Read La puerta de las siete cerraduras Online
Authors: Edgar Wallace
Dick se azaró ligeramente; pero el abogado parecía no haberse dado cuenta de ello, y continuó después de una ligera pausa: —Ahora me tiene muy preocupado ese muchacho. De cuando en cuando me hace peticiones de dinero, y yo también, de cuando en cuando, le envío por cable cantidades muy respetables, de las que puede disponer a su antojo, pues ya ha cumplido los veinticuatro años...
—Su posición económica...—empezó a decir Dick.
—Excelente —le interrumpió Havelock—. No se trata de eso. Lo que me preocupa es que el muchacho escape a mi vigilancia. Puede ocurrirle cualquier cosa; puede estar rodeado de malas compañías... Yo creo que debería estar más en contacto con él, si no directamente, por medio de una tercera persona. En resumen, yo desearía que usted fuese a América la próxima semana, y sin decir, naturalmente, que yo le envío, que trabase usted conocimiento con
lord
Selford. El viaja siempre con el nombre de
mister
John Pierce. Es un viajero demasiado inquieto, y usted tendrá que informarse cuidadosamente del sitio en donde se encuentra, pues yo no puedo prometerle a usted informarle de sus viajes tan exactamente como quisiera. Si recibo algún cable de él se lo transmitiré en seguida. Yo necesito que encuentre usted a Pierce; pero es necesario evitar que la Policía americana se entere de que le sigue usted los pasos ni que pueda sospecharse que hay motivos extraños en sus viajes. En consecuencia, todo lo que yo quiero saber es lo siguiente: ¿ha contraído
lord
Selford una alianza indeseable? El dinero que yo le envío, ¿lo emplea en su propio beneficio? El suele decirme, por supuesto, que ha comprado algunas acciones industriales en distintas partes del mundo. Algunas de ellas están en mi poder. Otras, en cambio, no las tengo yo, pues a mis requerimientos siempre me contesta que las tiene depositadas, con toda garantía, en diferentes bancos de Sud-américa. El motivo de que este asunto quede exclusivamente a cargo de usted es que quiero evitarle todas las molestias que pudieran proporcionarle las autoridades locales, si yo me dirigiese a ellas. Y sobre todo, lo que más deseo es que
lord
Selford no sepa que yo le envío a usted para que le vigile. Ahora,
mister
Martin, ¿qué le parece a usted la idea? Dick sonrió.
—Me parece —dijo — una especie de vacaciones muy agradables. Y ¿cuánto tiempo durará la persecución?
—No lo sé. Unos cuantos meses o unas cuantas semanas. Todo depende de las noticias que yo reciba de usted. Me enviará usted cables directamente. Y en cuanto a los gastos, no le señalo a usted limitación alguna. Además, le pagaré a usted espléndidamente.
Y señaló una cantidad verdaderamente extraordinaria.
—¿Cuándo deberé emprender el viaje? —preguntó Dick.
El abogado consultó un pequeño libros de notas.
—Hoy es miércoles —dijo—. Supongamos que puede salir el próximo miércoles en un vapor de la Cunard...
Lord
Selford está ahora en Boston, pero me ha comunicado que se dirige a Nueva York. Se alojará en el hotel Comodoro. Creo que trata de escribir un capítulo acerca de la guerra de la independencia americana, y naturalmente, Boston es un excelente centro de investigación histórica.
—Una pregunta —dijo Dick, levantándose—: ¿tiene usted alguna razón para creer que
lord
Selford haya contraído alguna indeseable alianza, como usted dice, o en otras palabras, que se haya casado con quien no debiera casarse?
—Ninguna. Es, simplemente, una sospecha mía —respondió, sonriente,
mister
Havelock—. Si usted hace amistad con él, y estoy seguro de que con un pequeño esfuerzo por parte de usted ha de conseguirlo, es necesario que consiga del muchacho varias cosas urgentes. La primera de ellas es que vuelva a Inglaterra y ocupe el lugar que le corresponde en la casa de los Peers. Esto es muy esencial. También sería muy conveniente que pasase una temporada en Londres, porque ya va siendo hora de que contraiga matrimonio y de que yo me vea libre de tener que pensar en él. Selford Manor se está destruyendo a causa de su inquilino, y es una desgracia que tan fino y bello palacio esté solamente al cuidado de su arrendatario... De todos modos,
lord
Selford deberá ser enterrado en ese palacio.
Estas últimas palabras las dijo con cierto tono de humorismo macabro, cuyo sentido no pudo comprender Dick hasta ocho meses más tarde.
La faena era, empleando palabras del doctor Stalletti, curiosa y extraña, pero no nueva del todo. A primera vista, a Dick le chocó su extrema sencillez. La comisión era realmente una excursión de recreo en gran escala, y su perspectiva aminoró en parte el sentimiento que le producía a Dick su separación de Scotland Yard.
Eran las nueve de la noche —en un lluvioso mes de octubre— cuando el joven detective salió del domicilio de
mister
Havelock. No se veía un coche, y tuvo que andar cerca de media milla hasta encontrarlo. Al llegar a su estudio se encontró con la sorpresa de que Lew Pheeney se había marchado. Aún estaban los restos de la cena sobre la mesa; pero en una esquina de ésta aparecía el mantel levantado. Allí había media docena de cuartillas y una estilográfica. Por lo visto, Lew pensaba volver. Dick le esperó hasta las dos de la madrugada. Pero el ladrón no volvió. Sin duda, había cambiado de opinión.
A las diez y media de la mañana siguiente fue a llevar el libro a la biblioteca. La muchacha, al verle entrar, no pudo contener la risa.
—¿Le inspiro a usted risa? —dijo Dick melancólicamente—. Aquí tiene usted su libro. Se lo llevó un ignorante extranjero sin la menor idea de cómo funciona esta biblioteca.
—Realmente, es usted muy agudo,
mister
Martin. ¿Cómo se las arregló usted para encontrar el libro?
—Deducción finísima la mía. Supe que el hombre que se llevó el libro era extranjero porque usted me lo dijo; adiviné sus señas porque usted me las dio, y recuperé el libro por el intrincado procedimiento de pedirlo.
—¡Sorprendente! —exclamó ella.
Y la risa de los dos jóvenes se confundió alegremente.
Era tan fútil el pretexto que tenía Dick para permanecer en la biblioteca, por otra parte ya realizado, que no encontraba modo de continuar al lado de la muchacha. Afortunadamente, los asiduos parroquianos de la biblioteca Bellingham no eran madrugadores, y la empleada disponía de algún tiempo.
—La semana próxima —dijo Martin— me voy al extranjero a pasar unos meses. En realidad, no sé por qué le digo a usted esto... Claro que pudiera ser usted aficionado a los viajes...
—¡Es usted el detective más ingenuo que he conocido! Mejor dicho, el único detective que conozco.
Dándose cuenta de que sus palabras producían a Dick una ligera amargura, intentó ser más amable.
—Mire usted,
mister
Martin —prosiguió—: yo he sido muy bien educadita, lo cual quiere decir que soy tímidamente convencional— la ironía le hizo a Dick dar un respingo—. ¿A que no adivina usted cuántos hombres, en el transcurso de una semana, tratan de que una se interese en sus asuntos familiares?
—Me he conducido como un majadero —dijo Dick francamente—. Lo siento, pero merezco toda esa tomadura de pelo. Aunque no me negará usted que un humilde detective puede sentir el deseo de entablar amistad con una persona que posee un tan atrayente y singular espíritu. Sentiría que mis palabras encendiesen el rubor en sus virginales mejillas.
En efecto, el rostro de la muchacha subía de color y sus ojos brillaban más intensamente.
—Seamos entonces corteses —dijo—. Usted es el mejor detective del mundo. Si se me pierde alguna cosa, inmediatamente le avisaré a usted.
—Perderá usted el tiempo, porque mañana dejaré de pertenecer a la Policía y me convertiré en un respetable ciudadano libre,
miss
...
Ella no quiso decirle su nombre. Pero de pronto brilló en sus ojos una mirada de comprensión.
—¿Es usted, acaso —exclamó—, el hombre encargado por
mister
Havelock de vigilar a mi pariente? ¿Será posible?
—¿Su pariente? ¿
Lord
Selford es pariente de usted?
Ella asintió con un gesto.
—Primo segundo..., lo menos en cuarenta grados. Mi madre y yo estuvimos cenando hace noches con
mister
Havelock, y nos dijo que estaba tratando de encontrar un hombre que se encargase de observar la vida de Selford.
—¿Ha visto usted alguna vez a lord Selford?
—No. Mi madre le vio cuando él era un niño. Su padre era una cosa horrible. Supongo que se lo habrá dicho a usted
mister
Havelock. ¿He acertado,
mister
Martin? ¿Es usted el hombre que va en busca de Selford?
—Esa es la triste noticia que quería darle a usted.
En este momento, la escena fue interrumpida por la llegada de un caballero de respetable edad y voz avinagrada. Dick adivinó que se trataba del secretario de la biblioteca.
El detective regresó a Scotland Yard en busca del capitán Sneed, a quien había llamado por teléfono aquella misma mañana, sin poder hablar con él por no encontrarse en el despacho. Sneed escuchó sin el menor comentario la extraordinaria historia de la ocupación nocturna de Lew Pheeney.
—Todo eso suena a mentira —dijo—, y una cosa que suena a mentira generalmente es mentira. ¿Por qué hizo Pheeney una cosa que repugnaba a su conciencia? ¿Quién iba persiguiéndole? ¿Vio usted a alguien?
—A nadie —respondió Dick—. Pero él estaba verdaderamente aterrado.
Sneed oprimió el botón del timbre, y dijo al empleado que acudió a la llamada: —Envíe usted a un agente a que detenga a Pheeney y que le traigan aquí. Necesito hacerle algunas preguntas... O será mejor que vaya usted mismo, Dick. Usted conoce su dirección.
—Mi permanencia en el servicio termina hoy, a las doce —replicó Dick.
—Termina a las doce de la noche —afirmó Sneed lacónicamente—. Apresúrese a cumplir mi orden.
Lew Pheeney vivía en Queen Street, en una habitación que tenia arrendada hacía varios años. Su patrona, como única información, dijo que Pheeney había salido de casa el día anterior, por la tarde, y no había regresado. El ladrón solía concurrir a un pequeño club, guarida de gentes extrañas que revoloteaban eternamente al margen de la ley. Pheeney acostumbraba tomar allí el desayuno y recoger sus cartas. Pero tampoco había estado en el club. Dick habló con un individuo que tenía una cita con Pheeney la noche anterior, y éste le dijo que le había estado esperando inútilmente hasta las doce.
—¿Dónde podría yo encontrarle? —preguntó el detective.
Pero en el club nadie le dio detalles. Allí era tan conocida la profesión de Dick como la del propio Pheeney.
. Dio cuenta del resultado de sus investigaciones al capitán Sneed, y éste entonces encontró motivos suficientes para conceder al asunto una mayor importancia.
—Empiezo a creer —dijo—en la historia del robo de la tumba. Y es muy extraño que Lew Pheeney se horrorizase, porque yo creo que ni un terremoto le arrancarla un grito. ¿No estará en su casa de usted, Dick?
Cuando Dick llegó a su casa no encontró en ella a nadie más que a su sirvienta. Esta le dijo que no había vuelto a ver ni oír a tal individuo. El detective entró en la alcoba y se despojó de la americana para ponerse el batín que usaba cuando escribía, pues necesitaba redactar varios
rapports
antes de dejar de pertenecer a la plantilla de Scotland Yard.
El batín no estaba en el sitio de costumbre. Entonces recordó que la criada le había dicho que lo había puesto en el despacho, una espaciosa habitación con muebles de caoba, en donde tenía invariablemente sus trajes colgados en perchas. Abrió la puerta decididamente, y al hacerlo, el cuerpo de un hombre cayó sobre él, casi derribándole, y se desplomó en el suelo, produciendo un ruido seco y rotundo. Era el cadáver de Lew Pheeney.
Los cinco primeros comisarios de Scotland Yard esperaron en el comedor de la casa de Dick a que el médico forense, que fue urgentemente avisado, diese su informe. El doctor llegó a los pocos minutos.
—De un primer examen superficial —dijo—deduzco que este hombre ha muerto hace algunas horas, y probablemente ha sido estrangulado.
A pesar de su dominio sobre sí mismo, Dick tembló ligeramente al pensar que había dormido en la habitación inmediata a aquella que encerraba un profundo misterio.
—¿No ha observado usted ninguna señal de lucha, Martin? —preguntó uno de los comisarios.
—Ninguna —respondió Dick enfáticamente—. Yo me inclino a pensar, como el doctor, que fue atacado y muerto instantáneamente. Pero ¿cómo entraron los asesinos en esta casa?
Se interrogó, sin resultado, a la muchacha encargada del servicio nocturno en el ascensor. No recordaba haber visto salir a ninguna de las personas que habían estado en casa de
mister
Martin.
Los detectives examinaron atentamente todas las habitaciones.
—Sólo hay un sitio por donde pueden haber entrado —dijo Sneed—. Por la cocina.
En la cocina existía una puerta que comunicaba con una estrecha galería, junto a la cual funcionaba un montacargas destinado a los paquetes comerciales, que empezaba en el patio y que funcionaba por medio de un pequeño torno.
—¿Recuerda usted —continuó Sneed— si la puerta de la cocina estaba cerrada con cerrojo?
Dick respondió que él no había estado en la cocina durante la noche anterior. Pero la criada, que permanecía en un rincón derramando gruesas lágrimas, declaró voluntariamente que la puerta estaba abierta cuando ella llegó aquella mañana.
Dick dirigió una mirada al fondo del patio. El piso tenía una altura de sesenta pies, y aunque era posible que el intruso hubiese trepado por las cuerdas del montacargas, este procedimiento parecía superior a las posibilidades de la mayor parte de los ladrones.
—¿Tiene usted idea de quién pueda ser el hombre al que tanto temía Lew? —preguntó Sneed cuando los demás comisarios se habían retirado.
—No —respondió Dick—. Nada me dijo concretamente. Estaba horrorizado, y su historia me parece verdadera. Su misión consistía en robar una tumba, y él creía que el hombre que le había contratado para realizar el trabajo le hubiera asesinado si hubiese conseguido abrir la tumba.
Dick volvió a Lincoln's Inn Fields aquella misma mañana y tuvo una entrevista con
mister
Havelock, quien ya habla leído el relato del suceso en los periódicos de la tarde, aunque ignoraba la extraña historia de Lew, pues la Policía no había dado de ella la menor información.