La puerta de las siete cerraduras (3 page)

—¿El doctor Stalletti? —preguntó. —Ese es mi nombre —respondió el individuo con voz áspera, de marcado acento extranjero—. ¿Desea usted hablar conmigo? Me parece algo extraordinario y curioso. Yo no recibo visitas.

Parecía desconcertado, sin saber qué resolución tomar. Volvió la cabeza y habló con alguien que había detrás de él. Este movimiento permitió a Dick ver el rostro joven, sonrosado y redondo de un hombre elegantemente vestido, con ropas nuevas, que procuró ocultarse a la vista del detective.

—Buenas tardes, Thomas —dijo Dick cortésmente—. ¡Qué inesperado placer!

El hombre de la barba rumoreó algo entre dientes y abrió la puerta por completo. Tommy Cawley era, desde luego, un tipo que merecía ser mirado con atención. Dick le había visto en distintas ocasiones y circunstancias, pero nunca tan perfectamente arreglado. Camisa impecable, traje de moda, confeccionado sin duda por un sastre del West End.

—Buenas tardes,
mister
Martin —replicó sin inmutarse—. He venido a ver a mi viejo amigo Stalletti.

—Parece que se progresa —le dijo Dick, dirigiéndole una mirada admirativa—. ¿Buenos negocios?

Tommy cerró los ojos en gesto de paciencia y resignación.

—Tengo un buen trabajo —respondió rígido como un muerto—. Se acabaron los apuros para mí. Hasta la vista, doctor.

Estrechó la mano, un poco vigorosamente, del hombre de la barba y se dispuso a salir.

—Espere un momento, Tommy —exclamó Dick—; quisiera hablar con usted. ¿Puede aguardar un instante, mientras veo al doctor Stalletti?

Tommy dudó por espacio de unos segundos y dirigió una furtiva mirada al hombre de la barba.

—Está bien —dijo secamente—. Pero no tarde usted mucho. Tengo una cita. Muchas gracias por la medicina, doctor.

Dick no dio importancia a la frase, que era de la más ridícula candidez. Siguió al doctor hasta el hall.

—Usted es un agente de Policía, ¿verdad? —dijo el doctor cuando Dick le mostró su tarjeta—. Es una cosa extraña y curiosa. Hace mucho tiempo que la Policía no me busca. ¡Molestar a un hombre porque realizó experimentos científicos con un perro! Fue un hecho escandaloso, falto de toda lógica. Y ahora., ¿qué quiere usted preguntarme?

En pocas palabras, Dick le explicó el motivo de su visita. El extraño individuo le contestó inmediatamente : —Sí, yo tengo el libro. Estaba en la anaquelería. Yo lo necesitaba y lo cogí.

—Pero, amigo mío, usted no está autorizado para llevarse lo que es propiedad de otros por la simple razón de que lo necesite usted.

—Se trata de una biblioteca. ¿No prestan allí los libros? Yo me lo llevé con esa idea. No traté de ocultar nada. Cogí el libro, saludé a la joven
signora
y me marché. Eso es todo. Ahora ya he terminado de leerlo y lo devolveré. Haeckel es un loco; sus conclusiones son absurdas; sus teorías, muy extrañas y curiosas —evidentemente, ésta era su frase favorita—. A usted le parecerían confusas y vulgares, pero a mi...

Levantó los hombros y lanzó una especie de gruñido, que a Dick le pareció un intento de carcajada.

El detective se puso el libro debajo del brazo y salió a reunirse con Cawler. Sentía la satisfacción de haber encontrado un pretexto para volver a la biblioteca Bellingham.

—Veamos, Cawler —empezó diciendo Dick, sin más preliminares y en tono perentorio—: necesito saber algo de usted. ¿Es usted, por casualidad, amigo de Stalletti?

—Es mi médico —respondió Cawler fríamente.

Tenía ojos azules, y era una de las pocas personas que le inspiraban a Dick una sincera simpatía. Tommy Cawler había sido un notable paseador de automóviles. Un paseador de automóviles es un individuo que, al ver un automóvil solo en la calle, a la puerta de una casa, salta rápidamente al sitio del conductor, empuña el volante y desaparece antes que el propietario del coche se dé cuenta del hecho. Tommy fue detenido en dos ocasiones, y si no le ocurrió nada grave fue debido a la intervención del detective que ahora le estaba interrogando.

—Tengo un buen empleo —dijo—. Soy chofer de
mister
Bertram Cody. Ahora soy un hombre honrado. No volvería a robar por nada de este mundo.

—¿Dónde vive mister Cody?

—En Weald House. Una milla de distancia desde aquí; puede usted ir a informarse, si lo desea.

—Y ¿conoce el triste pasado de usted?

—Se lo referí todo. Dice que soy el mejor chofer que ha tenido en su vida.

—Ese traje que lleva usted, ¿es el uniforme que prefiere
mister
Cody?

—Le diré a usted la verdad. Ahora estoy con permiso. Mi amo es muy generoso para esto de las licencias. Aquí tiene usted mi dirección, por si la necesita.

Le entregó un sobre dirigido a él mismo con estas palabras: «En casa de Bertram Cody, Esq. Weald House, South Weald Sussex.» —Me tratan como a un señor —continuó—. No espero ver nunca una señora y un caballero tan perfectos como
mistress
y
mister
Cody.

—Muy bien — dijo el detective un poco escéptico—. Dispénseme las preguntas que le he hecho, Tommy. En mi léxico no existe la palabra arrepentido.

Le ofreció un asiento en el «auto»; pero Cawler declinó el honor. Dick emprendió el camino de regreso a Londres. Sufrió una gran contrariedad cuando, al llegar a la biblioteca, se encontró con que hacía media hora que la muchacha había salido. Pensó que ya era demasiado tarde para visitar a
mister
Havelock, y el recuerdo de este asunto le produjo un efecto desagradable. Sus planes estaban ya terminados y decididos. Procuraría pasar un mes en Alemania antes de emprender el trabajo que se había prometido a sí mismo: un libro que titularía Los ladrones y sus métodos, el cual le ocuparía seguramente todo el próximo año.

Sin ser excesivamente rico, gozaba de una posición excelente. Sneed había hablado de una gran fortuna, y casi estaba en lo cierto, aunque esa fortuna no fuese en libras esterlinas, sino en dólares, pues el tío de Richard hizo magníficos negocios como ganadero de Alberta. Principalmente se habla decidido Dick a separarse de la Policía porque se hallaba a punto de ser ascendido, y estimaba que no estaba bien interceptar el camino de otros compañeros que necesitaban aquel grado mucho más que él. El trabajo de detective le entretenía. Era su verdadera afición, y no comprendía que la vida tuviese otro interés.

Se disponía a entrar en su casa cuando oyó una voz ronca que le llamaba; volvió la cabeza y vio que el hombre con quien había estado hablando aquella misma mañana cruzaba la calle con cierto apresuramiento. Ordinariamente, Lew Pheeney era el más frío de los hombres; pero en aquel momento estaba muy excitado, casi incoherente.

—¿Puedo hablar con usted, Slick? —exclamó con una voz temblorosa, que Richard no recordaba haberle oído jamás.

—Desde luego. ¿Qué le sucede?

—No lo sé.

Lew miraba a lo largo de la calle nerviosamente.

—Me siguen, Slick.

—No será la Policía, te lo aseguro.

—¡La Policía! ¿Cree usted que a mí me preocupa la Policía? No. Ahora es aquel hombre de quien hablé a usted esta mañana. En ese asunto hay algo extraño que le oculté a usted. Mientras yo trabajaba vi que el individuo sacaba una pistola del bolsillo posterior del pantalón y la guardaba en uno de la chaqueta, sin separar la mano del arma durante todo el tiempo de mi trabajo. Me impresionó aquello de tal modo que si hubiese visto una puerta abierta ni siquiera hubiese esperado a que me pagase. A la mitad del trabajo dije que tenía que irme, y una vez fuera de aquel sitio huí velozmente. Había algo en aquel hombre, una especie de bestia, que me infundió pavor y repugnancia. Por otra parte, yo no llevaba revólver. Nunca lo llevo en este país, porque los jueces recargan la sentencia si le pillan a uno con un “perrito” en el bolsillo.

Mientras hablaban habían entrado en la casa y subían hacia el cuarto de Dick. Sin esperar la menor invitación, el ladrón penetró resueltamente en el hall, detrás del detective. Dick le condujo a su despacho y cerró la puerta.

—Ahora, Lew, dime la verdad. ¿Qué clase de trabajo estuviste haciendo en la noche del martes?

Lew miró a través de la ventana y alrededor de la habitación, a todas partes menos a Dick, y en voz baja exclamó: — ¡Estuve tratando de abrir la tumba de un hombre!...

CAPÍTULO IV

Hubo un silencio de un minuto. Dick le miraba fijamente, sin creerle del todo.

—Tratando de abrir la tumba de un hombre... —repetía—. Bien. Siéntate y sigue hablando, Lew.

—No puedo..., no puedo..., estoy horrorizado... Aquel hombre era infernal... ¡Yo no podría resistir otra noche como la del martes!

—¿Quién es ese hombre?

—No quiero decírselo a usted... Acaso al final. Pero ahora no quiero decírselo a usted... Si yo encontrase un sitio tranquilo, escribiría todo esto... Si... Debo dejarlo escrito, para el caso de que me ocurra cualquier cosa.

Se expresaba en medio de una gran excitación. Hacía muchos años que Dick le conocía —le había tratado en el Canadá y en Inglaterra— y no acertaba a explicarse la intensa nerviosidad de aquel hombre, de ordinario flemático y dueño de sí mismo.

No quiso aceptar la cena servida por la vieja criada de Dick. Se contentó con un whisky y soda. Dick pensó que era conveniente no hacerle más preguntas.

—¿Por qué no te quedas aquí esta noche y escribes esa historia? No trato de obligarte, sino de que sepas que aquí estarás más seguro que en ninguna otra parte...

Sin duda, Lew ya había pensado lo mismo, porque inmediatamente aceptó la idea.

Cuando la cena estaba tocando a su fin, el detective fue llamado por teléfono.

—¿Es usted
mister
Martin?—dijo una voz desconocida.

—Sí.

—Soy
mister
Havelock. El comisario me avisó esta tarde, y estoy esperando que venga usted a mi oficina. ¿Podría usted venir esta misma noche?

Había cierta ansiedad y urgencia en el tono de la pregunta.

—Seguramente —respondió Dick—. ¿Dónde vive usted?

—Novecientos siete.. Acacia Road, St. John's Wood. Muy cerca de su casa de usted. Un «taxi» le conducirá aquí en cinco minutos. ¿Ha cenado usted? Me temo que sí. Pero ¿quiere usted venir, dentro de un cuarto de hora, a tomar café conmigo?

Dick aceptó, sin acordarse de que tenía un huésped y una historia que tomar en consideración.

El inesperado encuentro con Lew había cambiado todos sus planes. Decidió, desde luego, dejarle que escribiera su historia. Llamó a la criada y le dijo que podía retirarse durante aquella noche. De este modo, Lew, solo en la casa, podría escribir su historia sin que nadie le interrumpiese. A Lew le pareció una gran idea, y se tranquilizó por completo. Un cuarto de hora más tarde, Richard Martin llamaba a la puerta de una magnífica casa que se alzaba en medio de un pequeño jardín, en el mejor sitio de St. John's Wood. Un viejo ayuda de cámara le recogió el bastón y el sombrero y le condujo a un comedor amueblado con excelente gusto.

Evidentemente,
mister
Havelock era un técnico en pintura, pues entre los cuadros que colgaban de las paredes había uno de Corot, y un gran retrato colocado sobre la repisa de la chimenea era. indudablemente, un Rembrandt.

El abogado estaba cenando solo, sentado al final de una larga mesa elegantemente dispuesta. Había un vaso de vino delante de él y tenía un cigarro habano entre los dientes. Era un hombre de cincuenta a sesenta años de edad, alto y más bien delgado. Tenía cejas y quijada de boxeador. Sus patillas grises le daban cierto aspecto feroz. A través de las gafas brillaban sus ojos, que atraían fuertemente. A Dick le interesó mucho el tipo.


Mister
Martin, ¿verdad? —dijo, levantándose y ofreciéndole la mano—. Siéntese usted. ¿Quiere usted beber algo? Tengo un oporto hecho para príncipes. Walters, sirve un vaso de Oporto a
mister
Martin.

Se reclinó en el respaldo de la silla, y se quedó mirando fijamente a Richard.

—Conque es usted detective, ¿en? —continuó. Esta pregunta le pareció a Dick una reminiscencia del servicio que había realizado en la mañana de aquel mismo día.

—El comisario —añadió Havelock— me ha dicho que mañana dejará usted de pertenecer a la Policía y que quiere usted ocuparse en algo. Pues yo le voy a proporcionar a usted una colocación que me ahorrará muchas noches de insomnio. Walters, sirve a
mister
Martin y déjanos. Conmuta el teléfono para que no nos interrumpan, y ya sabes: no estoy para nadie en absoluto.

Cuando el ayuda de cámara salió del comedor y cerró la puerta, Havelock se levantó y empezó a pasearse por la habitación. Tenía unos modales rápidos, bruscos, casi ofensivos.

—Yo soy abogado —dijo—, y usted, probablemente, conocerá mi nombre, aunque nunca he actuado en los tribunales de la Policía ni apenas en la Audiencia. Yo soy abogado de algunas compañías, que han depositado en mí su confianza, y de algunas instituciones benéficas. Soy también el abogado del Estado de Selford.

Hablaba con cierto énfasis, creyendo que Dick se daría cuenta de la importancia de todo ello.

—Pero no quisiera serlo —agregó—. El viejo lord Selford no era precisamente viejo sino en pecar y cometer iniquidades. El último
lord
Selford me nombró único ejecutor de su propiedad y guardián de su desventurado hijo. Este último
lord
Selford era un hombre muy desagradable, de mal genio, medio loco, como lo fueron casi todos los Selfords durante varios generaciones. ¿Conoce usted Sellara Manor?
[2]
.

Dick sonrió.

—Es curioso —dijo—; hoy precisamente he estado muy cerca, y no he sabido que existía tal sitio hasta esta tarde. ¿Acaso vive allí lord. Selford?

Los ojos de Havelock brillaban fieramente detrás de los cristales de las gafas.

—¡Ojalá viviera allí! —exclamó, un poco irritado, como si mordiera las palabras—. Pero no vive en ninguna parte. Quiero decir que no vive en ninguna parte más de dos o tres días seguidos. Es un nómada irremediable. Su padre, en la juventud, fue lo mismo. Pierce (éste es su nombre familiar, y siempre se le ha llamado así) ha pasado estos últimos diez años yendo de un país a otro, de una ciudad a otra ciudad, gastando largamente su fortuna, lo cual puede hacer porque es una fortuna considerable, y viniendo a Inglaterra sólo en muy raras ocasiones. Hace cuatro años que no le veo.

Estas últimas palabras las dijo muy despacio. —Le contaré a usted su historia —continuó—. para que se dé cuenta de todo. Cuando Selford murió, Pierce contaba seis años de edad. No tenía madre ni, cosa rara, parientes próximos. Selford fue hijo único, y a su esposa le ocurría lo mismo. Por tanto, no existían parientes allegados a quienes yo pudiera transferir mi responsabilidad. El muchacho tenía una salud quebradiza, según me dijeron cuando le llevé a una escuela preparatoria, a la edad de ocho años, con la idea de verme libre de él. Pero no pasaba día sin que me enviase una nota pidiéndome que le sacara del colegio. Eventualmente, encontré un tutor particular, que se encargó de educarle y de prepararle para el examen de ingreso en Cambridge, y dispuse que salieran de viaje. ¡Nunca lo hubiera hecho! El afán de viajar prendió en su espíritu, y desde entonces no ha cesado de hacerlo. Hace cuatro años vino a Londres a verme. Iba camino de América, en donde se proponía estudiar asuntos financieros. Pensaba escribir un libro. Una de las ilusiones de muchas personas es creer que hay otras personas interesadas en sus investigaciones.

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