La venganza de la valquiria (50 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Oyó varios coches afuera. Aparecieron tres agentes uniformados y un tipo con mono. Fabel les ordenó que se encargaran de que todo permaneciera intacto, o tan intacto como ellos lo habían dejado después de su registro, y les informó de que el equipo forense estaba en camino.

—¿Así que crees que sigue en Blankenese? —dijo Van Heiden.

—Si ha abandonado el coche y ha venido a pie hasta aquí es con algún propósito. —Fabel se acercó al comisario uniformado que había llegado con el técnico de la alarma—. ¿Es usted de la comisaría veintiséis de Osdorf?

—Sí, Herr Hauptkommissar.

—¿Puede llamar a la comisaría y pedirles que envíen de inmediato el máximo número posible de agentes? Estamos buscando a una mujer llamada Anke Wollner que vivía aquí bajo el nombre supuesto de Jana Eigen.

Una expresión alarmada cruzó el rostro del joven comisario.

—Dios mío… ¿se refiere a la mujer que ha matado a todos esos policías en el centro? ¿Cree que está aquí?

—Usted llame a Osdorf y haga que vengan cuanto antes.

Fabel se volvió hacia Vestergaard y Van Heiden.

—¿Por qué tendría que haber vuelto? Me estoy repitiendo, ya lo sé, pero no es lógico. Podemos dar por seguro que tiene varias identidades alternativas bajo la manga. Nosotros hemos fallado y no hemos conseguido atraparla. Podría haberse limitado a desaparecer del mapa. Ya debe de haber deducido a estas alturas que algo le ha pasado a Georg Drescher. —Se quedó paralizado de repente—. Ellos lo delataron…

—¿Qué? —dijo Van Heiden.

—Espera. —Fabel llamó con el móvil al Präsidium y pidió que le pusieran con Hans Gessler.

—Ha salido ya —le dijo el agente.

—Entonces páseme la llamada a su móvil.

Hubo una pausa. Tapando el teléfono, Fabel se dirigió a Van Heiden y Vestergaard.

—Delataron a Drescher. Era Gina Brønsted quien contrató a la Valquiria durante todos estos años. Drescher tenía información suficiente sobre ella para mandarla a la cárcel de por vida. Era su plan de jubilación. Cuando Brønsted empezó a hacer limpieza, eliminando a Westland, Claasens y Lensch, había planeado deshacerse también de Frolov y Drescher. Recurrió a la otra Valquiria, a la trastornada Margarethe Paulus, para hacer ese trabajo sucio. Fue Brønsted quien le proporcionó a Margarethe el dinero y los recursos necesarios. Pero ella nunca se ocupó de estas cosas directamente… —Alzó la mano y volvió a concentrarse en su móvil—. ¿Hola, Hans? Soy Fabel. ¿Dónde me dijiste que vivía Svend Langstrup?

—¿Cómo? Ah… En Blankenese.

—¿Tienes la dirección?

—Creo que es justo detrás de Strandweg. Espera…

Tras unos instantes, Gessler le pasó la dirección.

—Ha venido a matar a Svend Langstrup —dijo Fabel al colgar—. Y luego, si no me equivoco, irá a por Gina Brønsted.

7

L
angstrup llevó el vino al salón. Anke, sentada en la alfombra frente a la chimenea, contemplaba las llamas. El resplandor acentuaba la curva perfecta de sus pómulos y su mandíbula, y añadía un halo dorado a su cabello rubio.

—¿Ha entrado en calor?

—Hum, sí, ahora sí —murmuró satisfecha, pese a las persistentes molestias de la herida de su pierna. Anke miró alrededor. Tomó un buen trago de vino. Su mirada se detuvo en la fotografía con marco de plata de la mesita auxiliar. Langstrup y una atractiva mujer de pelo rubio rojizo aparecían en un jardín, mirando sonrientes a la cámara. Él la envolvía en sus brazos y su sonrisa era de completa satisfacción. De alegría. La sonrisa de su esposa era distinta, como si realmente no estuviera presente tras ella. Un rasgo que Anke reconoció.

—¿Su esposa?

Él asintió, pero sin mirar la fotografía.

—Sí. Es Silke.

—Es muy guapa.

—Sí.

—¿Dónde está esta noche? No creo que le guste que se traiga a desconocidas de la playa y les sirva una copa de vino…

—Silke tuvo problemas. Problemas mentales —dijo él, mirando su copa—. Una depresión. Se suicidó.

—Dios mío, cuánto lo siento. No debería haber preguntado…

—Usted no tenía por qué saberlo. Era una pregunta perfectamente natural —dijo Langstrup, y dio un buen trago de vino blanco—. Fue hace dos años. La policía dijo que no estaba claro si se trababa de una muerte accidental o de un suicidio. No dejó ninguna nota, ¿entiende?

—¿Por eso estaba usted junto a la playa?

—No sé. Sí, puede.

Anke volvió a mirar la foto; aquella máscara de una sonrisa cubriendo un vacío total.

—Lo siento muchísimo —dijo, poniéndose de pie—. Yo sé lo que es perder a alguien así como así.

—¿De veras? Lamento saberlo.

—Mi tío. —Dio otro sorbo de vino y miró fijamente el fuego de la chimenea—. Ya sé que no parece gran cosa, pero era mucho más que un tío para mí. Más bien como un padre. Mis padres… bueno, mis padres no estaban a mi lado y fue él quien me crio. Me enseñó todo lo que sé. Todo lo que soy se lo debo a él.

—¿Murió hace poco?

—Sí. —Dejó la copa de vino en la mesita de café y se volvió para mirarlo de frente.

Langstrup levantó la vista con aire inquisitivo.

—¿Hay algún problema?

Entonces sonó el timbre.

—Disculpe —dijo. Se puso de pie, encogiéndose de hombros—. No recibo muchas visitas, pero esta noche…

El timbre sonó otra vez de forma insistente. Luego empezaron a aporrear la puerta. Langstrup frunció el ceño y se volvió hacia el pasillo.

En cuanto le dio la espalda, Anke se lanzó sobre él de un salto. El cuchillo de policarburo negro describió un arco y le alcanzó a Langstrup en la parte lateral del cuello. Agarrándolo de la cabeza con la otra mano, Anke usó todo su peso para arrastrarlo al suelo. Él era robusto y ágil, sin embargo, y le asestó un codazo en las costillas. Se derrumbaron los dos sobre la mesita de café. Langstrup aún tenía el cuchillo clavado en el cuello, pero ella había calculado mal el golpe, no le había alcanzado la carótida, y ahora oyó que estaban tirando la puerta abajo. Se zafó de él y se puso de pie de un brinco, aunque casi perdió el equilibro a causa de la herida en la pantorrilla.

La puerta se abrió de golpe y se estrelló contra la pared del vestíbulo con estrépito. Anke se sacó la Beretta de la cinturilla. Langstrup rodaba por el suelo, agarrando el mango del cuchillo que tenía en el cuello, con los aquellos ojos pequeños y duros ahora desorbitados de terror. Como ella había deseado.

Los tres agentes irrumpieron en el salón y la apuntaron con sus armas, gritándole para que bajara la pistola. Anke reconoció entre ellos a Jean Fabel, que había dirigido la operación en el Alsterpark. Sabía que la mujer era Karin Vestergaard, la jefa y antigua amante de Jens Jespersen, a quien había asesinado en la habitación de su hotel. Ahora le quedaban dos opciones: enfrentarse a ellos o rematar a Langstrup. Miró a los dos hombres y a la mujer que estaban en la entrada del salón, tensos y angustiados. Les sonrió. «Tampoco está tan mal —quería decirles—. No se asusten, matar no está realmente tan mal».

La adrenalina que inundaba su organismo lo ralentizó todo. Por un instante se sintió fuera del tiempo. Pensó en Liane y en Margarethe. Volvió a pensar en el tío Georg. Pensó en todos los encuentros que había vivido, en todos los últimos momentos que había presenciado.

Anke Wollner se decidió. Le disparó cuatro tiros a Langstrup, todos en la cabeza, antes de que la policía abriese fuego.

8

F
abel, Vestergaard y Van Heiden se habían sentado en la parte trasera de un autobús de la policía con cristales tintados. Allí reinaba la calma; afuera había un tremendo alboroto de policías, forenses y periodistas moviéndose por todas partes.

—¿Estáis bien? —les preguntó Fabel a los dos, aunque su pregunta iba más bien dirigida a Van Heiden, que permanecía cabizbajo, con los codos en las rodillas y la mirada perdida en el suelo del vehículo.

—¿Por qué tengo la sensación de haber participado en un suicidio asistido? —dijo Van Heiden.

—Hemos hecho lo que debíamos —dijo Vestergaard—. Nosotros habríamos sido los siguientes.

—Supongo que con esto se termina el caso de la Valquiria —le dijo Van Heiden a Fabel.

—Sí, supongo —dijo él—. Solo quedaría atrapar a la persona que instigó y financió todos estos asesinatos: Gina Brønsted.

—¿Pero…? —Vestergaard captó la duda en su expresión.

—Anke Wollner mató a Halvorsen en Noruega; probablemente a Vujačić en Copenhague; a Westland, Lensch, Claasens y Sparwald aquí, en Hamburgo. Sé por qué y para quién los mató. —Fabel frunció el ceño—. Pero todavía no sé quién era el Ángel original de Sankt Pauli; no es lógico que fuese Wollner. Y como bien sé por la visita que me hizo, hay todavía una tercera Valquiria suelta, Liane Kayser.

—Que evidentemente lleva una vida normal y no tiene nada que ver con todo esto —dijo Van Heiden.

—Quizá… pero ella me dejó bien claro que está dispuesta a matar para proteger esa vida. —Fabel se encogió de hombros y se puso de pie—. Bueno, he de ir al hospital a hacer una visita.

—¿Anna Wolff? —preguntó Van Heiden.

—Anna Wolff —dijo Fabel—. He de hablar con ella de su futuro.

EPÍLOGO
I

L
e escocía. Le escocía de mala manera, aunque sabía que tenía dejarlo correr. Pero un día, se juró Fabel a sí mismo, conseguiría pruebas suficientes contra ella para encerrarla de por vida. Miró con furia el televisor de la sala principal de la brigada de homicidios. Dos caras bien conocidas.

—¿No es una vergüenza para el grupo NeuHansa? —preguntó Sylvie Achtenhagen—. ¿Y una grave responsabilidad suya por el hecho de haber contratado y confiado en un hombre que ha resultado ser un criminal? ¿Alguien que ordenó y pagó por el asesinato de tantas personas?

—Lo primero que quiero dejar claro es lo siguiente —dijo Gina Brønsted con una sonrisita, como si estuviera hablando con un crío—. El departamento de delitos corporativos de la Polizei de Hamburgo me ha sometido a mí y a todos mis negocios a un exhaustivo escrutinio. Y no hay absolutamente ninguna prueba que indique que yo estaba al corriente de las actividades criminales de Svend Langstrup. Obviamente, él dirigía su propio imperio clandestino en el interior del grupo NeuHansa. Es cierto que consiguió salirse con la suya durante un tiempo, pero no hay ninguna…

Werner apagó la televisión con el mando a distancia.

—No te abrumes por lo de esa zorra, Jan —le dijo—. Has de dejarlo correr. Ya caerá, tarde o temprano. Los de delitos corporativos tienen tantas ganas como tú de atraparla.

—Y OLAF —dijo Fabel, con aire lúgubre—. Y Økokrim en Noruega. Y la policía nacional danesa. Gina Brønsted tendrá que andarse con mucho tiento de ahora en adelante.

—¿Qué hay de esa historia del primer lunes de mes? Ya sabes, lo del mensaje en
Muliebritas
. Se acerca el día. ¿Vamos a montar un dispositivo de vigilancia?

—No tiene sentido —dijo Fabel—. De las tres Valquirias, una está muerta y la otra encerrada de nuevo en un sanatorio mental… La tercera hará cualquier cosa salvo llamar la atención.

—Cierto. —Werner se rio, malicioso—. De todos modos, si quiere charlar se pasará por tu casa.

Fabel le lanzó una mirada fulminante; Werner recogió unos papeles de su mesa y se retiró enseguida. Cuando hubo salido, Fabel tomó el teléfono y marcó un número.

—Hola, ¿Frau Meissner? Soy Jean Fabel. He recibido su invitación para hablar en Sabinas sin Fronteras sobre la iniciativa de la Polizei de Hamburgo respecto al maltrato a las mujeres. Estaré encantado…

II

L
a última reunión del día se había prolongado hasta tarde. Habían pedido a una empresa de catering que trajera comida y, al final, incluso habían podido abrir una botella de champán para sellar el acuerdo. Después de tanta publicidad negativa, Gina Brønsted había tenido que negociar duramente y ofrecer muchas garantías. Pero las cosas volvían a su cauce.

Como la reunión se había alargado tanto, Brønsted había decidido quedarse en su ático privado, situado encima de las oficinas. La verdad era que le encantaba ese ático desde cuyos ventanales se dominaba todo el puerto y la zona donde estaban construyendo el nuevo teatro de ópera. Se sirvió una copa y empezó a saborear el champán y la vista al mismo tiempo. Un día toda la ciudad sería suya. Y también Copenhague.

De pronto, captó un reflejo en el cristal con el rabillo del ojo. Giró en redondo.

—¿Qué hace usted aquí? —Su tono era más de perplejidad que de cólera—. ¿Cómo ha entrado?

—¿Sabe quién soy? —preguntó la mujer rubia, plantada en medio del salón.

—¿Qué diantre quiere decir? —Ahora sí había cólera en su voz—. Por supuesto que sé quién es. ¿Va a explicarme qué demonios hace aquí? Ya no tengo nada más que decirle.

—¿Sabe mi nombre? —preguntó la mujer.

—Claro que sé su nombre. ¿Es que ha perdido el…?

Brønsted se interrumpió de golpe. Tenía la mirada fija en la pistola que la mujer había sacado de entre los pliegues de su abrigo negro.

—Mi nombre no es el que usted cree. Mi nombre, mi verdadero nombre, es Liane Kayser. Soy una Valquiria. Usted lo sabe todo sobre las Valquirias, ¿verdad, Gina?

—Yo… —La expresión de Brønsted, tras la primera sorpresa, se había teñido de temor—. Escuche, puedo darle trabajo…

—Quiere decir que puede utilizarme. ¿Como utilizó a Margarethe Paulus y a Anke? Lo curioso, fíjese, es que yo no sabía que me importaba. Creía que era incapaz de sentir nada por nadie. Pero sí me importa. Ellas eran lo más parecido que tenía a una familia. De modo que sí, voy a hacer algo por usted, Gina. Sé que le gusta salir en las noticias. Pues voy a convertirla en noticia. Mañana estará en todos los medios, se lo aseguro.

—Puedo compensarla…

Los ojos de Brønsted recorrieron enloquecidos el salón. El botón de pánico. El teléfono. Ambos a una distancia sideral.

—¿Sabe qué, Gina? Tiene razón. Puede compensarme.

Liane Kayser apretó dos veces el gatillo; dos disparos amortiguados por el silenciador incorporado a su automática Makarov PM. Brønsted cayó al suelo. Respiraba agitada, entrecortadamente. La mujer rubia se acercó unos pasos.

—¿Sabe lo que significa en realidad la palabra «valquiria»? Proviene del nórdico antiguo
Valkyrja
. Significa «la que escoge a los caídos». —Apretó dos veces más el gatillo. A la cabeza—. Adiós, Gina.

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