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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

La noche de la encrucijada (4 page)

Maigret le hundió la mirada en los ojos. Una pupila triste se desvió lentamente. Carl Andersen cerró la verja y entró en la casa.

—¿Qué te ha pasado, Lucas?

—No estaba tranquilo. Hace un rato, al volver de Avrainville, esta encrucijada, no sé por qué, me produjo de repente una impresión muy desagradable. —Caminaban los dos en la oscuridad, por el arcén de la carretera. Pasaban pocos vehículos—. He intentado reconstruir mentalmente el crimen —prosiguió— y, cuanto más lo pienso, más me sorprende todo.

Habían llegado a la altura de la casa de los Michonnet, que era como uno de los vértices de un triángulo; los otros ángulos los formaban, por una parte, la gasolinera y, por otra, la casa de las Tres Viudas.

Cuarenta metros separaban la gasolinera y la casa de los Michonnet. Cien metros separaban a éstos de los Andersen.

Los unía la cinta regular y lisa de la carretera, flanqueada, como un río, por altos árboles.

No se veía luz alguna en la casa de las Tres Viudas. Había dos ventanas iluminadas en casa del agente de seguros, pero las oscuras cortinas sólo dejaban filtrar un hilo de luz, irregular, lo cual demostraba que alguien apartaba de vez en cuando la cortina para mirar hacia el exterior.

En la gasolinera se veían los discos amarillentos de los surtidores de gasolina y un rectángulo de potente luz procedente del taller, donde sonaban unos martillazos.

Los dos hombres se habían detenido y Lucas, uno de los más antiguos colaboradores de Maigret, explicaba:

—En primer lugar, Goldberg tuvo que llegar hasta aquí. ¿Ha visto usted el cadáver en el depósito de Etampes? ¿No? Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, de marcado tipo judío. Pequeño pero fornido, de mandíbulas fuertes y frente prominente coronada por cabellos crespos. El traje era de muy buena calidad, y la ropa interior, fina y con sus iniciales bordadas. Un hombre que llevaba sin duda una vida cómoda, acostumbrado a mandar, a gastar sin medida… Ni una mota de polvo o de barro en los zapatos de charol. Así pues, incluso en el caso de que llegara a Arpajon en tren, no recorrió a pie los tres kilómetros que lo separaban de esa localidad. Seguramente vino de París, o quizá de Amberes, en coche. El médico forense afirma que ya había digerido la cena en el momento de la muerte, que fue instantánea. Sin embargo, en el estómago encontraron una cantidad considerable de
champagne
y de almendras tostadas. Ningún establecimiento de Arpajon vendió
champagne
la noche del sábado al domingo, y le desafío a encontrar almendras tostadas en toda la zona.

Un camión pasó a cincuenta por hora produciendo el mismo estruendo que un montón de chatarra.

—Mire el garaje de los Michonnet, comisario. Hacía sólo un año que el agente de seguros poseía un vehículo. Su primer coche era un viejo cacharro, y se contentaba con ponerlo a cubierto bajo ese cobertizo de tablones que da a la carretera y que está cerrado con un candado. A ese cobertizo fueron a buscar el seis cilindros nuevo. Quien fuera, tuvo que llevarlo a la casa de las Tres Viudas, abrir la verja y el garaje, retirar el trasto de Andersen y poner en su lugar el coche de Michonnet. ¡Ah!, y además instalar a Goldberg en el volante y matarlo disparándole una bala a quemarropa. ¡Nadie vio ni oyó nada! ¡Y nadie tiene coartada! No sé si usted ha sentido la misma impresión que yo. Al volver de Avrainville, hace un rato, sentí como si perdiera el equilibrio. Me pareció que el caso se presentaba mal, que tenía un carácter anormal, como perverso.

»Entonces me dirigí a la verja de la casa de las Tres Viudas. Sabía que usted andaba por allí. Aunque la fachada estaba a oscuras, vi un resplandor amarillento en el jardín. Es una idiotez, lo sé perfectamente, pero debo confesar que sentí miedo. Por usted, ¿me entiende? Ahora vuélvase con cuidado. Madame Michonnet está detrás de las cortinas… Y aunque sin duda me equivoco, juraría que la mitad de los conductores que pasan nos miran de una manera especial.

Maigret recorrió con la mirada el triángulo. La oscuridad había engullido los campos. A la derecha de la carretera nacional, frente a la gasolinera, se iniciaba el camino de Avrainville, ya no flanqueado de árboles, como la carretera, sino bordeado a un solo lado por una hilera de postes de telégrafos.

Ochocientos metros más allá se divisaban algunas luces, las de las primeras casas del pueblo.


Champagne
y almendras tostadas —masculló el comisario.

Se puso lentamente en marcha; luego, como un paseante ocioso, se detuvo delante de la gasolinera. Allí, bajo la potente luz de una lámpara de arco, un mecánico cambiaba la rueda de un vehículo.

En la gasolinera hacían toda clase de reparaciones. Una docena de coches viejos y anticuados esperaban algún arreglo, y uno de ellos, sin ruedas ni motor, reducido al estado de esqueleto, colgaba de las cadenas de una polea.

—Vamos a cenar. ¿A qué hora dijo que llegaría la señora Goldberg?

—No lo sé. Durante la noche.

La fonda de Avrainville estaba vacía. En la sala había un mostrador de estaño, algunas botellas, una estufa enorme, un pequeño billar con las bandas duras como piedras y el paño agujereado y, por último, un perro y un gato acostados juntos.

El dueño sirvió la mesa mientras su mujer freía escalopes en la cocina.

—¿Cómo se llama el dueño de la gasolinera? —preguntó Maigret comiendo una sardina a modo de entremés.

—Don Oscar.

—¿Hace mucho que se instaló Oscar en la encrucijada?

—Puede que ocho años, puede que diez. Yo tengo una carreta y un caballo, de modo que…

Y el hombre siguió sirviéndoles con escaso entusiasmo. No era locuaz. Tenía más bien la mirada socarrona de los desconfiados.

—¿Y Monsieur Michonnet?

—Es el agente de seguros —dijo, y dio por terminada la respuesta—. ¿Tomarán vino blanco o tinto?

Tras manipular largo rato, tratando de retirar un pedazo de corcho que había caído en la botella, acabó por trasvasar el vino a una jarra.

—¿Y los de la casa de las Tres Viudas?

—La verdad, casi ni los conozco. Por lo menos a la señora, porque creo que vive allí una señora. La carretera nacional ya no es Avrainville.

—¿Muy hechos? —gritó su mujer desde la cocina.

Maigret y Lucas acabaron por callar y ensimismarse cada uno en sus pensamientos. A las nueve, después de tomar un aguardiente, regresaron a la carretera. Pasearon un poco y luego se dirigieron hacia la encrucijada.

—No llega.

—Siento curiosidad por saber qué vino a hacer Goldberg aquí. ¡
Champagne
y almendras tostadas! ¿Encontraron diamantes en sus bolsillos?

—No, sólo dos mil francos y poco más en su cartera.

La gasolinera seguía iluminada. Maigret descubrió que la casa del dueño, Oscar, se alzaba detrás del taller, de modo que desde donde estaban no veían las ventanas.

El mecánico, en mono, comía sentado en el estribo de un vehículo. De repente, el dueño salió de la oscuridad de la carretera, a pocos pasos de los policías.

—¡Buenas noches, señores!

—Buenas noches —gruñó Maigret.

—¡Bonita noche! Si esto sigue así, tendremos un tiempo magnífico para Pascua.

—Dígame —preguntó bruscamente el comisario—, ¿su taller permanece abierto toda la noche?

—Abierto no. Pero siempre hay un hombre de guardia, que se acuesta en un catre. La puerta está cerrada. Los clientes habituales llaman cuando necesitan algo.

—¿Pasan muchos coches de noche por la carretera?

—Muchos no, algunos. Sobre todo camiones que van a Les Halles. Esta es tierra de primicias y sobre todo de berros. A veces necesitan gasolina, o bien una pequeña reparación. ¿No quiere entrar a tomar algo?

—No, gracias.

—Hace mal, pero no insisto. ¿Qué, todavía no ha resuelto esa historia de los coches? ¿Sabe? Monsieur Michonnet se va a enfadar mucho. ¡Sobre todo si no le entregan en seguida un seis cilindros! —Unos faros brillaron en la lejanía. La intensidad de la luz aumentó. Un zumbido. Pasó una sombra—. El médico de Etampes —murmuró el dueño de la gasolinera—. Lo llamaron para que acudiera a Arpajon. Su colega debió de retenerlo para cenar.

—¿Conoce usted todos los coches que pasan?

—A muchos de ellos, sí. Mire, ése que va con luces de posición lleva berros para Les Halles. Los camiones nunca se resignarán a encender los faros. ¡Y ocupan la carretera a todo lo ancho! ¡Buenas noches, Jules!

Una voz contestó desde lo alto del camión que pasaba, y al poco sólo se vio un pequeño resplandor rojo en la parte trasera, que la noche no tardó en tragarse.

Un tren a lo lejos: una luciérnaga se estiró en el caos nocturno.

—El expreso de las nueve y treinta y dos. ¿De veras no quiere tomar nada? Oye, Jojo, cuando hayas terminado de cenar, comprueba el tercer surtidor, que está obstruido.

Otros faros. Pero el coche pasó de largo. No era la señora Goldberg.

Maigret fumaba sin parar. Abandonó a Oscar delante del taller y empezó a caminar arriba y abajo por la carretera. Lucas, que monologaba a media voz, lo seguía.

No se veía luz alguna en la casa de las Tres Viudas. Los policías pasaron unas diez veces por delante de la verja.

En las diez ocasiones, Maigret alzó maquinalmente la mirada hacia la ventana que correspondía a la habitación de Else.

Después le tocaba el tumo a la villa Michonnet, sin estilo, completamente nueva, con la puerta de roble barnizado y un ridículo jardincillo.

Luego, la gasolinera: el mecánico reparaba el surtidor de gasolina, y Oscar, con las manos en los bolsillos, le daba consejos.

Un camión procedente de Etampes que se dirigía a París se paró para llenar el depósito. Sobre el montón de legumbres que transportaba había un hombre durmiendo: era el acompañante, que hacía la misma ruta todas las noches a la misma hora.

—¡Treinta litros!

—¿Todo bien?

—¡Todo bien!

Se oyó el embrague y el camión se alejó; abordó a sesenta por hora la bajada de Arpajon.

—Ya no vendrá —suspiró Lucas—. Sin duda ha decidido dormir en París.

Recorrieron tres veces más los doscientos metros de la encrucijada, y después Maigret torció de repente en dirección a Avrainville. Cuando llegó delante de la fonda, todas las luces, salvo una, estaban apagadas y el café parecía desierto.

—Se oye un vehículo.

Se volvieron. Era cierto. Dos faros agujereaban la oscuridad en dirección al pueblo. El coche parecía virar a escasa velocidad delante de la gasolinera. Alguien habló.

—Preguntan el camino.

Al fin el vehículo se acercó, iluminando sucesivamente todos los postes telegráficos. Maigret y Lucas, de pie ante la fonda, quedaron atrapados en el haz de luz.

Un frenazo. Bajó un chófer, se dirigió a la portezuela tra36erá y la abrió.

—¿Es aquí? —preguntó una voz de mujer desde el interior.

—Sí, señora. Avrainville. Como nos indicaron, hay una rama de abeto encima de la puerta.

Apareció una pierna enfundada en seda. Un pie se posó en el suelo. Se adivinaban las pieles. Maigret se disponía a acercarse a ella.

En ese instante se oyó un disparo, luego un grito y la mujer, con la cabeza por delante, cayó al suelo doblada en dos y allí se quedó, hecha un ovillo, mientras una de sus piernas se desplegaba en un espasmo.

El comisario y Lucas se miraron.

—¡Ocúpate de ella! —exclamó Maigret.

Pero ya habían perdido algunos segundos. El chófer, estupefacto, seguía inmóvil. En el primer piso de la fonda se abrió una ventana.

Habían disparado desde el campo, a la derecha de la carretera. Mientras corría, el comisario sacó el revólver del bolsillo. Oía algo, unos pasos ligeros en la tierra arcillosa. Pero no veía nada porque los faros del coche, al iluminar con violencia una zona, dejaban el resto en la oscuridad más absoluta.

—¡Los faros! —gritó volviéndose.

Al principio, nada ocurrió. Repitió esas palabras. Y entonces se produjo un error catastrófico. El chófer, o Lucas, enfocó los faros en dirección al comisario.

Y éste se perfiló, inmenso y negrísimo, sobre el suelo desnudo del campo.

El asesino debía de estar más adelante, o más a la derecha, o más a la izquierda; en cualquier caso, fuera del círculo luminoso.

—¡Los faros, diantre! —gritó Maigret por última vez.

Apretaba los puños de rabia. Corría en zigzag, como un conejo acosado. Debido a esa iluminación, incluso la noción de la distancia quedaba falseada. Y de repente vio los surtidores de gasolina a menos de cien metros.

Después apareció muy cerca de él una forma humana, y alguien con voz ronca preguntó:

—¿Qué ocurre?

Maigret, furioso y humillado, se paró en seco, miró a Oscar de arriba abajo y comprobó que no había restos de barro en sus zapatillas.

—¿No ha visto a nadie?

—Un vehículo preguntó hace poco por el camino de Avrainville.

El comisario descubrió un resplandor rojo en la carretera nacional, en la dirección de Arpajon.

—¿Y eso?

—Un camión que va a Les Halles.

—¿Se ha parado?

—El tiempo de repostar veinte litros.

Se adivinaba trajín en tomo a la fonda, y los faros seguían barriendo el campo desierto. Maigret divisó de repente la casa de los Michonnet, cruzó la carretera y llamó.

Se abrió una pequeña mirilla.

—¿Quién es?

—El comisario Maigret. Quisiera hablar con Monsieur Michonnet.

Retiraron una cadena y descorrieron dos cerrojos. Una llave giró en la cerradura. Apareció Madame Michonnet, inquieta, incluso alterada, y dirigió unas miradas furtivas a ambos lados de la carretera.

—Pero ¿no lo ha visto usted?

—¿No está en casa? —gruñó Maigret con una chispa de esperanza.

—Pues… No lo sé. Yo… Acaban de disparar, ¿verdad? ¡Pero pase de una vez! —Tenía unos cuarenta años y un rostro nada agraciado, de facciones muy marcadas—. Mi marido ha salido un momento para…

A la izquierda se veía una puerta abierta, la del comedor. La mesa seguía puesta.

—¿Cuánto hace que se fue?

—No sé. Tal vez una media hora.

Algo se movía en la cocina.

—¿Tiene sirvienta?

—No. Debe de ser el gato.

El comisario abrió la puerta y vio a Monsieur Michonnet en persona. Entraba por la puerta del jardín, llevaba los zapatos llenos de barro y se secaba la frente sudorosa.

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