Los Cinco otra vez en la Isla de Kirrin (6 page)

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Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

—Si —contestó Jorge—. ¡
Tim
! ¡Mira lo que has hecho! Has volcado el bote de pintura. Ríñale usted, guardacostas. Es un mal bicho. ¡Malo, más que malo!

—Lo peor es que el bote de pintura no es mío —exclamó desolado el guardacostas—. Pertenece al señor Curton. Ya os dije que su hijo viene a veces a ayudarme. Trajo la pintura para una casita de muñecas que hice por encargo de su padre.

—¡Santo Dios! —exclamó Jorge, compungida—. ¿Cree usted que se enfadara cuando se entere de que
Tim
lo volcó?

—No tiene importancia, no creo que se moleste —aseguró el guardacostas—. Es un muchacho extraño y algo melancólico. Pero no es mal chico, aunque no parezca muy amable.

Jorge trataba de limpiar las manchas de pintura.
Tim
tenía las patas empapadas en ella e iba dejando huellas verdes por donde caminaba.

—Le diré al muchacho que lo siento si lo encontramos en el camino de regreso —dijo—. Y tú,
Tim,
si vuelves a acercarte al bote de pintura, no dormirás esta noche en mi cama.

—El tiempo ha mejorado —intervino Dick—. ¿Podemos echar una ojeada por el telescopio?

—Déjame a mi primero —ordenó Jorge—. Quiero ver mi isla.

Dicho y hecho. Jorge enfoco el telescopio hacia la isla de Kirrin, observando muy seria hasta que una sonrisa ilumino su cara.

—Si, la distingo muy bien. Allí está la torre que hizo levantar mi padre. Incluso veo con toda claridad la plataforma de vidrio. No hay nadie dentro. Desde luego, tampoco localizo rastro de mi padre por ninguna parte.

Cada uno de ellos fue mirando por turno, gozando del placer de servirse del telescopio. Resultaba fascinante contemplar la isla tan cerca en apariencia. En un día claro, sería mucho más fácil diferenciar todos los detalles.

—Veo correr un conejo —gritó Ana cuando le toco la vez.

—No dejéis de vigilar a vuestro perro mientras utilizáis el telescopio —observó riendo el guardacostas—. Sería capaz de correr tras el conejo.

Tim
irguió sus orejas al oír la palabra conejo. Comenzó a mirar y a husmear por todas partes. No, no había conejos por allí. Entonces, ¿por qué la gente hablaba de ellos?

—Será mejor que regresemos ya —propuso Julián—. Hemos de volver otras veces en plan de paseo para ver los juguetes que construye. Y muchas gracias por dejarnos mirar por el telescopio.

—Siempre seréis bien recibidos —contestó el viejo—. Y en cuanto al telescopio, no creo que se desgaste porque vosotros lo empleéis un rato. Venid siempre que os apetezca.

Tras un «¡Adiós!» colectivo, se marcharon los cuatro, con
Tim
correteando a su alrededor.

—¿Verdad que se podía ver muy bien la isla? —preguntó Ana—. Me habría gustado descubrir donde estaba tu padre, Jorge. ¿No sería formidable pescarle desde aquí en el momento de salir de su escondite secreto?

Desde que se vieron forzados a abandonar la isla, los cuatro habían discutido sin cesar sobre este misterio. Les intrigaba muchísimo. ¿Cómo era posible que el padre de Jorge conociera un escondite que ellos ignoraban? ¿Acaso no habían recorrido la isla centímetro a centímetro? Además, tenía que tratarse de un escondrijo grande, para que pudiese contener todos los instrumentos del laboratorio. Según la madre de Jorge, habían llevado mucho material a la isla, sin contar con la reserva de víveres, que también ocupaba bastante espacio.

—Si mi padre conoce un lugar que yo no sé y no me lo revela, desde ahora lo considerare un tío fresco —exclamó Jorge, repitiéndolo hasta la saciedad—. Y opino así, porque se trata de
mi
isla.

—Bueno —dijo Julián, conciliador—. Probablemente te lo enseñara tan pronto como concluya su trabajo. Entonces nos lo dirá e iremos a explorarlo todos juntos, esté donde esté.

Caminaban por el acantilado, ya en el camino de regreso, después de abandonar la casita del guardacostas, cuando divisaron al chico con quien se habían cruzado antes. Permanecía solo en el sendero mirando hacia el mar. Se volvió cuando los chicos se acercaron y marco algo como una leve sonrisa.

—¡Hola! —dijo—. ¿Habéis ido a ver al guardacostas?

—Si —contestó Julián—. Es un viejo simpático, ¿verdad?

—Escucha —dijo Jorge—. He de pedirte perdón, porque mi perro se puso a jugar con tu bote de pintura verde y lo volcó. ¿
Puedo
pagarte su importe?

—¡Por Dios! ¡No! ¡Ni hablar! —aseguró el muchacho—. No tiene la menor importancia. De todas maneras, ya quedaba muy poca pintura. Este perro vuestro es estupendo.

—Ya lo creo —respondió Jorge, complacida—. Es el mejor perro del mundo. Hace años que lo tengo y sigue tan joven como el primer día.

—De verdad es muy bonito —exclamó el muchacho. Sin embargo, se abstuvo de acariciarlo, cosa que acostumbraba hacer todo el mundo.

Por su parte,
Tim
se mantuvo junto a su ama, sin hacer el menor signo de amistad o desvío hacia el chico.

—Es una isla interesante —prosiguió el muchacho, apuntando hacia Kirrin—. Me gustaría visitarla.

—¡Es mi isla! —exclamó Jorge, orgullosa—. Es de mi exclusiva propiedad.

—¿Es verdad eso? —preguntó el chico con gentileza—. Entonces será fácil que me dejes ir algún día, ¿no?

—Si, aunque no por el momento —contestó Jorge—. Ahora la ocupa mi padre con sus trabajos actuales. Es científico y un gran sabio, según opina todo el mundo.

—¿De veras? —volvió a decir el muchacho—. ¿Está realizando algún nuevo experimento?

—Si —replicó la chica.

—¡Ah! Y aquella extraña torre forma parte de sus instrumentos —dijo el chico mostrándose muy interesado—. ¿Cuándo terminara su nueva investigación?

—Bueno, ¿es que te interesa mucho a ti eso? —indago Dick con cierta impertinencia, cosa extraña en él.

El otro chico se lo quedó mirando sorprendido y se apresuró a afirmar:

—¡Oh, no! No es que me interese mucho. Solo que pensé que si el trabajo se terminaba pronto, tu hermano podría llevarme a su isla.

Jorge no pudo evitar sentirse satisfecha. ¡Aquel muchacho creía que era un chico! Jorge siempre se mostraba amable con los que cometían la equivocación de tomarle por un muchacho.

—Desde luego, prometo llevarte —dijo—. Y espero no tardar mucho. El experimento casi ha terminado.

CAPITULO VII

Una pequeña discusión

Un súbito rumor hizo volver la cabeza a los muchachos. Eran los pasos del señor Curton, que se aproximaba en aquel momento. Saludo a los chicos.

—¿Os hacéis amigos? —preguntó amablemente—. Me alegro mucho. Mi hijo se siente muy solo aquí. Espero que vendréis a visitarnos a menudo. ¿Has terminado ya la conversación, hijo?

—Si —contestó el muchacho—. Este chico me decía que aquella isla es suya y que me llevara allí en cuanto su padre termine el trabajo que está realizando en ella. Y no será muy largo.

—¿Y tú conoces el camino para llegar allí entre tanto arrecife? —preguntó el hombre—. Yo no me atrevería a intentarlo por mi cuenta. El otro día estuve charlando con los pescadores. No parece que ninguno sienta el menor interés por acercarse a la isla, dado lo difícil que es el camino.

¡Esto era asombroso! Los chicos sabían que alguno de los pescadores conocían muy bien el camino. De pronto, recordaron lo que el tío Quintín les había contado acerca de su prohibición a los pescadores de conducir a nadie allí mientras él estaba trabajando. Se comprende que ellos tratasen de despistar, asegurando que ignoraban el camino, a fin de no verse forzados a revelar las órdenes recibidas al respecto.

—¿Es que usted desea ir a la isla? —preguntó Dick en tono brusco.

—No. No tengo el menor interés. Pero a mi hijo si le gustaría ir —contestó el hombre—. Por mi parte, no tengo ningunas ganas de marearme con la marejada que rodea la isla. Confieso que soy mal marinero y nunca me embarco si puedo evitarlo.

—Bien, tenemos que irnos —dijo Julián—. Hemos de hacer aun varias compras para nuestra tía.

—Visitadnos tan pronto como podáis —invitó el hombre—. Tenemos una espléndida televisión que a Martín le gustaría enseñaros. Venid cualquier tarde que no tengáis que hacer.

—Gracias —dijo encantada Jorge, que no tenía televisión—. Iremos con mucho gusto.

Padre e hijo se retiraron hacia su casa, y los cuatro niños, con
Tim,
continuaron el camino por el acantilado.

—¿Por qué te has portado de un modo tan grosero, Dick? —preguntó Jorge—. El tono en que has preguntado si le interesaba mucho sonaba casi insultante.

—Es que…, me estaba escamando. En fin, sentí sospechas, eso es todo —replicó Dick—. El chico parecía tan interesado por la isla y por el trabajo de tu padre que me sentí molesto. Sobre todo, al preguntar cuando terminaría sus experimentos.

—¿Y por qué no habría de interesarse por ello? —preguntó Jorge—. El pueblo entero está interesado. Todos saben lo de la torre, pues es bien visible. Y los niños sienten gran curiosidad por saber cuándo se podrá visitar la isla. No es nada raro que deseen saber cuándo se terminara el trabajo de papa. A mí, este chico me ha caído muy simpático.

—A ti te ha sido simpático solo porque es lo bastante burro para equivocarse y pensar que eras un chico —dijo Dick, rabioso—. ¡Menuda pinta de muchacho tienes tú! ¡Pero si se ve a la legua que eres una mujer!

Jorge estalló, llena de enfado:

—¡No seas imbécil! ¡Que más quisieras tú que tener tantas pecas como yo, las cejas tan gruesas y la voz tan profunda como la mía!

—No eres más que una niña ridícula —gruñó Dick—. ¡Como si tener pecas fuera cosa de muchachos! Las tienen tanto las chicas como los chicos. Además, yo no creo que te haya tornado de verdad por un muchacho, sino que se ha propuesto darte coba. Debe de haber oído hablar de lo mucho que te gusta hacerte pasar por lo que no eres.

Jorge se acercó a Dick con una mirada tan furiosa y amenazadora que Julián se interpuso:

—¡Nada de peleas! —ordenó—. Los dos sois demasiado mayores para pegaros como unos chiquillos. Os voy a decir lo que estáis haciendo. Os estáis portando como unos mocosos, en vez de hacerlo como unos muchachos mayores, que es lo que ya sois.

Ana sentía sus ojos llenos de lágrimas ante aquella desagradable escena. Jorge no solía llegar nunca a tal extremo y Dick se portó de forma muy tonta al hablar con aquella rudeza al muchacho desconocido en el acantilado.

Tim
soltó un pequeño aullido. Tenía el rabo encogido y presentaba el aspecto de un perro apaleado.

—¡Oh!, Jorge,
Tim
no puede resistir que te pelees con Dick —gritó Ana—. Mira que triste está.

—A él no le ha gustado tampoco ese chico —remachó Dick—. Eso ha sido una de las cosas que me ha puesto en guardia. Cuando a
Tim
no le gusta una persona, tened la seguridad de que a mí tampoco me gusta.


Tim
no corre nunca hacia desconocidos —excusó Jorge—. Ni gruño, ni enseñó los dientes porque… —Se interrumpió ante un gesto de Julián—. Está bien, Julián, terminaré la pelea, aunque pienso que el comportamiento de Dick ha sido absurdo. Hace una montaña de un grano de anís. Total, solo porque alguien se muestra interesado por la isla de Kirrin y por el trabajo de papá. Y porque
Tim
no le ha hecho carantoñas. El aparenta ser una persona muy seria. No me sorprende que el perro comprenda que no está dispuesto a dar ni a recibir caricias. Lo más probable es que se diera cuenta de que al chico no le agradarían sus halagos.
Tim
es tan listo como para descubrirlo con una sola mirada.

—¡Bueno, cállate de una vez, por favor! Me doy por vencido —gritó Dick—. Confieso que quizás me haya equivocado. ¡No hablemos más de ello! No pude reprimir mis sospechas. ¡Basta ya! Me arrepiento de haber levantado la liebre. He metido la pata, por lo visto.

Ana soltó un suspiro de manifiesto alivio. La pelea había concluido. Esperaba que no se reprodujera. Jorge se había vuelto muy quisquillosa desde que habían llegado a Kirrin. Ojalá tío Quintín se diera prisa en terminar su trabajo. Así ellos podrían ir a la isla siempre que les apeteciera y todos se sentirían felices como antes.

—Me gustaría ir a su casa para ver la televisión. Nos han invitado a ir una tarde —exclamó Jorge.

—No me parece mal —aceptó Julián—. Sin embargo, creo que ante todo sería mejor ponernos de acuerdo en evitar cualquier conversación sobre el trabajo de tu padre. No es que conozcamos mucho sobre sus experimentos. No obstante, no debemos olvidar el peligro de que se hagan públicas sus teorías. Alguna vez nos han hablado ya de ciertas personas que darían algo por descubrir sus secretos. El trabajo de los científicos es cosa sagrada en nuestros días. Tú lo sabes bien, Jorge. Los sabios son G. M. I.

—¿Qué significa eso de G. M. I? —preguntó Ana.

—Gente Muy Importante, tonta —contestó Julián, soltando la carcajada—. ¿Que pensabas que quería decir? ¿Granate, morado, índigo? Apuesto a que esos serían los colores que le saldrían a la cara al tío Quintín si se enterase de que alguien intenta meter las narices en sus secretos.

Todos se echaron a reír, incluso Jorge. Miraba a Julián con gran cariño. ¡Siempre estaba de tan buen humor y era tan comprensivo! ¡Verdaderamente, valía la pena seguir su consejo!

El día transcurría de manera muy agradable. El tiempo mejoró y el sol acabó por triunfar sobre los nubarrones, brillando al fin con toda su fuerza. El aire olía a retama, a prímulas y a mar salada. ¡Era estupendo!

Muy alegres marcharon hacia el pueblo con objeto de cumplir los encargos de tía Fanny. Se detuvieron un rato a charlar con Jaime, el hijo del pescador.

—Su padre se ha apoderado de su isla, señorita Jorge —dijo sonriendo—. ¡Mala suerte para usted! Ahora no podrá ir allí a menudo. No permite que se acerque nadie, según he oído decir.

—Así es —contestó Jorge—. Están prohibidas las visitas por una temporada. ¿Ayudaste tú a llevar sus cosas hasta allí?

—Sí. Soy el que mejor conoce el camino de tanto acompañarla a usted. Así que le ayude a instalarse —respondió Jaime—. Y bien, señorita, ¿cómo encontró ayer la barca? La cuide y limpie en su ausencia lo mejor que pude.

—Si, Jaime, estaba de verdad muy limpia y cuidada —exclamó cálidamente Jorge—. Parecía nueva. Has de venir con nosotros la próxima vez que vayamos a la isla.

—Gracias —dijo Jaime, enseñando sus blancos dientes al sonreír—. ¿Me dejara usted a
Tim
durante una semana o dos? El perro me quiere mucho y desea estar conmigo.

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