé yo?, se dieron un auténtico banquete, como sólo esos tipos saben dárselo, gritando, dándose palmaditas en los muslos, cantando de vez en cuando un cuplé… Hubo una escena de celos, porque Oscar abrazaba demasiado a la mujerzuela y eso a su esposa no le gustó. Todo se solucionó con otra botella de
champagne
. De vez en cuando, el dueño se acercaba a brindar con sus clientes e incluso los invitó a una ronda. Después, creo que hacia las tres, el camarero fue a decirles que llamaban a Oscar por teléfono.

»Cuando éste volvió de la cabina, ya no reía. Me dirigió una mirada desagradable, porque yo era el único cliente ajeno a la banda. Habló en voz baja con los demás. ¡Fue como un jarro de agua fría! Se les pusieron las caras largas… A la pequeña (me refiero a la mujer de Oscar) las ojeras le llegaban hasta media cara, y se puso a beber como una descosida para envalentonarse. Se levantaron, y sólo uno de ellos siguió a la pareja, ése al que yo no conocía, creo que es italiano o español… Mientras se despedían y se contaban chismes, yo bajé a la calle. Elegí un taxi no demasiado desvencijado y llamé a dos inspectores que trabajan en el Boulevard Saint-Denis.

»Ha visto el taxi, ¿no? Pues bien, ellos se pusieron a cien por hora a partir del Boulevard Saint-Michel. Les pitaron por lo menos diez veces sin que pararan. Nos costó mucho seguirlos. El taxista, un ruso, decía que yo le estaba destrozando el motor.

—¿Fueron ellos los que dispararon?

—¡Sí!

Lucas, después de oír el tiroteo, había salido de la casa de las Tres Viudas y corrió a reunirse con el comisario.

—¿Qué sucede?

—¿Y el herido?

—Está más débil. De todos modos, creo que aguantará hasta mañana. El cirujano no tardará en llegar. Pero ¿y aquí?

Y Lucas miraba el panel del taller, con los impactos de las balas, y el catre, donde el mecánico seguía atado.

—Una banda organizada, ¿verdad, jefe?

—¡Y tan organizada!

Maigret estaba más preocupado que de costumbre. En particular, se le notaba por un ligero encogimiento de los hombros. Sus labios formaban una extraña arruga alrededor de la boquilla de la pipa.

—Tú, Lucas, prepararás y tenderás la red para apresarlos. Llama a Arpajon, Etampes, Chartres, Orléans, Le Mans, Rambouillet. Te aconsejo que consultes el mapa. Todas las gendarmerías alerta, cordones en las entradas de las ciudades. A ésos, tenlo por seguro, los pillamos. ¿Qué hace Else Andersen?

—No lo sé. La he dejado en su habitación. Parece muy abatida.

—¡No me digas! —contestó Maigret con inesperada ironía.

Seguían en la carretera.

—¿Desde dónde puedo telefonear? —preguntó Lucas.

—Hay un aparato en la casa del dueño de la gasolinera, está en el pasillo. Comienza por Orléans, porque ya habrán pasado por Etampes.

Se encendió una luz en una granja aislada en medio del campo. Los campesinos se levantaban. El haz de una linterna rodeó un edificio, desapareció y a continuación se iluminaron las ventanas del establo.

—Las cinco de la mañana. Empiezan a sacar las vacas.

Lucas se había alejado y forzaba la puerta de la casa de Oscar con la ayuda de unas pinzas que había encontrado en el taller.

Grandjean seguía a Maigret sin comprender exactamente qué ocurría.

—Los últimos acontecimientos están claros como el agua, —murmuró el comisario—. Ahora sólo queda por aclarar el principio. Vaya, ahí arriba hay un ciudadano que me ha llamado adrede para hacerme comprobar que era incapaz de caminar. Lleva horas instalado en el mismo lugar, inmóvil, rigurosamente inmóvil. De hecho, las ventanas están iluminadas, ¿no es cierto? ¡Claro! ¡Y yo, hace un momento, buscaba la señal! Tú no puedes entenderlo. Cuando los vehículos no se paraban, ¡era porque en esos momentos la ventana
no estaba iluminada
!

Maigret, como si acabara de descubrir algo increíblemente divertido, soltó una carcajada.

Y, de repente, su compañero lo vio sacar el revólver del bolsillo y apuntar hacia la ventana de los Michonnet, donde todavía se veía la sombra de una cabeza apoyada en el respaldo de un sillón.

La detonación fue seca como un latigazo. Y le siguió la rotura del cristal, cuyos pedazos cayeron al jardín.

Pero nada se movió en la habitación. La sombra mantuvo exactamente la misma forma detrás de la cortina de tela cruda.

—¿Qué ha hecho?

—¡Derriba la puerta! O mejor, llama al timbre. Me sorprendería que alguien viniera a abrir.

Nadie acudió. No se oía ningún ruido en el interior.

—¡Derríbala!

Grandjean era fornido. Tomó impulso y se lanzó tres veces contra la puerta; al fin cedió, con los goznes arrancados.

—No te precipites. Cuidado.

Cada policía llevaba un arma en la mano. El interruptor del comedor fue el primero que giraron. Sobre la mesa, cubierta con un mantel a cuadros rojos, seguían los platos sucios de la cena y una garrafa con algo de vino blanco. Maigret se bebió lo que quedaba directamente de la garrafa.

¡En el salón, nada! Fundas sobre los sillones. La atmósfera típica de una habitación jamás utilizada.

De la cocina, de paredes con baldosines blancos, salió el gato.

El inspector miraba a Maigret con inquietud. No tardaron en meterse por la escalera y llegar al rellano del primer piso, donde había tres puertas.

El comisario abrió la de la habitación que daba a la fachada.

Una corriente de aire, que se colaba por la ventana del cristal roto, movía la cortina. En el sillón vieron algo grotesco: una escoba colocada al revés y, envolviendo la parte superior, un montón de trapos que, al superar el respaldo del sillón, producía, visto desde fuera, como en sombra chinesca, el efecto de una cabeza.

Maigret ni siquiera sonrió. Abrió una puerta accesoria e iluminó un segundo dormitorio, que estaba vacío.

Ultimo piso: una buhardilla con unas manzanas colocadas en el suelo a dos o tres centímetros de distancia entre sí y unas ristras de judías verdes colgadas de la viga. Debía de ser el antiguo dormitorio de la criada, pero era evidente que no lo utilizaban porque sólo había una vieja mesilla de noche.

Bajaron. Maigret cruzó la cocina y salió al exterior, a un patio. Estaba orientado al este, por donde crecía el halo sucio de la aurora.

Un pequeño cobertizo. Una puerta que se movía.

—¿Quién hay ahí? —exclamó empuñando el revólver.

Le contestó un grito de terror. La puerta, que no estaba cerrada por dentro, se abrió por sí sola y una mujer cayó de rodillas clamando:

—¡Yo no he hecho nada! ¡Perdón! Yo…, yo…

Era Madame Michonnet, despeinada y con las ropas manchadas por el yeso del cobertizo.

—¿Y su marido?

—¡Yo no sé nada! ¡Le juro que no sé nada! ¡Soy una desgraciada! —Lloraba. La totalidad de sus abundantes carnes parecía reblandecerse y desplomarse. El rostro, que se había avejentado diez años, estaba abotargado por las lágrimas y descompuesto por el miedo—. ¡No he sido yo! ¡Yo no he hecho nada! Es el hombre de enfrente.

—¿Qué hombre?

—El extranjero. ¡Yo no sé nada! ¡Pero es él, se lo aseguro! Mi marido no es un asesino ni un ladrón. Tiene toda una vida de honradez a sus espaldas. La culpa la tiene ese hombre, con ese ojo…! Desde que se ha instalado en la encrucijada, todo va mal. Yo…

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