Read La puerta de las siete cerraduras Online
Authors: Edgar Wallace
Dick esquivó el darle la mano. Le miró atentamente. El gancho iba bien vestido: camisa impecable, traje correcto... En un bolsillo del chaleco asomaba un maciza pitillera de oro, deslumbradora.
—Tenemos que vernos luego —prosiguió.
—En la cárcel de Wandsworth o en la de Pentonville —dijo Dick deliberadamente—. Déjame de cuentos y vuélvete con tu papá o con tu tía, que te habrán enseñado el oficio, y dile a él o a ella que los
ganchos
se cotizan a muy bajo precio en Southampton.
Mientras distraía cu atención con estas palabras, su dedo índice recorría hábilmente los bolsillos del chaleco del repugnante individuo.
—Escuche usted, amigo...—empezó a decir el pillo de playa, tratando de cubrir su retirada.
—No te doy ahora mismo un puntapié porque me harían perder el tiempo con declaraciones. ¡Largo de aquí!
El vigía tuvo a bien alejarse. Iba un poco encolerizado, con un pequeño susto dentro del cuerpo, sofocado a causa del cuello que llevaba; pero permaneció a respetable distancia del hombre de la cara morena hasta que vio salir el tren. Para tranquilizarse se dispuso a fumar un cigarrillo Virginia.
—¡Pero su pitillera había desaparecido!
Y precisamente en aquel momento
mister
Martin sacaba un cigarrillo del pulimentado interior de la pitillera, la cual era de algún valor, pues tenía un oro de quince quilates y un peso bastante considerable.
—Bonita pitillera —dijo Sybil, que estaba sentada enfrente de Dick Martin, cogiéndola para examinarla y dándole así una prueba de confianza que a él le produjo cierta satisfacción.
Vestida con un sencillo traje sastre y tocada con un pequeño sombrero, parecía una mujer distinta, con un nuevo encanto y una nueva fragancia.
—Sí —replicó Dick—, es muy elegante. Me la regaló un amigo. ¿Está usted contenta de terminar sus vacaciones?
—Por una parte, sí —respondió ella mirándole y devolviéndole la pitillera—. En realidad, no han sido vacaciones, y además, he gastado mucho dinero. He tenido momentos aburridos porque no sé hablar portugués.
—¿Pero todo el mundo hablaba inglés en el hotel?
—Yo no fui al hotel. Estuve en una pequeña pensión, y por desgracia, las personas a quienes yo tenía que ver sólo hablaban portugués. Había una muchacha en la pensión que sabia un poco de inglés, y ella fue quien me ayudó. Para lo que he conseguido, me podía haber quedado en casa.
Dick rió a carcajadas.
—Estamos en el mismo caso —dijo—. Yo he atravesado miles de millas en la sombra.
—¿También usted ha estado buscando una llave?
—¿Una qué...? —exclamó Dick, mirándola con fijeza.
Ella abrió el bolso de cuero que tenia sobre las rodillas y sacó una pequeña caja de cartón, de la que extrajo una llave parecida a las de las puertas de las habitaciones, pero de una forma extraña. Era igual que una gruesa Yale, con la diferencia de que los dientes no confinaban en el mismo borde, sino que se repetían en complicados surcos y protuberancias en el otro.
—Es un objeto muy raro —dijo Dick—. ¿Era esto lo que fue usted a buscar?
—Si, aunque yo no sabía que se trataba de obtener una llave. Esto parece un poco raro, ¿verdad? Existe un jardinero portugués, llamado Silva, que conoció a mi padre y que siempre estuvo al servicio de alguno de nuestros parientes. Ya sabe usted que me he jactado de estar emparentada con
lord
Selford. Y a propósito: ¿cómo es
lord
Selford?
—Como la letra O: sólo una cosa turbia para mí, porque no he llegado a verle.
Ella continuó: —Hace unos tres meses, mi madre recibió una carta. Estaba escrita por un sacerdote, en muy mal inglés, y comunicaba el fallecimiento de Silva, el cual, poco antes de morir, expresó su deseo de que mi madre le perdonase todo el daño que nos había hecho y que dejaba algo para ser entregado en propia mano a uno de los miembros de nuestra familia. Es curioso, ¿verdad?
Dick asintió con un gesto, impaciente porque ella continuase hablando.
—Naturalmente, ni mi madre ni yo podíamos ir a Madeira. Disponemos de muy poco dinero para gastarlo en excursiones marítimas. Pero al día siguiente de recibir la carta tuvimos otra, por el correo interior, que contenía cien libras esterlinas y un billete de ida y vuelta para Madeira.
—¿Quién lo enviaba?
—No lo sé. De todos modos, emprendí el viaje. El viejo sacerdote se alegró mucho al verme. Me dijo que su casa había sido robada tres veces en el espacio de un mes, y que estaba seguro de que lo que los ladrones buscaban era el pequeño paquete que él guardaba para mí. Yo pensé que se trataría de algo valioso, sobre todo al saber que Silva era un hombre rico. Puede usted imaginarse mi sorpresa cuando abrí la caja y encontré... esta llave.
Dick se puso a examinar la llave con verdadero interés.
—¿Dice usted que Silva, un jardinero, era un hombre rico? ¡Ya habrá ganado dinero!, ¿eh? ¿Dejó alguna carta?
—Nada. Me quedé defraudada, aunque terminé por encontrarlo divertido. Sin intención determinada, guardé la llave en un bolsillo del abrigo que llevaba puesto. A esta circunstancia, debo mi suerte o mi desgracia, pues apenas me había alejado de la casa del cura, cuando de una próxima callejuela surgió un hombre que se apoderó rápida y violentamente de mi bolso sin darme tiempo a defenderme ni a pedir socorro. Nada de valor contenía el bolso, pero el hecho me impresionó bastante. Cuando estuvo a bordo puso la llave dentro de un sobre y lo entregué al contador del barco.
—¿Nadie la molestó en el barco?
Ella se echó a reír, como por efecto de un buen chiste.
—Nadie —respondió—. A menos que llame usted molestia el hecho de haber encontrado mi baúl volcado y registrado, y toda la cama revuelta. Esto me ocurrió dos veces entre Madeira y Southampton. ¿No es suficientemente misterioso?
—Lo es. Por lo visto seguían buscando la llave. ¿Qué número es el de su casa de usted, en Coram Street?
Ella se lo dijo antes de darse cuenta de la impertinencia de la pregunta.
—¿Qué piensa usted de todas estas cosas tan raras? —le preguntó al tiempo en que él le devolvía la pequeña caja de cartón.
—Quizá alguien necesita urgentemente la llave.
A Sybíl le pareció una explicación muy deficiente. Aún estaba pensando a qué atribuir el haber sido tan comunicativa con un extraño, cuando el tren llegó a la estación de Waterloo. Dick la saludó cortésmente y desapareció detrás de la cortina que formaban los demás pasajeros y sus amigos, que llenaban el andén.
Un cuarto de hora más tarde, Sybil retiraba su equipaje de entre el montón de baúles y maletas que rodeaban el vagón destinado al bagaje. Un portero le buscó un «taxi», y cuando estaba gratificándole, un hombre pasó por su lado, rozándose bruscamente con su brazo, mientras otro individuo la empujaba con violencia por el lado opuesto. El bolsillo se deslizó de su mano y cayó al pavimento. Antes que ella pudiera impedirlo, un tercer hombre se apoderó de él y rápido como un rayo, se lo pasó a un sujeto de aspecto miserable que se había colocado detrás de él. El ladrón trató de desaparecer ; pero una mano le cogió por el cuello y le sacudió fuertemente. Como tratase de defenderse, un directo a la mandíbula le hizo rodar por tierra.
—¡Levántate, ladrón, y enséñame tu licencia para robar bolsillos! —dijo Dick Martin severamente.
A las diez de la mañana del día siguiente, Dick Martin se dirigía gozoso hacia Lincoln's Inn Fields. Gorjeaban los pájaros en las ramas de los altos árboles, y el pálido sol de abril bañaba de luz la plaza. En cuanto a él, se sentía en paz con todo el mundo, a pesar de haber viajado inútilmente, sin resultado, después de haber recorrido cerca de treinta mil millas.
«Messrs. Havelock and Havelock» ocupaban una vieja casa de la época de la reina Ana, espalda con espalda de otras casas del mismo estilo. Una serie de placas metálicas en la puerta anunciaban las oficinas de distintas corporaciones.
Mister
Havelock, a pesar de no haber actuado en los tribunales, proporcionaba el inestimable beneficio de sus consejos a innumerables y prósperas instituciones. Evidentemente, el detective era esperado, pues el empleado que le recibió se mostró verdaderamente solicito.
—Voy a decir a
mister
Havelock que está usted aquí —dijo.
Volvió a los pocos segundos y le condujo al despacho particular del jefe. Cuando Dick entró, Havelock estaba terminando de dictar una carta. Le dio la bienvenida, sonriente, y le indicó que se sentase. Terminada la carta, salió de la habitación el taquígrafo y Havelock se levantó y empezó a preparar su pipa.
—¿De modo que no le ha visto usted? —preguntó.
—No. Yo viajaba de prisa; pero él era más rápido que yo. Llegué a Río de Janeiro el mismo día que él salió de allí y a Capetown tres días después que había salido para Beira, y entonces recibí el cable de usted.
Havelock adoptó un aire solemne.
—¡El demonio errante! —exclamó—. Podría usted haberle encontrado en Beira, porque todavía está allí.
Hizo sonar un timbre, e inmediatamente apareció su secretario.
—Déme usted el telegrama de Selford —le dijo.
El secretario cumplió la orden en breves minutos, presentándole una carpeta azul, de la que el abogado sacó un cable, que entregó a Dick. Este leyó:
Havelock-Londons.
¿Quién es ese Martin que me persigue? ¿Tiene poderes de procurador general? Tengan la bondad de dejarme tranquilo. Llegaré a Londres en agosto.
Pierce.
El cable estaba fechado en Capetown tres días antes de la llegada de Dick a dicha ciudad.
—Ya no es posible hacer mas —dijo Havelock frotándose nerviosamente las narices con los nudillos—. ¿No oyó usted nada referente a él?
—El amigo permanece tan poco tiempo en todas partes, que no es posible saber nada de él. He preguntado a los porteros de los hoteles y a los empleados de las oficinas de recepción de viajeros, y ninguno de ellos sabía nada de él. Sin embargo, estuvo en Capetown el día de la llegada del nuevo alto comisario de Inglaterra.
—Bien —dijo Havelock después de una pausa—, ¿y eso qué tiene que ver con el asunto?
—Nada. ¿Usted qué cree de todo esto?
—No sé qué pensar —dijo el abogado francamente—. Lo peor de todo es que se haya casado o que esté comprometido con una mujer a la cual no quiera traer a Inglaterra.
Dick reflexionó un momento.
—¿Ha tenido usted mucha correspondencia con él? —preguntó—. ¿Podría yo verla?
Cogió el
portfolio
que le ofrecía Havelock y empezó a examinar su contenido. Había cablegramas dirigidos desde distintas partes del mundo, cartas largas y cartas breves, instrucciones como contestación a algunas preguntas hechas por el abogado.
—Esto es sólo en un año —dijo éste—. Tengo una o dos caías llenas de cartas suyas. ¿Desea usted verlas?
—¿Están todas escritas de su puño y letra?
—Indudablemente. No hay duda de que haya sido suplantado, si es eso a lo que se refiere usted.
El detective le devolvió el
portfolio
, haciendo una mueca de extrañeza.
—Me hubiera gustado encontrarle —dijo— para ver de qué clase de pájaro se trata. Siento no haber tenido éxito,
mister
Havelock; pero, como le digo, se trata de un viajero veloz... Pudiera ser que más tarde necesitase yo ver todas esas cartas que tiene usted guardadas. Me gustaría estudiarlas.
—Puede usted verlas ahora mismo, si así lo desea —replicó el abogado, disponiéndose a oprimir el botón del timbre.
El detective le detuvo con un gesto.
—En cuanto a la alianza —dijo— con una mujer, yo opino que puede usted tranquilizarse. En Nueva York y en San Francisco estuvo solo. Desembarcó solo en Shanghai, y yo seguí sus huellas a través de la India, sin encontrar el menor detalle de que fuese acompañado de una mujer. Cuando vuelva
lord
Selford, en agosto, me gustaría verle.
—Le verá usted si consigo sujetarle el tiempo necesario para ello.
Dick volvió a su casa, dando vueltas en su imaginación a dos importantes problemas y llevando en el bolsillo un bonito cheque, como pago de sus servicios. La vieja criada que le atendía estaba en el mercado cuando él llegó. Se sentó a su mesa de despacho, apoyó la cabeza entre las manos, la revuelta cabellera cayéndole sobre la frente, y empezó a pensar acerca de la vida intensa y agitada que había llevado durantes los seis últimos meses. Pero no halló respuesta para la pregunta que latía en su espíritu. Rápidamente acercó hacia él el aparato del teléfono y llamó a Havelock.
—Se me olvidó preguntarle a usted —le dijo— porqué se hace llamar Pierce.
—¿Quién? —respondió el abogado—. ¡Ah, se refiere usted a
lord
Selford!... Porque ése es su nombre, Pierce, John Pierce. Me olvidé de decirle a usted que él odiaba su titulo. ¿No se lo dije? ¿Recuerda usted? —No.
Dick no respondió la verdad, pues recordaba perfectamente lo contrario.
Había deshecho su equipaje, excepto una
suit-case
, de la cual fue sacando trajes y colocándolos encima de la mesa. Iban apareciendo también distintos documentos: cuentas de hoteles, notas tomadas durante el viaje y al final, una hoja de papel secante cuadrada, que Dick acercó cuidadosamente a la luz. En ella aparecía marcada la dirección escrita en un sobre: «
Mister
Bertram Cody, Weald House, South Weald, Sussex.» No tuvo necesidad de refrescar la memoria, pues había tenido buen cuidado de anotar el nombre y la dirección. Dick Martin había, encontrado la hoja de papel secante en el escritorio de unas habitaciones reservadas del hotel Plaza, de Buenos Aires, en el cual se había hospedado, cuarenta y ocho horas antes de su llegada, el incansable
mister
Pierce. Nadie había ocupado dichas habitaciones después, hasta que Dick interesó del manager del hotel que se las enseñara. Guardó la hoja de papel secante en un cajón de la mesa, y empezó a pasear por la alcoba. Durante unos minutos se estuvo contemplando a sí mismo en el espejo.
—«¿Y tú eres un detective? —se preguntaba en sus reflexiones—. ¡Tú eres un pobre hombre!» El resto del día lo pasó ensayando una nueva trampa de cartas que había aprendido en el viaje, y que era una verdadera obra de arte. Consistía en empalmarse una carta de las de encima del paquete y colocarla debajo, de modo que ocupase el noveno lugar. Con un reloj delante estuvo practicando hasta que consiguió hacer pasar la carta en una quinta parte de segundo. Entonces se sintió satisfecho. Cuando las sombras del crepúsculo empezaron a cubrir la tierra, subió a su automóvil y se dirigió hacia el Sur tranquilamente, según tenía por costumbre.