Read La puerta de las siete cerraduras Online
Authors: Edgar Wallace
—Dick está muy bien —decía el coronel Martin a los horrorizados parientes, que temían por la corrupción del muchacho, huérfano de madre—, y cuando ingrese en la Policía su educación le hará digno de los mejores puestos.
De cuerpo recto y erguido, de aguda mirada, de completa y admirable salud. Dick Martin pasó felizmente su período de prueba en la oficina. La guerra le trajo a Inglaterra. Era un mozuelo que ya contaba con un valioso historial. Scotland Yard le acogió en seguida y obtuvo la distinción de ser el único miembro del Departamento de Investigación Criminal a quien se concedió el nombramiento correspondiente sin pasar por el periodo probatorio del trabajo en patrullas.
Cuando se disponía a salir fue alcanzado en la escalera por el tercer comisario.
—¡Amigo Martin! —le dijo éste—. ¿Conque nos deja usted mañana? ¡Mala suerte tenemos! Vamos a perder un buen detective. Es una verdadera pena el que tenga usted dinero. Y ¿qué piensa usted hacer? Dick sonrió tristemente.
—No lo sé —respondió—. Empiezo a creer que me he equivocado en presentar la dimisión.
—Haga cualquier cosa menos dedicarse a la lectura, y por lo que más quiera, no funde usted una agencia de Policía particular. En América, las agencias de detectives hacen cosas maravillosas; pero en Inglaterra su trabajo queda reducido a buscar indicios y pruebas para divorcios. Precisamente hoy un individuo me ha preguntado si yo podría recomendarle...
Se detuvo de pronto al pie de la escalera y se quedó mirando fijamente a Dick con un nuevo interés.
—¡Sería curioso! —exclamó—. ¿Conoce usted a Havelock, el abogado?
Dick negó con un gesto.
—Es una buena persona —continuó el comisario—. Tiene el despacho en Lincoln's Inn Fields. Puede usted encontrar la dirección exacta en la gula del teléfono. Le he encontrado hoy en el lunch: y me ha preguntado.:
Se detuvo un instante, sin dejar de examinar con la mirada al joven detective.
—¡Usted es el hombre indicado! —prosiguió—. Es extraño que yo no haya pensado antes en usted. Me preguntó si yo podría encontrar un buen detective particular, y le respondí que esas cosas sólo existen en las novelas.
—Por lo que se refiere a mí, no existen —replicó Dick, sonriente—. La última cosa que yo haría en este mundo es ser detective de agencia.
—Tiene usted razón, hijo mío. Pero, de todos modos, si usted lo fuese, yo le respetaría. En el caso de que se trata, es usted el único hombre que puede realizar el trabajo. ¿Quiere usted ir a ver a Havelock de mi parte? Me agradaría tanto que le ayudase usted, si le fuese posible... Aunque Havelock no es amigo mío, le conozco bien y sé que es una persona muy agradable.
—¿Qué clase de trabajo? —preguntó el joven sin el menor entusiasmo.
—No lo sé. Acaso sea un trabajo que usted no pueda realizar. Pero me gustaría que viese a Havelock. Yo casi me comprometí a recomendarle alguien. Me parece que se trata de un asunto relacionado con un cliente suyo, que le preocupa bastante. Yo le quedaría a usted muy reconocido si viese a ese caballero.
La última cosa que podría pensar Dick era transferir sus actividades de detective de Scotland Yard a la esfera de las agencias particulares; pero él se consideraba obligado al tercer comisario, que le había dispensado alguna protección, y no había ninguna razón para que le impidiese ver al abogado. Y se avino a ello.
—Bien —dijo el comisario—. Telefonearé esta tarde a Havelock y le diré que irá usted a verle. Seguramente podrá usted serle útil en el asunto que le interesa.
—Así lo espero —afirmó Dick, sabiendo que mentía un poco.
Dick emprendió tranquilamente su viaje hacia la biblioteca de Bellingham, una de las instituciones londinenses sólo conocida por una selecta minoría. Todas aquellas novelas o volúmenes que contengan alguna curiosa reminiscencia tienen un sitio en las anaquelerías de esta institución, fundada hace un siglo, aproximadamente, con el fin de ofrecer a los literatos y a los científicos la oportunidad de consultar volúmenes difíciles de hallar, salvo en el Museo Británico. En los cuatro pisos que forman el edificio, gruesos tomos de filosofía alemana, libros de consulta para leguleyos, tratados de fenómenos científicos —algunos casi ilegibles—, obras de toda clase de temas, más o menos interesantes, viven juntas, espalda con espalda, en aquellas apacibles estanterías.
John Bellingham fundó esta biblioteca en el siglo xviii y dejó determinado en el documento de fundación que «dos mujeres, con preferencia en circunstancias indigentes», formarían parte de la dependencia. Y fue a una de estas dos mujeres a quien Dick se dirigió.
En una pequeña habitación, alta de techo, una muchacha, sentada ante una mesa, se ocupaba en ordenar las cartulinas de un fichero.
—Soy de Scotland Yard —dijo Dick, haciendo su propia presentación—. Tengo entendido que han sido robados algunos de los libros de esta biblioteca.
Mientras hablaba recorría con la mirada las estanterías, pues no le interesaban las mujeres, ya fuesen inteligentes o estúpidas, pobres o millonarias. La única cosa que observó en la muchacha fue que vestía de negro y que su pelo era oscuro ligeramente dorado, peinado de modo que una pequeña crencha o flequillo caía sobre la frente. Pensó de una manera vaga que la mayor parte de las mujeres tienen ese tono de pelo y que las crenchas o flequillos son muy usuales entre las mujeres de la clase trabajadora.
—Cierto —respondió la muchacha—. Un libro ha sido robado de esta sala, mientras yo me encontraba tomando el lunch. No era muy valioso. Un volumen alemán titulado Morfología general.
Abrió un cajón y sacó una ficha, que mostró a Dick, el cual leyó las palabras escritas en ella sin demostrar un gran interés.
—¿Quién quedó aquí durante la ausencia de usted? —preguntó Dick.
—Mi auxiliar. Una muchacha llamada Helder.
—En ese intervalo, ¿vino alguno de los suscriptores de la biblioteca?
—Vinieron varios. Aquí tengo sus nombres. La mayor parte de ellos está por encima de toda sospecha. El único visitante que no es suscriptor de la biblioteca es un caballero llamado Stalletti, doctor italiano, que vino a informarse de las condiciones de suscripción.
—Y ¿dio su nombre?
—No —respondió la muchacha, un poco extrañada—. Pero la señorita Helder le reconoció. Parece que ha visto su retrato en algún sitio. Yo creí que usted recordaría su nombre.
—¿Por que he de recordar yo su nombre, buena muchacha? —replicó Dick ligeramente irritado.
—¿Por qué no ha de recordarle usted, buen hombre? —dijo ella fríamente.
Desde este momento Dick Martin adoptó cierta precaución hacia la muchacha, en el sentido de que, procediendo de los bajos fondos sociales, había llegado a ser casi una personalidad.
Ella tenía ojos grises, de amplia mirada; la nariz, recta y pequeña; la boca, un poco, grande....
—Dispénseme —dijo Dick riéndose—. Pero no estoy realmente interesado por estos infernales asuntos de robos. Mañana dejaré de pertenecer a la Policía.
—Lo cual producirá una gran alegría entre los criminales — replicó ella cortésmente, dirigiéndole una intensa y alegre mirada.
Dick sintió entonces cierta inclinación hacia la muchacha.
—Veo que posee usted el sentido del humor —le dijo.
—Querrá usted decir que poseo el sentido de su humor —replicó ella vivamente—. He sido llamada buena muchacha por un oficial de la ley, con categoría, según veo en su tarjeta, de subinspector.
Dick, espontáneamente, se sentó en una silla que había cerca de él.
—Dispense usted mi rudeza —dijo—, y humildemente le suplico que me informe acerca de Stalletti. Este nombre para mí no significa más que el de John Smith, seudónimo favorito de un caballero que fue detenido una noche en el momento de saltar por la ventana de la despensa de una casa.
—Y ¿es usted un detective? —replicó ella, después de haberle contemplado gravemente con el ceño arrugado durante un instante—. ¿Usted es uno de esos seres casi humanos que nos protegen mientras dormimos?
—¡Me rindo! —respondió Dick, poniendo las manos en alto y sin cesar de reírse—. Y ahora, colocándome en mi sitio, el cual yo sé que no es muy elevado, espero que me informe usted acerca del libro desaparecido.
—No tengo nada que decirle —repuso ella mirándole—. El libro se encontraba aquí a las dos de la tarde, y a las dos y media había desaparecido. Acaso pudieran encontrarse huellas digitales en las estanterías, pero lo dudo, porque tenemos tres mujeres empleadas exclusivamente en limpiar las señales que dejan los dedos en las estanterías.
—Pero ¿quién es Stalletti?
—¿Comprende usted ahora mi sorpresa al saber que es usted detective? Mi auxiliar me ha dicho que ese hombre es conocido de la Policía. ¿Quiere usted ver su libro?
—¿Stalletti ha escrito un libro?
La muchacha se levantó y salió de la sala. A poco volvió con un pequeño libro, encuadernado con sencillez. Dick cogió el libro y leyó su título:
Nuevos pensamientos de Biología constructiva
, por Antonio Stalletti. Repasó sus páginas, casi todas llenas de anagramas y de cuadros estadísticos, y preguntó : —¿Por qué ha tenido que ver este hombre con la Policía? Yo ignoraba que fuese un hecho criminal escribir un libro.
—Lo es —dijo ella con énfasis—. Y no siempre se castiga. Tengo entendido que la ley no hizo una excepción con Stalletti. Su libro se relaciona con la vivisección o con una cosa igualmente horrible.
—Y todo eso, ¿qué es? —interrogó Dick, devolviéndole el libro.
—Eso es algo acerca de los seres humanos —respondió ella solemnemente—. Seres como usted y como yo. Cuántos más felices serían si en vez de convertirlos en casos de inversión (creo que ésta es la palabra científica) se les permitiera vivir una vida salvaje en los bosques y alimentarse de nueces.
—Sistema vegetariano.
—No es precisamente vegetariano. Bueno, lo mejor es que se haga usted suscriptor de la biblioteca y se dedique a leer el libro. La muchacha abandonó en este momento su tono de broma.
—La verdad es —continuó—,
mister
...,
mister
... —miró de nuevo la tarjeta del detective—,
mister
Martin, que no nos ha preocupado la pérdida del libro de Haeckel. Ya tenemos otro ejemplar, y si el secretario no hubiese sido tan celoso de su cargo, no hubiéramos dado parte a la Policía. Pero le ruego a usted que si ve a ese caballero no le diga mi opinión. Y ahora, tenga usted la bondad de decirme algo que me asuste, que me haga temblar. Hasta ahora nunca me había visto en presencia de un detective, y lo más probable es que no vuelva a verme en este caso. Dick colocó el libro sobre la mesa y se puso en pie.
—No me he atrevido a preguntarle a usted su nombre —dijo—, y merezco toda la guasa que ha empleado usted conmigo. Pero, igual que es usted fuerte, sea también generosa. ¿Dónde vive Stalletti?
—En Gallows Cottage
[1]
. Un nombre un poco macabro, ¿verdad? Es en Sussex.
—Gracias. En cuanto al libro, ya procuraré leerlo.
—Es curioso cómo preocupa una visita de la Policía. Yo no sé si el libro de Stalleti merece tanta atención; pero supongo que usted no habrá hecho mucho caso de mis palabras.
—¿Había aquí otra persona, además de Stalletti?
Ella le enseñó una lista con cuatro nombres.
—Excepto él —dijo—, nadie más puede ser sospechoso. Nada hubiera ocurrido si yo hubiese estado aquí. Yo soy observadora por temperamento.
Calló repentinamente y dirigió una mirada al pupitre. El libro que estaba allí hacía unos segundos había desaparecido.
—¿Ha cogido usted el libro? —preguntó.
—¿Me ha visto usted cogerlo?
—No. Yo hubiera jurado que estaba aquí hace un segundo.
Dick sacó el libro de debajo de su americana y se lo dio a la muchacha.
—Me gustan las personas observadoras —dijo.
—Pero ¿cómo lo ha hecho usted? Yo tenía puesta la mano sobre el libro, y sólo separé de él la mirada un segundo.
—Uno de estos días volveré por aquí y le daré a usted una lección.
Ya en la calle, Dick se asombraba de que, a pesar de su inteligencia y de su habilidad, no había conseguido saber el nombre de la interesante y despierta muchacha de la biblioteca Bellingham.
Sybil Lansdown se asomó a la ventana, desde la cual se veía el
square
entero. Se quedó contemplando a Dick hasta que éste se perdió de vista. Una breve sonrisa se dibujó en sus labios, y la luz del triunfo resplandeció en sus ojos. Su primera impresión fue de odio hacia Dick. Ella odiaba a los hombres vanidosos. Empezó a pensar en si volvería a verle. ¡Hay pocas personas que resulten graciosas en este mundo! Y Sybil presentía que el subinspector Richard Martin —volvió a leer de nuevo la tarjeta— pudiera ser una de las que más gracia le hiciesen.
Dick sentía deseos de volver a encontrarse con la muchacha. Para ello sólo contaba con un pretexto. Fue al garaje situado cerca de su casa y empuñando el volante de su «Buick», se dirigió hacia Gallows Hill. No era un intento fácil, porque Gallows Hill no está marcado en el mapa, y sólo tiene una significación local. Hasta que se halló en las proximidades de Seldford Manor no logró saber, por indicaciones de un caminante, que el
cottage
estaba enclavado en la calle principal y que se había distanciado unas diez millas del camino obligado.
A la caída de la tarde llegó al final de su viaje. Se detuvo delante de un muro resquebrajado, roto por algunos sitios, en el que parecía colgada la puerta de la casa del doctor Stalletti. Un sendero cubierto de hierba conducía a la miserable vivienda, que parecía glorificar el título del
cottage
. Dick, recordando que algunos de sus amigos poseían
cottages
que eran verdaderas mansiones, creyó que éste del doctor Stalletti sería igualmente un verdadero palacio.
No había timbre ni llamador en la puerta. Después de golpear en ella repetidas .veces, y al cabo de cinco minutos, oyó los-pasos confusos de unos pies calzados con zapatillas y el chirrido de una cadena de seguridad. Al fin, la puerta se abrió solamente unos milímetros.
Acostumbrado a los espectáculos más inverosímiles, Dick examinó la cara del hombre que asomaba por tan limitado espacio. Un rostro largo, amarillento, cruzado por innumerables arrugas, como una manzana vieja; una barba negra que medio cubría el chaleco de su propietario; una gorra grasienta; unos ojos negros de maligna mirada... Estas fueron las primeras impresiones obtenidas por Dick.