Los Cinco otra vez en la Isla de Kirrin (9 page)

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Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

—¡Animal! —protestó Jorge, indignada—. ¡Qué culpa tenía el pobre
Tim
!¡Yo creía que te habías equivocado! ¿Cómo eres capaz de hacerle daño a
Tim?

—¡No quise hacerlo y me avergüenzo de ello! —dijo Dick, acariciando las orejas del perro.

—¡Me voy a casa! —aseguró Jorge roja de ira—. No creo en tu arrepentimiento. Te odio por pisar a mi pobre perro y decir que soy una parlanchina. Te dejo que te las entiendas tú con los demás. Diles que me llevo el perro a casa.

—Bien —dijo Dick—, me parece muy requetebién. Cuanto menos hables con el señor Curton, mejor. Yo volveré a entrar para averiguar exactamente quién es y lo que hace. Lo encuentro la mar de sospechoso. Tú harás mejor en irte, antes de que se te escapen más indiscreciones.

Llena de rabia, Jorge se marchó con
Tim.
Dick volvió a entrar para excusarla. Julián y Ana, seguros de que algo extraño había ocurrido, observaron con gran sorpresa que Dick iniciaba una animada conversación con el señor Curton, interesándose por sus ocupaciones.

Al fin se decidieron a regresar a casa.

—Volved otro día —les dijo el señor Curton al despedirse de los tres—, y decid al otro chico ¿cuál es su nombre? ¡Ah, sí, Jorge!, que espero que su perro se reponga pronto. ¡Un can tan bonito y bien cuidado!

—Bien, adiós, hasta la vista.

CAPÍTULO X

Una señal sorprendente

—¿Qué le ha sucedido a Jorge? —preguntó Julián tan pronto como estuvieron seguros de no ser oídos—. Me di cuenta de que le dabas una patada durante el té por hablar demasiado sobre la isla. Realmente, era una idiotez de su parte. Pero, ¿por qué se ha ido a casa de sopetón?

Dick les contó entonces que había pisado el rabo de
Tim
para hacerle gemir y distraer así la atención de Jorge, con objeto de que no metiera más la pata. Julián se echó a reír. Sin embargo, Ana se sintió hervir de indignación.

—¡Eso es espantoso! ¡No tienes perdón de Dios, Dick, te has portado como un canalla!

—Si, tienes razón —reconoció Dick—. En aquel momento no se me ocurrió otro sistema para hacer callar a Jorge. Con toda sinceridad, creí que estaba soltando todo cuanto aquel tío le quería sonsacar, Dios sabe con qué intención poco honesta. Aunque ahora pienso que a lo mejor solo pretendía obtener una información correcta.

—¿A qué clase de información te refieres? —preguntó Julián, intrigado.

—Primero me imagine que andaba tras el secreto del tío Quintín, cualquiera que sea —explicó Dick—, y que por eso necesitaba conocer todos los intríngulis de la isla. Después él me revelo que es periodista, es decir, un hombre que escribe en los periódicos, Ana. A lo mejor, solo desea información para su periódico, a fin de escribir un reportaje en cuanto el tío haya terminado su trabajo.

—Sí, yo también lo creo así dijo Julián, pensativo —. Es más, estoy casi seguro de ello. No pensemos más en el asunto. No obstante, hay una cosa que me preocupa. ¿Por qué razón hemos de ser nosotros los que demos esa información sin pedírnosla? Podía habernos preguntado abiertamente: «Os agradecería mucho que me explicaseis todo lo que sepáis acerca de la isla de Kirrin, porque necesito escribir un reportaje sobre ella.». Sin embargo, no lo ha hecho.

—No, por eso he sospechado —respondió Dick—. En realidad, ahora veo que no tiene nada de raro. Necesita toda clase de detalles sobre la isla para ponerlos en su periódico. Lo malo es que no tendré más remedio que darle explicaciones a Jorge, confesando mi plancha. ¡Y ella esta que muerde!

—Vayamos al pueblo y compremos huesos al carnicero —propuso Julián—. Será una especie de compensación para
Tim.

La idea les agradó y la pusieron en práctica. Compraron dos grandes huesos, bien cubiertos de carne, en la tienda y luego se dirigieron a «Villa Kirrin». Jorge estaba en su cuarto, acompañada de
Tim.
Subieron a su encuentro. Estaba sentada en el suelo, con un libro en las manos. Cuando entraron, arrojo sobre ellos una mirada furibunda.

—Jorge, siento haberme portado como un animal —se disculpó Dick—. Mi intención era buena, pero comprendo que metí la pata. He descubierto que el señor Curton no es ningún espía que intente averiguar el secreto de tu padre. Es tan solo un periodista entrometido y quiere hacer un reportaje sobre la isla. Mira, he traído esto para
Tim,
a ver si así puede perdonarme.

Jorge seguía de mal humor, aunque hizo un esfuerzo por corresponder a las amabilidades de Dick. Insinuó una sonrisa.

—Muy bien, gracias por los huesos. No me habléis esta noche, por favor, ¡Ninguno! Me encuentro mal. Ya se me pasara.

Se marcharon, dejándola sentada en el suelo. Era mejor dejarla sola cuando pasaba una de sus rabietas. Mientras tuviese a
Tim
a su lado, todo marcharía bien. El perro ya sabía que no debía abandonarla cuando la veía triste y desgraciada.

No bajo a cenar. Dick explicó:

—Tuvimos una pequeña discusión, tía Fanny. Ya hemos hecho las paces, aunque Jorge aún se siente dolorida. ¿Me permites que le suba yo la cena?

—No, no, lo haré yo —se apresuró Ana, colocando su comida en una bandeja.

—¡No tengo apetito! —exclamó Jorge. Ana hizo ademán de volvérsela a llevar—. Bueno…, será mejor que la dejes.

Ana trato de ocultar la risa y dejó la bandeja. Cuando volvió para recogerla, encontró todos los platos vacíos.

—¡Dios mío! ¡Que hambriento estaba
Tim
! —exclamó Ana. Su prima sonrió avergonzada—. ¿Por qué no bajas ahora? Vamos a jugar al parchís.

—No, gracias. Será mejor que me dejéis sola esta noche —rechazó Jorge—. Mañana me encontrare del todo bien, te lo aseguro.

Por tanto, Julián, Dick, Ana y la tía Fanny jugaron al parchís sin Jorge. A la hora de costumbre, subieron a acostarse. Encontraron a Jorge en la cama, sumida en un profundo sueño, con
Tim
enrollado a sus pies.

—Yo vigilare las señales del tío Quintín —dijo Julián cuando se metió en la cama—. ¡Que noche tan oscura!

Se quedó con los ojos abiertos, mirando a través de la ventana hacia la isla de Kirrin. A las diez y media en punto, divisó los destellos: ¡flash!, ¡flash!, ¡flash…!, horadando la oscuridad. Luego de contar hasta seis, metió la cabeza bajo la almohada y… ¡a dormir se ha dicho! Poco más tarde le despertó el ruido de un motor. Se irguió y miró por la ventana, esperando ver iluminarse el remate de la torre, como ocurría cuando su tío efectuaba el experimento. Nada ocurrió. No apareció ni luz ni resplandor alguno. El traqueteo dejo de percibirse y Julián optó por dormirse de nuevo.

A la mañana siguiente, Julián dijo a su tía:

—Vi las señales del tío Quintín. ¡Esta sin novedad! ¿Las viste tú también, tía Fanny?

—Si —contestó su tía—. Oye, Julián, quiero pedirte un favor. Vigila tú solo esta mañana. Tengo que ir a visitar al párroco por un asunto urgente y me temo que no me será posible ver la torre desde la parroquia.

—Con mucho gusto, tía Fanny —contestó Julián—. ¿Qué hora es? ¿Las nueve y media? Bueno. Tengo que escribir unas cartas. Lo haré frente a la ventana de mi cuarto y así podré estar atento a la señal.

Redactó sus cartas, interrumpido primero por Dick y luego por Jorge y
Tim,
que deseaban que los acompañase a la bahía. Jorge había recobrado su buen humor y trataba de mostrarse muy simpática para hacer olvidar su pataleta del día anterior.

—Id andando —dijo Julián—. Os alcanzare después de las diez y media, cuando haya visto las señales de la torre. Solo faltan diez minutos.

A la hora en punto, levanto la vista hacia el remate de vidrio de la torre. ¡Ah! Ya se veía el primer destello reluciendo intensamente cuando el sol daba de lleno en el espejo que su tío mantenía en alto.

—Un destello —contó Julián—, dos, tres, cuatro, cinco, seis. ¡Sin novedad!

Estaba a punto de volverse, cuando un nuevo reflejo hirió sus ojos.

«¿Siete?», se preguntó, extrañado. Pero luego llegaron más…, ocho, nueve, diez, once, doce…

«¡Que raro! —se dijo—. ¿Por qué ha enviado doce señales? ¡Anda, pues empieza de nuevo! ¿Qué significará?»

Contó otra vez seis destellos. Luego se detuvieron las señales. Deseaba haber tenido a mano un anteojo para ver lo que sucedía en la torre. Se sentó y reflexionó un momento, muy intrigado. De pronto oyó a los demás que subían con gran jaleo la escalera. Irrumpieron en la habitación:

—¡Julián, papa hizo dieciocho señales en lugar de seis! ¿Las contaste? ¿Por qué lo haría? Puede ser que esté en peligro. ¿Qué le pasara?

—No creo que se trate de un peligro. En ese caso, hubiera hecho la señal de SOS —exclamó Julián.

—Bueno, no creo que sepa el Morse —observó Jorge.

—Bien, supongo que solo desea comunicarnos que necesita algo. Es preciso que vayamos a la isla para enterarnos de que se trata. Puede que le falte comida.

En cuanto regreso tía Fanny, le propusieron dirigirse todos a la isla. Tía Fanny estaba por completo de acuerdo:

—¡Claro que si! ¡Es imprescindible! Es posible que vuestro tío desee enviar algún mensaje urgente. Iremos esta misma mañana.

Jorge salió corriendo para avisar a Jaime que precisaban el bote en seguida. Tía Fanny, entretanto, preparo comida en abundancia, con la ayuda de Juana. Sin tardanza, se embarcaron todos en el bote, rumbo a la isla de Kirrin. Cuando rodearon el acantilado y enfilaron la pequeña ensenada, vieron que el tío Quintín les estaba esperando.

Les hizo señas con la mano y ayudo a remontar el bote hasta la playa cuando se aproximaron lo suficiente.

—Vimos tu triple señal —dijo tía Fanny—. ¿Es que necesitas algo, querido?

—En efecto —respondió tío Quintín—. ¿Qué es lo que llevas en la cesta, Fanny? ¿Algunos de aquellos deliciosos bocadillos? Dame un par de ellos.

—¡Quintín! ¿Es que no has comido con regularidad? —preguntó su esposa—. ¿Que has hecho con los víveres?

—¿Que víveres? —preguntó su marido, sorprendido—. Me hubiera gustado mucho saber algo acerca de ellos. Anoche me hubieran venido muy bien.

—Pero, Quintín, si te lo explique todo —replicó tía Fanny—. Ahora ya se habrá estropeado el potaje que te deje. ¡Tendrás que tirarlo! O mejor, lo tirare yo misma.

—No, ya lo haré yo —dijo su marido—. Ahora sentémonos para almorzar.

Era aún demasiado temprano. Sin embargo, tía Fanny se sentó en el acto para desempaquetar la comida. Y puesto que los niños se sentían siempre dispuestos para comer a cualquier hora, no pusieron el menor reparo en almorzar tan temprano.

—Bien, querido, ¿corno sigue tu trabajo? —preguntó tía Fanny, viendo como su marido devoraba bocadillo tras bocadillo. Empezaba a sospechar que no había comido nada desde que lo dejaron solo hacía dos días.

—¡Oh, muy bien! —replicó su marido—. No podía irme mejor. Precisamente he llegado al punto más interesante de mi investigación, ¡Dame otro bocadillo!

—¿Por qué enviaste los dieciocho destellos, tío Quintín? —preguntó Dick.

—¡Ah, sí! Bueno, es difícil de explicar —empezó su tío—. La cuestión es que no puedo evitar la sensación de que en esta isla hay alguien además de mi mismo.

—¡Quintín! ¿Qué es lo que insinúas? —exclamó su mujer, alarmada, mirando por encima de su hombro como si esperase descubrir a alguien.

También los niños observaron a su alrededor con sorpresa. Luego dirigieron una interrogante mirada al tío Quintín. Este tomo otro bocadillo y prosiguió:

—Si, comprendo que parezca absurdo. Sé que no puede haber nadie más que yo y, sin embargo, estoy seguro que hay alguien más.

—¡Caramba, tío! —exclamó Ana con un estremecimiento—. Eso suena a película de miedo. Y tú tienes que quedarte solo, también por las noches.

—¡Ahí está el quid de la cuestión! Me importaría muy poco estar solo de noche —manifestó su tío—. Lo que me molesta es, precisamente, pensar que no estoy solo en absoluto.

—Tío, ¿qué es lo que te hace pensar que haya alguien más aquí? —preguntó Julián.

—Verás: ayer, cuando terminé el experimento que me ocupó toda la noche (sería a eso de las tres y media de la madrugada, aunque todavía reinaba una completa oscuridad), saló al exterior para respirar un poco de aire puro. Podría jurar que entonces oí toser a alguien. Si, lo oí por dos veces.

—¡Santo Dios! —exclamó su mujer, horrorizada—. ¿No es posible que te hayas equivocado? A veces, sobre todo cuando uno está cansado, se imaginan cosas.

—Si, lo sé —contestó su marido—. Pero por mucho que fantasee, nunca podría inventar «esto».

Metió la mano en el bolsillo y saco algo que mostró a todos. Era una colilla aún reciente.

—Yo no fumo cigarrillos, ni ninguno de vosotros tampoco. Por lo tanto, ¿a quién pertenece este cigarrillo y como llego hasta aquí? No creo que haya nadie capaz de traer la colilla en barca, y ese es el único camino para llegar hasta aquí.

Callaron durante un tiempo prolongado. Ana parecía asustada. Jorge miró a su padre con inquieta expresión. ¿Quién sería el que estaba allí y por qué? Además, ¿cómo había podido llegar a la isla?

—Bien, Quintín, ¿qué piensas hacer? —preguntó su mujer—. ¿Qué te parece lo mejor en este caso?

—Todo marcharía bien si Jorge diera su consentimiento a una cosa —contestó tío Quintín—. Jorge, quisiera que
Tim
se quedase conmigo. ¿Querrás prestármelo para que me haga compañía?

CAPÍTULO XI

Jorge toma una heroica decisión

De nuevo se produjo un espeso silencio. Jorge fijo en su padre una mirada llena de desesperación. Todos aguardaban ansiosos su respuesta.

—Pero, padre,
Tim
y yo nunca nos hemos separado —contestó al fin con voz plañidera—. Ya comprendo que lo necesitas para que te guarde. Y, desde luego, puedes tenerlo, pero yo también quiero quedarme.

—¡Eso sí que no! —contestó en el acto su padre—. Es del todo imposible que tú permanezcas aquí. Eso queda fuera de toda discusión. En cuanto a que nunca hayas estado separada de
Tim,
no creo que sea obstáculo para que hagas una excepción, ya que se trata de salvaguardarme.

Jorge trago saliva. No sabía qué decisión tomar. Era el sacrificio más tremendo que jamás le habían exigido. ¡Dejar a
Tim
en la isla, cuando había un posible enemigo desconocido, capaz de maltratarle si se le presentaba la ocasión!

Por otra parte, debía considerar el peligro que amenazaba a su padre. Su deber de hija le impelía a ceder.

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