Anke utilizó todas las callejas y pasajes de acceso que pudo, incluso saltando tapias, para evitar las calles principales. Acabó desembocando en Hallerstrasse, junto a los estudios de televisión y el estadio de tenis Rotherbaum. Había coches aparcados a lo largo de toda la calle, la mayoría eran últimos modelos carísimos, con sistemas de alarma e inmovilización muy sofisticados. Siguió caminando. Tendría que volver a pie al sitio donde había dejado su coche. Era necesario que lo sacara de la zona antes de que lo trataran como un vehículo abandonado, porque eso automáticamente le proporcionaría a la policía su identidad y su dirección. Lo había dejado a cierta distancia del Alsterpark para sentirse más segura; una decisión que lamentaba ahora, a cada paso que daba. Le palpitaba la pantorrilla y había empezado a dolerle toda la pierna, debido a la repentina contractura provocada por el impacto de la bala. El trayecto no habría sido tan largo si hubiera podía seguir directamente por Mittelweg, pero sabía que la policía estaría a aquellas alturas parando a cualquier mujer que caminara sola, así que se vio obligada a seguir una ruta sinuosa que triplicaba, o más, la distancia a cubrir.
Sintió un gran alivio al doblar la esquina y ver su Lexus Saloon donde lo había dejado. Se hundió en el asiento de cuero y extendió la pierna herida, permitiéndose un momento de descanso. Deslizó la mano por detrás de la bota y palpó el cuero humedecido. Cuando llegara a su apartamento tendría que suturar la herida, cosa que, dada su ubicación, no iba a ser fácil.
Apoyando la cabeza en el respaldo, Anke cerró un momento los ojos. Se volvió bruscamente al oír que alguien golpeaba la ventanilla con los nudillos.
Sonrió y bajó el cristal. Estudió la situación: una joven policía —muy joven— sola y sin experiencia, patrullando a pie. Mientras todos los demás buscaban a la asesina del Alsterpark.
—¿Este vehículo es suyo?
—Sí. ¿Hay algún problema?
—Lleva demasiado tiempo aparcado aquí. Tendré que ponerle una multa. ¿Su nombre, por favor?
«Vas a comprobar mi nombre en la base de datos —pensó Anke—, y ya has informado por radio de la matrícula». Acabaría saliendo todo a relucir más tarde. Su identidad, su dirección.
—Jana Eigen —dijo. Era el nombre que había usado durante los últimos diez años. Un nombre que se había vuelto casi tan real como Anke Wollner ahora ya inservible.
—¿Podría ver su documento de identidad y su permiso de conducir?
La joven agente se esforzaba en aparentar autoridad. Anke calculó que no pasaría de los veintitrés años; guapa, con el pelo oscuro recogido bajo la gorra. Su impermeable azul de policía era al menos de una talla más grande, lo cual le confería un aspecto aniñado.
—Claro —dijo Anke, metiendo la mano en el bolso, que reposaba en el asiento del copiloto—. Aquí está.
Con el primer disparo le dio en la garganta. La agente se desmoronó junto al coche. Anke se apresuró a abrir la puerta, pero el cuerpo caído le impedía hacerlo del todo y tuvo que salir apretujándose por la estrecha abertura, lo que le produjo un gran dolor en la pierna. La joven agente yacía boca abajo, con aquel enorme impermeable azul inflado como el caparazón de una tortuga en el que figuraba la palabra POLIZEI estampada en letras blancas. Salía de ella un repulsivo gorgoteo y parecía que trataba de alejarse a rastras. Anke le disparó otra vez en la nuca y se quedó inmóvil. Ya sonaban gritos de los transeúntes. Tenía que darse prisa. El cadáver le obstruía el paso, así que lo arrastró para quitarlo de en medio. Luego se puso otra vez al volante y salió a toda velocidad.
Tendría que abandonar el coche. Debería encontrar un lugar seguro.
T
al como Fabel había previsto, Van Heiden no se había mostrado colérico ni le había sermoneado, pero sí le había transmitido —más con silencios que con palabras— que la situación no podía ser peor y, que si tenía que caer alguna cabeza, sería la suya.
El despliegue de la prensa no había ayudado precisamente. Los reportajes sobre el tiroteo de Harvestehuder Weg se repetían en cada boletín informativo de cada cadena, y no solo de Hamburgo. El Präsidium parecía un castillo medieval asediado, con furgonetas provistas de antena parabólica aparcadas delante y equipos de televisión enfocando el edificio con sus cámaras. Fabel recibió incluso el mensaje de que Sylvie Achtenhagen había estado tratando de contactar con él.
—Decía que era muy urgente —le había explicado el agente de recepción.
—No lo dudo —había respondido Fabel, estrujando la nota e inclinándose sobre el mostrador para lanzarla a la papelera.
Después de reunirse con Van Heiden llamó a Werner al hospital.
—¿Cómo está Anna?
—Todavía en el quirófano —dijo Werner—. Te llamaré en cuanto salga y sepa algo. No te preocupes, Jan. Es más dura que cualquiera de nosotros.
Acababa de colgar cuando sonó un golpe en la puerta de su despacho y entró Dirk Hechtner.
—¿Está bien,
Chef
? Quiero decir…
—Sé lo que quieres decir. Estoy bien. Gracias por preguntarlo. ¿Qué hay?
—La pistola que apareció en el piso de Margarethe Paulus: la hemos rastreado. Era de Zlatko Ljubi i, un croata. Y escuche bien: Ljubi i fue arrestado en la misma operación que Goran Vujačić. Era su guardaespaldas.
—¿Dónde está ahora?
—Lo estoy investigando —dijo Hechtner—. La policía danesa tuvo que soltarlo. No es delito ser guardaespaldas de un gánster, a menos que te pillen a ti cometiendo un delito. Trabajó un tiempo en Copenhague como guardia de seguridad. Y después, no sé aún. Pero es una coincidencia endiablada que haya una conexión con Vujačić, después de todo.
—¿Algo más?
—Sí. He investigado a Svend Langstrup, el jefe de seguridad de Gina Brønsted; no está fichado. Pero es un antiguo agente del Jaegerkorpset, las fuerzas especiales danesas. Tiene doble nacionalidad: danesa y alemana. Dirigió su propia empresa de seguridad durante un tiempo y sí, ya me he anticipado: estoy averiguando a través de la policía danesa si fue para esa empresa para que la trabajó Zlatko Ljubi i. Por lo que he visto, cobra un sueldo impresionante. Vive en Blankenese.
—Bien, sigue con ello. Voy a bajar al centro de coordinación.
El centro de coordinación estaba más concurrido de lo normal, y a Fabel se le cayó el alma a los pies al ver que Van Heiden y Steinbach, el jefe de la policía, estaban entre los demás agentes. Tener allí presentes a sus superiores mientras trataba de dirigir una investigación era como hacer los deberes con el profesor mirando por encima de su hombro.
Por si fuera poco, dedujo por la expresión de Van Heiden que la situación aún había empeorado más.
—Hemos sufrido otra baja —le dijo van Heiden—. La hija de puta ha matado a otro policía.
—¿A quién?
—Una joven agente llamada Annika Büsing. Solo tenía veinticuatro años, Jan.
—¿Dónde?
—Rotherbaum. —Henk Herman se les acercó. Bajo la mata de pelo rojo, su cara alargada, flaca y pecosa aparecía pálida y sombría. Revisó su cuaderno—. El coche era un Lexus GS450h Saloon negro. Solo seis meses de antigüedad. La propietaria es una tal Jana Eigen. Vive en Blankenese.
—Adinerada.
—Eso parece.
—Bueno, Henk. Tú y Dirk encargaos del asesinato de Rotherbaum. Yo me voy a casa de Frau Eigen. —Se volvió hacia Van Heiden—. Tengo a todo mi equipo ocupado. No me vendría mal que me acompañara alguien a Blankenese.
—Voy contigo —dijo Van Heiden.
—¿Tienes pistola?
—Claro que la tengo… —respondió. Y enseguida, con menos indignación—. Pero está en mi taquilla. Voy a buscarla.
—Si no te importa, me gustaría que Karin Vestergaard viniera con nosotros. He enviado un coche a recogerla. Ella está personalmente interesada en ver resuelto el caso. No somos los únicos que han perdido compañeros.
Fabel notó que se le acercaba alguien por detrás. Al volverse, vio a Hans Gessler, de la división de delitos corporativos.
—Me he enterado de lo de Anna, Jan —dijo—. Lo siento mucho. ¿Cómo está?
—Estoy esperando noticias.
—Solo quería decirte que he examinado la información de Frolov sobre Gina Brønsted y NeuHansa. Hay material suficiente para pescarla. Pero no por estos crímenes. No hay pruebas de ningún vínculo directo. Eso sí, en lo tocante a evasión de impuestos, falsificación de licencias y fraude está frita.
—Quiero pillarla. Tiene que haber algo que demuestre que encargó los asesinatos a la Valquiria.
—No creo que se lo encontremos a ella. Quizá si pudiéramos dar con las cuentas de Drescher… Me encargaré de investigarlo, pero podría tratarse de una cuenta numerada en Suiza.
—A ver qué puedes hacer, Hans. Consígueme algo, cualquier cosa.
N
o era la tarde ideal para un paseo por la playa.
Azotadas por el viento, las aguas del Elba se estrellaban espumeantes contra la costa, que estaba cubierta de una densa niebla gris. El hombre tenía hundidos los puños en los bolsillos del abrigo y llevaba un gorro de lana ceñido sobre las orejas, pero caminaba con la cabeza erguida y la cara humedecida expuesta al viento. Solo dos veranos atrás había paseado por allí con su esposa. Habían hablado del futuro, de que quizá ya era el momento de tener hijos.
Se detuvo y observó la silueta borrosa de niebla de un buque de carga que bajaba por el Elba y se internaba en el canal que quedaba más allá de Ness-Sand, la isla reserva natural. El buque se veía oscuro y enorme a la luz vacilante, y su bocina resonó al pasar como el bramido quejumbroso de un dinosaurio perdido en la niebla.
Se había vuelto otra vez de cara al viento para continuar su paseo cuando vio una figura a lo lejos. Otra sombra en la penumbra gris. La figura permanecía inmóvil, observando el barco. O nada en particular. Ya estaba más cerca. Vio su perfil y las hebras rubias bajo el gorro de lana. Una mujer.
—Hola.
La mujer se sobresaltó y se volvió hacia él. Sacó las manos de los bolsillos bruscamente y las mantuvo pegadas al cuerpo. A él por un momento le pareció que iba a atacarle.
—Lo siento —le dijo—. No quería asustarla.
—Paseando —dijo ella—. Solo estaba paseando.
—¿Se encuentra bien?
Ella lo miró con una expresión terriblemente vacía que lo dejó consternado. Fue solo un momento. Enseguida sonrió.
—Perdón —dijo—. Sí, me ha asustado. No es culpa suya, es la niebla.
—¿Seguro que se encuentra bien? —La inquietud que denotaba su voz era sincera.
La mujer se encogió de hombros humildemente.
—La verdad es que estoy algo perdida. He aparcado el coche en algún lado… —Señaló vagamente el paseo marítimo con su mano enguantada, en dirección al muelle del ferry—. Necesitaba un poco de aire fresco. Un paseo. No contaba con que la niebla se volvería tan densa.
—No hace una noche para pasear por la playa —dijo él.
—¿Y usted, qué? —replicó, sonriéndole otra vez.
Ahora se fijó por primera vez en lo guapa que era. Muy distinta de Silke, su esposa, pero guapísima.
—Vivo cerca de aquí. Conozco el terreno.
Ella levantó la vista hacia donde se alzaba Blankenese en la niebla: una masa oscura salpicada de luces amarillas.
—¿Vive aquí?
—Sí… —dijo, señalando—. Justo ahí delante.
—Entonces, ¿podría acompañarme por favor hasta el camino? —le preguntó ella—. Ya no recuerdo por dónde he cruzado el muro para llegar a la playa.
—Claro —dijo. Le tendió la mano—. Me llamo Svend Langstrup.
—Yo, Birta. Birta Henningsen.
A
cababa de aparcar frente a la casa de Blankenese cuando recibieron el mensaje de que el coche de Jana Eigen había aparecido en un bosque al sur de Sülldorf.
—Dios mío —dijo Fabel—. Está solo un poco más al norte. Es un paseo hasta aquí.
—¿Jana Eigen es Anke Wollner? —preguntó Vestergaard.
—Y Anke Wollner es la Valquiria. —Sacó su pistola automática de la funda y revisó el cargador—. Mierda. Esto significa que ha vuelto. Hay algo en la casa que necesita. —Se volvió hacia Van Heiden—. Escucha, Horst, hemos de asegurarnos de que no está ahí dentro. Podríamos esperar a que llegaran refuerzos.
—No nos han servido de mucho en Alsterpark… Vamos.
Fabel le hizo a Van Heiden un gesto para que esperase y buscó en la guantera. Sacó una SIG-Sauer automática metida en una funda y envuelta en una correa para el hombro, y se la tendió a Karin Vestergaard. Pero no la soltó cuando ella ya se disponía a cogerla; primero miró a Van Heiden.
—Qué demonios —dijo este, encogiéndose de hombros.
Vestergaard tomó el arma, se quitó el abrigo y se colocó la funda en el hombro; luego volvió a meter el cargador en la pistola y la enfundó.
Para los niveles de Blankenese era una propiedad bastante modesta. Tres dormitorios, dos baños, un comedor, la cocina y el salón. Todo desierto. El registro de la casa resultó más estresante por el alarido de la alarma que Fabel había disparado al forzar la puerta. Una vez comprobado que Anke Wollner no estaba, Fabel llamó al Präsidium y pidió que enviaran un equipo forense para revisar la casa.
—Y por el amor de Dios, llama a la comisaría veintiséis, en Osdorf, y diles que se trata de una falsa alarma —dijo Fabel—. Y que envíen a alguien para desconectar este maldito cacharro.
Lo registraron todo a fondo. Los cajones, los armarios, los roperos. Fabel bajó la escalera plegable y subió al desván. A primera vista no había nada: ningún alijo de armas, ningún maletín lleno de pasaportes y dinero en metálico. Ninguno de los instrumentos de un asesino profesional. Tal como en el piso de Georg Drescher, daba la impresión de que allí no vivía nadie propiamente hablando. Todo muy lujoso y escogido con gusto, pero sin los signos de estar realmente habitado: como si fuese una habitación de hotel más que un hogar.
—Eso es un sillón Ox de Hans Jørgen Wegner —dijo Vestergaard.
—¿Danés?
—Muy danés. Y más caro todavía.
—No está aquí. —Fabel alzó la voz para hacerse oír por encima del estrépito de la alarma—. Lo que ha vuelto a buscar, sea lo que sea, no está aquí, en esta casa. No se me ocurre qué.
—¿No habrá sido para cambiar de coche, quizá? —apuntó Vestergaard. La alarma enmudeció y ellos enfundaron las pistolas.
—Podría ser, supongo —dijo Fabel—. En ese caso, ya se ha largado. Pero ella sabe que esta dirección ha sido descubierta. No creo que se arriesgara a volver solo para recoger un coche, que por lo demás también estaría registrado en esta dirección.