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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

La noche de la encrucijada (8 page)

—¿Está usted enfermo? —preguntó tranquilamente Maigret, mirando la manta que rodeaba las piernas del agente de seguros.

—¡Es lo mínimo que puede pasarme! Cuando me enfurezco, las piernas se resienten. ¡Tengo un ataque de gota! Me pasaré como mínimo dos o tres noches en este sillón sin poder dormir. Le he hecho venir para decirle lo siguiente: ya ha visto en qué estado me encuentro. Como puede usted comprobar, ahora estoy incapacitado para trabajar, ¡sobre todo sin vehículo! Eso me basta. Lo citaré como testigo cuando presente la demanda por daños y perjuicios. ¡Buenas noches, comisario!

Soltó ese discurso con la insolencia de un alumno de primaria convencido de tener toda la razón. Madame Michonnet añadió:

—¡Y mientras usted merodea por aquí con aire de espiarnos, el asesino sigue en libertad! ¡Así actúa la Justicia! Hunden a los pequeños, pero respetan a los grandes…

—¿Eso es todo lo que tienen que decirme?

Monsieur Michonnet, indignado, se hundió aún más en su sillón. Su mujer salió de la habitación.

El interior de la casa estaba en armonía con la fachada: muebles fabricados en serie, muy encerados, muy limpios y ordenados, como si nunca los utilizaran.

En el pasillo, Maigret se paró ante un aparato telefónico de modelo antiguo clavado en la pared. Y, ante la mirada ofendida de Madame Michonnet, giró la manivela.

—¡Aquí la Policía Judicial, señorita! ¿Podría usted decirme si esta tarde ha habido llamadas para la Encrucijada de las Tres Viudas?… ¿Sólo hay dos números, la gasolinera y la casa de los señores Michonnet? ¡Bien!… ¿La gasolinera ha recibido una llamada de París a la una y otra a las cinco? ¿Y el otro número?… Una llamada solamente. ¿De París? ¿A las cinco y cinco minutos?… Muchas gracias.

Miró a Madame Michonnet con ojos chispeantes de malicia y se inclinó:

—Le deseo que pase una buena noche, señora.

Como si estuviera en su casa, abrió la verja de las Tres Viudas, rodeó el edificio y subió al primer piso.

Else Andersen, muy nerviosa, lo esperaba de pie en su habitación.

—Perdone que lo haya hecho venir esta noche, comisario. Pensará que abuso de su… ¡Ah!, estoy muy nerviosa, y tengo miedo, no sé por qué. Después de nuestra última conversación, me parece que usted es el único que puede ayudarme. Ahora conoce tan bien como yo esta siniestra encrucijada, estas tres casas que parecen estar desafiándose. ¿Cree usted en los presentimientos? Yo sí creo, como todas las mujeres, y presiento que esta noche no terminará sin que se produzca un drama.

—¿Y me pide de nuevo que vele por usted?

—Estoy exagerando, ¿verdad? Pero ¿qué puedo hacer, si tengo miedo?

La mirada de Maigret se había detenido en un cuadro, ligeramente torcido, que representaba un paisaje nevado. Pero al instante el comisario se volvió hacia la joven, que esperaba a que le respondiera.

—¿No teme por su reputación?

—¿Acaso eso importa cuando se siente miedo?

—Entonces volveré dentro de una hora. Tengo que dar ciertas órdenes.

—¿De verdad volverá? ¿Me lo promete? Además, tengo que contarle muchas cosas, detalles que mi memoria ha ido recordando poco a poco.

—¿Respecto a…?

—Respecto a mi hermano, sí. Pero no creo que sirvan de mucha ayuda. Recuerdo, por ejemplo, que después del accidente de aviación que sufrió Carl, el doctor que lo trató le dijo a mi padre que respondía de la salud física del herido, pero no de la salud mental. Jamás había pensado en esa frase, y tampoco en otros detalles: sus deseos de vivir lejos de la ciudad, de esconderse… En fin, ya hablaremos de todo eso cuando vuelva.

Ella sonrió agradecida, pero sin poder ocultar cierta inquietud.

Al pasar por delante de la casa de pedernal, Maigret miró maquinalmente la ventana del primer piso, cuya luz amarillo claro se recortaba en la oscuridad. En la cortina se dibujaba la silueta de Monsieur Michonnet sentado en su sillón.

En la fonda, el comisario, sin dar explicaciones, se limitó a ordenar a Lucas:

—Llama a media docena de inspectores y apóstalos alrededor de la encrucijada. Telefonea cada hora a L’Escargot, después al teatro y luego al hotel, para asegurarte de que Oscar sigue en París. Si alguien abandona una de las tres casas, haz que un inspector lo siga sin perderlo de vista. —¿Dónde estará usted?

—En casa de los Andersen.

—¿Cree que…?

—¡No creo nada, amigo mío! Hasta pronto o hasta mañana por la mañana.

Había caído la noche. Mientras regresaba a la carretera nacional, el comisario comprobó el tambor de su revólver y se aseguró de que llevaba tabaco en la petaca.

Detrás de la ventana de los Michonnet, volvió a ver la sombra del sillón y el perfil bigotudo del agente de seguros.

Else Andersen se había cambiado el vestido de terciopelo por la bata de la mañana, y Maigret la encontró recostada en el diván, fumando un cigarrillo, más tranquila que en su última entrevista, pero más pensativa.

—Si usted supiera lo bien que me siento al saber que está usted aquí, comisario. Hay personas que inspiran confianza desde el primer momento. Aunque, ciertamente, son muy pocas. En cualquier caso, a lo largo de mi vida he encontrado a escasas personas con las que haya simpatizado. Puede usted fumar, si quiere.

—¿Ha cenado?

—No tengo hambre. Me siento como trastocada. Hace cuatro días, desde el espantoso descubrimiento del cadáver en el coche, que no paro de pensar. Intento formarme una opinión, comprender.

—¿Y llega a la conclusión de que su hermano es culpable?

—No. No quiero acusar a Carl, y menos aun sabiendo que, aunque fuera culpable en el sentido estricto de la palabra, sus actos sólo se deberían a un ataque de locura… Ha elegido usted la peor butaca. Si quiere echarse, hay una litera en la habitación contigua.

Estaba tranquila y, a la vez, excitada: la tranquilidad era aparente, voluntariosa, adquirida con esfuerzo, y la excitación, pese a todo, aparecía en determinados momentos.

—Ya ocurrió un drama, hace tiempo, en esta casa, ¿no es cierto? Carl me lo contó muy por encima, porque tenía miedo de impresionarme. Siempre me trata como si fuera una niña.

Con un ágil movimiento de todo el cuerpo, se inclinó para dejar caer la ceniza de su cigarrillo en el cuenco de porcelana colocado sobre el velador. La bata se le abrió, como había ocurrido esa mañana, y por un instante descubrió un seno, pequeño y redondo. Aunque sólo fue un relámpago, Maigret tuvo tiempo de distinguir una cicatriz que le hizo fruncir el ceño.

—¡La hirieron, sí, hace tiempo!

—¿Qué quiere decir?

Se había sonrojado. Instintivamente cerró la bata sobre su pecho.

—Tiene una cicatriz en el seno derecho…

Su confusión fue extrema.

—Discúlpeme —dijo—. Aquí acostumbro a ir muy poco vestida. No creía… Respecto a esta cicatriz… ¡Vaya, otro detalle que me viene de repente a la memoria! Pero sin duda es una coincidencia. Escuche. Cuando Carl y yo todavía éramos niños, jugábamos en el parque del castillo y, un día, por Santa Claus, recuerdo que a Carl le regalaron una carabina. Debía de tener catorce años. En fin, es ridículo, ya verá usted. Los primeros días tiraba al blanco, pero después, al día siguiente de una velada pasada en el circo, quiso jugar a Guillermo Tell. Yo sostenía un cartón en cada mano. La primera bala me dio en el pecho…

Maigret se había levantado y se dirigía hacia el diván con la cara tan impenetrable que ella lo miró, inquieta, y se estrechó la bata con las dos manos.

Pero Maigret no la miraba a ella. Examinaba la pared, encima del mueble, allí donde estaba colgado el paisaje nevado, ahora en una posición rigurosamente horizontal.

Movió el marco lentamente y descubrió un hueco en la pared, pequeño y profundo, pues faltaban sólo dos ladrillos.

En ese hueco había un revólver cargado con sus seis balas, una caja de cartuchos, una llave y un frasco de Veronal.

Else, que había seguido sus movimientos, se turbó muy poco. Apenas un rubor en los pómulos. Las pupilas algo más brillantes.

—Le habría enseñado este escondite dentro de un momento, comisario.

—¿De veras?

Mientras hablaba, se guardó el revólver en el bolsillo, comprobó que en el tubo faltaban la mitad de las pastillas de Veronal y se dirigió a la puerta, probó la llave y vio que encajaba perfectamente en la cerradura.

La joven también se había levantado. Ya no se preocupaba de cubrirse el pecho. Hablaba y gesticulaba entrecortadamente.

—Lo que acaba de descubrir, sí, eso confirma todo lo que ya le he contado. Pero tiene que entenderme. ¿Podía yo acusar a mi hermano? Si desde su primera visita yo le hubiera confesado que hace mucho tiempo que lo considero loco, mi actitud le habría parecido escandalosa. Y, sin embargo, es la verdad.

Su acento extranjero, más pronunciado cuando hablaba con vehemencia, teñía de extrañeza cada una de sus frases.

—El revólver…

—¿Cómo podría explicárselo? Cuando abandonamos Dinamarca estábamos arruinados. Pero mi hermano estaba convencido de que, con su cultura, alcanzaría una brillante posición en París. No lo consiguió. Su carácter se volvió más inquietante. Cuando quiso que nos enterráramos aquí, comprendí que estaba seriamente afectado. ¡Sobre todo cuando pretendía encerrarme cada noche en mi habitación con el pretexto de que podían atacamos malhechores! ¿Imagina usted mi situación, entre estas cuatro paredes, sin posibilidad de salir en caso de incendio, por ejemplo, o de cualquier otra catástrofe? ¡No conseguía dormir! Me sentía angustiada como en un subterráneo. Un día en que él estaba en París, hice venir a un cerrajero para que me fabricara una llave de la habitación. Como mi hermano me había encerrado, para ir a buscarlo tuve que saltar por la ventana.

»Así aseguré mi libertad de movimientos, ¡pero eso no bastaba! Algunos días Carl se volvía medio loco, y a menudo hablaba de matamos los dos antes de caer en la ruina absoluta. Compré un revólver en Arpajon, aprovechando otro viaje de mi hermano a París. Y, como dormía mal, me compré un frasco de Veronal. ¡Ya ve qué sencillo es todo! Carl es muy suspicaz. No hay nadie más suspicaz que un hombre que tiene la mente alterada y que, sin embargo, conserva la suficiente lucidez como para ser consciente de ello. Y una noche preparé este escondite.

—¿Eso es todo?

La brutalidad de la pregunta la sorprendió.

—¿No me cree?

Él no contestó, se acercó a la ventana, la abrió, apartó las persianas y aspiró el aire fresco de la noche.

A sus pies, la carretera era como un río de tinta que, al paso de los vehículos, lanzaba reflejos lunares. Se veían los faros desde muy lejos, quizá desde diez kilómetros de distancia; después llegaba de repente algo así como un ciclón, un remolino de aire, un zumbido, y el resplandor rojo se alejaba.

Los surtidores de gasolina estaban iluminados. En la casa de los Michonnet, una sola luz en el primer piso y, como siempre, la sombra chinesca del sillón y del agente de seguros recortándose en la cortina.

—¡Cierre la ventana, comisario!

Se volvió. Else temblaba, envuelta en su bata.

—¿Comprende ahora por qué estoy preocupada? Me ha obligado a contárselo todo. ¡Y por nada del mundo querría que le ocurriera nada malo a Carl! Muchas veces me ha repetido que moriríamos juntos.

—Cállese, se lo ruego.

Espiaba los rumores de la noche. Para ello, arrastró su butaca hasta la ventana, se sentó y apoyó los pies en la baranda.

—Le estoy diciendo que tengo frío.

—¡Abríguese!

—¿No me cree?

—¡Silencio, diantre!

Y se puso a fumar. Se oían a lo lejos vagos rumores de granja, el mugido de una vaca, cosas confusas que se movían. Del taller, por el contrario, salían ruidos de objetos de acero y, de pronto, la vibración del motor eléctrico utilizado para inflar neumáticos.

—¡Y yo que confiaba en usted! Ahora…

—¿Se callará de una vez, sí o no?

Detrás de un árbol de la carretera, muy cerca de la casa, había adivinado una sombra, seguramente uno de los inspectores que había pedido.

—Tengo hambre.

Enfurecido, se volvió y miró a la joven, que tenía un aspecto lamentable.

—¡Vaya a buscar comida!

—No me atrevo a bajar. Tengo miedo.

Se encogió de hombros, se aseguró de que en el exterior todo seguía en calma y bruscamente se decidió a ir a la planta baja. Ya sabía dónde estaba la cocina. Cerca del hornillo encontró restos de carne fría, pan y una botella de cerveza abierta.

Lo subió todo y dejó los alimentos sobre el velador, al lado del cuenco lleno de colillas.

—Es malo conmigo, comisario.

Parecía realmente una chiquilla. ¡De un momento a otro se echaría a llorar!

—No tengo tiempo de ser malo o bueno. ¡Coma!

—¿Usted no tiene hambre? ¿Se ha enfadado conmigo porque le he contado la verdad?

Pero él ya le daba la espalda y miraba por la ventana. Madame Michonnet, detrás de la cortina, estaba inclinada sobre su marido; debía de hacerle tomar una medicina, porque acercaba una cuchara a la cara de Monsieur Michonnet.

Else tenía un pedazo de ternera fría en la punta de los dedos y lo mordisqueaba, hambrienta. Después se sirvió un vaso de cerveza.

—¡Qué mala! —exclamó con una náusea—. ¿Por qué no cierra la ventana? Tengo miedo. ¿No tiene compasión de mí?

Maigret la cerró de repente, malhumorado, y miró a Else de pies a cabeza como si estuviera a punto de enfadarse.

Entonces la vio palidecer, las pupilas azules se le enturbiaron y extendió una mano para encontrar apoyo. Maigret se precipitó hacia ella y llegó a tiempo de sujetarla por la cintura antes de que cayera.

Suavemente, la dejó deslizarse hasta extenderla sobre el suelo, le levantó los párpados para examinarle los ojos y con una mano agarró el vaso vacío de cerveza; al olisquearlo, notó que desprendía un olor amargo.

Encima del velador había una cucharilla de café. La utilizó para abrirle la boca a Else. Después, sin vacilar, hundió la cuchara, tocando obstinadamente el fondo de la garganta y el paladar.

Ella contrajo varias veces el rostro, y su pecho se agitó a causa de unos espasmos.

Estaba tendida en la alfombra. Un líquido le fluía de los párpados. En el momento en que su cabeza se ladeó, tuvo un hipo enorme.

Gracias a la contracción provocada por la cuchara, el estómago se revolvía. La alfombra y la bata estaban manchadas de un líquido amarillento.

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