Read La puerta de las siete cerraduras Online
Authors: Edgar Wallace
La aparición fue tan instantánea, que Dick, a pesar de su actitud expectante, estuvo a punto de dejar caer la linterna.
—¿Quién va? ¿Qué ocurre? —dijo una voz malhumorada—. ¿Gasolina? ¿Se ha quedado usted sin gasolina? Eso es una locura. Yo podré darle alguna, si la paga. Yo no puedo regalar nada.
Sin hacer la menor demostración de haber reconocido al recién llegado, abrió la puerta por completo. Dick penetró en el hall y se encontró cara a cara con el hombre que le había franqueado la puerta. El doctor Stalletti vestía un sobretodo negro, sujeto por un cinturón, e inverosímilmente lleno de manchas. Calzaba botas rusas. No llevaba cuello. Dick observó que el extraño personaje parecía no haberse lavado desde la primera vez que le vio. Sus gruesas y fuertes manos eran espantosas y las uñas casi le llegaban a los talones. A la luz de la pequeña lámpara de aceite que llevaba, Martin vio que el hall estaba lujosamente amueblado. Una espesa alfombra, casi nueva. Cortinas de terciopelo. Sillas doradas, de damasco. Todo valioso y fino. Un candelabro de plata colgaba del techo y varias lámparas eléctricas iluminaban brillantemente la habitación. Pero todo estaba cubierto de polvo. Al pisar la alfombra salía de ésta una pequeña nube polvorienta.
—¿Quiere usted hacer el favor de esperar aquí? Voy a buscar la gasolina. Un chelín con diez peniques los cinco litros.
Dick se quedó esperando. Oía las pisadas huecas del hombre de la barba. Un extraño temor se apoderó de él. Hizo una cuidadosa inspección del hall. No había ningún detalle que indicase el carácter ni la profesión del extraño y sucio doctor Stalletti. Este volvió en seguida con dos bidones de gasolina, los cuales puso en el suelo, sacudiéndose después las manos, que traía llenas de polvo.
—Cuatro galones
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de gasolina de la mejor clase —dijo.
Y como si el visitante fuese por completo un desconocido —Dick estaba seguro de haber sido reconocido—el hombre de la barba anunció con cierto aire de solemnidad: —Yo soy el profesor Stalletti. Me parece que ya nos hemos visto antes. Vino usted a buscar un libro.
—Así es, profesor —respondió Dick, ya puesto en guardia, pues una voz interior se lo aconsejaba insistentemente.
—¿Ha oído usted hablar de mi? Mi nombre es muy conocido en ciencia. Vamos, vamos, amigo, págueme la gasolina y váyase.
—Muy agradecido, profesor. Aquí tiene usted diez chelines. No regañaremos por la vuelta.
Dick vio con sorpresa que el hombre de la barba se guardaba el billete con verdadera satisfacción. Evidentemente, no le repugnaba el aprovecharse de la transacción.
Stalletti se dirigió hacia la puerta y la abrió. Dick salió sin perderle de vista. El profesor parecía disponerse a decir algo; pero, sin duda, cambió de modo de pensar y dio a su visitante con la puerta en las narices, al mismo tiempo que desde el interior de la casa, de detrás de aquellas ventanas con cortinas, llegó un grito horrible de terror y de angustia, que heló la sangre del detective. Era un gemido, una lamentación, un sollozo, que al fin, murió en el silencio.
Dick permaneció inmóvil y pensó por un momento en volver a la casa y pedir una explicación. Pero en seguida comprendió que eso sería una cosa inoportuna, y continuó su camino, con un bidón de gasolina en cada mano. Usaba suelas de goma, que apenas producían ruido, lo cual —pensaba él— era muy conveniente, pues donde para nada le servía la vista podía servirle el oído. Como llevaba las manos ocupadas no podía servirse de la linterna.
Había pasado ya de los setos, donde él había visto la zanja, cuando sus oídos percibieron que alguien se movía detrás de él. Era un sonido muy débil, y únicamente poseyendo un agudo sentido del oído podría distinguírsele del que producía la lluvia persistente. No era un crujido, sino algo imposible de describir. Dick dio media vuelta y empezó a retroceder, hundiéndose en la oscuridad. El ruido se percibía más claramente. Crujieron unas ramas a su derecha. Rápidamente, Dick se dio cuenta del peligro que corría y arrojó al suelo los bidones. Pero antes que pudiera sacar su pistola se encontró enlazado a una cosa extraña, desnuda, sin cabello, bestial.
Unos potentes brazos desnudos le rodearon por la espalda; una enorme mano le tapaba la cara. Empezó a luchar, sin ver, con un torso desnudo, musculoso, que desarrollaba toda su fuerza. Con un supremo esfuerzo logró desasirse y sujetar con las dos manos el poderoso brazo, derribando de cabeza a su asaltante. Se oyó el golpe seco producido por la caída a tierra de un cuerpo, y un rugido espantoso, un gemido que no parecía lanzado por voz humana. En una fracción de segundo, Dick empuñó y montó su pistola automática.
—No te muevas, amigo—murmuró—. Voy a ver quién eres.
Cogió la linterna que antes había tirado, y, encendiéndola, dirigió la luz hacia el suelo. No había nadie. Entonces examinó el terreno a derecha e izquierda. No había la menor huella de su enemigo. ¿Estaría acaso detrás de él? Puso el rayo de luz en dirección a la casa, y en aquel momento vio una figura de gran tamaño, casi desnuda, que desaparecía entre el ramaje. Sin perder un segundo llegó al camino, llenó el depósito de la gasolina y puso el «auto» en marcha hacia Londres. Dick iba pensando en el misterio del doctor Stalletti y en aquella zanja recién abierta y que, indudablemente, estaba destinada a haber recibido su propio cuerpo.
Mister Cody no era aficionado a andar y era, sobre todo, un hombre miedoso. De otro modo, hubiera hecho a pie las seis millas que le separaban de Gallows Cottage en la noche oscura y ventosa. Por eso había pedido el automóvil. El chofer, a regañadientes, lo llevó hasta unos cien metros de la casa.
—Vuelve a ese callejón —ordenó Cody—, apaga las luces y no te muevas hasta que yo regrese. Tom Cawler gruñó unas palabras. —No tarde usted mucho. ¿De qué se trata ahora, Cody? ¿Por qué no le dijo usted que viniera?
—Ocúpate de tus asuntos —le replicó el hombre de la calva, y desapareció rápidamente en la oscuridad.
Eran las once de la noche. Casi a tientas iba caminando por la oscura avenida. Una vez, al ir tanteando el camino con el bastón, éste encontró el vacío y Cody estuvo a punto de caer. Si hubiese ido inclinado, su propio peso le hubiera hecho precipitarse en la fosa abierta al borde del sendero. No llamó a la puerta, sino que, haciendo un pequeño rodeo, golpeó ligeramente en una de aquellas oscuras ventanas, volviendo en seguida a la puerta de la casa, que ya estaba abierta. Stalletti esperaba en el hall.
—¡Ah, es usted! —dijo—. Me extraña el verle a usted a estas horas. Pase usted, mi querido amigo. Recibí su aviso telefónico, pero la suerte está contra nosotros.
—¿Escapó? —preguntó Cody, temeroso.
—Ha sido la fatalidad —respondió, acariciándose la barba—. De otro modo, le tendríamos seguro. Yo puse las lámparas en el camino y vacié su tanque de gasolina, volviéndome aquí antes que él llegase. La situación era extraña y curiosa. Entre la muerte y él no había ni el canto de esta carta —mostraba en su mano una grasienta carta de baraja. Antes que llegase Cody había estado haciendo solitarios—. En la cadena preparada no había más que un débil eslabón, y él acertó a romperlo.
Cody miraba alrededor del oscuro hall con la expresión de un hombre aterrado.
—¿Qué ocurrirá ahora? —murmuró. El doctor se encogió de hombros.
—Más pronto o más tarde —dijo— vendrá la Policía y registrarán mi casa. ¿Qué me importa? Sólo encontrarán unas cuantas ratas muertas dentro de la ley.
—Pero ¿usted no hizo que...? Cody no terminó la pregunta. —Envié a alguien para que le despachara, pero fracasó como un idiota. El músculo no sirve de nada si no le acompaña el cerebro, mi querido amigo. ¿Quiere usted pasar?
Entraron en el despacho. La mesa ya estaba limpia de los desagradables elementos que el doctor empleaba en su trabajo, y estaba medio cubierta por las cartas de una baraja.
—Ante todo —dijo el doctor—, dígame usted quién es ese hombre. Yo le he visto antes de ahora. Vino a hacerme algunas preguntas acerca de un libro. Fue aquel día en que el chofer de usted estaba aquí. Me pareció conocerle; pero todavía no sé cómo es.
Cody se chupaba los secos labios. Una intensa blancura cubría su rostro.
—Ese es el hombre que envió Havelock en busca de Selford.
—¿Es posible? —exclamó el doctor, frunciendo el ceño—. ¡Extraordinario y curioso! ¿Ese es el caballerito a quien el inteligente abogado encargó de encontrar a Selford?
Empezó a reír a carcajadas. El sonido de su risa parecía un redoble de tambor.
—¡Eso es una buena broma de ese pobre Havelock! —continuó sin dejar de reír—. ¡Un hombre tan listo! ¿Y encontró el amigo a nuestro
lord
? ¿No? Es curioso. Sin duda habrá viajado en tren, cuando hoy se dispone de excelentes aeroplanos...
Con los sucios y largos dedos inició unos compases en la mesa.
—¿Y qué más desea usted, mi querido amigo? —preguntó, mirando fijamente a Cody.
—Quiero algún dinero —respondió Cody en voz baja y en tono malhumorado.
Sin pronunciar una palabra, el doctor abrió un cajón de la mesa y sacó una caja de metal, entregándole a Cody un grueso fajo de billetes.
—Ahora hay menos gastos —dijo—. Por eso el dinero aumenta. Si yo muero, todo quedará a beneficio de usted.
Per
contra...
—No hablemos de muerte —dijo Cody, acariciándose la calva con sus temblorosas manos—, que no nos interesa. Vamos derechos a la realización de nuestra idea. Si suprime usted la vida...
—¿He suprimido yo alguna vida? —interrumpió el1 doctor con una rara sonrisa—. Aquel
mister
Pheeney... ¿Es así como le llamaba usted? Pero yo creo que aquello fue un suicidio... No me gusta la gente que recurre a la Policía, porque ésta carece de imaginación. Supongamos que ahora yo llamo a un policía, y hago ciertas declaraciones... ¡Qué catástrofe!...
El hombre pequeñito y calvo se puso en pie, temblando.
—¡No se atreverá usted a hacerlo! —dijo con voz renca—. ¡No se atreverá usted!
Stalletti se encogió de hombros.
—¿Por qué he de permanecer —dijo— en este frió y horrible país, si puedo estar encantado en el jardín de mi precioso hotel de Florencia? Allí estaría lejos de esta estúpida Policía.
Se calló de pronto, y levantando un dedo hizo un signo de silencio. Cody no había oído un debilísimo ruido en la ventana cerrada, pero el doctor lo había oído dos veces.
—Hay alguien afuera —murmuró.
—¿Eh? ¡Acaso será...!
—No, no es Beppo... Espere usted.
Al pronunciar este nombre, el doctor se mordió los labios. Por un instante pensó si sería victima de una burla. Cruzó la habitación sin hacer ruido y desapareció en el oscuro pasillo. Cody oyó el ruido de una puerta que se cerraba suavemente. Al cabo de una larga espera volvió el doctor, guiñando los ojos a causa del daño que le producía la luz del despacho. Cody comprendió que el doctor estaba actuando bajo una emoción extraordinaria.
Traía en la mano un objeto parecido a un auricular de teléfono, con una cinta de goma.
—Alguien estaba escuchando en la ventana, amigo mío—dijo—. Apostaría que no ha venido usted en «auto» hasta aquí.
—Vine andando.
—Su excelente chofer, ¿padece de curiosidad?
—Le digo a usted que vine andando, sin que me acompañara el chofer.
—También el ha podido venir andando. Y sacando del bolsillo una especie de tapadera metálica, que dejó sobre la mesa, añadió: — ¿Reconoce usted esto?
Cody movió significativamente la cabeza en sentido negativo.
—El chofer ha desmontado esta pieza para aplicarla al auricular —continuó el doctor—. El micrófono no he podido encontrarlo. Pero nos escuchaban.
—¿Quién? No habrá sido Cawler —replicó Cody de mal humor—. Se trata de un sobrino de mi mujer.
—¿Y adora a su tía? —preguntó Stallettí en tono de guasa.
Dio la vuelta al objeto y leyó el nombre del vendedor.
—Después de todo —continuó—, estaría bueno que cobijase usted en su propia casa a un espía.
—¿Cómo es posible? Usted conoce tanto como yo a Cawler.
—Y usted, ¿qué sabe de él? Nada, excepto que es un ladrón de automóviles, a quien vigila la Policía incesantemente. Cuando aquel amigo de usted, Martin —¿Martín, verdad?—, vino a verme, conoció en seguida a Cawler, y yo me vi en un aprieto.
Entonces Cody empezó a hablar en voz baja con la mayor seriedad, y el hombre de la barba le escuchaba, al principio con indiferencia, luego con interés.
—Es una lástima —dijo el doctor al fin— que Beppo no sea más inteligente. Todo lo hubiéramos sabido con seguridad.
Mister
Cody tuvo que andar media milla hasta llegar al sitio en donde había dejado su automóvil. El chofer dormitaba en su asiento, Le despertó la voz de
mister
Cody.
—Cawler, ¿ha permanecido todo el tiempo en el «auto»?
—Naturalmente —respondió el chofer, dé mal talante— que no me he movido de aquí. ¿Por qué? ¿Le ha seguido a usted alguien?
—Estás jugando conmigo, y te pesará.
—Nunca me ha pesado nada de lo que hecho. Suba usted, que está lloviendo.
El automóvil partió hacia Weald House a extraordinaria velocidad. Entre las muchas cosas a las que Cody tenía miedo, una de ellas era la excesiva velocidad con que Cawler solía conducirle cuando trataba de dar por terminadas ciertas discusiones.
Al llegar, bajó del coche, lívido de coraje, y soltó una rociada al imperturbable chofer: —Tienes muchos humos porque te crees indispensable...
Cawler le dejó con la palabra en la boca, y condujo el «auto» hacia el garaje. Tenía formado de su amo un pobre concepto como orador.
Apenas había entrado mister Havelock en su despacho, cuando llegó Dick. La visita de éste hizo al abogado fruncir bruscamente sus pobladas cejas.
—Vengo—empezó diciendo aquél—a hacerle a usted una confesión,
mister
Havelock.
—Eso parece un poco grave —respondió Havelock. dirigiéndole una mirada centelleante.
—Acaso sea más grave de lo que parece. Le he ocultado a usted algo en mi información, que debe usted saber.
En pocas palabras le refirió la historia de la hoja de papel secante que encontró en el hotel de Buenos Aires.
—Indudablemente,
lord
Selford está en comunicación con esta persona. Por si acaso había algo relacionado con la ausencia de Inglaterra de
lord
Selford, me tomé la molestia de hacer algunas investigaciones.