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Authors: Edgar Wallace
Wallace es la continuidad natural de Conan Doyle. Escritor extraordinariamente popular y prolífico, sus novelas de intriga mezclan la aventura con el misterio e incluye siempre una relación romántica ausente en las novelas de Doyle. Su héroe suele ser prototípico: joven, valiente, respetuoso con la chica e implacable a la hora de enfrentarse a los malvados. Sus malvados parecen el antecedente de la sociedad “Espectra” que tanto juego le dio a James Bond: megalómanos, obsesivos, deseosos de adueñarse del Poder con mayúsculas, científicos sin corazón… A partir de ahí, teje unas tramas que se ramifican sin cesar y que llevan al lector de sorpresa en sorpresa –a veces, incluso, anticipando algo para mantenerlo aún más en tensión- para acabar por reunir todos los hilos al final con soltura y maestría. Por la relación entre misterio y aventura es digno discípulo de Conan Doyle. No hay reto al lector sino que lo obliga a cabalgar a su ritmo emoción tras emoción.
La puerta de la siete cerraduras
tiene de todo: unas lúgubres tumbas, un científico que experimenta sin piedad con humanos, una partida de asesinos codiciosos, unos ladrones de buen fondo, una herencia fabulosa, un criminal perfectamente emboscado y una puerta que abren siete llaves simultáneamente, llaves en poder de los diversos actores del drama y que habrá que reunir para abrir la habitación misteriosa de la tumba de los Selford.
Edgar Wallace
La puerta de las siete cerraduras
ePUB v1.0
chungalitos03.12.11
Título original:
The Door With Seven Locks
Fecha de publicación: 1926
El último trabajo oficial (según creía él) de Dick Martin era el de encontrar a Lew Pheeney quien se suponía complicado en el robo de la Banca Helborough. Y le halló en un pequeño restaura del Soho, en el preciso momento en que terminaba de tomar café.
—¿Qué ocurre? —preguntó Lew en tono despreocupado, mientras cogía el sombrero.
—El inspector quiere hablar contigo acerca del asunto Helborough—respondió Dick.
Lew arrugó las narices en expresivo gesto de satisfacción.
—¡El asunto Helborough! —exclamó desdeñosamente—. No me ocupo de los negocios de Banca. Creía que lo sabía usted. ¿Qué hace usted aún la Policía,
mister
Martin? Me han dicho que tiene usted dinero y que se separa del servicio.
—En efecto; tú eres mi último trabajo.
—Pues en este último salto, ha caído usted, demasiado mal. ¡He combinado cuarenta y cinco coartadas! ¿Le sorprendo;
mister
Martin? Ya sabe usted que no doy golpes de Banco. Mi especialidad son las cerraduras.
—¿Qué hacías el martes a las diez de la noche?
—Si se lo dijese a usted, creería que le estaba mintiendo.
—Vamos a verlo —insistió Dick, clavándole la mirada centelleante de sus ojos azules.
Lew tardó un momento en hablar. Calculaba los peligros de ser demasiado franco. Pero, una vez resuelto, terminó por decir la verdad.
—Esa noche y en esa hora realicé un trabajo particular. Un trabajo del que no quiero decir nada. Un poco sucio, pero en el fondo honrado.
—¿Y te pagaron bien? —preguntó Dick sonriente e incrédulo.
—Me dieron ciento cincuenta libras a cuenta. ¿No lo cree usted? Pues es la verdad. Estuve forzando varias cerraduras. Por cierto, las más fuertes y difíciles cerraduras con que he tropezado en mi vida. Un horrible trabajo que no volvería a hacer por todo el oro del mundo. Pero yo puedo probar que pasé la noche en el Royal Arms, de Chichester; que allí cené a las ocho de la noche, y que a las once me fui a dormir. Por tanto, pierde usted el tiempo hablándome del asunto Helborough. Conozco a los que lo hicieron como usted también los conoce, aunque no acostumbramos cambiar tarjetas.
Lew pasó la noche encerrado en un calabozo, mientras la Policía continuaba sus investigaciones. Se pudo comprobar que Lew no sólo había estado en el Royal Arms, de Chichester, sino que se había inscrito en el hotel con su propio nombre. Era cierto que a las once y cuarto, antes que los autores del robo del Banco Helborough hubiesen salido del edificio, Lew se hallaba tomando un whisky en su habitación, a sesenta millas de distancia del lugar en donde estaba situado el Banco. Las autoridades, en vista de todo ello, le pusieron en libertad a la mañana siguiente. Dick le invitó a tomar el desayuno juntos, pues entre los profesionales de perseguir ladrones y los profesionales del robo no hay una verdadera enemistad, y el subinspector Richard Martin era casi tan popular en los medios del hampa como en los centros policíacos.
—No,
mister
Martin; no le diré a usted una sola palabra mas de lo que le he dicho —continuó Lew tranquilamente—. Y aunque me llame usted embustero, no herirá en lo mínimo mis sentimientos. ¡He cobrado ciento cincuenta libras, y me hubieran pagado mil si hubiese terminado mi trabajo! Por mucho que adivine usted, no acertará nunca la verdad.
Dick Martin no dejaba de mirarle intensamente.
—Has ideado una excelente historia —le dijo—. Cuéntamela completa.
Lew Pheeney movió la cabeza en signo negativo.
—No le diré a usted nada. Mi historia descubriría a un hombre que, por cierto, no es buen sujeto ni yo le admiro lo mínimo. Pero no quiero dejar que mis sentimientos sean mejores que yo, y usted tendrá que seguir adivinando. Sólo le diré cómo ocurrió la cosa y le aseguro a usted que no miento.
De un sorbo se bebió su taza de café caliente, y después continuó: —El individuo que me propuso el trabajo ya se ha visto, por unas cosas o por otras, en situaciones difíciles; pero eso a mí nada me importa. Una noche vino a verme (él mismo hizo su propia presentación) y fui con él a su casa. ¡Terrible, amigo Martin! Un ladrón es un hombre diestro, por lo menos los ladrones que yo conozco, y robar es un bonito juego con dos jugadores: yo y la Policía. Si los detectives me cazan, buena suerte la suya; si yo logro burlarlos, buena suerte la mía. Pero hay cosas que me ponen enfermo, que me levantan el estómago. Cuando el tal individuo me explicó el trabajo que necesitaba de mí pensé que bromeaba, y mi primer impulso fue dar media vuelta y no hacerle caso. Pero yo soy la mas curiosa criatura que ha existido, y como se trataba de una nueva experiencia, después de pensarlo mucho, acepté. Le aseguro a usted que no se trataba de nada deshonroso. Todo lo que quería el individuo era poder dirigir una mirada a determinado sitio. Lo que pudiera haber en ese sitio, yo no lo sé. Y no hablemos más de esto. ¡Dichosas cerraduras! Me dejaron rendido.
—¿Acaso la caja de seguridad de un abogado? —preguntó el detective, interesado.
Lew negó con un movimiento de cabeza. Radicalmente abandonó el tema de la conversación. Y empezó a hablar de sus planes. Pensaba emprender un viaje a los Estados Unidos para ver a su hermano, que era un honrado maestro de obras.
—Usted y yo, amigo Martin —prosiguió Lew, sonriendo—, estaremos pronto fuera de juego. Usted es demasiado bueno para ser detective, y yo demasiado caballero para ser ladrón. No me sorprendería el que volviésemos a encontrarnos un día de éstos.
Dick volvió a Scotland Yard para hacer su último
rapport
—según pensaba— y presentárselo a su jefe inmediato, el capitán Sneed.
—Ese Lew Pheeney—dijo éste, husmeando el escrito —no ha sido franco. Si usted hubiese acertado a ponerle en la pendiente, lo hubiera confesado todo. ¡Un ladrón honrado! Eso lo ha leído en alguna novela... Supongo que usted piensa que su misión ha terminado, ¿verdad, Martin? Ahora, a comprar una casita de campo y a ser un caballero; a cazar con buenos galgos y a cenar con duquesas... ¡Curiosa vida para un hombre de acción como usted!
Dick Martin comprendió que el jefe se mofaba de él. Necesitaba muy poco para retirar su dimisión. Ya casi estaba arrepentido de haberla presentado; pero era tan fuerte la atracción que para él significaba sentirse autoridad, que hubiese dado una gran cantidad de dinero por poder recoger la carta que había enviado al jefe superior.
—Causa extrañeza ver cómo el dinero destruye a los hombres —dijo el capitán Sneed con tristeza—. Si ahora mismo yo heredase una fortuna, como usted, mi deseo sería no ocuparme de nada.
Dick aprovechó estas palabras de su jefe para replicar en el mismo tono de guasa: —Ese es un deseo que tiene usted siempre sin haber heredado nada, Sneed. Es usted el hombre más indolente que ha ocupado un sillón de jefe en Scotland Yard.
La corpulencia del capitán Sneed no sólo llenaba el asiento de la silla, sino que se desbordaba lateralmente. Estaba medio sentado y medio tendido. Exacta representación de la inercia. Dirigió una mirada de reproche a Dick, y exclamó: —No tolero insubordinaciones. Hasta mañana no dejará usted de pertenecer a la Policía. Llámeme
sir
y sea más respetuoso. No me gusta tener que recordarle que es usted un simple subinspector y que yo estoy próximo a ser superintendente. Esto suena un poco a snobismo. Pero no soy un indolente ni un vago, como ha querido usted decir. Soy un letárgico. Esto es una especie de enfermedad.
—Si está usted tan grueso es porque es usted indolente, y es usted indolente porque está usted muy grueso. Un círculo vicioso. Además, es usted lo suficientemente rico para retirarse del servicio en cuanto lo desee.
El capitán Sneed adoptó una postura reflexiva. Era un gigante, con espaldas de buey y la estatura de un granadero. Pero se le consideraba como un ser casi inerte. Levantó la mirada con lentitud; después rebuscó en un montón de papeles que había encima del pupitre y le mostró a Dick un papel azul.
—Mañana —dijo— será usted un ciudadano libre; pero hoy es usted mi esclavo. Vaya usted a la biblioteca de Bellingham en seguida. Se ha presentado una denuncia por robo de libros.
El subinspector Dick Martin lanzó un breve suspiro.
—Admito que no es un trabajo bonito —continuó Sneed, sonriéndose—. La cleptomanía no tiene importancia para un detective; pero va muy bien para un espíritu como el de usted. Debo recordarle que mientras está pensando en holgazanear a costa de un dinero que no ha ganado usted, muchos de sus pobres compañeros andan rompiéndose la crisma en investigaciones de esta índole.
Dick (o Slick, como se le llamaba por ciertas razones) empezó a pasear lentamente por el largo corredor, sin sentir pena ni alegría por el nuevo trabajo que acababan de encargarle. Pensaba que al día siguiente podría pasar por delante del más alto jefe de Policía sin saludarle siquiera. Dick era un hombre avispado: el más inteligente cazador de ladrones que se había conocido en Scotland Yard. De él solía decir Sneed que tenía espíritu de ladrón. Lo decía, claro está, como una alabanza. Por lo menos, tenía igual destreza. Se contaba de Dick que una noche, a instancias del jefe superior de Policía de Londres, realizó una prueba curiosa: despojó al secretario de Estado del reloj, del talonario de cheques y hasta de sus documentos personales sin que los más expertos detectives allí presentes se diesen cuenta de la hazaña hasta después de realizada.
Dick Martin llegó a Scotland Yard desde el Canadá, donde su padre habla ejercido el cargo de gobernador de un presidio sin saber ser vigilante de criminales ni guardián de su propio hijo. Dick aprendió varios cursos en la cárcel, y mejor hubiera sido capaz de apoderarse de un alfiler de corbata delante de las narices de su propio dueño que de interesarse por los misterios del álgebra. Peter du Bois, ladrón de oficio, le enseñó a abrir toda clase de puertas con una horquilla doblada. Lew Andrevski, habitual visitante del presidio de Fort Stuart, le adiestró en el juego de las tres cartas, valiéndose de algunas cubiertas de los libros de oraciones que había en la capilla. Si Dick no hubiera poseído el verdadero sentido de la honradez, su afición y su rara destreza le hubieran conducido fácilmente al deshonor y a la ruina.