La puerta de las siete cerraduras (5 page)

—Temí—dijo el abogado—que esto pudiera estropear nuestros planes. Si usted necesita quedarse en Londres una o dos semanas, o algún tiempo más, puede hacerlo. Aunque nuestro asunto es urgente, no es de inmediata ejecución.

En Scotland Yard se celebró una reunión de jefes, y se acordó permitir a Dick salir de Inglaterra inmediatamente después de practicadas las investigaciones necesarias, a menos que se realizase alguna detención y obligase a permanecer en constante contacto con la Dirección, pues en el caso de ser hallado el criminal sería posible que el detective tuviese que regresar para declarar en el sumario. Dick puso todo en conocimiento de
mister
Havelock.

Las investigaciones terminaron el viernes y el sumario quedó aplazado por tiempo indefinido. El sábado, a las doce del día, Dick salió de Inglaterra a la caza más absurda que puede emprender un hombre. Tras él caminaba la sombra de la muerte.

CAPÍTULO VI

Cuando Dick salió de Inglaterra en su curiosa misión, los periódicos se ocupaban ampliamente del asesinato de Pheeney. Pero, aparte de esta preocupación, en el espíritu del joven detective se alzaban otros pensamientos y otras ilusiones que le acompañaban en el viaje. Casi olvidada la muerte de Lew, él sólo recordaba dos bellos ojos grises que le miraban, sonriéndole, todo el tiempo, y una dulce y suave voz acariciadora. ¡Si siquiera hubiese acertado a descubrir el nombre de ella!... En ese caso le escribiría o, por lo menos, le enviaría una postal referente a las extrañas tierras que estaba cruzando.

Pero en la precipitación del viaje, y con las molestias que le había proporcionado el asesinato de Pheeney —aunque él no tomó parte oficial en las posteriores pesquisas—, no tuvo tiempo ni pretexto para volver a verla. Quizá una carta dirigida «a la bella señora de los ojos grises, Biblioteca Bellingham», pudiera posiblemente llegar a sus manos. Pero ¿y si existía otra empleada de ojos igualmente grises? Por otra parte —Dick pensaba esto con mucha seriedad—, ella podría molestarse. Desde Chicago envió una carta al secretario de la biblioteca, incluyendo su suscripción, aunque los libros científicos le fuesen tan precisos como una
ménagerie
de gatos salvajes. Pero esperaba ver el nombre de ella en el acuse de recibo. Cuando ya la carta estaba en el correo pensó que al llegar la respuesta a Chicago él se encontrarla a miles de millas de distancia, y se reprochó a sí mismo por haber cometido tamaña majadería.

Como no tenía noticias directas de Sneed, seguía el curso de las investigaciones realizadas por la Policía en el asunto del asesinato de Lew a través de los periódicos ingleses atrasados que encontraba. Aparentemente, la Policía no había practicado detenciones y la Prensa apenas se ocupaba ya del crimen.

Desde Buenos Aires llegó a Capetown, en donde por unos días no logró alcanzar a su perseguido; pero allí recibió las primeras noticias serias desde que empezó su caza. Fue un cable de
mister
Havelock ordenándole regresar inmediatamente a Inglaterra. Con el corazón rebosante de alegría embarcó en el
Castler
, anclado en el puerto. Aquel día hizo su segundo importante descubrimiento. El primero lo había hecho en Buenos Aires.

En todos sus viajes no había trabado conocimiento con aquel conglomerado de gentes en cuya compañía había recorrido medio mundo, ni apenas le interesaba ya la misión que estaba encargado de cumplir. El lento barco en donde viajaba empleó trece días desde Capetown a Madeira, y por cuatro días no pudo alcanzar el vapor correo. Para un hombre con más preocupaciones que las del deporte de cubierta, o las características peculiares de los pasajeros, o las maniobras diarias del barco, aquellos trece días representaban el periodo más estúpido de su vida. Pero una vez que el barco se detuvo para aprovisionarse de carbón, el milagro se realizó. Precisamente minutos antes que el vapor volviera a salir llegó al costado del mismo una lancha con media docena de pasajeros. Cuando éstos subían al barco, Dick pensó una y otra vez si estaría soñando.

¡Era ella! No había duda. El la hubiera reconocido entre un millón de mujeres. Ella no le vio ni él se dio a conocer. Ahora que los dos se encontraban —valga la paradoja— bajo el mismo techo, y que se había presentado la oportunidad, tantas veces por él soñada, de tan inesperada manera, se sentía curiosamente tímido y no se atrevió a hablarle hasta el último día del viaje.

Cuando al fin se encontraron, ella demostró una gran frialdad.

—Yo sabía que estaba usted a bordo —dijo la muchacha—, porque vi su nombre en la lista de pasajeros.

Dick estaba tan agitado, que en sus ojos no se reflejaba la menor alegría.

—¿Por qué no me habló usted antes? —preguntó Dick, sonriente.

—Pensé que estaba usted aquí en actos de servicio —replicó ella maliciosamente—. El mayordomo me dijo que usted pasaba la mayor parte de las noches en el
smoking
-
room
, vigilando a los jugadores de cartas. Lo mismo pensé cuando le vi a usted en la biblioteca. Ahora es usted suscriptor, ¿verdad?

—Sí. Creo que si.

—Lo sé porque firmé su recibo.

—¡Ah, entonces usted es...!

Hizo una pequeña pausa, en espera de que ella hablase.

—Yo soy... la persona que firmó el recibo —interrumpió la muchacha, sin que se alterase un solo músculo de su cara.

—¿Cómo se llama usted? —interrogó Dick bruscamente.

—Mi nombre es Sybil Lansdown.

—¡Ah, sí, lo recuerdo perfectamente!

—Lo vio usted en el recibo, naturalmente. Este fue devuelto a la biblioteca por las oficinas de Scotland Yard.

—Jamás he conocido a una mujer que vuelva tan loco a un hombre como usted —exclamó Dick riendo, y se apresuró a ser más cortés—. Quiero decir que eso es lo que yo siento por usted.

La conversación se reanudó al caer la tarde, en la oscuridad del puente, el uno al lado del otro, hasta que una voz ronca dijo desde el puente de la cubierta superior: —Empiezan las luces,
sir
.

Los dos jóvenes se asomaron a la barandilla del estrecho puente y vieron los resplandores de una luz temblorosa, durante una fracción de segundo, en la lejana orilla del mar.

—Es un faro —dijo Dick—. No sé por qué llaman a eso empezar. Mejor hubiera sido decir que acababan.

Se aproximó más aún a la muchacha, y ésta, después de un corto silencio, le dijo: —No es usted americano, ¿verdad? —Canadiense... por costumbre; británico de nacimiento, según dice la mayor parte de la gente. Soy una especie de renegado.

—No me gusta esa palabra. Ha sido una verdadera casualidad el haberle encontrado a usted cuando embarqué en Madeira. Hay una espantosa cantidad de gente rara en este barco.

—Gracias por la distinción —dijo Dick gravemente; y como ella protestase, añadió—: Todos los barcos que cruzan el Océano van llenos de gente rara.

Le regalo a usted un millón de libras si encuentra usted un solo barco de éstos en donde unos pasajeros no digan, refiriéndose a los otros: «¡Qué gentuza!» No, señorita Lansdown; no haga usted caso de las cosas vulgares. Por donde se mire, la vida es vulgar. La mayor vulgaridad es comer y beber. Si trata usted de vivir originalmente, terminará usted sus días con pasmosa rapidez. Ocurre otra cosa extraña en los barcos: que nunca se siente uno con ánimos para cambiar la palabra con aquellas personas que le agradan hasta el último día de viaje. ¿Qué hace uno durante los días anteriores? No lo puedo comprender. Desde que salimos de Madeira llevamos cinco días de viaje, y hasta esta tarde no he hablado con usted. Esta es la prueba.

—Bueno —dijo Sybil, separándose de él—, estoy pensando que es muy tarde y que debo ir abajo. Mañana hay que levantarse temprano.

—Lo que en realidad está usted pensando —replicó Dick muy amablemente—es que de un momento a otro voy a cogerle a usted la mano apasionadamente y a pedirle que continuemos juntos, como ahora, para siempre, bajo las estrellas y bajo el sol. Nada de eso, señorita. La belleza me atrae, es cierto. Usted es bella; yo al menos, no encuentro nada feo en su cara —Sybil reía a carcajadas—. Si usted tuviese una nariz sebosa y unos ojos pequeños y turbios y su complexión fuese como la de esos mapas que muestran la estadística de la población, yo la hubiese admirado a usted por sus buenos sentimientos; pero no la hubiera colocado a usted a la altura de Cleopatra. Apostaría algo a que ésta no era tan bonita como dicen, si se conociese la verdad.

—¿Volverá usted a salir al extranjero? —dijo ella, esquivando un tema que le resultaba embarazoso.

—No. Me quedaré en Londres. En Clargate Gardens. He alquilado un cuarto precioso. Se puede uno sentar en medio de cualquier habitación y tocar las paredes sin levantarse. Pero como yo soy un hombre sin ambiciones... Cuando llegue usted a mi edad (voy a cumplir los treinta el catorce de septiembre, y se lo digo por si quiere usted enviarme flores), se contentará usted con vivir en paz y contemplar cómo el viejo mundo sigue dando vueltas. Ahora estoy contento de volver a Inglaterra. Londres se apodera de uno, y cuando empieza el cansancio, llega una niebla viscosa y no hay modo de encontrar el camino de la salida.

—Pues mi cuarto es aún más pequeño que el de usted —dijo Sybil—. Madeira es el cielo comparada con Coram Street.

—¿Qué número? —preguntó Dick rápidamente. —Uno de los muchos que hay en la calle. Y ahora me voy. Buenas noches.

Dick no la acompañó. Se quedó contemplando su fina figura alejándose por la cubierta solitaria. «¿A qué habrá ido a Madeira?», se preguntaba. Porque la muchacha no es una de esas afortunadas personas que escapan a los rigores del invierno en Inglaterra, ni que pueden permitirse el lujo de emprender el camino del equinoccio vernal. Sybil era más bonita de lo que él había pensado. Belleza pálida, de estilo oriental. Sesgados ojos grises, sugeridores de los países del Este. Sus labios, de color de geranio rojo, contrastaban con la interesante y delicada palidez de su rostro —ni una exacta palidez ni un tono rosado tampoco—, y además no era tan delgada como él creía, sino flexible y plástica. Se sorprendió de sí mismo al darse cuenta que estaba examinando los encantos de la muchacha. Paseó un momento por la cubierta y se dirigió al
smoking-room.
Aunque ya era un poco tarde, las mesas estaban ocupadas por los habituales jugadores. Se sentó en la esquina de una de ellas y estuvo observando el juego. Un individuo grueso y extraño, que le había dirigido frecuentes e insultantes miradas de resentimiento desde su llegada, y que era el jugador más jovial y de más éxito, separó violentamente las cartas y se puso en pie, después de haber guardado sus ganancias.

—Me voy a la cama —dijo.

Se detuvo delante de Dick.

—Me ganó usted cien libras —le dijo— la semana pasada, y tendrá usted que pagármelas antes de salir del barco.

—¿Las quiere usted en billetes o prefiere un cheque? —respondió Dick amablemente.

El individuo permaneció un momento en silencio.

—Vámonos fuera —gruñó después.

Dick le siguió a la cubierta de paseo, escasamente alumbrada.

-¡Mire usted,
mister
—continuó el hombre gordo y extraño—: he estado esperando una ocasión para poder hablar con usted. No le conozco, aunque su cara me es familiar. Yo he estado trabajando esta línea durante diez años y he tolerado alguna competencia, muy poca. Lo que no tolero es que un amiguito como usted me lleve bonitamente el dinero con un paquete de cartas en la mano.

—En suma, que usted quiere conservar su puesto de honor entre los jugadores de ventaja.

Y mostrándole su distintivo de detective, añadió: —¿Ha visto usted alguna vez esto?

El sujeto miró la chapa metálica con cierta repugnancia.

—No tengo derecho a usar esto—continuó Dick guardándose la insignia—, porque he dejado de pertenecer a la Policía real canadiense. Lo llevo aún para emplearlo en viejos asuntos pendientes. ¿No se acuerda usted de mí? Aseguraría que si. Yo le detuve a usted en Montreal hace ocho años, por dedicarse a vender cierto stock de minería que no pertenecía a ninguna mina.

—¡Dick Martin!...

El hombre gordo acababa de invocar a un gran personaje.

Mas tarde, en una cabina, que compartía con dos de sus cómplices, sudaba a chorros mientras explicaba los datos biográficos de Dick.

—Es el mismo —decía— que detuvo a Harwey Wells en Klondyke. Entonces usaba bigote, y por eso ahora me ha costado trabajo reconocerle. ¡Es un amigo de cuidado! Su padre fue gobernador del presidio de Fort Stuart, y le permitía que jugase con los presos. Con las cartas en la mano hace todo lo que le pidan. También cazó a Joe Haldy, y Joe es mas
largo
que Oxford Street.

A la mañana siguiente,
mister
Martín bajaba por la escalera del
Castle
con una maleta en cada mano. Uno de los hombre de la cuadrilla de Flack, encargado de vigilar a los pasajeros que desembarcaban, observó la juventud y la vivacidad de Dick, y aproximándose al mayordomo, amigo suyo y su acostumbrada fuente de información, le interrogó acerca de aquél.

—Es
mister
Richard Martin —respondió el mayordomo—. Un cazador muy conocido. Llegó a Capetown desde la Argentina; a la Argentina, del Perú, y de la China... Ha estado en Nueva Zelandia y en la India y ¡Dios sabe dónde!

—¿Hay negocio?

El mayordomo parecía dudar,

—Debe de haberlo —dijo al fin—. Tiene la mejor cabina del barco y da propinas espléndidas. Algunos individuos que embarcaron en Capetown trataron en engancharle en el
bridge
, pero él los ganó a todos.

El curioso miembro de la banda de Flack se sonreía bondadosamente.

—Gente de cartas no es negocio —dijo, demostrando esa especial alegría que siente el ladrón de tierra por su hermano el del mar—. Además, estos vapores del Cape son demasiado pequeños y todo el mundo se conoce. Un jugador reventará de hambre en esta línea. Hasta luego, Harry.

Harry, el mayordomo, respondió a la despedida indiferentemente y se quedó observando cómo el gancho se apresuraba a bajar al sitio destinado al examen de documentos. Martin esperó la llegada del oficial de Aduanas con una ligera expresión de impaciencia en su rostro enjuto y moreno.

—¿
Mister
Martin? Preguntó el
vigía
de los ladrones haciéndose el encontradizo, sonriéndole y ofreciéndole la mano—. Yo soy Bursen... Nos encontramos en Cape... Tengo mucho gusto en volver a verle.

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