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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

La noche de la encrucijada (7 page)

Maigret colgó y al momento pidió una llamada con la empresa Dumas et Fils. Le dijeron que Carl Andersen no se había presentado a cobrar sus dos mil francos.

Cuando, alrededor de las tres, Maigret, acompañado de Lucas, pasó cerca de la gasolinera, Oscar salió de detrás de un coche y exclamó alegremente:

—¿Todo bien, comisario?

Maigret se limitó a gesticular con la mano y prosiguió su camino hacia la casa de las Tres Viudas.

Las puertas y las ventanas de la casa de los Michonnet estaban cerradas, pero, una vez más, vieron moverse una cortina en la ventana del comedor.

Al parecer, el buen humor del dueño de la gasolinera había logrado enfurruñar al comisario, que fumaba a bocanadas rabiosas.

—Dado que Andersen ha escapado… —apuntó Lucas en tono conciliador.

—¡Quédate aquí!

Al igual que por la mañana, primero entró en el jardín de los Andersen y después en la casa. En el salón olisqueó algo, miró rápidamente a su alrededor y descubrió una columna de humo en un rincón: alguien había fumado hacía muy poco.

Fue instintivo. Se llevó la mano a la culata del revólver antes de subir la escalera. Desde allí oyó música de un fonógrafo y reconoció el tango que había puesto por la mañana.

El sonido provenía de la habitación de Else. Cuando llamó a la puerta, la música enmudeció.

—¿Quién está ahí?

—El comisario.

Una risita.

—En tal caso, ya conoce usted la maniobra para entrar. Yo no puedo abrirle.

Una vez más, Maigret utilizó la llave maestra. La joven estaba vestida. Llevaba el mismo traje negro de la víspera, que destacaba sus formas.

—¿Es usted quien ha impedido regresar a mi hermano?

—¡No! No he vuelto a verlo.

—Entonces es que la empresa Dumas no tenía la factura preparada. Ocurre a veces, y tiene que volver por la tarde.

—¡Su hermano ha intentado pasar la frontera belga! Y al parecer lo ha conseguido.

Ella lo miró con estupor, y también con incredulidad.

—¿Carl?

—Sí.

—Usted quiere ponerme a prueba, ¿verdad?

—¿Sabe usted conducir?

—¿Conducir qué?

—Un coche.

—No. Mi hermano nunca ha querido enseñarme.

Maigret no se había sacado la pipa de la boca ni quitado el sombrero.

—¿Ha salido de esta habitación?

—¿Quién? ¿Yo?

Rió. Una risa franca y perlada. En ese momento pareció envolverla lo que los cineastas norteamericanos llaman
sex-appeal
.

Hay mujeres bellas que no son seductoras; otras, en cambio, pese a que sus facciones son menos atractivas, despiertan el deseo, o una nostalgia sentimental.

Else provocaba ambas cosas. Era a la vez mujer y niña. La rodeaba una atmósfera voluptuosa. Y, sin embargo, cuando miraba a alguien a los ojos, sorprendían sus límpidas pupilas de adolescente.

—No entiendo qué quiere decir.

—Hace menos de media hora alguien ha estado fumando en el salón de la planta baja.

—¿Quién?

—Eso es lo que le pregunto.

—¿Y cómo quiere que yo lo sepa?

—Esta mañana el fonógrafo estaba abajo.

—¡Imposible! ¿Cómo puedo haber…? Comisario, no sospechará usted de mí, ¿verdad? Además, lo encuentro a usted un poco raro. ¿Dónde está Carl?

—Le repito que ha cruzado la frontera.

—¡Mentira! ¡No es posible! ¿Por qué tendría que haberlo hecho? Además, él no me habría dejado sola aquí. ¡Está loco! ¿Qué será de mí, sin nadie?

Era desconcertante: sin transición, sin grandes ademanes ni gritos, rozaba el patetismo. Y todo procedía de los ojos. Una turbación inefable. Una expresión de desasosiego, de súplica.

—Dígame la verdad, comisario: Carl no es culpable, ¿verdad? Si lo fuera, significaría que se ha vuelto loco. ¡No quiero creerlo! Me asusta. En su familia…

—¿Hay locos?

Ella volvió la cara.

—Sí, su abuelo. Murió de un ataque de locura. Y una tía suya está encerrada. ¡Pero él no! ¡No! Lo conozco bien.

—¿Ha comido ya?

Se estremeció, miró a su alrededor y replicó asombrada:

—¡No!

—¿Y no tiene hambre? Son las tres.

—Creo que sí; tengo hambre, sí.

—En ese caso, vaya a almorzar. Ya no hay ningún motivo para que usted siga encerrada. Su hermano no volverá.

—No es verdad. Volverá. No me dejará sola.

—Venga.

Maigret ya estaba en el pasillo. Seguía fumando con el ceño fruncido, y no apartaba los ojos de la joven.

Ella lo rozó al pasar, pero él permaneció insensible. Abajo, ella parecía todavía más desconcertada.

—Siempre me servía Carl. Ni siquiera sé si hay algo para comer.

En la cocina encontraron un bote de leche condensada y un panecillo.

—No puedo, estoy demasiado nerviosa. ¡Déjeme! ¡O mejor, no! No me deje sola. Esta espantosa casa nunca me ha gustado… ¿Qué es eso?

A través de la puerta acristalada, señalaba a un animal aovillado en una avenida del jardín. Un vulgar gato.

—¡Me horrorizan los animales! ¡Me horroriza el campo! Está lleno de ruidos y de crujidos que me sobresaltan. De noche, todas las noches, hay un búho en algún lugar que suelta unos espantosos chillidos…

Las puertas también la asustaban, porque las miraba como si esperara ver salir enemigos de detrás de todas ellas.

—No dormiré sola aquí. ¡No quiero!

—¿Hay teléfono?

—No. Mi hermano quiso hacerlo poner, pero es demasiado caro para nosotros. ¿Se da cuenta? Habitar una casa tan grande, con un jardín de no sé cuántas hectáreas, y no poder pagar el teléfono, ni la luz, ni siquiera a una mujer de limpieza para los trabajos pesados. ¡Así es Carl! ¡Como su padre!

Y de pronto se echó a reír, nerviosa.

No conseguía recuperar su sangre fría y, a la postre, mientras su pecho seguía sacudido por esa hilaridad, la inquietud le devoraba los ojos.

—¿Qué pasa? ¿Ha visto algo gracioso? —preguntó Maigret.

—Nada. No se enfade conmigo. Pienso en nuestra infancia, en el preceptor de Carl, en nuestro castillo, con todos los criados, las visitas, carruajes enganchados con cuatro caballos… ¡Y, ahora, pensar que estoy aquí!

Derribó el bote de leche condensada y se acercó a la puerta acristalada; desde allí, con la frente pegada al cristal, contempló la escalinata, ardiente bajo el sol.

—Voy a hacer que le pongan vigilancia para esta noche.

—Sí, muy bien… ¡No! No quiero vigilancia. ¡Quiero que venga usted, comisario! Si no viene usted, tendré miedo.

¿Reía o lloraba? En todo caso, jadeaba. Todo su cuerpo se estremecía.

Cabía creer que se mofaba de alguien. Pero también parecía que estaba a punto de sufrir un ataque de histeria.

—No me deje sola.

—Tengo que trabajar.

—Pero ¡si Carl se ha escapado!

—¿Cree usted que él es el culpable de los asesinatos?

—¡No lo sé! Ya no sé nada. Si se ha escapado…

—¿Quiere que la encierre de nuevo en su habitación?

—¡No! Lo que quiero, en cuanto sea posible, mañana por la mañana, es alejarme de esta casa, de esta encrucijada. Quiero ir a París, donde las calles están llenas de gente y de vida. El campo me da miedo. No sé… —De repente preguntó—: ¿Van a detener a Carl en Bélgica?

—Se dictará contra él una orden de extradición.

—Es increíble. Cuando pienso que hace sólo tres días…

Se agarró la cabeza con ambas manos, desordenando sus cabellos rubios.

Maigret alcanzó la escalinata.

—Hasta luego, señorita.

Se alejaba con alivio y, sin embargo, abandonaba a la mujer con pesar. Lucas rondaba por la carretera.

—¿Alguna novedad?

—¡Ninguna! El agente de seguros ha venido a preguntarme si le entregarían pronto un vehículo.

Monsieur Michonnet había preferido dirigirse a Lucas antes que a Maigret. Y se lo veía en su jardincito, espiando a los dos hombres.

—¿No tiene nada que hacer?

—Dice que no puede ir a visitar a los clientes que viven en el campo sin un coche. Habla de demandamos por daños y perjuicios.

Un turismo en el que viajaba toda una familia y una camioneta se habían parado delante de los surtidores de gasolina.

—¡El que no se mata trabajando es el dueño de la gasolinera! Parece que gana lo que quiere. Lo de la gasolina funciona día y noche.

—¿Tienes tabaco?

Ese sol demasiado reciente que caía de pleno sobre el campo sorprendía y abrumaba, y Maigret, secándose la frente, murmuró:

—Voy a dormir una horita. Esta noche, ya veremos…

Cuando pasaba por delante de la gasolinera, el dueño lo llamó:

—¿Un traguito de aguardiente, comisario? ¡Aquí, de pie y deprisa!

—Luego.

Se oyeron gritos; al parecer, en la casa de pedernal Monsieur Michonnet discutía con su mujer.

La noche de los ausentes

Eran casi las cinco de la tarde cuando el brigada Lucas despertó a Maigret y le entregó un telegrama enviado por la Seguridad belga.

ISAAC GOLDBERG ERA VIGILADO DESDE HACIA VARIOS MESES PORQUE SUS NEGOCIOS NO SE CORRESPONDIAN CON SU TREN DE VIDA STOP SOSPECHOSO DE DEDICARSE AL TRAFICO DE JOYAS ROBADAS STOP SIN PRUEBAS STOP VIAJE A FRANCIA COINCIDE CON ROBO DE JOYAS VALORADAS EN DOS MILLONES COMETIDO EN LONDRES HACE QUINCE DIAS STOP CARTA ANONIMA RECIBIDA AFIRMA QUE LAS JOYAS ESTABAN EN AMBERES STOP DOS LADRONES INTERNACIONALES HAN SIDO VISTOS ALLI GASTANDO GRANDES SUMAS STOP CREEMOS QUE GOLDBERG HA COMPRADO JOYAS Y SE DIRIGIO A FRANCIA PARA DARLES SALIDA STOP PIDA DESCRIPCION DE LAS JOYAS A SCOTLAND YARD

Maigret, todavía adormilado, se guardó el telegrama en un bolsillo y preguntó:

—¿Nada más?

—No. He seguido vigilando la encrucijada. Me encontré al dueño de la gasolinera vestido de etiqueta y le pregunté adonde iba. Parece que tiene la costumbre de cenar con su mujer en París una vez por semana, y luego van al teatro. En esos casos no regresan hasta la mañana siguiente, porque duermen en un hotel.

—¿Se ha ido ya?

—A esta hora, supongo que sí.

—¿Le preguntaste en qué restaurante cenaba?

—L’Escargot, en la Rue de la Bastille. Después va al teatro Ambigú. Duerme en el Hotel Rambuteau, en la Rue de Rivoli.

—¡Muy preciso! —masculló Maigret mientras se peinaba.

—El agente de seguros me ha enviado a su mujer para decirme que quiere hablarle, o, mejor dicho, «conversar con usted», por emplear su lenguaje.

—¿Eso es todo?

Maigret se metió en la cocina de la fonda, donde la mujer del dueño preparaba la cena. Descubrió una tarrina de paté, cortó un grueso trozo de pan y pidió:

—Una botella de vino blanco, por favor.

—¿No espera a que sirvamos la cena?

Sin contestarle, devoró el enorme bocadillo que se había preparado.

El brigada lo observaba con evidentes ganas de hablar.

—Espera algo importante para esta noche, ¿no es cierto?

—Pues…

¿Por qué negarlo? ¿Acaso Maigret, con ese bocadillo comido de pie, no parecía hacer acopio de energías, como si velara las armas?

—He estado reflexionando —habló por fin Lucas—. Trataba de ordenar mis ideas. No es fácil.

Maigret lo miraba tranquilamente, sin que sus mandíbulas dejaran de trabajar.

—La joven sigue siendo la que más me desconcierta —continuó Lucas—. Unas veces me parece que todos los que la rodean, el dueño de la gasolinera, el agente de seguros y el danés, son culpables, todos menos ella. Y otras juraría lo contrario, que ella es el único elemento venenoso.

Cierto júbilo en las pupilas del comisario parecía decirle: «¡Adelante!».

—Hay momentos en que realmente parece una joven aristócrata. Pero hay otros en que me recuerda a las mujeres de la época en que trabajé en la brigada de costumbres. Ya sabe a qué me refiero: a esas chicas que, con un aplomo inaudito, le cuentan a uno una historia inverosímil. Los detalles que describen son tan sorprendentes que parece imposible que se los hayan inventado. ¡Y uno se lo cree todo! Después, debajo de la almohada de la muchacha, uno descubre una vieja novela y cae en la cuenta de que ha sacado de allí todos los elementos de su relato. ¡Mujeres que mienten como respiran y que acaban quizá por creer en sus mentiras!

—¿Eso es todo?

—¿Cree que me equivoco?

—¡Yo no creo nada!

—Sin embargo, no siempre veo así las cosas. Muchas veces, es la figura de Andersen la que me preocupa. Imagine a un hombre como él, cultivado, con clase, inteligente, ¡poniéndose a la cabeza de una banda de malhechores!

—Lo veremos esta noche.

—¿A él? Pero si ha pasado la frontera.

—¡Hum!

—¿Usted cree que…?

—Que la historia es diez veces más complicada de lo que imaginas. Y que, para no perderse, lo mejor es retener únicamente ciertos elementos importantes. Por ejemplo, Monsieur Michonnet es el primero en protestar y me hace ir a su casa esta noche. Esta noche en que, precisamente, el dueño de la gasolinera está en París, no sin antes decírselo a todo el mundo. Por otro lado, el Minerva de Goldberg ha desaparecido. ¡Recuerda también esto! No hay muchos coches como ése en Francia, y no es fácil hacerlo desaparecer.

—¿Usted cree que el tal Oscar…?

—¡Poco a poco! Limítate, si te divierte, a reflexionar sobre esos tres misterios.

—¿Y Else?

—¿Quieres aún más?

Y Maigret, limpiándose la boca, se dirigió a la carretera. Al cabo de un cuarto de hora llamaba a la puerta de la casa de los Michonnet; lo recibió la cara arisca de la mujer:

—Mi marido lo espera arriba.

—Es tan amable su marido…

Ella no captó la ironía de sus palabras y lo precedió por la escalera. Monsieur Michonnet lo esperaba en su dormitorio. Estaba sentado en un sillón Voltaire junto a la ventana, cuya cortina había corrido, y tenía las piernas envueltas en una manta a cuadros. Preguntó con voz agresiva:

—Bien, ¿cuándo me entregarán un vehículo? ¿Le parece a usted admisible privar a un hombre de su medio de sustento? ¡Y durante ese tiempo usted se dedica a cortejar a la criatura de enfrente y tomar aperitivos en compañía del dueño de la gasolinera! ¡Vaya con la policía! Se lo digo como lo pienso, comisario. El asesino no importa, lo que cuenta es fastidiar a las personas honradas, claro. Escuche. Yo tengo un coche. Es mío, ¿sí o no? ¡Se lo pregunto! ¡Contésteme! ¿Es mío?… ¡Bien! ¿Con qué derecho lo retiene usted bajo llave?

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