Dejó a un lado la revista. Aquello no tenía ningún sentido.
Dos mensajes. Uno de tío Georg. El otro mensaje estaba absolutamente fuera de lugar. En el sitio y el momento equivocados. Un anuncio en
Muliebritas
era la señal que empleaba tío Georg para comunicarle que habían de verse; que ella tenía otro encuentro que llevar a cabo.
El otro anuncio, en cambio, no debería estar allí. Volvió a leerlo: «Los cielos están manchados con la sangre de los hombres mientras las valquirias cantan su canción».
Aquel había sido su código. El que habían acordado las tres por si alguna vez querían contactar entre ellas. Pero Anke nunca había deseado ponerse en contacto con las otras dos. Ella ya sabía incluso entonces que era la única Valquiria auténtica: Margarethe estaba loca y Liane tenía sus propios planes.
Anke sabía que no podía ser una de las otras dos.
Muliebritas
no existía en aquel entonces. Y su plan había sido descubierto desde el principio. Quien hubiera puesto el anuncio sabía que ella comprendería sin más que no era de Liane o Margarethe. Era demasiado obvio para ser una trampa.
Volvió a mirar el mensaje descifrado del tío Georg. Una cita para el día siguiente. Acudiría. Le preguntaría a tío Georg qué pensaba del otro mensaje.
F
abel y Anna volvían de la entrevista que habían mantenido con Gennady Frolov en su yate. La avidez de lujo de Frolov solo podía equipararse a su ansia de seguridad, así que Fabel había accedido a que volviera al yate. Con la condición, eso sí, de que dos patrulleros permanecieran aparcados en el muelle y la lancha de la policía del puerto quedara amarrada al lado.
A Fabel le había resultado difícil concentrarse en las preguntas rodeado de tanta opulencia. En el yate se habían encontrado también con Hans Gessler, de la división de delitos corporativos, quien debía de estar más acostumbrado a la riqueza obscena, porque fue planteando con toda calma las preguntas que tenía preparadas para el magnate ruso y su contable. Este, un ruso gruñón e inesperadamente desaliñado de apellido Krilof, le había entregado a Gessler un CD con todos los archivos que poseían sobre NeuHansa, Gina Brønsted y Goran Vujačić.
—Estamos tratando de prescindir de los documentos en papel —había dicho Krilof sin ironía ni un asomo de sonrisa en su cara arrugada—. Esto es básicamente lo que vamos a entregarle a OLAF. De sobras para enterrar a Gina Brønsted mucho tiempo.
Terminada la entrevista, y ya de camino al Präsidium, recibió en el coche una llamada de Dirk Hechtner.
—¿Dónde está,
Chef
?
—Cruzando Sankt Georg. Con Anna. ¿Por qué?
—Hemos recibido un aviso. Henk y yo vamos para allá, pero le queda a usted de camino. Bueno, más o menos. Una mujer estrangulada en un apartamento en Barmbek-Süd. Suena como el típico revolcón de media tarde que se acaba agriando.
—Joder. Menuda racha llevamos. Creo que voy a pedir el traslado a Nueva York para llevar una vida más tranquila. Supongo que no tendrá nada que ver con el caso de la Valquiria, ¿no?
—No lo parece —dijo Hechtner—. Solo un simple asesinato sórdido, banal y anticuado, como los de antes. Ni siquiera hemos de perseguir al asesino. Una unidad de agentes uniformados lo ha pillado en la misma escena del crimen. ¿Quiere pasarse por allí?
—Sí. Nos vemos allí.
Hechtner le dio la dirección en Barmbek.
—¿Ha vuelto a pensar en mi futuro? —dijo de repente Anna, sin dejar de mirar hacia delante entre la llovizna de Hamburgo.
—Ahora no es el momento, Anna.
—Si no le importa, insisto en hablarlo ahora. Escuche,
Chef
, no quiero suplicar por mi puesto, pero estoy dispuesta a adquirir el compromiso que usted quiera. Me encanta este trabajo. No quiero hacer ninguna otra cosa.
—De acuerdo. —Fabel inspiró hondo—. ¿Aceptarías participar en un curso de control de la ira?
—Me toma el pelo, ¿no?
—Anna, has dicho cualquier cosa. No tendría que ser a través de la Polizei de Hamburgo. Ni ha de constar en tu expediente. Pero si quieres quedarte, insisto en que lo hagas.
—¿Tendré una dispensa una vez al mes? O sea, yo hago el curso, pero ¿puedo permitirme el típico ataque menstrual cada cuatro semanas?
—No hablo en broma —le dijo Fabel.
—Perdón. Estaba provocándole. Lo haré. Gracias.
Hacía un tiempo muy adecuado para visitar la escena de un crimen. El cielo tenía un tono gris acerado y el aire estaba impregnado de la humedad de una leve llovizna. Resultó que no era un apartamento, a fin de cuentas, sino un hotel barato con suites de alquiler.
Cuando paró delante, Fabel vio que Dirk y Henk salían por la puerta principal con un hombre alto, de pelo gris, que llevaba un abrigo azul de aspecto caro. Ya se disponían a meterlo esposado en un coche patrulla plateado y azul. Al saludar a sus agentes, Fabel cayó en la cuenta de que había visto al hombre en otra parte; en un sitio donde su aire adinerado y respetable parecía fuera de lugar. Los ojos del hombre se cruzaron un instante con los suyos y enseguida un agente lo tomó de la cabeza suavemente para ayudarlo a meterse en el coche.
—¿Lo conoce? —preguntó Anna.
—No —dijo Fabel—. Pero lo había visto antes. Dos veces.
Había dos agentes uniformados en el escenario del crimen: un sargento veterano permanecía al pie de la cama mientras que un joven agente se había quedado en el pasillo, hablando con una empleada de la limpieza. Holger Brauner, el jefe forense, estaba trabajando ya junto con un ayudante, ambos con mono azul y guantes quirúrgicos.
Fabel conocía al sargento: se llamaba Hanusch y llevaba veinticinco años de servicio a sus espaldas. Entre los agentes uniformados era habitual emparejar a un novato con un veterano: era un modo de facilitar la iniciación del agente más joven en aquel mundo de violencia y muerte que constituía gran parte del trabajo cotidiano. Contra todas las expectativas, era el viejo sargento el que estaba lívido. Tenía en los ojos la expresión melancólica del que ya ha visto mucho a lo largo de los años. El joven agente del pasillo, por su parte, parecía poseído por toda la energía de una intensa descarga de adrenalina.
Fabel siguió la mirada del sargento. Sobre la cama yacía una chica muy atractiva de unos veinte años. Sus ojos, vidriosos e inyectados en sangre, parecían devolverle la mirada al agente de policía. Tenía la boca entreabierta, los labios azulados y la lengua medio salida. Los capilares rotos de la piel del cuello trazaban una delicada red de hilillos azules. Fabel miró su cara y sintió que algo se removía en sus entrañas.
—Dios mío… —masculló. Miró a Hanusch. El veterano sargento sonrió, comprensivo. Igual que Fabel, no miraba el cuerpo y la sórdida escena con ojos de policía profesional. Miraba los restos de la chica con los ojos de un padre.
—Habrá que informar a la familia —dijo Hanusch—. Voy a tratar de localizarla. Debe de tener una identificación en alguna parte.
—No —dijo Fabel—. Ya me encargo yo. Sé donde viven. Es en esta zona, a solo unas manzanas de aquí.
Notó las miradas de Anna y Hanusch, pero se limitó a decir:
—Quería ser médico. Se llamaba Christa Eisel. Estaba estudiando en la Universidad de Hamburgo.
Q
ué tal? —dijo Susanne—. Suenas deprimido.
—Lo estoy. Lo de siempre. Salgo ahora mismo del escenario de un asesinato. Una chica de unos diecinueve años, estudiante de medicina, que hacía horas extra como prostituta. Un viejo pervertido la ha estrangulado.
—Dios mío —exclamó Susanne—. ¿No será aquella chica de la que me hablaste, la que encontró a Jake Westland?
—Sí. La misma. Intenté decírselo, Susanne, pero no quiso escucharme.
—No es culpa tuya, Jan. ¿Está relacionada su muerte con los demás asesinatos?
—No. Solo una coincidencia. Bueno, tampoco lo es del todo en ese submundo. Eso fue lo que intenté advertirle. Y ya sé que no es culpa mía, pero me siento… no sé, responsable en cierto modo.
—Es la edad, Jan. Estás en una etapa en la que cada vez te tropiezas con más gente que podría ser tu hijo o tu hija.
—Gracias, doctora, has logrado levantarme la moral. No solo el mundo se va al cuerno, sino que tengo un pie en la tumba.
—Un buen resumen. Hablando en serio, ¿estás bien?
—Sí. Pero me gustaría que no te fueras esta noche.
—Serán solo unos cuantos días. Llevo prometiéndoselo a mi madre desde hace siglos.
—¿Ya no te veré antes de que te vayas?
—Según a qué hora vuelvas, pero lo dudo. El tren sale a las siete. Buena suerte con esa operación, lo de la Valquiria. Llámame mañana a casa de mamá para contarme cómo ha ido.
Fabel le deseó a Susanne buen viaje y colgó, pensando que debería haber quedado con Otto esa noche y no la anterior. Aunque lo más probable era que estuviera ocupado hasta tarde. Con una operación como la que estaban a punto de montar en el Alsterpark, todos los preparativos eran pocos.
Se dio una vuelta por la sala principal de la brigada, un espacio abierto sin tabiques, y habló con Anna Wolff.
—¿Han podido daros más datos en
Muliebritas
sobre el otro anuncio?
—No —dijo Anna—. Han hecho todo lo posible, pero parece que sus registros llevan a un callejón sin salida. Alguien ha logrado colarse en su base de datos y poner el anuncio sin dejar rastro.
—¿Esa es la única posibilidad?
—La única que nos interesa —dijo Anna—. La otra explicación es que ha sido alguien que trabaja en
Muliebritas
.
—Tampoco sería imposible —dijo Fabel—, considerando que
Muliebritas
es propiedad del grupo NeuHansa.
—Mal lo tenemos si es un empleado. En ese caso están al tanto de la operación de mañana.
Él hizo una mueca aprensiva.
—Por Dios, espero que no.
—¿Deberíamos anularla? —preguntó Anna.
Fabel reflexionó y meneó la cabeza con decisión.
—No sé quién habrá puesto ese anuncio, pero no es la Valquiria. Es alguien que quiere establecer contacto. Tenemos una semana y media antes del primer lunes de mes, que era cuando acordaron que había de celebrarse el encuentro si aparecía esta nota. He hablado con la Oficina Federal de Policía Criminal y con la policía de Halberstadt, y nos ayudarán a montar un dispositivo de vigilancia en esa fecha. Esperemos, aun así, que podamos atraparla mañana.
Fabel trabajó hasta tarde. Repasó metódicamente todos los preparativos con los miembros de su equipo y volvió a repasarlos dos veces más antes de dejar que se marcharan. Permaneció en su despacho hasta las ocho de la noche. Leyó de nuevo las transcripciones de las entrevistas que él, Susanne y otros agentes habían mantenido con Margarethe Paulus. La abrumadora sensación que sacó de aquella lectura no era de horror, de cólera o repugnancia, sino de profunda tristeza.
El Proyecto Valquiria era una criatura de otra época, de otra mentalidad. De otra Alemania. En su fría y calculada crueldad, el Proyecto Valquiria había sido concebido sin la menor consideración a las chicas seleccionadas. Sus vidas, sus sueños y esperanzas habían sido dejados totalmente de lado. Ellas eran meros instrumentos del Estado. Nada más. En muchos sentidos, el Proyecto Valquiria era representativo de las acciones que había llevado a cabo la Stasi a lo largo de cuarenta años.
Todos los sueños de esas chicas habían sido estrangulados. Ahí había algo a tener en cuenta. Hojeando las transcripciones, encontró lo que estaba buscando: un fragmento de conversación entre la implacable serie de preguntas.
—Hauptkommissar Fabel: ¿Por qué la eligieron a usted y a las demás chicas?
—Margarethe Paulus: Todas teníamos algo que ellos querían. O una combinación de cosas. Nos gustaban los deportes, sacábamos buenas notas, éramos leales al Partido. ¿Puedo beber un poco de agua?
Se produce una breve interrupción mientras le traen agua a la detenida.
—Hauptkommissar Fabel: Dice que a todas les gustaban los deportes. ¿Cuál era el suyo?
—Margarethe Paulus: Todos. Especialmente el atletismo. Pero no era lo bastante buena para participar en competiciones serias. En el caso de Anke era distinto.
—Hauptkommissar Fabel: ¿Anke Wollner? ¿Por qué?
—Margarethe Paulus: Anke y Liane tenían un talento especial cada una. Liane era muy buena en idiomas, por ejemplo, y tenía habilidad para debatir. Pero las dotes de Anke para el deporte podrían haberla llevado a los Juegos Olímpicos. Era una esquiadora juvenil de categoría internacional. Además de una tiradora excelente, claro. Su especialidad era el biatlón nórdico. Pero todo eso se acabó cuando la reclutaron para el proyecto.
Fabel levantó el teléfono del escritorio. Cuando el recepcionista del hotel respondió, le pidió que le pusiera con la habitación de Karin Vestergaard.
—¿Karin? Soy Jan. Escuche, creo que tengo algo. De las otras dos Valquirias, lo más probable es que sea Anke Wollner la que escogió Drescher para montar su plan de retiro, ¿cierto?
—Es lo que parece.
—Margarethe Paulus explicó en un interrogatorio que Anke tenía por delante una prometedora carrera como deportista de categoría internacional, que quedó truncada cuando la reclutaron para el Proyecto Valquiria.
—¿Y qué?
—La Stasi podría haber hecho desaparecer sus documentos y borrado cualquier rastro de Anke Wollner de la faz de la tierra, tal como hizo en el caso de las otras dos chicas… Siempre que no figurase en un registro fuera de la RDA. Si en algún momento hubiera participado en una competición en otro país, aunque fuera en otro Estado del Pacto de Varsovia, su nombre habría quedado registrado. Quizás exista incluso una fotografía…
—Me parece muy, muy improbable, Jan —repuso Vestergaard—. Tal vez su nombre haya figurado en alguna parte en aquellos años, pero no nos sirve de nada. ¿Por qué tengo la sensación de que no es el único motivo por el que me llama?
—El asesinato de Jørgen Halvorsen… ¿se produjo en Drøbak, cerca de Oslo?
—Sí.
—La otra cosa es que Margarethe me dijo que la especialidad de Anke eran los deportes de invierno. Esquí de fondo, biatlón nórdico, combinada nórdica, etcétera.
—Sigo sin entender…
—Imagínese que es usted una campeona internacional de deportes de invierno, criada en la RDA a finales de los años setenta, principios de los ochenta. ¿Cuál sería el mayor acontecimiento deportivo, el que mayor impacto le habría causado en esa época?