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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

La noche de la encrucijada (5 page)

Durante un minuto los dos hombres se miraron estupefactos.

—¡Su arma! —exclamó al fin el policía.

—¿Mi qué?

—¡Su arma, rápido!

El agente de seguros sacó de un bolsillo del pantalón un pequeño revólver y se lo mostró al comisario. Pero contenía las seis balas y el cañón estaba frío.

—¿De dónde viene usted?

—De por ahí.

—¿A qué llama usted «por ahí»?

—No tengas miedo, Emile. ¡Nadie se atreverá a hacerte daño! —intervino Madame Michonnet—. Esto es demasiado, en fin… Y mi cuñado, que es juez de paz en Carcassonne…

—Un momento, señora. Estoy hablando con su marido. Viene usted de Avrainville, ¿no es así? ¿Qué ha ido a hacer allí?

—¿Avrainville? ¿Yo?

Temblaba. Intentó dominarse inútilmente. Pero su estupor no parecía falso.

—Le juro que vengo de ahí, de la casa de las Tres Viudas. Quería vigilarlos yo mismo, porque…

—¿No ha ido al campo? ¿No ha oído nada?

—¿Era un disparo? ¿Ha muerto alguien? —Sus bigotes se desplomaban. Miró a su mujer como un chiquillo mira a su madre en un momento de peligro—. Le juro, comisario, le juro… —Golpeó el suelo con el pie y dos lágrimas le brotaron de los párpados—. ¡Es increíble! —estalló—. ¡Me roban el coche! ¡Meten un cadáver dentro! ¡Se niegan a devolvérmelo, a mí, que he trabajado quince años para pagarlo! Y encima me acusan de…

—¡Cállate, Emile! ¡Yo hablaré con el comisario, yo!

Pero Maigret no le dio tiempo.

—¿Tienen otra arma?

—Sólo este revólver que compramos cuando hicimos construir la casa. Y, mire, sigue llevando las mismas balas con que lo cargó el armero.

—¿Monsieur Michonnet, dice usted que viene de la casa de las Tres Viudas?

—Sí, tengo miedo de que vuelvan a robarme. Quería investigar por mi cuenta. Así que entré en el jardín, o mejor dicho, trepé por el muro.

—¿Los ha visto?

—¿A quién? ¿A los dos? ¿A los Andersen? ¡Claro! Están allí, en el salón. Llevan una hora discutiendo.

—Dígame, cuando oyó el disparo, ¿ya volvía usted hacia aquí?

—Sí, pero no estaba seguro de que fuera un disparo. Sólo me lo pareció. Estaba preocupado.

—¿Ha visto a alguien más?

—A nadie.

Maigret se dirigió a la puerta. En cuanto la abrió, descubrió a Oscar, que caminaba precisamente hacia el umbral de la casa.

—Me envía su colega para decirle que la mujer ha muerto.

El mecánico de mi taller ha ido a avisar a la gendarmería de Arpajon. De vuelta traerá a un médico. ¿Me disculpa, comisario? Tengo que irme, no puedo dejar la gasolinera sola.

En Avrainville, los faros iluminaban débilmente un fragmento de pared de la fonda, y unas sombras se movían alrededor del vehículo.

La prisionera

Maigret, cabizbajo, caminaba lentamente por el campo; aquí y allá, las mieses empezaban a colorear la tierra de verde pálido. Delante de la puerta de la fonda, en Avrainville, Lucas esperaba a los funcionarios del juzgado; entretanto, vigilaba el auto que había traído a la señora Goldberg y que ella misma había alquilado en París, en la Place de l’Opera.

El cadáver de la esposa del corredor de diamantes estaba en una cama de hierro, en el primer piso, bajo una sábana que, durante la noche, el médico había semidescubierto.

Comenzaba una hermosa jomada de abril. En el mismo campo en que Maigret, deslumbrado por los faros, había perseguido en vano al asesino y por el que ahora avanzaba paso a paso, siguiendo las huellas dejadas la noche anterior, dos campesinos llenaban un carro con las remolachas que arrancaban de un cerro; los caballos esperaban tranquilamente.

Las dos hileras de árboles de la carretera nacional cortaban el panorama. Los surtidores de gasolina, de color rojo, despedían destellos con el sol.

Maigret, lento, porfiado, quizá malhumorado, fumaba. Habían disparado contra la señora Goldberg con una carabina. Las huellas parecían indicar que el asesino no se había acercado a más de treinta metros de la fonda.

Eran unas pisadas muy corrientes, de zapatos sin clavos y no muy grandes. Las huellas describían un semicírculo que terminaba en la Encrucijada de las Tres Viudas, casi a la misma distancia de los Andersen, de los Michonnet y de la gasolinera.

¡En suma, la pista nada demostraba! No aportaba ningún elemento nuevo, y Maigret, cuando llegó a la carretera, mordía un poco más fuerte la boquilla de la pipa entre los dientes.

Vio a Oscar en la puerta de su casa, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, demasiado ancho, y una expresión plácida en su rostro vulgar.

—¿Ya levantado, comisario? —gritó desde el otro lado de la carretera.

En ese momento un vehículo se detuvo en la carretera, justo entre la gasolinera y Maigret. Era el pequeño 5 CV de Andersen.

El danés estaba al volante; llevaba guantes, un sombrero flexible en la cabeza y un cigarrillo en los labios. Se descubrió.

—¿Me permite dos palabras, comisario? —Había bajado la ventanilla y prosiguió con su habitual corrección—: Antes de irme, quería pedirle permiso para ir a París. Confiaba en encontrarlo aquí. Y le diré por qué debo ir: estamos a 15 de abril, hoy cobro mi trabajo en Dumas et Fils, y también hoy tengo que pagar el alquiler de la casa. —Se disculpó con una vaga sonrisa—. Ya ve usted, necesidades muy mezquinas, pero imperiosas. Necesito dinero.

Retiró por un instante su monóculo negro para fijarlo mejor y Maigret desvió la cabeza, pues no le gustaba la mirada fija del ojo de cristal.

—¿Y su hermana?

—Precisamente iba a hablarle de ella. ¿Sería pedirle demasiado que hiciera vigilar la casa de vez en cuando?

Tres vehículos oscuros procedentes de Arpajon subían la cuesta y giraron a la derecha, en dirección a Avrainville.

—¿Quiénes son? —preguntó el danés.

—Los del juzgado. La señora Goldberg fue asesinada ayer por la noche, delante de la fonda, en el momento en que bajaba de un coche.

Maigret espiaba sus reacciones. Al otro lado de la carretera, Oscar paseaba perezosamente por delante del taller.

—¿Asesinada? —repitió Carl. Y con repentino nerviosismo, añadió—: Comisario, tengo que ir a París. No puedo quedarme sin dinero, especialmente el día en que los proveedores presentan sus facturas. Pero, tan pronto como vuelva, quiero contribuir al descubrimiento del culpable. Me autorizará a hacerlo, ¿verdad? No sé nada en concreto, pero presiento…, ¿cómo le diría?, adivino la trama de algo.

Tuvo que acercarse al arcén, porque un camión que volvía de París tocó la bocina pidiendo paso.

—Váyase —le dijo Maigret.

Carl se despidió, se tomó el tiempo de encender un cigarrillo, puso el embrague, y el cacharro primero descendió y luego subió lentamente la otra cuesta.

Los tres vehículos se habían parado en la entrada de Avrainville, y se movían unas siluetas.

—¿Quiere usted tomar algo?

Maigret frunció las cejas al oír que el sonriente dueño de la gasolinera, impertérrito, seguía invitándolo a una copa.

Mientras llenaba una pipa, se dirigió a la casa de las Tres Viudas, en cuyos grandes árboles revoloteaban y piaban los pájaros. Tuvo que pasar ante la casa de los Michonnet.

Las ventanas estaban abiertas. En el primer piso, en el dormitorio, Madame Michonnet, con una cofia en la cabeza, sacudía una alfombrilla.

En la planta baja, el agente de seguros, sin el cuello postizo, sin afeitar y despeinado, contemplaba la carretera con un aire tan lúgubre como distante. Fumaba una pipa de espuma con boquilla de cerezo silvestre. Cuando descubrió al comisario, hizo ver que vaciaba la pipa y evitó saludarlo.

Instantes después, Maigret llamaba a la verja de la casa de los Andersen. Esperó inútilmente durante diez minutos. Todas las persianas estaban bajadas. No se oía ruido alguno, salvo el gorjeo continuo de los pájaros, que convertían cada árbol en un mundo en efervescencia.

Acabó por encogerse de hombros, examinó la cerradura y eligió una llave maestra con la que descorrió el pestillo. Al igual que la víspera, rodeó el edificio para alcanzar las puertas acristaladas del salón.

Llamó otra vez, pero nadie acudió. Entonces, testarudo y gruñón, entró. Vio un fonógrafo abierto y un disco en su interior.

¿Por qué lo puso en marcha? No habría podido decirlo. La aguja chirrió. Una orquesta argentina tocó un tango mientras el comisario subía por la escalera.

En el primer piso, la puerta del dormitorio de Andersen estaba abierta. Cerca de un perchero, Maigret descubrió unos zapatos que sin duda acababan de ser lustrados: el cepillo y la caja de crema seguían al lado, y el suelo estaba constelado de polvillo de barro.

El comisario había dibujado en un papel el perfil de las huellas descubiertas en el campo. Las comparó. La similitud era absoluta.

Sin embargo, no se inmutó. Tampoco se alegró. Seguía fumando, tan malhumorado como a la hora de despertar.

Se oyó una voz femenina.

—¿Eres tú?

Maigret tardó en responder. No veía a la que hablaba. La voz procedía del dormitorio de Else, cuya puerta estaba cerrada.

—Soy yo —acabó por articular lo más confusamente posible.

Siguió un silencio bastante largo. Y de repente oyó:

—¿Quién está ahí?

Era demasiado tarde para mentir.

—El comisario que vino ayer. Desearía hablar con usted, señorita.

Otro silencio. Maigret intentaba adivinar qué hacía ella en su habitación, pues la puerta dejaba pasar un fino hilillo de sol.

—Le escucho —dijo finalmente.

—¿Sería tan amable de abrirme la puerta? Si no está vestida, puedo esperar.

Otro irritante silencio. Una risita.

—Me pide una cosa difícil, comisario.

—¿Por qué?

—Porque estoy encerrada. Tendrá que hablarme sin verme.

—¿Quién la ha encerrado?

—Mi hermano Carl. Se lo pido yo cuando él se marcha, porque me dan mucho miedo los vagabundos.

Maigret, en silencio, sacó la llave maestra del bolsillo y la introdujo en la cerradura. Se le hizo un nudo en la garganta. ¿Es posible que cruzaran por su mente ideas equívocas?

Cuando la cerradura cedió, no empujó la puerta inmediatamente y prefirió anunciar:

—Voy a entrar, señorita.

Al abrir tuvo una extraña impresión: estaba en un pasillo al que no llegaba el sol, con las lámparas sin encender, y de repente penetraba en un ámbito lleno de luz.

Aunque las persianas estaban bajadas, los listones horizontales dejaban pasar amplias franjas de sol.

Toda la habitación era un rompecabezas de luz y sombras. Las paredes, los objetos, incluso el rostro de Else, parecían como recortados en tiras luminosas.

A eso había que añadir el denso perfume de la joven y otros detalles imprecisos: prendas interiores de seda arrojadas sobre una butaca, un cigarrillo oriental que ardía en un cuenco de porcelana sobre un velador lacado, y Else, finalmente, con una bata granate, tendida sobre un diván de terciopelo negro.

Esta, con las pupilas desmesuradamente abiertas, vio acercarse a Maigret con divertido estupor, mezclado quizá con una pizca de miedo.

—¿Qué quiere?

—Deseaba hablar con usted. Discúlpeme si la molesto.

Ella soltó una carcajada infantil. Uno de sus hombros asomó de la bata, y se apresuró a cubrírselo. Seguía acostada, o mejor dicho, acurrucada en el diván que, como el resto del decorado, el sol partía a rayas.

—Ya ve, no hacía gran cosa. ¡Nunca hago nada!

—¿Por qué no ha acompañado a su hermano a París?

—No me deja. Opina que, cuando se habla de negocios, la presencia de una mujer es un estorbo.

—¿Jamás abandona usted la casa?

—Sí. Para pasear por el jardín.

—¿Eso es todo?

—Tiene tres hectáreas, es suficiente para desentumecer un poco las piernas, ¿no le parece? Pero siéntese, comisario. Me divierte verlo aquí, a escondidas.

—¿Qué quiere decir?

—Me refiero a la cara que pondrá mi hermano cuando vuelva. Es más terrible que una madre. ¡Más terrible que un amante celoso! El me cuida y, como puede comprobar, se lo toma todo muy en serio.

—Yo creía que usted quería estar encerrada por miedo a los malhechores…

—También es eso. Me he acostumbrado tanto a la soledad que he acabado por tener miedo de la gente.

Maigret se había sentado en una butaca y dejado sobre la alfombra su sombrero hongo. Cada vez que Else lo miraba, él desviaba la cara, pues no conseguía acostumbrarse a esa mirada.

El día anterior sólo le había parecido misteriosa. Casi hierática, en la penumbra parecía una heroína de la pantalla, y la entrevista había sido muy teatral.

Ahora intentaba descubrir el aspecto humano de aquella mujer, pero había otra cosa que lo inquietaba: la intimidad de su conversación a solas.

Se hallaban en una habitación perfumada, ella acostada, en bata, balanceando una chinela en la punta de su pie desnudo, y Maigret, de mediana edad, un poco sonrojado, el sombrero hongo abandonado en el suelo…

¿No era como una estampa de la revista
La Vie Parisienne
?

Con bastante torpeza, se guardó la pipa en un bolsillo sin vaciarla.

—En suma, ¿se aburre aquí?

—No, sí… No lo sé. ¿Quiere un cigarrillo?

Le ofreció un paquete de tabaco turco en el que se veía el precio, 20,65 francos, y Maigret recordó que la pareja vivía con dos mil francos al mes y que Carl se veía obligado a cobrar por su trabajo antes de pagar el alquiler y a los proveedores.

—¿Fuma usted mucho?

—Un paquete o dos al día.

Ella le tendió un encendedor finamente cincelado y suspiró hinchando el pecho, lo que ensanchó su escote.

Pero el comisario no quería juzgarla apresuradamente. Entre las gentes que frecuentan los hoteles de lujo, había visto a fastuosas extranjeras que un pequeño burgués habría tomado por prostitutas.

—¿Salió anoche su hermano?

—¿Usted cree…? La verdad es que lo ignoro.

—¿No pasó usted la noche discutiendo con él?

Sonrió mostrando sus magníficos dientes.

—¿Quién se lo ha contado? ¿Carl? A veces discutimos, pero civilizadamente. Mire, ayer le reproché que le hubiera recibido mal a usted. ¡Es tan salvaje! Ya lo era de muy joven…

—¿Vivían ustedes en Dinamarca?

—Sí, en un gran castillo junto al Báltico, un castillo muy triste, muy blanco, rodeado de vegetación gris. ¿Conoce usted el país? Es tan lúgubre y, sin embargo, tan hermoso… —Su mirada se llenó de nostalgia. Su cuerpo experimentó un estremecimiento voluptuoso—. Teníamos mucho dinero, pero nuestros padres eran muy severos, como la mayoría de los protestantes. A mí no me interesa la religión; Carl, en cambio, sigue siendo muy creyente. Un poco menos que su padre, que perdió toda su fortuna por culpa de sus escrúpulos. Carl y yo abandonamos el país.

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