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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

La noche de la encrucijada (3 page)

El hombre debió de darse cuenta de que sus palabras encontraban escaso eco, porque le dio la mano a Maigret y se despidió:

—Hasta luego.

Se alejó como había llegado, y más adelante se detuvo para hablar con un campesino que pasaba con su carreta. Durante todo ese rato, un rostro había acechado detrás de las cortinas de los Michonnet. Al atardecer, el campo, a ambos lados de la carretera, tenía un aspecto monótono y estancado, y se oían sonidos muy lejanos, un relincho o la campana de una iglesia a una decena de kilómetros.

Pasó el primer coche con los faros encendidos, pero apenas brillaban en la penumbra.

Al llegar a la casa de las Tres Viudas, Maigret estiró el brazo hacia el cordón de la campanilla que colgaba a la derecha de la vega. Bellas y graves resonancias de bronce vibraron en el jardín, seguidas de un prolongadísimo silencio. La puerta, en lo alto de la escalinata, no se abrió. Pero la gravilla crujió detrás de la casa. Se perfiló una silueta alta, un rostro lechoso y un monóculo negro.

Imperturbable, Carl Andersen se acercó a la verja y la abrió, al tiempo que inclinaba la cabeza.

—Ya me imaginaba que vendría. Supongo que desea ver el garaje. Los del juzgado lo han sellado, pero usted debe de estar autorizado para…

Vestía el mismo traje que en el Quai des Orfevres: un tres piezas muy elegante, y tan usado que comenzaba a brillar.

—¿Está aquí su hermana?

La escasa luz impidió ver si sus rasgos se habían alterado, pero Andersen sintió la necesidad de afianzar su monóculo.

—Sí.

—Me gustaría verla.

Leve vacilación. Nueva inclinación de cabeza.

—Haga el favor de seguirme.

Rodearon el edificio. En la parte trasera se extendía un césped bastante amplio dominado por una terraza. Todas las habitaciones de la planta baja daban a esta terraza a través de unas elevadas puertas acristaladas.

No había ninguna habitación iluminada. En los límites del jardín, velos de niebla cubrían los troncos de los árboles.

—¿Me permite que le indique el camino?

Andersen empujó una puerta acristalada y Maigret lo siguió. Entraron en un gran salón en penumbra. Por la puerta, que había dejado abierta, penetraba el aire a la vez fresco y denso del atardecer, así como un olor a hierba y follaje húmedos. Un único tronco despedía chispas en la chimenea.

—Voy a avisar a mi hermana.

Andersen no había encendido la luz, y probablemente ni siquiera se había dado cuenta de que la noche caía. Maigret, a solas, recorrió lentamente la habitación y se paró ante un caballete que sostenía un esbozo a la aguada. Era un esbozo muy moderno, de colores audaces y con un extraño dibujo.

¡Aunque menos extraño que el ambiente que lo rodeaba y en el que a Maigret le asaltaba ahora el recuerdo de las tres viudas!

Algunos de los muebles habían pertenecido sin duda a estas últimas: los sillones Imperio con la pintura resquebrajada y la seda gastada, y las cortinas de reps, que nadie había tocado en cincuenta años.

En cambio, a lo largo de una pared habían construido una librería de madera blanca en la que se amontonaban libros en rústica, en francés, alemán, inglés y, a buen seguro, también en danés.

Las cubiertas blancas, amarillas o coloreadas de los libros contrastaban con un puf anticuado, con los jarrones desportillados y la alfombra, en cuyo centro sólo quedaba la trama.

La penumbra se espesaba. Una vaca mugió a lo lejos.

Y de vez en cuando un ligero zumbido se perfilaba en el silencio, se intensificaba, un automóvil pasaba a toda velocidad por la carretera y luego el ruido del motor se desvanecía poco a poco.

En la casa, nada. Roces, crujidos. Apenas rumores indescifrables que permitieran sospechar que había vida.

Carl Andersen fue el primero en entrar. Sus manos blancas delataban cierto nerviosismo. Por un instante permaneció inmóvil y en silencio junto a la puerta.

Un deslizamiento en la escalera.

—Mi hermana Else —anunció finalmente.

Ella avanzó y sus contornos se dibujaron, imprecisos, en la semioscuridad. Avanzó como la estrella de una película o, mejor aún, como la mujer ideal de los sueños de un adolescente.

¿Se debía al vestido de terciopelo negro? El caso es que parecía más oscuro que todo el resto, y formaba una mancha densa y suntuosa. La escasa luz que todavía flotaba en el aire se concentró en sus cabellos rubios y ligeros y en su rostro cetrino.

—Me han dicho que desea hablar conmigo, comisario. Siéntese, por favor.

Su acento extranjero era más pronunciado que el de Carl. El tono, cantarín, descendía en la última sílaba de cada palabra.

Su hermano permaneció a su lado como un esclavo junto a la soberana que debe proteger.

Ella dio unos pasos y, cuando estuvo muy cerca, Maigret descubrió que era tan alta como Carl. Las caderas, estrechas, acentuaban aún más su silueta.

—Un cigarrillo —pidió volviéndose hacia su hermano.

Nervioso y torpe, Carl se apresuró a ofrecerle uno. Ella encendió un mechero que tomó de un mueble y, durante un segundo, el rojo del fuego compitió con el azul oscuro de sus ojos.

Después la oscuridad se hizo más sensible, tanto que el comisario, incómodo, buscó con la mirada un interruptor de la luz y, al no encontrarlo, murmuró:

—¿Puedo pedirles que enciendan la luz?

Maigret necesitaba todo su aplomo. Para su gusto, la escena era demasiado teatral. ¿Teatral? Más bien demasiado densa, como el penetrante olor a perfume que invadía la habitación desde la llegada de Else.

De cualquier modo, la escena era demasiado ajena a la vida de todos los días. Quizá, simplemente, demasiado extraña.

Ese acento, la corrección absoluta de Carl y su monóculo negro, esa mezcla de suntuosidad y de antiguallas empalagosas, y el vestido de Else, que no era un vestido como los que se ven en la calle, ni en el teatro, ni en el mundo…

¿Qué le ocurría al vestido? En realidad, era la manera en que ella lo llevaba. Porque el corte era sencillo, y la tela moldeaba el cuerpo y ceñía incluso el cuello, dejando a la vista únicamente el rostro y las manos.

Andersen se había inclinado sobre una mesa. Quitó el cristal de una lámpara de petróleo de la época de las tres viudas, una lámpara con pedestal de porcelana, adornado de falso bronce, y la encendió. Eso creó un círculo luminoso de dos metros de diámetro en un rincón del salón. La pantalla era anaranjada.

—Discúlpeme —dijo—. No me había fijado en que todos los asientos están llenos de libros.

Andersen recogió todos los libros amontonados sobre un sillón Imperio y los dejó, desordenados, en la alfombra. Else fumaba de pie, erguida, como una estatua esculpida en terciopelo.

—Su hermano, señorita, me ha dicho que él no oyó nada anormal durante la noche del sábado al domingo. Al parecer, tiene el sueño muy profundo.

—En efecto, muy profundo —confirmó ella exhalando un poco de humo.

—¿Usted tampoco oyó nada?

—Nada especialmente anormal. —Hablaba lentamente, como una extranjera que piensa en su idioma y luego traduce las frases—. Ya ve que estamos junto a una carretera nacional. La circulación apenas disminuye de noche. Cada día, a partir de las ocho de la noche, pasan los camiones que se dirigen a Les Halles, y hacen mucho ruido. El sábado, además, están los turistas que van a las orillas del Loira y del Sologne. Nuestro sueño se ve interrumpido por ruidos de motores, frenos, gritos. Si la casa no fuera tan barata…

—¿Alguna vez oyó hablar de Goldberg?

—Nunca.

Fuera, todavía no era noche cerrada. En el césped, de un verde uniforme, daba la impresión de que se podían contar las briznas de hierba, por la claridad con que se destacaban.

El jardín, pese a la falta de cuidados, conservaba la armonía de un decorado de ópera. Cada seto, cada árbol, e incluso cada rama, estaban en el lugar que les correspondía. Y el horizonte —todo campos y el tejado de una granja— cerraba esta especie de sinfonía de la región de Ile-de-France.

En el salón ocurría todo lo contrario: viejos muebles, lomos de libros extranjeros, palabras que Maigret no entendía, y los dos extranjeros, el hermano y la hermana, especialmente ésta, que ponían una nota discordante.

Tal vez una nota demasiado voluptuosa, demasiado lasciva. No obstante, la mujer no era provocativa, sino sencilla en sus gestos y actitudes.

Pero esa sencillez no encajaba con el decorado. ¡El comisario habría entendido mejor a las tres viudas y sus monstruosos sentimientos!

—¿Me permite que vea la casa?

Ni Carl ni Else titubearon lo más mínimo. El levantó la lámpara y ella se sentó en un sillón.

—Si quiere seguirme…

—Supongo que pasan muchas horas en este salón.

—Sí. Yo trabajo en él y mi hermana pasa aquí la mayor parte de su jomada.

—¿No tienen sirvientes?

—Usted ya sabe lo que gano: demasiado poco para que pueda permitirme tener servicio.

—¿Quién prepara las comidas?

—Yo.

Lo dijo con la mayor naturalidad, sin malestar ni vergüenza, y cuando los dos hombres llegaron a un pasillo, Andersen empujó una puerta y con la lámpara iluminó la cocina diciendo:

—Tendrá que disculpar el desorden.

Más que desorden era sordidez. Un hornillo de alcohol con restos de leche hervida, de salsas, de grasa, sobre una mesa cubierta con un retal de hule. Mendrugos resecos. Un trozo de escalope en una sartén abandonada sobre la mesa y el fregadero lleno de platos sucios.

Cuando regresaron al pasillo, Maigret dirigió una mirada al salón, que ya no estaba iluminado y en el que sólo brillaba el cigarrillo de Else.

—No utilizamos el comedor ni el saloncito que da a la fachada. ¿Quiere verlos?

La lámpara iluminó un parquet bastante bonito, muebles amontonados y patatas extendidas en el suelo. Los postigos estaban cerrados.

—Los dormitorios están arriba.

La escalera era ancha. Un escalón crujía. El olor a perfume, a medida que se subía, se hacía más denso.

—Este es mi dormitorio.

Un simple jergón colocado en el suelo a modo de diván. Un lavabo rudimentario. Un gran ropero estilo Luis XV. Un cenicero desbordante de colillas.

—¿Fuma usted mucho?

—Por la mañana, mientras leo en la cama, puede que unos treinta cigarrillos. —Ante la puerta situada frente a la suya, dijo muy rápidamente—: El dormitorio de mi hermana.

Pero no la abrió. Y puso mala cara cuando Maigret giró el pomo y empujó la puerta.

Andersen se limitó a iluminar la habitación, sin entrar del todo. El olor del perfume era tan denso que se pegaba a la garganta.

La casa entera carecía de estilo, de orden, de lujo. Parecía un campamento, y sólo se utilizaban antiguos restos.

Pero en esa habitación el comisario adivinó, en el claroscuro, como un oasis cálido y mullido. Sólo se veía el parquet recubierto de pieles de animales, entre ellas una espléndida piel de tigre que servía de alfombrilla de cama.

Esta era de ébano, cubierta de terciopelo negro. Sobre el terciopelo había ropa interior de seda, arrugada.

Andersen iba alejándose con la lámpara por el pasillo, y Maigret lo siguió.

—Hay otras tres habitaciones, sin ocupar.

—Veo que la de su hermana es la única que da a la carretera.

Carl no contestó y señaló una angosta escalera.

—Es la escalera de servicio, pero no la utilizamos. Si quiere ver el garaje…

Bajaron, uno tras otro, a la luz temblorosa de la lámpara de petróleo. El salón, salvo el punto rojo de un cigarrillo, estaba a oscuras.

A medida que Andersen se acercaba, la luz invadió la habitación. Else, semitendida en un sillón, miró con indiferencia a los dos hombres.

—Carl, no has ofrecido té al comisario.

—Gracias. Nunca tomo té.

—Yo sí deseo tomarlo. ¿Quiere un whisky? O bien… ¡Carl, por favor!

Y Carl, confuso y nervioso, dejó la lámpara y encendió un pequeño hornillo que estaba debajo de una tetera de plata.

—¿Qué puedo ofrecerle, comisario?

Maigret no lograba precisar el origen de su malestar. La atmósfera era, en su conjunto, íntima y desordenada. Grandes flores con pétalos de color violáceo se abrían sobre el caballete.

—En suma —dijo Maigret—, alguien robó el vehículo de Monsieur Michonnet. Goldberg fue asesinado en ese coche y luego lo llevaron a su garaje. Y su vehículo lo dejaron a su vez en el garaje del agente de seguros.

—Increíble, ¿verdad? —Else hablaba con voz dulce y cantarína, y encendió otro cigarrillo—. Mi hermano decía que nos acusarían a nosotros porque el muerto fue descubierto en nuestra casa. Y decidió huir. Yo no quería. Estaba segura de que entenderían que, si realmente lo hubiéramos matado, no tendríamos ningún interés en… —Se interrumpió y buscó con la mirada a Carl, que escudriñaba desde un rincón—. Bueno, ¿no ofreces nada al comisario?

—Perdón. Re…, resulta que ya no queda…

—¡No cambiarás nunca! No piensas en nada. Tendrá usted que disculpamos, Monsieur…

—Maigret.

—Monsieur Maigret. Tomamos muy poco alcohol y…

Se oyeron pasos en el jardín, y Maigret adivinó la silueta del brigada Lucas, que lo buscaba.

La noche de la encrucijada

—¿Qué ocurre, Lucas? —preguntó Maigret, de pie ante la puerta acristalada. A sus espaldas quedaba la turbia atmósfera del salón, y frente a él la cara de Lucas, envuelta en la húmeda penumbra del jardín.

—Nada, comisario. Lo buscaba.

Lucas, algo confuso, intentaba echar una mirada al interior por encima de los hombros del comisario.

—¿Me has reservado una habitación?

—Sí. Han enviado un telegrama para usted. La señora Goldberg llega esta noche en coche.

Maigret se volvió. Andersen esperaba, con la frente inclinada; Else fumaba y movía el pie con impaciencia.

—Mañana pasaré para interrogarlos de nuevo —les anunció—. Mis respetos, señorita.

Ella lo despidió con aires condescendientes. Carl se empeñó en acompañar a los dos policías hasta la verja.

—¿No quiere ver el garaje?

—Mañana.

—Comisario, es posible que mi intervención le parezca equívoca. Quisiera decirle, además, que estoy a su total disposición, y si puedo serle útil en algo… Sé que soy extranjero, y que además pesan sobre mí los cargos más graves. Razón de más para que haga lo imposible a fin de que el culpable sea descubierto. No tome en consideración mi torpeza.

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