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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

La noche de la encrucijada (9 page)

Maigret fue a buscar un jarro de agua al baño y le mojó la cara.

Mientras la atendía, el comisario no cesaba de girarse con impaciencia hacia la ventana.

Y ella tardaba en recuperarse. Gemía débilmente. Acabó por alzar la cabeza.

—¿Qué ha pasado?

Se levantó, confusa, todavía tambaleante, y vio la alfombra manchada, la cuchara y el vaso de cerveza.

Entonces sollozó, con la cabeza entre las manos.

—¿Ve como mi miedo no era infundado? Han intentado envenenarme. ¡Y usted no quería creerme! Usted…

Se sobresaltó al mismo tiempo que Maigret. Los dos permanecieron un minuto inmóviles y atentos.

Había sonado un disparo cerca de la casa, posiblemente en el jardín. Y a continuación oyeron un grito ronco.

De la carretera llegaba un silbido estridente y prolongado. Algunas personas corrían. Empujaron la verja. Por la ventana, Maigret distinguió las linternas de sus inspectores escudriñando en la oscuridad. Apenas a cien metros, en la ventana de los Michonnet, Madame Michonnet colocaba un almohadón detrás de la cabeza de su marido.

El comisario abrió la puerta de la habitación. Oyó ruidos en la planta baja.

—¡Jefe! —lo llamó Lucas.

—¿Quién es?

—¡Carl Andersen! No ha muerto. ¿Quiere usted venir?

Maigret se volvió: Else, sentada en el borde del diván, con los codos sobre las rodillas y la barbilla entre las dos manos, miraba fijamente ante sí, mientras sus dientes castañeteaban y el cuerpo se agitaba con un temblor convulsivo.

Dos heridas

Trasladaron a Carl Andersen a su habitación. Los seguía un inspector que llevaba la lámpara de petróleo de la planta baja. El herido no jadeaba ni se movía. Cuando estuvo tendido en su cama, Maigret se inclinó sobre él y comprobó que tenía los párpados entreabiertos.

Andersen lo reconoció, pareció menos abrumado y murmuró, tendiendo su mano hacia la del comisario:

—¿Else…?

Ella estaba en la puerta de la habitación, ojerosa, en actitud de ansiosa espera.

La visión era impresionante. Carl había perdido su monóculo negro; el ojo sano estaba febril, mientras que el ojo de cristal mantenía su inmovilidad artificial.

La luz de petróleo introducía un toque de misterio. Se oía a los agentes que inspeccionaban el jardín y removían la gravilla.

Else, muy rígida, casi no se atrevió a acercarse a su hermano cuando Maigret se lo ordenó.

—¡Creo que está malherido! —exclamó Lucas a media voz.

Ella debió de oírlo. Miró a Carl, pero no se decidió a acercarse más a él, que la devoraba con la mirada e intentaba enderezarse.

Ella rompió a llorar y salió corriendo de la habitación, volvió a la suya y se arrojó, jadeante, en su diván.

Maigret, después de indicar al brigada que la vigilara, se ocupó del herido; le quitó la chaqueta y el chaleco como hombre acostumbrado a ese tipo de lances.

—No tema nada. Han ido a buscar al médico. Else está en su habitación.

Andersen callaba, como abrumado por una misteriosa preocupación. Miraba a su alrededor como si quisiera resolver un enigma o sorprender algún grave secreto.

—Lo interrogaré dentro de poco, pero… —El comisario se había inclinado sobre el torso desnudo del danés y fruncía el ceño—. Ha recibido dos disparos. Y la herida de la espalda no es reciente.

Una herida espantosa. Tenía arrancados diez centímetros cuadrados de piel. La carne estaba literalmente triturada, que36ada, hinchada, llena de costras de sangre coagulada. Esa herida ya no sangraba, lo que demostraba que la tenía desde hacía varias horas.

En cambio, una bala acababa de aplastarle el omóplato izquierdo; al lavarle la herida, Maigret hizo caer el plomo deformado y lo recogió.

No era una bala de revólver, sino de carabina, como la que había matado a la señora Goldberg.

—¿Dónde está Else? —murmuró el herido, que trataba de disimular muecas de dolor.

—En su habitación, no se mueva. ¿Ha visto a su último agresor?

—No.

—¿Y al otro? ¿Dónde ocurrió?

Andersen arrugó la frente. Después abrió la boca para hablar, pero el agotamiento se lo impidió, y con el brazo izquierdo, con un movimiento apenas esbozado, intentó explicar que ya no podía hablar.

—¿Cuáles son sus conclusiones, doctor?

Era irritante aquella semipenumbra. Sólo había dos lámparas de petróleo en toda la casa: una la habían dejado en la habitación del herido, y la otra, en la de Else.

Abajo habían encendido una vela, que no conseguía iluminar ni la cuarta parte del salón.

—Si no surgen complicaciones imprevistas, saldrá del paso. La herida más grave es la primera. Debieron de dispararle a primera hora de la tarde o, como máximo, al mediodía… Una bala de Browning disparada a quemarropa en la espalda. ¡Exactamente a quemarropa! Es posible que el cañón del arma le tocara la carne. La víctima hizo un movimiento imprevisto y la bala se desvió, por eso alcanzó prácticamente sólo las costillas. Las equimosis del hombro y de los brazos, y los arañazos de las manos y de las rodillas, debieron de producirse en ese mismo momento.

—¿Y la otra bala?

—Le ha roto el omóplato. Necesitará, a partir de mañana, la intervención de un cirujano. Puedo darle la dirección de una clínica de París. Hay una en la región, pero, si el herido tiene dinero, le aconsejo que vaya a operarse a París.

—¿Cree que se movió después del primer disparo?

—Es probable. Al no estar afectado ningún órgano vital, sólo era un problema de voluntad, de energía. Sin embargo, mucho me temo que el segundo impacto le dejará un hombro inmovilizado para siempre.

Los agentes que inspeccionaban el jardín no habían descubierto nada, pero se habían apostado de tal modo que, al despuntar el día, pudieran realizar una batida minuciosa.

Instantes después, Maigret regresó a la habitación de Andersen, que lo vio entrar con alivio.

—¿Else…?

—En su habitación, ya se lo he dicho antes.

—¿Por qué?

Tras cada mirada del danés, tras cada crispación de su rostro, se ocultaba la misma preocupación enfermiza.

—¿No tiene usted enemigos?

—No.

—No se mueva. Cuénteme solamente cómo recibió el primer disparo. Hable poco a poco. No se canse.

—Yo iba a la empresa Dumas et Fils…

—Pero no llegó.

—¡Quería hacerlo! En la Porte d’Orléans, un hombre me indicó que detuviera el coche. —Pidió agua, vació un gran vaso y continuó, con la mirada fija en el techo—: Me dijo que era de la policía. Incluso me enseñó un carnet, pero yo ni lo miré. Me ordenó que cruzara París y que me dirigiera a la carretera de Compiégne, diciendo que debía comparecer para un careo con un testigo. El hombre subió al coche y se sentó a mi lado.

—¿Cómo era?

—Alto, con un sombrero flexible gris. Poco antes de Compiégne, la carretera nacional cruza un bosque. En una curva, noté un golpe en la espalda. Una mano se apoderó del volante que yo sostenía y me arrojaron fuera del vehículo. Perdí el conocimiento. Cuando recuperé el sentido, vi que estaba en la cuneta, y el coche había desaparecido.

—¿Qué hora era?

—Tal vez las once de la mañana, no sé. El reloj del coche no funciona. Me adentré en el bosque para recuperarme y tener tiempo de reflexionar. Me sentía mareado, oía pasar trenes… Acabé por descubrir una pequeña estación de ferrocarril. A las cinco llegué a París. Allí alquilé una habitación, me curé la herida como pude, me aseé un poco… Y, en fin, volví aquí.

—Ocultándose.

—Sí.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—¿Se encontró con alguien en la encrucijada?

—No. Entré por el jardín, sin pasar por la carretera. Justo antes de que pisara la escalinata, sonó un disparo… Me gustaría ver a Else.

—¿Sabe que han intentado envenenarla?

Maigret estaba lejos de prever el efecto que provocarían estas palabras. El danés se incorporó de un salto, lo miró, ansioso, y balbuceó:

—¿Es cierto? —Parecía alegrarse, como si lo hubieran liberado de una pesadilla—. ¡Quiero verla, dígaselo!

Maigret salió al pasillo y vio a Else en su habitación, tendida sobre el diván, mirando al vacío; Lucas, detrás de ella, la vigilaba con aire porfiado.

—¿Quiere venir?

—¿Qué ha dicho Carl?

Seguía temerosa y titubeante. Cruzó el umbral de la habitación del herido, dio dos pasos vacilantes, y luego se precipitó hacia Carl y lo abrazó hablando en su idioma.

Lucas, pensativo, espiaba a Maigret.

—¿No le hace esto sospechar lo que ya le dije?

El comisario se encogió de hombros y, en lugar de responder, dio órdenes.

—Asegúrate de que el dueño de la gasolinera no ha abandonado París. Telefonea a Prefectura para que manden un cirujano mañana a primera hora, o esta misma noche, si es posible.

—¿Adónde va?

—No lo sé. En cuanto a la vigilancia alrededor del jardín, que la mantengan, pero no dará ningún resultado.

Alcanzó la planta baja, descendió los peldaños de la escalinata y llegó a la carretera nacional. El taller estaba cerrado, pero se veía relucir el disco lechoso de los surtidores de gasolina.

Había luz en el primer piso de la casa de los Michonnet.

Y allí seguía, detrás de la cortina, la silueta del agente de seguros.

La noche era fresca. De los campos subía una ligera niebla que formaba como olas deshilachándose a un metro del suelo. En algún lugar, procedente de Arpajon, se oía el rumor creciente de un motor y de chatarra. Cinco minutos después un camión se paró delante de la gasolinera y tocó la bocina.

Se abrió una portezuela en el panel de chapa ondulada del taller, y se vio una bombilla encendida en el interior.

El mecánico, adormilado, manipuló el surtidor; el conductor no bajó de su elevado asiento. El comisario se acercó con las manos en los bolsillos y la pipa en la boca.

—¿No ha vuelto Oscar?

—¡Vaya! ¿Sigue usted ahí? No, aún no ha vuelto. Cuando se va a París, no regresa hasta la mañana siguiente. —Tras un titubeo, se dirigió al conductor—: Arthur, te convendría recoger la rueda de recambio, ya está arreglada.

El mecánico entró en el taller y sacó una rueda provista de su neumático, la hizo rodar hasta el camión y la colocó con grandes esfuerzos en la parte de atrás.

El camión arrancó. La luz roja trasera se desvaneció en la lejanía. El mecánico, bostezando, suspiró:

—¿Sigue buscando al asesino? ¿A esta hora? Ah, si a mí me dejaran echar un sueño, le juro que no me ocuparía de eso ni muerto.

Las dos en un campanario. En el horizonte, un tren con su penacho de humo.

—¿Entra o no entra? —le preguntó.

Y el hombre se desperezaba, deseando acostarse de nuevo.

Maigret entró y miró las paredes encaladas. En ellas, colgados de unos clavos, había unas cámaras de aire rojas y neumáticos de todos los modelos, la mayoría en mal estado.

—Dígame, ¿qué piensa hacer ese hombre con la rueda que le ha dado?

—Pues ¡colocarla en su camión, naturalmente!

—¿Usted cree? ¡Menudos tumbos dará el camión! Esa rueda no era del tamaño de las otras.

La preocupación pasó por los ojos del hombre.

—Puede que me haya equivocado. Espere, ¿no le habré dado por casualidad la rueda de la camioneta del tío Mathieu?

Sonó una detonación. Maigret acababa de disparar contra uno de los neumáticos colgados de la pared. La cámara de aire se desinflaba dejando escapar por el desgarrón unas bolsitas de papel blanco.

—¡No te muevas! —gritó al ver que el mecánico, doblado en dos, se disponía a escapar a toda velocidad—. Cuidado, que disparo.

—¿Qué tiene contra mí?

—¡Manos arriba! ¡Más aprisa! —Y se acercó rápidamente a Jojo, le registró los bolsillos y requisó un revólver cargado con seis balas—. Ve a echarte en tu catre.

Maigret cerró la portezuela. Al mirar la cara pecosa del mecánico, comprendió que éste no se daba por vencido.

—Acuéstate. —No vio ninguna cuerda a su alrededor, pero descubrió un rollo de cable eléctrico—. ¡Las manos!

Cuando Maigret se guardó su revólver, el mecánico trató de escapar, pero recibió un puñetazo en plena cara. La nariz le empezó a sangrar. Se le hinchó un labio. El hombre lanzó un grito de rabia. Tenía las manos atadas, y sus pies no tardaron en quedar también inmovilizados.

—¿Qué edad tienes?

—Veintiún años.

—¿Y de dónde sales?

Silencio. A Maigret le bastó con mostrar su puño.

—Del centro penitenciario de Montpellier.

—¡Magnífico! ¿Sabes lo que contienen estas bolsitas?

—¡Droga!

La voz era arisca. El mecánico tensaba sus músculos con la esperanza de partir el cable.

—¿Qué había en la rueda de recambio?

—No lo sé.

—Entonces, ¿por qué se la has dado a ese vehículo y no a otro?

—¡No diré nada más!

—Peor para ti.

Cinco cámaras de aire fueron reventadas una tras otra, pero no todas contenían cocaína. En una de ellas, donde un parche recubría un largo corte, Maigret encontró cubiertos de plata con el sello de una corona de marqués. En otra había encajes y algunas joyas antiguas.

En el taller había diez vehículos. Sólo uno de ellos funcionó cuando Maigret intentó ponerlos en marcha. Y entonces, armado de una llave inglesa y ayudándose en ocasiones con un martillo, desmontó algunas piezas de motor y agujereó los depósitos de gasolina.

El mecánico lo miraba riendo burlonamente.

—No es mercancía lo que falta, ¿eh? —exclamó.

El depósito de un 4 CV estaba lleno de títulos al portador. Como mínimo había unos trescientos mil francos.

—¿Esto procede del robo de la Banque de Crédit?

—¡Podría ser!

—¿Y las monedas antiguas?

—No sé.

Había mayor variedad que en la trastienda de un chamarilero: perlas, billetes de banco, dólares y sellos oficiales que debían de servir para confeccionar pasaportes falsos.

Maigret no podía abrir y destrozarlo todo. Pero al rajar la tapicería de un automóvil, encontró florines de plata, lo que le bastó para convencerlo de que todo en aquel taller estaba trucado.

Un camión pasó por la carretera, sin pararse. Un cuarto de hora después, pasaba otro que tampoco se detuvo, y el comisario frunció el ceño.

Empezaba a entender el mecanismo del negocio. El taller estaba camuflado al borde de la carretera nacional, a cincuenta kilómetros de París, cerca de las grandes ciudades de provincia como Chartres, Orléans, Le Mans y Cháteaudun.

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