—Los Juegos Olímpicos de Invierno de Sarajevo del ochenta y cuatro…
—Exacto, o el campeonato mundial de esquí nórdico de Noruega, en el ochenta y dos. Y la sede era el centro de esquí Holmenkollen de Oslo. Ya digo, a lo mejor se trata de otra especulación descabellada, pero supongamos que la Valquiria es Anke, que se puso nostálgica y quiso ver el lugar donde había soñado que acaso competiría algún día. O simplemente, tuvo que matar el tiempo antes de asesinar a Halvorsen.
—Me pondré en contacto con la policía nacional noruega —dijo Vestergaard—. Holmenkollen es ahora un centro de información y un museo. A lo mejor tienen circuito cerrado de televisión.
—Eso he pensado. Gracias, Karin. Es una posibilidad remota, ya lo sé, pero si nos sirve para conseguir una cara…
Después de hablar con Vestergaard, Fabel marcó el número del móvil de Susanne. Ya estaba en el tren de Munich y charlaron un rato. Él le dijo que compraría algo de comer de camino a casa y se acostaría temprano. Mañana iba a ser el gran día.
Cenó en un café-restaurante de Altona Alstadt antes de irse a casa. Le apetecía darse una ducha, pero decidió dejarlo para la mañana. Estaba cansado, quería dormir y temía que la ducha lo despejase demasiado y acabara desvelándose. Eran las diez y cuarto cuando se sumió en un profundo sueño.
Se despertó sin saber cuánto tiempo llevaba durmiendo. La frontera entre el sueño y la vigilia resultaba aún borrosa. Notaba vagamente la cálida presencia de Susanne a su lado. Sintió sus pechos en la espalda, luego su boca y su lengua en el cuello; sus dedos en el costado, en el muslo, en el vientre. Ahora lo envolvía con toda la mano: acariciando, frotando, devolviéndolo a la vida. El despertar y la excitación se agitaron en él simultáneamente.
Y de repente, perplejidad.
Susanne estaba fuera. Había hablado con ella por teléfono. Notó su lengua en la oreja. No, no era su lengua. No la de Susanne. Ahora, de golpe, estaba totalmente despierto. Trató de volverse para ver quién estaba con él en la cama cuando sintió una fuerte presión en la garganta. No podía respirar y notó que se le nublaba la mente. Alzó una mano y, en el acto, aumentó la presión en la ligadura que le atenazaba el cuello.
—Quédese quieto —le susurró ella al oído, como habría hecho una amante—. Quédese quieto o morirá. —La presión se aflojó; todavía lo tenía cogido con la otra mano y seguía acariciando—. No quiero matarlo —dijo. Un susurro grave, entrecortado—. Pero lo haré si no me obedece. ¿Lo entiende?
Fabel trató de contestar, pero la presión lo había dejado sin voz. Asintió.
—¿Sabe quién soy?
Volvió a asentir. Ya se le empezaba a pasar el mareo. Su mente giró a toda velocidad. Pensó en forcejear, en luchar por su vida. Pero sabía que lo estrangularía en cuanto se moviera.
—Soy una Valquiria. —Sentía su voz cálida y suave en el oído. Su otra mano seguía trabajándolo—. Pero yo no soy la que está buscando. ¿Lo entiende?
Fabel estaba confuso. Se llevó la mano a la garganta. Ella retorció todavía más la ligadura. Sintió palpitaciones en el cuello justo por debajo; por encima, solo agujas y pinchazos. El ámbito oscuro de su habitación tornándose aún más oscuro. De una oscuridad negro-rojiza.
—He preguntado si lo entiende.
Asintió.
—Yo era, soy, Liane Kayser. No Anke Wollner. Es a ella quien quiere atrapar, no a mí. Yo no trabajaba para Georg Drescher. Desde que cayó el Muro, he llevado mi propia vida. He vivido por mi cuenta. No soy asesina profesional. Al menos, ya no lo soy. Y las cosas en las que he estado implicada no son asunto suyo. Pero quiero que comprenda que todavía poseo todas las habilidades que me enseñaron. Podría acabar con usted ahora mismo. Lo entiende, ¿no, Jan?
Fabel volvió a asentir.
—Voy a aflojar la ligadura para que pueda hablar. Si comete la menor estupidez, la tensaré de nuevo, pero esta vez del todo. Tiene un pasador con mecanismo de inercia, lo cual significa que puedo apretarlo al máximo y marcharme: la ligadura quedará totalmente tensa y no podrá hacer nada para no morir estrangulado. Ni siquiera yo podré soltarlo. ¿Lo entiende?
Una vez más, Fabel asintió. Al notar que la ligadura volvía a aflojarse, jadeó para recuperar el aliento. Ella seguía tocándolo abajo. Acariciándolo.
—¡Quíteme la mano de encima! —dijo con voz rasposa.
—¿Por qué? Parece estar disfrutándolo.
—Quíteme la mano ahora mismo.
Ella retiró la mano tras una última y demorada caricia.
—Cuando se lo cuente a los demás, cuando escriba su informe… ¿explicará también esto? ¿Les contará lo dura que se la he puesto? ¿Que le he estado tocando ahí abajo?
Había vuelto a ponerle la mano encima y Fabel la agarró de la muñeca. Ella volvió a dejarlo sin aire.
—Suélteme —le ordenó.
En cuanto él obedeció, aflojó la ligadura.
—Diga, ¿se lo contará? Ellos preguntarán si se le puso dura. Si lo estaba disfrutando. Preguntarán si usted había hecho algo para incitarme. Si me invitó a su cama, aunque no me conociera. Y luego está su pareja, Susanne… ¿Se lo contará a ella? Siempre existirá la sospecha. La gente hablará a su espalda. A Susanne le quedará una duda irritante en el fondo. —Apartó la mano—. Así es para las mujeres. Siempre. Cada vez que una mujer o una chica es violada o sufre un ataque sexual.
—No me venga con tonterías. —La presión en el cuello le confería un tono agudo y tenso a su voz—. Ya conozco la realidad. No me hace falta esta demostración chapucera. He visto tanta violencia contra las mujeres que sé muy bien cómo es.
—Pero ¿lo ha disfrutado, Jan? —Ella seguía hablando entre susurros, un siseo seductor en su oído. Fabel se preguntó si temía que reconociera su voz—. ¿Un alivio manual? ¿Sabía que en la Inglaterra victoriana las mujeres se desvanecían continuamente? No era nada insólito. Lo atribuían a la «histeria femenina». Era un fenómeno genuino. ¿Sabe a qué se debía? —Fabel no respondió. Ella aumentó la presión—. Le he hecho una pregunta.
—No —dijo Fabel con aquella voz áspera.
—Represión sexual. Las mujeres en la Inglaterra victoriana no podían disfrutar del sexo. Les habían enseñado a sentirse sucias en caso contrario. Así que el fenómeno de la «histeria femenina» se convirtió en un hecho médico aceptado. ¿Sabe cómo lo curaban? El médico aplicaba un masaje pélvico hasta que la mujer experimentaba lo que llamaban un paroxismo histérico. En otras palabras, el médico de cabecera proporcionaba un alivio manual. ¿Puede creerlo? Los hombres victorianos, por su parte, recurrían a las prostitutas con una asiduidad que deja en ridículo todo lo que pueda suceder hoy en día. Tampoco éramos mejores en el norte de Alemania. En el sur, al menos, sabían un poco más de sexo.
—¿Ha venido aquí a hablar de las perversiones de la Inglaterra victoriana y la Alemana guillermina? ¿Qué quiere?
—Póngase boca abajo. Vamos. —Fabel obedeció. Ella le colocó la cabeza de lado, hacia la pared—. Si me ve la cara, tendré que matarlo —explicó—. He venido por lo del anuncio de
Muliebritas
.
—¿Qué anuncio? —dijo, con la mejilla hundida en la almohada.
—Ya sabe qué anuncio.
Retorció la ligadura. Más que antes. Cuando la soltó, Fabel jadeó ansiosamente con los pulmones a punto de estallar.
—¿La cita de la
Saga de Njál
? —dijo, resollando—. ¿Es eso?
—¿La ha puesto usted?
—No.
La ligadura volvió a tensarse.
—¿La ha puesto usted? —Incapaz de hablar, Fabel meneó la cabeza. Ella le dejó respirar otra vez—. Si no ha sido usted, ¿quién ha puesto ese anuncio?
—No lo sé. —A Fabel le salía aún una voz débil y estrangulada.
—Ha dicho algo de mañana. ¿Qué hay en
Muliebritas
que tenga que ver con mañana?
—No se lo puedo decir. No se lo diré. Y aparte, no le conviene. Tiene que ver con Anke. Con la posibilidad de capturarla. Si se lo digo, también usted quedará implicada.
—De acuerdo —dijo—. No pienso interferir. Quiero que la atrape. Quiero que se acabe todo esto para poder seguir con mi vida. Escuche bien, Fabel… —Todavía le susurraba al oído, pero ya no con un deje de seducción, sino con un siseo amenazador—. Usted es policía. Ha visto mucho a lo largo de los años. Tantas mujeres maltratadas, apaleadas, violadas, estranguladas. Tantas chicas que pasaron aterrorizadas sus últimos momentos. Un terror inimaginable. Pero usted es capaz de imaginarlo, ¿verdad? Tiene que imaginárselo. Ha visto lo que otros hombres pueden hacerles a las mujeres y se ha planteado a sí mismo esta oscura pregunta: ¿yo sería capaz? Tanto dolor, tanto miedo. Y a veces se ha visto asaltado por ese oscuro temor: ¿y si le pasara a mi hija, a mi compañera, a mi madre…? Bueno, escúcheme y recuerde lo que le digo: la Valquiria que anda buscando es Anke. No yo. Déjeme en paz. No vaya a buscarme. Ni siquiera lo intente. De lo contrario, pondré en mi diana a las mujeres que le son más allegadas: su amante, su hija, su madre… Las convertiré en víctimas. Las haré sufrir antes de que mueran. ¿Lo entiende? —Tensó la ligadura otra vez—. No podré hacerles daño si estoy muerta o encarcelada, así que me encargaré de ellas antes de que me atrape. Si detecto el menor indicio de que sigue mi rastro, iré a por ellas. Ponga las manos detrás de la cabeza.
Fabel hizo lo que le decía. Notó un pinchazo en el cuello. Algo frío en las venas. La oscuridad de la habitación se adensó. Abandonó el mundo.
E
sta vez el despertar le llegó como una explosión. Repentino, brusco y total.
Fabel se arrojó de la cama y se dio un golpe brutal contra el suelo. Apoyándose contra la pared, se fue incorporando hasta sostenerse sobre sus piernas temblorosas. Miró alrededor con ojos desorbitados, examinando cada sombra. Tambaleándose, se acercó al interruptor de la pared e inundó la habitación con una luz deslumbrante que le hizo daño a la vista.
Ella había desaparecido. Tomó los pantalones y hurgó en los bolsillos hasta encontrar la llave del armario de seguridad donde guardaba su automática. Sacó el arma. Quitó el seguro y echó hacia atrás la cureña antes de salir del dormitorio y registrar todo el apartamento, habitación por habitación, encendiendo las luces y barriendo cada rincón con la pistola. Solo cuando comprobó que estaba solo entró en el baño y se rindió a las náuseas que le revolvían las tripas desde que había despertado. La sustancia que ella le había inyectado, fuera lo que fuese, le había dejado un dolor de cabeza atronador y un malestar que no le abandonó ni siquiera después de vomitar.
Se disponía a llamar por teléfono al Präsidium, pero se detuvo. Tenía que hacer algo primero. Volvió a entrar en el baño y se dio una larga ducha.
Holger Brauner no estaba de servicio y fue Astrid Bremer la que se presentó. Los primeros en llegar habían sido dos agentes uniformados, que se empeñaron en llamar a cada vecino para averiguar si habían visto a alguien saliendo del edificio.
—Esto está completamente de más —había protestado Fabel—. La mujer que ha entrado aquí es demasiado profesional para permitir que la vean entrar o salir.
El joven comisario uniformado había sonreído con educación e indulgencia y, sin la menor consideración al rango de Fabel, había seguido adelante y llevado a cabo lo que creía que debía hacer. Con toda razón, pensó Fabel de mala gana.
—¿Cómo demonios se le ha ocurrido ducharse? —preguntó Astrid Bremer—. Usted más que nadie debería saber una cosa así. Quizás ella ha dejado huellas de ADN en su cuerpo.
—¿Qué pretendes decir? —le espetó Fabel.
Bremer pareció desconcertada por su vehemencia.
—Nada. Solo que si le ha puesto una ligadura en el cuello es que la tenía muy cerca. Distancia forense, quiero decir. Quizás ha dejado algún resto.
—Necesitaba refrescarme, simplemente. —Se abrió la puerta en ese momento; Fabel saludó a Werner al verlo entrar—. Me sentía medio grogui por lo que me ha inyectado.
—Ya veo… —Bremer lo observó—. ¿Se encuentra bien ahora?
—Sí, estoy bien.
—Se te ve desencajado, Jan —dijo Werner—. El médico del cuerpo está aquí. Quiere examinarte.
—Ya he dicho que estoy bien. —Alzar la voz solo le sirvió para aumentar el volumen de su dolor de cabeza—. De acuerdo, quizá sí debería echarme un vistazo.
—Hemos de averiguar qué le ha inyectado —dijo Bremer—. Supongo que el médico querrá hacerlo, pero me gustaría practicar mis propios análisis. ¿Le importa que le saque una muestra de sangre?
—Está bien —dijo Fabel con impaciencia, arremangándose la camisa—. Adelante.
—Tendrá que dejar que el médico le haga otra extracción para efectuar el análisis de HIV; es la práctica habitual cuando cualquier agente de la Polizei recibe el pinchazo de una aguja. Obviamente está pensado para el caso de accidentes al registrar a drogadictos. Pero, en fin, son las normas… —Le tomó la muestra—. ¿Sabe en qué otras habitaciones ha entrado? Dejando aparte el dormitorio, quiero decir.
—¿Adónde quieres ir a parar? ¿Te crees que la he agasajado primero?
—Calma,
Chef
—dijo Werner—. Astrid está haciendo su trabajo.
—No pretendía decir nada, Herr Fabel —dijo Bremer con repentina formalidad.
—Perdona, Astrid. —Fabel se frotó el cuello—. Ha sido una noche difícil. ¿Qué hora es?
—Las cinco y veinte —dijo Werner.
—Mierda. En cuanto termine con el matasanos, tú y yo hemos de irnos al Präsidium. Hay que dejarlo todo preparado para la operación del Alsterpark.
—¿Seguimos adelante? —preguntó Werner—. Vamos, ya sé lo que ella le ha dicho, pero no sería muy arriesgado suponer que su visitante era la Valquiria.
—No, Werner. Era Liane Kayser la que se ha presentado aquí. Todo el sentido de su visita se reduce a dejarme bien claro que ella no era la asesina a sueldo de Drescher.
—¿Sabía que Drescher está muerto?
—No lo sé —dijo Fabel—. No ha dicho nada que lo indicara. Pero desde luego estaba segura de que yo sabría de quién hablaba cuando ha mencionado su nombre. Una cosa está clara: ella no es la Valquiria. Esa es Anke Wollner. Liane Kayser ha venido porque tiene una vida que proteger. No se le ha escapado nada. Bueno, sí se le ha escapado una cosa. Suponiendo que haya sido sin querer.
—¿Qué?
—Tengo la sensación de que sufrió abusos de niña. O una violación. No sé, algún trauma que cambió su personalidad y la convirtió en una candidata idónea para el Proyecto Valquiria.