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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

La noche de la encrucijada (6 page)

—¿Hace tres años?

—Sí. Piense que mi hermano estaba destinado a ser un alto dignatario de la Corte, y ahora se ve obligado a ganarse la vida dibujando unas telas espantosas. En París, en los hoteles de segunda e incluso de tercera categoría en los que teníamos que alojamos, se sintió terriblemente desgraciado. Tuvo el mismo preceptor que el príncipe heredero. Y prefirió enterrarse aquí…

—… y enterrarla a usted al mismo tiempo.

—Sí. Pero ya estoy acostumbrada, en el castillo de mis padres también era una prisionera. Alejaban a todas las que hubieran podido ser amigas mías con el pretexto de que eran de condición demasiado baja. —La expresión de su rostro cambió con una curiosa rapidez—. ¿Cree usted que Carl se ha vuelto…, cómo lo diría…, anormal?

Y se inclinó como si deseara saber cuanto antes la opinión del comisario.

—¿Teme usted que…? —se asombró Maigret.

—¡Yo no he dicho eso! ¡Yo no he dicho nada! Perdóneme. Usted me hace hablar. No sé por qué lo trato con tanta confianza. Sin embargo…

—… ¿a veces está extraño?

Ella se encogió cansadamente de hombros, cruzó las piernas, las descruzó y por último se levantó, mostrando por un instante, entre los faldones de la bata, un atisbo de carne.

—¿Qué quiere que le diga? Ya no lo sé. Después de esta historia del coche… ¿Y por qué tendría que haber matado Carl a un hombre que no conoce?

—¿Está segura de que usted jamás había visto a Isaac Goldberg?

—Sí, estoy segura. Creo que nunca lo vi.

—¿Estuvieron usted y su hermano alguna vez en Amberes?

—Paramos allí una noche, hace tres años, viniendo de Copenhague… ¡No!, mi hermano no es capaz de eso. Tal vez se haya vuelto un poco extraño, pero estoy convencida de que es más a causa de su accidente que de nuestra mina. Era muy guapo, y lo sigue siendo cuando lleva su monóculo. ¡Si se lo quitara! ¿Se lo imagina usted besando a una mujer sin su cristal negro? Ese ojo inmóvil en una carne rojiza… —Se estremeció—. Seguramente, por eso se oculta.

—Pero al mismo tiempo, ¡la oculta a usted!

—Qué más da.

—Usted se sacrifica.

—Es el papel que le corresponde a una mujer, sobre todo a una hermana. En Francia no es exactamente igual. En nuestro país, como en Inglaterra, sólo cuenta el primogénito, el heredero del apellido. —Se la veía nerviosa. Fumaba a bocanadas más breves, más densas. Mientras caminaba, los rayos de luz morían sobre ella—. ¡No! Carl no ha podido matar a nadie. Es un error. Seguro que usted lo puso en libertad porque lo entendió. A menos…

—¿A menos…?

—De todos modos, usted no me lo dirá. Yo sé que a veces, por falta de pruebas de cargo suficientes, la policía pone en libertad a un sospechoso para después poder atraparlo con más pruebas inculpatorias. ¡Sería odioso! —Aplastó el cigarrillo en el cuenco de porcelana—. Si no hubiéramos elegido esta encrucijada siniestra… ¡Pobre Carl, él que buscaba la soledad! ¡Pero estamos menos solos, comisario, que en el barrio más populoso de París! Tenemos a toda esa gente, esos pequeño burgueses imposibles y ridículos que nos espían. Sobre todo la mujer, con su cofia blanca por la mañana y su moño torcido por la tarde. También está la gasolinera, algo más lejos. Tres grupos, tres bandos, diría yo, a igual distancia los unos de los otros.

—¿Se relacionan ustedes con los Michonnet?

—¡No! El hombre vino una vez para hablar de un seguro. Carl no lo recibió.

—¿Y el dueño de la gasolinera?

—Jamás ha puesto los pies aquí.

—¿Fue realmente su hermano quien, el domingo por la mañana, propuso huir?

Ella permaneció callada largo rato, cabizbaja y con las mejillas encendidas.

—No —suspiró finalmente con voz apenas perceptible.

—¿Fue usted?

—Fui yo, sí. Aún no había reflexionado. Me enloquecía sólo pensar que Carl hubiera podido cometer un crimen. El día antes lo había visto atormentado, de modo que lo arrastré.

—Y él, ¿no le juró que era inocente?

—Sí.

—¿No le creyó usted?

—No inmediatamente.

—¿Y ahora?

Se tomó su tiempo para responder, y lo hizo espaciando cada sílaba:

—Creo que, pese a todas sus desdichas, Carl es incapaz, por su propia voluntad, de cometer una mala acción. Ahora, comisario, debo advertirle que no tardará en regresar. Si lo encuentra aquí, Dios sabe lo que pensará. —Esbozó una sonrisa bajo la que se ocultaba cierta coquetería y también una pizca de provocación—. Usted lo defenderá, ¿verdad? ¿Lo sacará de todo esto? Le estaría tan agradecida… —Le tendió la mano y la bata se entreabrió una vez más—. Hasta la vista, comisario.

Él recogió su sombrero y salió caminando de lado.

—¿Podría cerrar la puerta para que él no se entere de que ha venido usted?

Instantes después, Maigret bajaba la escalera, cruzaba el salón, con aquellos muebles tan dispares, y llegaba a la terraza bañada por los rayos ya cálidos del sol.

Los autos zumbaban en la carretera. Maigret cerró la verja sin que ésta chirriara.

Al pasar por delante de la gasolinera, una voz burlona le gritó:

—¡Magnífico! Por lo menos usted no tiene miedo. —Y Oscar, populachero y jovial, añadió—: ¡Vamos! Decídase a entrar a tomar algo. Los señores de la toga ya se han ido. Dispone usted de un rato libre.

El comisario dudó e hizo una mueca como de dentera, porque un mecánico había hecho chirriar su lima sobre una pieza de acero atenazada en un tomo.

—¡Diez litros! —reclamó un automovilista cerca de uno de los surtidores—. ¿No hay nadie aquí?

Monsieur Michonnet, que todavía no se había afeitado ni colocado el cuello postizo, seguía de pie en su minúsculo jardín, contemplando la carretera por encima de la verja.

—¡Al fin! —exclamó Oscar al ver que Maigret se disponía a seguirlo—. A mí me gustan las personas que no se andan con cumplidos, y no los aristócratas de las Tres Viudas.

El coche abandonado

—¡Por aquí, comisario! Aunque le advierto que no encontrará lujos. Ya sabe, nosotros sólo somos unos simples obreros.

Empujó la puerta de la casa, situada detrás del garaje, y entraron directamente en una cocina que debía de servir también de comedor, porque en la mesa estaban aún los cubiertos del desayuno.

Al verlos, una mujer en bata de crespón rosa dejó de frotar un grifo de cobre.

—Acércate, preciosa. Te presento al comisario Maigret. ¡Mi mujer, comisario! Podríamos pagar una fregona, pero entonces Germaine no tendría nada que hacer y se aburriría.

No era ni guapa ni fea. Debía de tener unos treinta años. Con su bata en absoluto seductora, se quedó como envarada delante de Maigret, mirando a su marido.

—¡Hala, sírvenos un aperitivo! ¿Un licor de casis, comisario? ¿Quiere que lo reciba en la sala?… ¿No? ¡Mejor que mejor! A mí me gustan las cosas con naturalidad, ¿no es verdad, preciosa? ¡No! ¡Esos vasos, no! ¡Los grandes! —Se arrellanó en su silla. Llevaba una camisa rosa, sin chaleco, y se metía las manos bajo el cinturón, sobre el vientre rollizo—. ¿Excitante, verdad, la mujer de las Tres Viudas? Esto no hay que repetirlo demasiadas veces delante de mi esposa, pero, entre nosotros, es un bonito regalo para cualquier hombre, ¿no? Sólo que está el hermano, un triste caballero que se pasa el día espiando. En el pueblo dicen que, cuando se marcha por una hora, la encierra bajo doble llave, y que todas las noches hace lo mismo. ¿A usted le parece que eso suena a hermano y hermana? ¡A su salud! Oye, guapa, ve y dile a Jojo que no se olvide de reparar el camión del tipo de Lardy.

Maigret se giró hacia la ventana porque acababa de oír el ruido de un motor que le recordaba el de un 5 CV.

—¡No es él, comisario! Desde aquí, con los ojos cerrados, puedo decirle exactamente quién pasa por la carretera. Ese cacharro es del ingeniero de la central eléctrica. ¿Está usted esperando a que vuelva nuestro aristócrata?

Un despertador colocado sobre un estante señalaba las once. Por una puerta abierta, Maigret vio un pasillo en el que había un teléfono de pared.

—¿Usted no bebe? En fin, ¡brindo por su investigación! ¿No le parece divertida esta historia? La idea de cambiar los coches, y sobre todo la de robar el seis cilindros al idiota de enfrente. ¡Porque es eso, un idiota! ¡Le juro que vamos servidos en materia de vecinos! Me ha divertido ver sus idas y venidas desde ayer y, sobre todo, esa manera de mirar de reojo a las personas, como si sospechara de todas. Resulta que un primo de mi mujer también es policía. Servía en la brigada del juego. Iba todas las tardes a las carreras, y lo más gracioso es que me pasaba información. ¡A su salud! ¿Qué, guapa, ya se lo has dicho?

—Sí.

La joven, que acababa de entrar, se preguntó por un momento qué debía hacer.

—¡Ven! Toma una copa con nosotros. El comisario no es orgulloso y no se negará a brindar contigo porque lleves rulos en el pelo.

—¿Me permite que haga una llamada? —interrumpió Maigret.

—¡No faltaría más! Dé vueltas a la manivela. Si quiere llamar a París, le dan línea inmediatamente.

Buscó en la guía el número de Dumas et Fils, la empresa de tejidos a la que Carl Andersen había ido para cobrar su dinero.

La conversación fue breve. Habló con el cajero, y éste confirmó que Andersen tenía que cobrar dos mil francos ese día, pero añadió que todavía no había aparecido por la Rue du 4-Septembre.

Cuando Maigret regresó a la cocina, Oscar se frotaba las manos.

—¿Sabe? No tengo ningún reparo en confesarle que todo esto me encanta. ¡Porque, claro está, me conozco el percal! Se comete un crimen en la encrucijada. Como aquí sólo vivimos tres familias, es evidente que sospechan de las tres. ¡Claro que sí! No se haga el inocente: me he dado cuenta de que me miraba de reojo y que no se decidía a tomar una copa conmigo. ¡Tres casas! El agente de seguros es demasiado estúpido para poder planear un asesinato. El aristócrata es un caballero que impone mucho respeto. Entonces, queda un servidor, un pobre diablo, un obrero que ha acabado por convertirse en patrón pero que no sabe hablar. ¡Un antiguo boxeador! Si pide informes sobre mí a la poli de París, le dirán que me detuvieron en dos o tres redadas, porque me gustaba ir a bailar alguna que otra java a la Rue de Lappe, sobre todo en la época en que boxeaba. Otra vez le partí la cara a un agente que me buscaba las cosquillas, ¡A su salud, comisario!

—No, gracias.

—¿Cómo? ¿Lo rechaza? Pero si un casis no hace daño a nadie… Entiéndame, a mí me gusta jugar limpio. Me molesta verlo dar vueltas alrededor de mi gasolinera mirándome por encima del hombro. ¿No es verdad, preciosa? ¿No te lo decía anoche? El comisario está ahí: ¡pues bien, que entre, que busque por todas partes, que me registre! Y luego que reconozca que soy un buen muchacho, más bueno que el pan. En fin, lo que más me apasiona de esta historia son los coches. Porque, en el fondo, es una historia de coches…

¡Las once y media! Maigret se levantó.

—Tengo que hacer otra llamada.

Con expresión preocupada, pidió por la Policía Judicial y ordenó a un inspector que enviara las señas del 5 CV de Andersen a todas las gendarmerías y a los puestos fronterizos.

Oscar, que había tomado cuatro vasos de casis, tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes.

—Seguro que se negará a comer un guisado de ternera con nosotros, sobre todo porque aquí comemos en la cocina… ¡Bueno! Ahí está el camión de Groslumeau, que vuelve de Les Halles. ¿Me permite, comisario?

Salió. Maigret se quedó a solas con la joven, que removía el guisado con una cuchara de madera.

—Un hombre muy simpático, su marido.

—Sí. Tiene buen humor.

—Aunque a veces es brutal, ¿verdad?

—No le gusta que le lleven la contraria, pero es un buen chico.

—¿Un poco mujeriego, tal vez?

Ella no contestó.

—Apuesto a que, de vez en cuando, se corre una buena juerga.

—Como todos los hombres.

La voz se volvía amarga. Se oía el rumor de una conversación en el taller.

—Deja eso ahí. ¡Bien, sí! Mañana por la mañana te cambiaremos los neumáticos traseros.

Oscar regresó exultante. Parecía a punto de ponerse a cantar o de hacer una locura.

—¿De veras no quiere comer con nosotros, comisario? Sacaría un buen vinito de la bodega. ¿Por qué pones esa cara, Germaine? ¡Estas mujeres! Son incapaces de aguantar dos horas sin cambiar de humor.

—Tengo que volver a Avrainville —dijo Maigret.

—¿Quiere que lo lleve? Dentro de un minuto…

—Gracias. Prefiero caminar.

Al salir al exterior, un sol abrasador recibió a Maigret, y a lo largo del camino de Avrainville lo precedió una mariposa amarilla.

A cien metros de la fonda vio al brigada Lucas, que iba a su encuentro.

—¿Qué tal?

—Lo que usted sospechaba. El médico ya ha extraído la bala, y, en efecto, es de una carabina.

—¿Nada más?

—Sí. Tenemos los informes de París. Isaac Goldberg llegó en su vehículo, un Minerva con el que solía desplazarse y que conducía él mismo. Debió de recorrer el trayecto desde París a la encrucijada en ese coche.

—¿Eso es todo?

—Esperamos informaciones de la Seguridad belga.

El coche de alquiler que había traído a la señora Goldberg ya había regresado a París, al igual que el chófer.

—¿Y el cuerpo?

—Se lo han llevado a Arpajon. El juez de instrucción, muy inquieto, me pidió que le dijera a usted que se diera prisa. Teme que los diarios de Bruselas y de Amberes den una publicidad excesiva al caso.

Maigret se puso a canturrear, entró en la fonda y se sentó a su mesa.

—¿Tienen teléfono? —preguntó.

—Sí. Pero no funciona entre las doce y las dos. Son las doce y media.

El comisario comió en silencio y Lucas comprendió que estaba preocupado. En varias ocasiones, el brigada intentó inútilmente iniciar una conversación.

Era uno de esos hermosos primeros días de primavera. Después de comer, Maigret arrastró su silla al patio, la instaló junto a un muro, entre las gallinas y los patos, y echó una siesta de media hora al sol.

A las dos en punto ya estaba en pie, pegado al teléfono.

—¡Sí! ¿La Policía Judicial? ¿No han encontrado el 5 CV?

Salió a dar vueltas por el patio. Diez minutos después lo llamaban al teléfono. Era del Quai des Orfevres.

—¿Comisario Maigret? Acabamos de recibir una llamada de Jeumont. El vehículo está allí, abandonado delante de la estación. Suponen que su ocupante ha cruzado la frontera a pie o en tren.

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