La venganza de la valquiria (48 page)

Read La venganza de la valquiria Online

Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Fabel la seguía observando y titubeando, estaba segura. Cada segundo que se entretuviese vacilando la aproximaba a la salida, a las calles y al tumulto de la gente. Una vez allí, podría escabullirse. Y si salían tras ella, estaba dispuesta a causar estragos. Los despistaría entre una oleada de víctimas civiles.

El cuchillo de policarburo. La Beretta. Y tres cargadores de repuesto, cada uno de catorce balas, en el bolso que llevaba al hombro.

Veía al fondo Alsterchassee. La clave era no echar a correr. Mantuvo la calma. Sujetó al rehén con la misma firmeza. Ya casi llegaba. Fabel no iba a dar la alarma. No iba a darla.

Tío Georg.

Tenían a tío Georg. Entonces cayó en la cuenta. No: no lo tenían. Estaba muerto. Hurgó en su interior tratando de sentir algo. Tuvo que hurgar mucho. Apenas sentía nada.

Pensó en las conversaciones que habían mantenido. Pensó en aquella época, cuando tenía quince años y él le había enseñado todo lo que sabía. Se recordó sentada en el césped, frente al centro de entrenamiento, en un día de verano. El sol le rozaba el cuello. Recordó el zumo de naranja helado que habían bebido juntos y aquellos breves instantes que habían pasado —tío Georg, Liane, Margarethe y ella— charlando de fruslerías, de asuntos intrascendentes.

«Este es un momento de oro —había dicho tío Georg—. Entre los encuentros, debéis disfrutar estos momentos. Saborearlos».

Y en aquel momento de oro ella había sentido de verdad que las otras eran sus hermanas; que el tío Georg era realmente su tío. Había vislumbrado un tipo de vida que realmente nunca había conocido. Una mentira perfecta para un momento perfecto. Pero aun siendo una mentira, le había permitido intuir cómo habría sido formar parte de una familia.

Y ahora el tío Georg estaba muerto.

Por un instante, en mitad del gélido invierno de Hamburgo, sintió la calidez de aquella lejana tarde veraniega. Ahora sí encontró el dolor, la pena que había buscado en su interior.

Fue entonces cuando oyó que corrían tras ella, que le gritaban para que soltase al rehén y se quedara quieta.

Después de todo, Fabel sí había dado la alarma.

CAPÍTULO SIETE
1

A
nke Wollner se volvió rápidamente, poniendo delante al rehén como un escudo. Sabía, desde luego, que habría otros agentes del MEK y de la policía criminal que se aproximarían por su espalda, pero la principal amenaza la tenía delante. Los seis hombres del MEK se habían repartido en tres parejas. Una formación estándar, según el manual.

Vio a la otra policía, la mujer con ropa de footing. Le estaba diciendo a gritos que no se moviera. Anke le disparó dos veces en ambas piernas. Ella se derrumbó y empezó a chillar. Anke le apuntó a la cabeza, pero vio que los agentes del MEK avanzaban ya hacia ella: tres moviéndose, tres cubriéndolos. Le disparó al primero a la cara. Los otros abrieron fuego, pero sus balas salieron desviadas. Evidentemente, temían darle al rehén. Disparó otros dos tiros. Falló el primero; el segundo le reventó el lateral del cráneo a un agente MEK. Dos polis muertos, una gravemente herida. Se retirarían para evitar víctimas civiles. Anke retrocedió hacia Harvestehuder Weg cubriéndose con el rehén. El tipo temblaba violentamente y le costaba manejarlo. Echó una mirada atrás y vio a un par de polis agazapados tras un coche. Disparó a las ventanillas, haciéndolas trizas y provocando una lluvia de cristales. Disparó tres balas al depósito y luego otra al asfalto, donde la gasolina había empezado a derramarse. Con las chispas que saltaron en la calzada se extendió una llamarada y la parte trasera del coche se alzó por los aires mientras estallaba el depósito. Oyó alaridos detrás del vehículo; otros agentes venían corriendo. Vio que un coche frenaba chirriando en Harvestehuder Weg, obedeciendo a las señas de un policía de uniforme.

Anke soltó al rehén y echó a correr hacia el coche. En plena carrera, se volvió y le disparó una sola vez en el estómago. El hombre se desmoronó, vomitando sangre sobre la calzada mojada. Luego empezó a dar gritos; tendrían que ocuparse de él. Mientras continuaba corriendo hacia el coche, Anke oyó fuego de automáticas. Notó un impacto en la pantorrilla y las balas no dejaban de revolotear furiosas zumbando a su alrededor, pero no se detuvo. Ellos tenían que controlar sus disparos. Había casas a la izquierda y una bala perdida podía acabar con un peatón. Esa era su desventaja número uno. A ella no le preocupaba quién resultara muerto o herido. A ellos, sí.

El agente uniformado situado a su izquierda se giró y se llevó la mano a la pistola. Anke continuó su carrera, sujetando la Beretta con el brazo extendido, y le pegó dos tiros en el pecho. Sabía que él no llevaría chaleco antibalas. La conductora del coche, una chica joven, permanecía boquiabierta ante el volante. Anke le abrió la puerta y la sacó de un tirón del vehículo, un Volkswagen Polo. Luego le disparó en las piernas: otra baja para entretener a sus perseguidores. Arrancó y salió disparada marcha atrás por Harvestehuder Weg. Sonaron más disparos y el parabrisas se hizo añicos, pero Anke no se volvió siquiera. Si habían de darle, le darían. Su única posibilidad era salir de allí lo más aprisa posible. Hizo un giro de ciento ochenta grados, derrapando en la calle mojada, y volvió a pisar a fondo el acelerador. Vio luces azules en el retrovisor.

Iban tras ella.

«Lo que sucede en una persecución en coche —le había dicho tío Georg— es que la policía casi siempre gana. Hazles creer que se han metido en una persecución y abandona el vehículo tan pronto como puedas».

Giró por Pöseldorfer Weg a toda velocidad con neumáticos chirriantes. Volviendo a doblar bruscamente a la derecha, se metió en un callejón sin salida. Frenó junto a la acera y dio marcha atrás para situarse detrás de otro coche. Vio que las luces azules pasaban parpadeando a su espalda. Un segundo patrullero redujo la marcha, casi se detuvo a la entrada del callejón para echar un vistazo; luego aceleró y siguió al primero.

Anke se bajó lo más aprisa que pudo, pero la pierna se le estaba poniendo rígida. Notaba la humedad en el zapato y en la pernera del pantalón. No podía mirar ahora. Tenía que huir; poner tierra de por medio y alejarse cuando antes del coche.

Aún llevaba el bolso colgado en bandolera. Quitó el cargador vacío de la recámara y metió otro nuevo. Recorrió sin cojear la calleja y se coló bruscamente a la izquierda por la verja de una casa. Vio que era una mansión imponente dividida en apartamentos. Caminó hasta la puerta principal como si lo hubiera hecho toda su vida y examinó los nombres del interfono. Había un apartamento con dos apellidos distintos; no era seguro ni mucho menos, pero supuso que estaría ocupado por una pareja joven sin hijos. Probablemente estarían en el trabajo. Pulsó el botón. No hubo respuesta, que era lo que quería. Entonces empezó a pulsar todos los demás botones hasta que alguien respondió. Una voz de anciana.

—Traigo una entrega —dijo Anke.

El cerrojo zumbó. Anke abrió de un empujón, metió la punta del zapato para que no se cerrase del todo y volvió a llamar al piso de la anciana.

—Perdone —dijo—. Me he confundido de dirección. Creía que esto era Pöseldorfer Weg.

Tras escuchar las quejas de la mujer, Anke se deslizó dentro y cerró la puerta con sigilo. Permaneció inmóvil un momento, recobrando el aliento y aguzando el oído, por si había levantado las sospechas de la vieja y se oía algún ruido en la escalera. Cuando se convenció de que estaba sola subió al primer piso. Encontró el apartamento que buscaba y abrió la cerradura con una ganzúa.

Una vez dentro, registró cada habitación para comprobar que estaba totalmente vacío. Miró el suelo de madera. Había dejado huellas ensangrentadas por todo el pasillo, lo cual significaba que había un rastro por toda la escalera, y seguramente desde el coche. Aun suponiendo que no fuera visible, a un perro de la policía le resultaría muy fácil seguirlo. Tenía que darse prisa. Entró en el dormitorio y revisó el ropero de la mujer. Era todo de una talla más grande que la suya, pero no importaba: si hubiera sido de una talla menos no le habría servido. Extendió sobre la cama varios pantalones, suéteres y chaquetas y escogió rápidamente. También encontró un bolso de bandolera para reemplazar el suyo. Algo más pequeño, pero serviría.

El baño era muy reducido, y tuvo que apoyarse contra la pared mientras se quitaba los zapatos, los pantalones y los pantis, dejando un charco de sangre en las baldosas. Giró la pierna para examinar la herida. La bala no se había alojado en la pantorrilla; se había abierto paso arrancándole un trozo de carne. No había bañera, pero Anke tomó la alcachofa de la ducha y se pasó agua caliente por la herida antes de envolverse la pantorrilla con una toalla bien ceñida. Encontró el cajón del botiquín y lo volcó en la pila. Tomando una segunda toalla, la empapó de antiséptico. Había una venda todavía en su envoltorio, pero ningún otro tipo de apósito. Volvió al dormitorio y registró los cajones hasta encontrar un paquete de compresas.

De nuevo en el baño, se quitó la toalla de la pierna y puso la otra, empapada de antiséptico, sobre la herida. Un dolor ardiente la recorrió como una explosión. Reprimió un grito, convirtiéndolo en un ruido inhumano entre sus dientes apretados. Aplicando un par de compresas a la herida, las fijó firmemente con la venda. Al terminar, se lavó las manos y se limpió el sudor de la frente. Había una foto en el tocador, presumiblemente de la pareja que vivía en el apartamento. La mujer era alta y delgada como Anke, y no parecía una talla entera más grande, pero tenía el pelo oscuro y un tono de piel oliváceo. Llevaba más maquillaje, y más oscuro, del que solía ponerse ella, y Anke se pasó cinco minutos frente al espejo aplicándose su colorete hasta cambiar por completo de aspecto. Luego se puso la ropa que había escogido y se calzó por debajo de los pantalones unas botas que le llegaban hasta la rodilla. Tuvo que hacer un esfuerzo para subir la cremallera de la izquierda por encima de la herida, pero le pareció que la propia bota ayudaría a mantener el vendaje en su sitio.

Cuando se hubo puesto toda la ropa, incluido un abrigo hasta el tobillo y un gorro tipo boina, se miró en el espejo. Una mujer distinta de distinto estilo, con otra historia, otra vida.

Antes de abandonar el piso, Anke trató de decidir qué hacer con las prendas que se había quitado. Estarían llenas de restos de ADN. Aunque por otro lado, pensó, había dejado muestras de su ADN por la mitad de Hamburgo. Esta vez no había distancia forense que valiera.

Todo había terminado, eso lo sabía. Tío Georg estaba muerto. O preso. Ya no podía seguir en Hamburgo. Tenía otras identidades a las que recurrir, y dinero suficiente para vivir el resto de su vida. Quizás esto podía constituir un nuevo comienzo. Las siguientes veinticuatro horas lo dirían.

Metió la Beretta, los cartuchos, su cuchillo de policarburo y la caja de compresas en el bolso. Se acercó a la ventana y examinó la calle. Parecía tranquila, pero se oían sirenas por los alrededores. Tendría que atravesar la zona y salir de Pöseldorf.

Luego sería libre.

2

F
abel lo había presenciado todo. Había permanecido allí de pie mientras Anna era abatida a tiros. Había divisado los fogonazos y luego cómo se desmoronaba en el suelo. Tendría que haberse mantenido en su puesto, pero, sin pensárselo dos veces, bajó las escaleras corriendo y salió a la calle mientras pedía por radio a gritos una ambulancia.

Cuando llegó junto a ella ya había dos agentes MEK atendiéndola, aplicándole compresas a presión sobre las heridas de las piernas. Werner también estaba allí, apartando el pelo de la cara. Fabel sintió un mareo al ver cómo se teñían de color carmesí las gasas que le habían aplicado.

—Anna… —Cayó de rodillas a su lado—. Anna… lo siento.

Tenía la cara pálida, casi gris. Respiraba de modo superficial y acelerado, pero movió la cabeza y sonrió débilmente.

—La culpa no es suya. Es mía. Ahora ya estoy preparada para ese curso de control de la ira…

Llegó la ambulancia y los enfermeros se apresuraron a atenderla, ordenando a Werner y Fabel que retrocedieran. Dietz, el comandante MEK, se les acercó.

—¿Qué demonios estabais haciendo? —le gritó Fabel en la cara—. ¿Cómo coño has permitido una cosa así? Pedí vuestra intervención porque esto es justamente lo que no quería que pasara. —Señaló a Anna, rodeada de enfermeros.

—Antes de que sigas gritando, Fabel, te recuerdo que dos de mis hombres están muertos, y dos más se encuentran en estado crítico con graves quemaduras. La cagada no es mía, es tuya. ¿Por qué demonios no nos has dado la orden de abatirla antes de que llegase a la avenida? Ella sabía que debíamos disparar con cuidado si conseguía situarse entre nosotros y los edificios. Allí. —Señaló el parque con un dedo enguantado—. Allí era donde teníamos más posibilidades.

Werner, ya sin peluca, interpuso su corpachón entre ambos.

—Dejadlo ya, por el amor de Dios. Esto no sirve de nada, Jan. Tenemos otras tres bajas. El rehén está en estado crítico, con una bala en las tripas; hay un agente uniformado muerto y otro civil herido. Un desastre completo.

—¿Hemos encontrado ya el coche?

—No. No creo que sea difícil. Tiene el parabrisas destrozado.

—Esa hija de puta no se dejará llevar por el pánico ni emprenderá una huida a lo loco —dijo Fabel—. Yo creo que habrá dejado el coche cerca y habrá robado otro. Quiero que la sala de control del Präsidium nos informe de cualquier vehículo robado en un radio de cinco kilómetros. O de un Polo abandonado con graves desperfectos. Entre tanto, que todas las unidades móviles registren los callejones, las calles laterales y los solares… cualquier lugar donde haya podido dejarlo tirado. Pero estoy seguro de que lo encontraremos muy cerca. Y que detengan e interroguen a cualquier mujer que vaya sola a pie. Un mínimo de dos agentes. Extremando la cautela.

—Otra cosa —dijo Dietz—. Estoy prácticamente seguro de que le he dado. Hay sangre un poco más arriba, en la calzada. Creo que le he dado en la pierna.

—Tendrá que intentar buscar un sitio donde curarse. Todavía está aquí, Werner. Hemos de encontrarla.

3

P
öseldorf era una de las zonas más de moda de Hamburgo. Las propiedades eran caras y las tiendas y restaurantes exclusivos. Pero había empezado siendo un barrio pobre y su trazado era un laberinto de calles adoquinadas.

Other books

Gifts from the Sea by Natalie Kinsey-Warnock
Once minutos by Paulo Coelho
Cop Killer by Sjöwall, Maj, Wahlöö, Per
Augustus John by Michael Holroyd
Satan’s Lambs by Lynn Hightower
Black Heart by R.L. Mathewson
Blonde and Blue by Trina M Lee
Cop Out by Susan Dunlap
The Aristobrats by Jennifer Solow