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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

La noche de la encrucijada (14 page)

El comisario, impaciente, lo hizo callar dándole un empujón.

—Else se entera por la prensa del robo de las joyas en Londres; valen dos millones, y deben de estar en manos de Isaac Goldberg, al que conoció cuando formaba parte de la banda de Copenhague. Le escribe para citarlo en el taller y le promete comprarle los diamantes a buen precio. Goldberg, que se acuerda de ella, no desconfía y acude en su automóvil. El trato se celebra con
champagne
. Han llamado a todos los refuerzos. En otras palabras, todos están allí. La dificultad consiste en, una vez cometido el asesinato, desembarazarse del cadáver. Michonnet debe de estar nervioso, porque es la primera vez que participa en un auténtico crimen. Pero tal vez le hacen beber más que a los demás. Oscar quizá propone arrojar el cadáver a una cuneta, muy lejos de la encrucijada.

»Pero Else tiene una idea. ¡Silencio! Está harta de vivir encerrada de día y de tener que andar ocultándose de noche. Está harta de los discursos sobre la virtud, la bondad y la belleza. Está harta también de su vida mediocre, de contar cada céntimo. Ha llegado a odiar a Carl Andersen. Pero también sabe que él la ama y que es capaz de matarla antes que perderla… ¡Y ella no para de beber! ¡Empieza a fantasear! Se le ocurre una idea sorprendente: cargarle el crimen al propio Carl. A Carl, que nunca sospechará de ella, hasta tal punto lo ciega el amor. ¿Es así, Else?

Por primera vez, ella giró la cara.

—Llevarán el Minerva,
maquillado
, lejos de la región, para revenderlo o abandonarlo. Hay que impedir que las sospechas caigan sobre los verdaderos culpables. Como Michonnet tiene mucho miedo, deciden hacer desaparecer su coche; ésa será la mejor manera de disculparlo. El irá a denunciar la desaparición del coche, montará un escándalo. Pero también es necesario que la policía vaya a buscar el cadáver a casa de Carl. Y de ahí nace la idea de sustituir los coches. El cadáver ya está instalado en el seis cilindros. Andersen, drogado, duerme profundamente, como todas las noches. Llevan el coche a su garaje y trasladan el pequeño 5 CV al de los Michonnet.

»¡La policía no entenderá nada! Y hay algo mejor. Todos en la comarca creen que Carl Andersen, demasiado distante, está medio loco. A los campesinos les asusta su monóculo negro. ¡Lo acusarán, claro! Todo es lo bastante extravagante como para encajar con su reputación, con su figura. Además, una vez detenido, tal vez se suicide para evitar el escándalo que podría recaer sobre su familia si se descubriera su auténtica identidad…

El médico de Arpajon asomó la cabeza por el resquicio de la puerta.

—Un hombre más. Para sujetarlo. No hemos conseguido dormirlo.

Estaba ocupadísimo y coloradísimo. Quedaba un inspector en el jardín.

—¡Suba! —le gritó Maigret.

En ese preciso momento, recibió un choque inesperado en el pecho.

Else

Else se había arrojado sobre él, sollozando convulsivamente y tartamudeando con voz quejumbrosa:

—¡No quiero que muera! Dígame. Yo… Es espantoso.

La escena era tan sobrecogedora, y a ella se la veía tan sincera, que los demás, los hombres con cara patibularia alineados contra la pared, no soltaron ni una carcajada, ni siquiera sonrieron.

—Déjeme subir, se lo suplico. Usted no puede entenderlo.

¡No! Maigret la alejó de sí. Ella se desplomó sobre el sillón oscuro donde la había visto por primera vez, enigmática, con su vestido de terciopelo negro y de cuello alto.

—¡Terminemos! Michonnet desempeñó su papel a las mil maravillas, lo interpretó con facilidad porque se trataba de pasar por un ridículo pequeño burgués que, en medio de un drama sangriento, sólo pensaba en su seis cilindros. Y comienza la investigación. Carl Andersen es detenido. Resulta que no se suicida e incluso lo ponen en libertad. Ni por un instante sospecha de su mujer. Ni sospechará jamás. La defenderá incluso en contra de las evidencias.

»Pero he aquí que se anuncia la llegada de la señora Goldberg, que quizá sabe quién ha atraído a su marido a la trampa y puede hablar. El mismo hombre que mató al corredor de diamantes la acecha. —Los miró uno a uno, y habló de repente con mayor rapidez, como si tuviera prisa por terminar—. El asesino se pone los zapatos de Carl, que aparecerán en esta casa manchados con el barro del campo. ¡Era querer mostrar demasiado! Y, sin embargo, es preciso que acusen al danés, si no, los verdaderos asesinos no tardarán en ser desenmascarados. Cunde el pánico.

»Andersen debe ir a París porque no tiene dinero. El mismo hombre de siempre, el que ha cometido los dos primeros crímenes, lo espera en la carretera, se hace pasar por policía y sube al vehículo, a su lado… No, Else no tramó esto; creo más bien que fue Oscar… ¿Se le habla a Andersen de llevarlo a la frontera, o de carearlo con alguien en alguna ciudad del norte? Le hacen atravesar París. La carretera de Compiégne está bordeada de espesos bosques. El asesino dispara, una vez más a bocajarro. Sin duda, al oír a otro vehículo detrás de él, se apresura y arroja el cuerpo a la cuneta. A la vuelta ya se ocupará de ocultarlo con mayor cuidado. Le urge, sobre todo, desviar las sospechas. Ya está. El auto de Andersen es abandonado a unos centenares de metros de la frontera belga. Conclusión fatal de la policía: "¡Ha huido al extranjero, por lo tanto es culpable!". El asesino regresa en otro vehículo. La víctima ha desaparecido de la cuneta, y las huellas hacen suponer que no ha muerto. El hombre encargado de matarlo avisa por teléfono a Oscar, desde París. No le conviene regresar a una zona infestada de policías.

»El amor de Carl por su mujer ha alcanzado la categoría de leyenda. Si Carl vive, volverá. Si vuelve, es posible que hable. Hay que acabar con él. Falla la sangre fría. El propio Oscar ya no puede trabajar tranquilo. ¿No es el momento de utilizar a Michonnet? ¿A Michonnet, que lo ha sacrificado todo por su amor hacia Else y al que se le obligará a dar el último salto?

»El plan es cuidadosamente estudiado. Oscar y su mujer se van a París, y lo hacen abiertamente, anunciando todos sus desplazamientos. Monsieur Michonnet me hace ir a su casa y se exhibe, inmovilizado por un ataque de gota, en su sillón. Sin duda ha leído novelas policíacas, y aporta a este plan las mismas tretas que a sus negocios de seguros. Tan pronto como yo salgo, es sustituido en el sillón por un mango de escoba y una bola de trapos. La puesta en escena es perfecta; desde fuera, la ilusión es completa. Y Madame Michonnet, aterrorizada, acepta interpretar su papel y finge, detrás de la cortina, cuidar a un enfermo. Sabe que hay una mujer en la historia, y está celosa, pero pese a todo quiere salvar a su marido, porque aún tiene la esperanza de que él volverá con ella.

»Y no se equivoca. Michonnet se ha dado cuenta de que se han reído de él. Ya no sabe si ama a Else o si la odia, pero de lo que sí está seguro es de que la prefiere muerta. Conoce la casa, el jardín, todas las salidas… Incluso tal vez sepa que, por la noche, Else acostumbra a tomar una cerveza. Entra en la cocina y echa veneno en la botella. Fuera, acecha el regreso de Carl. Dispara. No puede más. Hay agentes por todas partes. Se oculta en el pozo, que lleva mucho tiempo seco.

»Esto ha ocurrido hace apenas unas horas. Y durante ese tiempo, Madame Michonnet no ha dejado de desempeñar su papel. Ha recibido una consigna: si ocurre algo anormal alrededor de la gasolinera, tiene que llamar a París, a la Chope Saint-Martin. Pues bien, yo estoy en el taller. Me ha visto entrar; y disparo un revólver. La bombilla apagada advierte a los autos cómplices de que algo no va bien, y éstos no se paran.

»Utiliza el teléfono y, al poco, Oscar, su mujer y Guido, que los acompaña, saltan a un vehículo, pasan por delante de la gasolinera e intentan suprimirme a tiros, a mí, que tal vez soy el único que sabe algo. Han tomado la ruta de Etampes y de Orléans. ¿Por qué, cuando habrían podido escapar por otra carretera, en otra dirección? Porque por esa carretera circula a esas horas un camión al que el mecánico ha entregado una rueda de recambio. ¡Y dentro de esa rueda están los diamantes! Hay que alcanzar el camión y sólo entonces, con los bolsillos llenos, cruzar la frontera.

»¿Eso es todo? Pero no contestéis, no pregunto nada. Silencio. Michonnet está en el pozo. Else, que conoce el lugar, imagina que se ha ocultado allí. Sabe que él es quien ha intentado envenenarla, y no se hace ilusiones respecto al buen hombre: cuando lo detengan hablará. Entonces se le ocurre acabar con él. ¿Ha dado un paso en falso? El caso es que ya ha bajado al pozo, y empuña un revólver. Pero él le ha agarrado la garganta. Le domina la muñeca con la otra mano. La pelea continúa en la oscuridad. Se dispara un tiro. Else grita, a su pesar, porque tiene miedo de morir.

Maigret frotó un fósforo para encender la pipa, que se había apagado.

—¿Qué me dice de todo esto, Oscar?

Y éste, ceñudo, contestó:

—Me defenderé. Yo no digo nada. O mejor dicho, yo sólo digo que soy un perista…

—¡No es cierto! —chilló su vecino, Guido Ferrari.

—¡Muy bien! A ti te esperaba, pequeño. ¡Porque tú eres el que disparaste! ¡Las tres veces! Primero sobre Goldberg, después sobre su mujer, y por último, en el coche, sobre Carl. ¡Claro que sí! Tú tienes todas las trazas de ser el asesino profesional.

—¡Es falso!

—Poco a poco.

—¡Es falso! ¡Es falso! No quiero…

—Sí, defiéndete, porque lo que has hecho te costará la vida, pero piensa que, dentro de muy poco, Carl Andersen te reconocerá. Y los demás te traicionarán. ¡Ellos sólo arriesgan el presidio!

Entonces Guido se irguió, lleno de amargura, y señaló a Oscar con el dedo.

—¡El me lo ordenó!

—¡Pues claro!

Maigret no tuvo tiempo de intervenir cuando el dueño de la gasolinera dejó caer sus dos puños, unidos por las esposas, sobre el cráneo del italiano gritando: «¡Asesino, me las pagarás!». Los dos perdieron el equilibrio, rodaron por el suelo y siguieron sacudiéndose, llenos de odio, entorpecidos en sus movimientos.

Fue el instante que el cirujano eligió para bajar.

Iba enguantado y con un sombrero gris claro.

—Perdón. Me dicen que el comisario está aquí.

—Soy yo.

—Respecto al herido, debo decirle que creo que se ha salvado, pero necesitaría a su alrededor una calma absoluta. Yo había propuesto trasladarlo a mi clínica, pero al parecer no es posible. Dentro de media hora, como máximo, volverá en sí y sería deseable que…

Un aullido. El italiano había mordido con todas sus fuerzas la nariz de Oscar, y la mujer de éste se precipitó hacia el comisario.

—¡Rápido! ¡Mire! —lo llamó ella.

Los separaron a patadas mientras el cirujano, con una mueca de repugnancia y desentendiéndose de todo, se metía en su coche y ponía el motor en marcha.

Michonnet lloraba silenciosamente en su rincón y evitaba mirar a su alrededor.

El inspector Grandjean entró para anunciar:

—Ha llegado el furgón celular.

Sacaron a los detenidos uno tras otro. Ya no reían, ya no pensaban en fanfarronear. Al pie del furgón celular, estuvo a punto de estallar una nueva pelea entre el italiano y su vecino más próximo, uno de los mecánicos del taller.

—¡Ladrones! ¡Golfos! —gritaba el italiano, enloquecido por el miedo—. Ni siquiera he cobrado el dinero convenido.

Else fue la última en salir. En el momento en que estaba a punto de franquear la puerta acristalada que daba a la soleada escalinata, Maigret la paró con dos palabras:

—¿Así pues…?

Ella se volvió hacia él y miró al techo, encima del cual estaba tendido Carl.

Era imposible prever si se enternecería de nuevo o empezaría a lanzar injurias.

—¿Qué quiere que le diga? En parte, es culpa de Carl —exclamó con naturalidad.

Siguió un silencio prolongado. Maigret la miraba a los ojos.

—En el fondo… Pero no. No quiero hablar mal de él.

—¡Diga!

—Usted lo sabe perfectamente. ¡Él tiene la culpa! Es casi un maníaco. Le excitó saber que mi padre era un ladrón, que yo formaba parte de una banda. Sólo me ama por eso. Si me hubiera convertido en la joven decente con la que él soñaba, no habría tardado en aburrirse y abandonarme. —Desvió la cara y añadió en voz baja, como avergonzada—: De todos modos, no me gustaría que le ocurriera nada malo. Es, ¿cómo lo diría?, una buena persona. ¡Un poco chiflado, eso sí! —Y acabó con una sonrisa—: Supongo que volveré a verle, comisario.

—Fue Guido el que asesinó a Goldberg, ¿verdad?

La pregunta sobraba. Ella recuperó sus modales de prostituta.

—¡No soy una chivata!

Maigret la siguió con la mirada hasta el momento en que subió al furgón celular. La vio mirar la casa de las Tres Viudas, encogerse de hombros y gastarle una broma al gendarme que la empujaba.

—Es lo que podríamos llamar el caso de los tres errores —dijo Maigret a Lucas, de pie a su lado.

—¿Qué errores?

—En primer lugar, el error de Else, que endereza el paisaje nevado, fuma en la planta baja, sube el fonógrafo a la habitación
en la que ella dice que está encerrada
y, sintiéndose en peligro, acusa a Carl fingiendo defenderle. El error del agente de seguros, que me hace ir a su casa para que yo vea que pasará la noche en su ventana. Y el error del mecánico, Jojo, que al verme aparecer de repente, y temiendo que se descubra todo, entrega a un automovilista una rueda de recambio,
demasiado pequeña
, en la que están escondidos los diamantes. Sin esto…

—¿Sin esto?

—En fin, cuando una mujer como Else miente con tal perfección que acaba por creerse lo que cuenta…

—¡Ya se lo había dicho yo!

—… habría podido llegar a ser extraordinaria, si no tuviera esos ramalazos, esas llamadas como de los bajos fondos.

Carl Andersen pasó casi un mes entre la vida y la muerte, y su familia, advertida, lo aprovechó para llevárselo a su país, donde lo internaron en una casa de reposo que se parecía mucho a un manicomio. El caso es que no compareció siquiera como testigo en el proceso, que se desarrolló en París.

En contra de lo previsto, la extradición de Else fue rechazada y la condenaron primero a tres años de prisión en Francia, en Saint-Lazare.

Tres meses después, en el locutorio de Saint-Lazare, Maigret se encontró a Andersen. El danés discutía con el director, le mostraba su partida de matrimonio y exigía la autorización para ver a la condenada.

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