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Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Los Cinco otra vez en la Isla de Kirrin (10 page)

—Tendré que quedarme también —insistió—. No es posible que dejes a
Tim
sin mi, ni que me dejes a mi sin él.

Su padre empezó a perder la paciencia. Su carácter era muy semejante al de Jorge. Pretendían que todo marchase según su deseo y, si no conseguían imponer su voluntad, eran capaces de organizar un escándalo.

—Estoy seguro de que si hubiese pedido lo mismo a Julián, Dick o Ana y ellos poseyesen un perro, habrían cedido sin titubear —estalló—. Pero tú, Jorge, mi propia hija, siempre has de poner dificultades. Tú y ese perro, como si valiese más de mil libras.

—¡Para mi vale mucho más que eso! —exclamó Jorge con voz temblorosa.
Tim
se arrimó a ella colocando el hocico en su mano. La niña se agarró a su collar, como si temiera que se soltase.

—Si, ya lo sé. Ese perro es más importante para ti que tu padre, tu madre o cualquier otra persona —continúo su padre, furioso.

—¡Basta, Quintín! No te permito que desvaríes así —intervino su mujer—. Unos padres son algo muy diferente a un perro y son queridos de distinta forma. Sin embargo, en este caso tienes toda la razón.
Tim
ha de quedarse aquí contigo y de ningún modo permitiré que Jorge pase aquí las noches. No deseo verla expuesta al peligro. Ya paso bastante angustia por ti en estos momentos.

Jorge miró compungida a su madre.

—Mamá, por Dios, convéncete y convence a papá de que debo permanecer junto a él y a
Tim.

—He dicho que no —contestó su madre—. Ahora, Jorge, sé generosa y créeme. Si quien tuviese que decidir fuera
Tim,
sabes bien que se quedaría gustoso sin ti. El perro pensaría para sus adentros: «Me necesitan aquí. Necesitan de mis ojos para descubrir al enemigo; de mis orejas, para oír la más ligera pisada, y puede que de mis dientes para proteger a mi amo. Me van a separar de Jorge por unos días, pero ella, igual que yo, es bastante mayor para comprenderlo y soportarlo.» Eso es lo que
Tim
diría, Jorge, si se viera forzado a escoger.

Todos habían escuchado aquel inesperado discurso con gran atención. Pocas veces tía Fanny se mostraba tan elocuente. Quizás aquella constituyera la única arma que llevaría a Jorge a consentir en lo que se le pedía.

Miró a
Tim
y
Tim
la miró a ella, agitando el rabo. Luego llevo a cabo algo muy extraño. Se levantó, camino hacia el padre de Jorge y se tumbó a sus pies. Entonces miró a la chica como diciendo: «Ya lo ves. Ahora estas enterada de lo que yo considero como mi deber.»

—¿Lo ves? —remachó su madre—. El perro piensa como yo. Siempre has asegurado que
Tim
es un buen amigo. Ahí tienes la prueba. Sabe lo que debe hacer. Deberías estar orgullosa de su actitud.

—¡Y lo estoy! —respondió Jorge con voz ahogada. Se apartó del grupo. Y añadió casi sin volverse, hablando por encima de su hombro—: ¡Conforme, lo dejaré en la isla con papá! Volveré dentro de un minuto.

Ana se levantó para ver adonde iba su prima. Julián la obligo a sentarse de nuevo:

—Déjala sola. No le pasara nada. ¡Bien por ti, viejo
Tim
! Tú distingues entre lo que es justo y lo que no está bien, ¿verdad que si? ¡Buen perro, espléndido perro!

Tim
movió el rabo. Ni por un instante intentó seguir a Jorge. No. Desde aquel momento, sabía que su sitio estaba al lado del padre, aun cuando por su gusto hubiera corrido al lado de su amita. Le dolía que la niña se sintiera infeliz. Pero, a veces, es mejor sentirse desgraciado por hacer algo difícil que tratar de ser felices sin hacerlo.

—Querido Quintín, no me gusta tu ocupación aquí, en este lugar, ahora que sé que tienes un espía —dijo su esposa—. De veras, ¡no me gusta nada! ¿Cuánto tiempo falta para que termines tus experimentos?

—Solo un par de días —contestó su marido, mientras contemplaba a
Tim
lleno de admiración—. Este perro debe de haber comprendido todo cuanto decías hace un momento. Ha sido sorprendente como vino derecho hacia mí.

—¡Es un animal muy listo! —exclamó Ana con calor—. ¿No es verdad,
Tim?
Estarás seguro en su compañía, tío Quintín. Sabe mostrarse muy fiero cuando es necesario.

—Sí. Y no me importa que me haga caricias ni que me moje la cara lamiéndome. ¡Es tan grandote y fuerte! ¿Hay más galletas?

—Quintín, es terrible que no comas de un modo regular. Es inútil que me asegures que si lo has hecho. No estarías tan hambriento si hubieses comido como debías.

Su marido parecía no enterarse de sus palabras. En aquel momento, miraba hacia lo alto de su torre.

—¿Habéis visto como resplandecen esos alambres? —preguntó—. Es algo maravilloso, ¿no os parece?

—Tío, no estarás inventando una nueva bomba atómica o algo por el estilo… ¿verdad? —preguntó Dick.

Su tío lo miro indignado:

—¿Cómo imaginar que pierda el tiempo en cosas que puedan matar o mutilar a la gente? ¡No! Estoy ocupado en algo que será muy útil a toda la humanidad. Espera y lo verás.

Jorge regresó en aquel momento. Se acercó a su padre y dijo:

—Papa, puesto que te dejo a
Tim,
¿podrías hacer algo por mí a cambio?

—¿Qué? —preguntó su padre, a punto de volverse a enfadar—. ¿Vas a imponerme condiciones? Daré de comer a
Tim
todos los días y lo cuidare tan bien como tú, si es eso lo que quieres pedirme. Yo puedo olvidarme de mis propias comidas, pero como tú sabes muy bien, nunca seré negligente con un animal que dependa de mí.

—Si, lo sé, papa —respondió Jorge con voz humilde, aunque con un ligero matiz de duda—. Lo que iba a pedirte es que llevases a
Tim
contigo cada mañana cuando hagas las señales desde la torre. Yo esperare en la casa del guardacostas y mirare por el anteojo hacia la galería de vidrio que hay en la torre. Así podré ver a
Tim.
Con solo una miradita cada día, sabré que se encuentra bien y no me costara tanto trabajo estar separada de él.

—Bien, acepto —dijo el padre—, aunque no creo que
Tim
sea capaz de subir la escalera de caracol.

—¡Ya lo creo que puede! —afirmó la niña—. Ya subió una vez.

—¡Válgame Dios! —exclamó su padre—. ¿Es que también llevasteis al perro con vosotros aquel día? Bueno, Jorge, te prometo que lo subiré cada mañana cuando haga las señales. El meneara el rabo en tu honor. ¿Quedas satisfecha?

—Si, gracias… Esto… De vez en cuando le dirás una palabra amable y le harás alguna caricia, papa. ¿Verdad que…, y…?

—… Y le pondré el babero cuando coma y le limpiare los dientes antes de dormir —gruñó su padre, a punto de perder la paciencia—. Trataré a
Tim
como corresponde a un perro adulto, a un compañero y a un amigo. Créeme que esa es la forma en que le gusta que le traten, ¿no es así,
Tim?
Tú deseas que las carantoñas te las haga tu amita y no yo, ¿verdad?

—¡Guau! —respondió
Tim,
moviendo alegremente el rabo.

Los niños le miraron admirados. En verdad, era un perro muy listo. Parecía más sensato que la propia Jorge.

—Tío, si algo va mal, o necesitas ayuda, o lo que sea, vuelve a hacer dieciocho señales —pidió Julián—. Estarás seguro con
Tim,
ya que vale más que una docena de policías, pero nunca se sabe.

—¡Conforme! Dieciocho destellos si necesito que vengáis de nuevo. Lo recordare. Ahora os tenéis que marchar ya. Es hora de que vuelva a mi trabajo.

—¿Te acordarás de tirar el potaje, Quintín? —pidió tía Fanny, a todas luces preocupada—. No quiero que te pongas enfermo por comer alimentos en mal estado. Tú eres muy capaz de olvidar los comestibles mientras están frescos y sabrosos y decidirte a comerlos cuando ya están estropeados.

—¡Que tontería! —rechazó su marido, enfadado—. Cualquiera diría, por la forma en que me hablas, que solo tengo cinco años y nada de seso en la cabeza.

—Si, tienes mucho talento. Todos lo sabemos —manifestó su esposa—. Pero hay ciertas cosas en que sigues siendo un niño. Por lo tanto, cuídate y ten siempre a
Tim
junto a ti.

—Papa no necesita preocuparse por eso —objetó Jorge—.
Tim
no se apartara de su lado. Tienes que estar en guardia,
Tim,
¿lo sabes? Y también sabes lo que ello significa.

—¡Guau! —contestó
Tim,
ladrando muy serio. Acompañó a todos hasta la barca, pero no intento subir a bordo. Permaneció junto al padre de Jorge y contempló como el bote se alejaba de la playa y avanzaba sobre las olas.

—¡Adiós,
Tim
! —gritó Jorge con voz quejumbrosa—. ¡Cuídate mucho!

Su padre agito el pañuelo, mientras
Tim
movía el rabo sin cesar. Jorge cogió un par de remos de las manos de Dick y comenzó a remar con bríos. Su cara se enrojeció pronto con el esfuerzo. Julián la contemplaba divertido. Le costaba trabajo manejar sus remos a compás de la furia de Jorge. Sabía que tanto ímpetu no tenía otro objeto que ocultar la pena que sentía al separarse de
Tim
. ¡Que graciosa y buenaza era Jorge! Tan apasionada siempre. No tenía término medio: o terriblemente feliz o tremendamente desgraciada. Tan pronto en el séptimo cielo de la felicidad como en el más profundo desespero.

Se pusieron a charlar con animación, para hacer creer a Jorge que no se daban cuenta de su pena. La conversación, como es lógico, giraba en torno al misterioso desconocido de la isla. Parecía imposible que, sin saber de donde, hubiese aparecido en ella un fumador.

—¿Cómo habrá llegado a la isla? Estoy seguro de que ningún pescador se habría atrevido a llevarlo —dijo Dick—. Tuvo que ser por la noche, desde luego, aunque dudo mucho que haya nadie, si se exceptúa a Jorge, que pueda encontrar el camino en la oscuridad, ni que se atreva a buscarlo. Esas rocas están tan a ras de la superficie, que basta apartarse un centímetro del camino exacto para chocar y abrirse un boquete en la barca.

—Tampoco podría alcanzar la isla nadando desde tierra —continuo Ana—. Esta demasiado lejos y las olas son muy altas por encima de las rocas. Bueno, yo no creo que haya nadie en la isla. Puede que la colilla fuese antigua.

—No lo parecía —manifestó Julián—. Me intriga como pudo llegar nadie hasta allí.

Se quedó pensativo, imaginando todos los caminos posibles e incluso los imposibles. De pronto, soltó una exclamación. Los demás quedaron mirándole:

—Se me ha ocurrido si sería posible que un avión dejase caer a alguien sobre la isla. Yo oí el ruido de un motor anteayer por la noche. ¿O seria la noche pasada? Debió de tratarse de un avión, desde luego. ¿Podría haberse lanzado alguna persona en paracaídas?

—Sería fácil —aseguró Dick—. Creo que has dado en el clavo. Te felicito. Pero ahora que lo pienso, quienquiera que sea, debe de tener una misión muy seria para arriesgarse a un lanzamiento así, en medio de la noche, sobre la pequeña isla.

¡Muy seria! Eso no sonaba agradable. Un escalofrió recorrió la espalda de Ana, poniéndole la carne de gallina:

—Me alegro de que
Tim
se haya quedado —dijo.

Los demás asintieron. Todos, incluso Jorge.

CAPITULO XII

Un viejo mapa

Apenas si era más de la una y media cuando ya se encontraban en casa de regreso, pues, dado que habían almorzado tan temprano y no se habían entretenido en la isla, el tiempo les había cundido bastante.

Juana se sorprendió mucho al verlos:

—¡Vaya! Ya están de vuelta… Espero que no tendrán la pretensión de almorzar —dijo—, porque no hay nada comestible en casa. Tengo que salir a hacer la compra.

—¡Claro que no, Juana! Ya hemos comido —respondió la señora—. Fue una verdadera suerte que llevásemos tantas provisiones… El señor se comió el solo más de la mitad del almuerzo. Se ha olvidado por completo de la comida que le dejamos preparada. Ahora es casi seguro que este toda estropeada.

—Los hombres son como los niños —sentenció Juana.

—¿Que dices? —exclamó Jorge—. ¿De verdad crees que alguno de nosotros sería capaz de dejar que la comida se echase a perder? ¡Lo más fácil es que nos la hubiéramos comido antes de tiempo!

—¡Eso es verdad! No se os puede acusar a ninguno de vosotros cuatro de una cosa semejante, ni a
Tim
tampoco. ¡Para vosotros la comida es algo muy serio! —concedió Juana—. Todos hacéis un buen papel en la mesa, especialmente el perro. Y a todo esto, ¿dónde se ha metido?

—Lo deje en la isla para que acompañase a papa —explicó Jorge.

Juana se quedó mirando para ella boquiabierta. Conocía muy bien la pasión que la niña sentía por
Tim.

—A la hora de la verdad, eres una buena chica —farfulló—. Bueno… Es posible que todavía tengáis apetito, puesto que el señor se comió buena parte de vuestro almuerzo. Si es así, podéis coger la lata de los bizcochos. Esta mañana hice unos cuantos de jengibre. Id a buscarlos.

Así era Juana. En cuanto veía que alguien estaba apesadumbrado, le ofrecía lo mejor y más reciente de sus obras culinarias. Jorge marchó corriendo en busca de los bizcochos.

—¡Juana, es usted muy amable! —dijo la madre de Jorge—. ¡Estoy tan contenta de que
Tim
se haya quedado en la isla! Con el allí, me siento más tranquila respecto a mi marido.

—¿Que haremos esta tarde? —preguntó Dick una vez que terminaron de zamparse los deliciosos bizcochos de jengibre—. ¡Que ricos están! ¿Sabéis una cosa? Creo que a las buenas cocineras debería concedérseles una especie de condecoración, lo mismo que a los buenos soldados, científicos o escritores. Yo le daría a Juana la E. M. C. I. B.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó intrigado Julián.

—La
Encomienda al Mejor Cocinero del Imperio Británico
—contestó riendo Dick—. ¿Qué pensabas que significaba? ¿«Estar Muy Callados Ingiriendo Bizcochos», a lo mejor?

—Eres un perfecto idiota —refunfuñó Julián—. Bueno, ¿qué vamos a hacer por fin esta tarde?

—¿Por qué no vamos a explorar el pasadizo de la cantera? —propuso Jorge.

Julián echo una ojeada por la ventana.

—Está a punto de empezar a llover —observó—. No creo que sea cosa fácil trepar por las piedras de la cantera cuando están mojadas. Será preferible dejarlo para otro día que haga mejor tiempo.

—¡Ya sé lo que podemos hacer! —exclamó Ana de pronto—. ¿Os acordáis de aquel viejo mapa del castillo de Kirrin que encontramos en una caja? Había en él planos de todo el castillo, de los sótanos, la planta baja y los desvahes. ¿Qué os parece si lo estudiamos con más detalles? Sabemos que hay otro escondite en aquel lugar. A lo mejor, conseguimos localizarlo en ese viejo mapa. Lo más probable es que esté señalado en el plano y que nos lo hayamos pasado por alto al desconocer su existencia.

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