Los Cinco otra vez en la Isla de Kirrin (5 page)

Read Los Cinco otra vez en la Isla de Kirrin Online

Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

—¿Se trata de un secreto del que nadie sabe nada? —preguntó Ana, con los ojos desorbitados por la admiración. ¡Que sabio era el tío Quintín!

—Bueno, no estoy muy seguro de ello —contestó su tío, que continuaba comiendo a dos carrillos y amenazaba con hacer desaparecer todos los bocadillos—. Por lo menos intento mantenerlo. Por eso he venido aquí, aparte que necesito agua alrededor. Debo aislarme de todos. A veces me asalta la sospecha de que alguien sabe más de lo que conviene sobre este asunto. Pero hay un hecho incontestable. Nadie puede llegar aquí sin que le enseñen el camino a través de los arrecifes que rodean la isla. Tan sólo lo conocen unos cuantos pescadores y estos tienen orden de no traer a nadie aquí. Creo que tú eres la única, fuera de ellos, que conoce el camino, Jorge.

—Tío Quintín, por favor, dinos donde escondes el laboratorio —imploró Dick. Se moriría si no resolvía lo más pronto posible el misterio.

—No des la lata a tu tío, Dick —intervino molesta su mujer—. Déjale comer en paz. ¿No ves que ha pasado verdadera hambre en estos días?

—Si, tía, pero yo… —empezó a decir Dick. Fue interrumpido en el acto por su tío:

—Tú obedece a tu tía, jovencito. No quiero interrupciones de nadie. ¿Que te importa a ti el lugar donde yo trabajo?

—En realidad, no es que me importe —respondió Dick con presteza—. Solo es que me muero de curiosidad por saberlo. Veras, te estuvimos buscando por todas partes, ¡absolutamente por todas partes!

—Bien, entonces es que no sois tan listos como os imagináis —contestó el tío. Se apoderó de otro bocadillo y añadió—: Jorge, hazme el favor de apartar a tu perro de mis piernas. No deja de darme la lata, esperando que le dé un trozo de jamón, y ya sabes que no me gusta dar de mi comida a los animales.

Jorge retuvo a
Tim
lejos del alcance de su padre. Tía Fanny contemplaba a su marido. Había perdido ya la cuenta de los panecillos con jamón que se había comido en un santiamén. Se tragaba la merienda casi sin masticar. ¡Pobre Quintín! ¡Que hambriento debía de estar!

—Quintín, ¿estás seguro de que tú no corres ningún peligro? —preguntó—. Me refiero a si crees que hay alguien que trata de espiarte, como han hecho otras veces.

—No. ¿Cómo podrían hacerlo? —indagó su marido—. Los aviones no pueden aterrizar en la isla. Ningún bote conseguiría acercarse a ella, sorteando las rocas, sin conocer el camino. Y, por otra parte, el mar está siempre demasiado alborotado para que logre atravesarlo ningún nadador.

—Julián, trata de convencerle para que me haga señales por la mañana y por la noche —susurró tía Fanny, volviéndose hacia su sobrino mayor.

Julián se encaró con su tío como un hombrecito:

—Tío, ¿supondría mucha molestia para ti comunicarte dos veces al día con tía Fanny? No te cuesta nada y eso la tranquilizaría mucho. ¿Verdad que lo harás?

—Si no lo haces así, Quintín, vendré todos los días a verte —amenazó su mujer.

—Y nosotros también —coreó Ana con picardía, al ver que el tío parecía nervioso ante la idea.

—Bueno, puedo hacer señales por la mañana y al anochecer, cuando suba a la torre —concedió al fin—. Puesto que debo subir allí cada doce horas, con objeto de reajustar los alambres… Entonces me comunicaría contigo, Fanny concretamente, a las diez y media de la mañana y a las diez y media de la noche.

—¿Cómo harás las señales? —preguntó Julián—. ¿Con un espejo de día y una luz por la noche?

—Sí, no es mala idea —contestó su tío—. De día será fácil ver el reflejo y de noche me serviré de mi linterna. Haré brillar seis veces la luz. Eso será señal de que me encuentro bien y de que no os necesito. Esta noche, como ya me habéis visto hoy, no es necesario que nos preocupemos. Empezare a partir de mañana por la mañana.

—Quintín, querido, pareces malhumorado —dijo su mujer—. No me gusta dejarte solo otra vez. Pareces flaco y cansado. Estoy segura de que no…

Tío Quintín frunció el ceño del mismo modo que Jorge, su hija, solía hacerlo. Consulto su reloj:

—Bien, es hora de volver al trabajo. Os acompañare antes al bote.

—Nos gustaría quedarnos a cenar aquí, papa —dijo Jorge.

—De ninguna manera, prefiero que os vayáis —ordenó el padre levantándose—. Venid, os acompañaré hasta la barca.

—Pero, papá, ¡hace tanto tiempo que no he estado en
mi
isla! —protestó Jorge indignada—. Quiero quedarme aquí un rato más. No comprendo por qué no he de poder hacerlo.

—Ya he tenido bastante interrupción en mi trabajo —exclamó su padre, impaciente—. Debo proseguirlo sin demora.

—No te molestaremos, tío Quintín —intervino Dick, dominado aun por el ansia de averiguar el exacto emplazamiento del laboratorio de su tío. ¿Por qué se negaba a comunicárselo? ¿Era que se sentía fastidiado por su presencia? ¿O que, en realidad, deseaba ocultarlo a la vista de todos?

Tío Quintín los condujo con firme decisión hacia 1a pequeña ensenada. No había duda de que intentaba echarles de la isla sin el menor disimulo.

—¿Cuándo podremos volver a verte, Quintín? —preguntó su mujer.

—Hasta que yo os lo diga —contestó su marido—. No tardaré en concluir lo que tengo entre manos. ¡Anda! ¡El perro ha atrapado un conejo!

—¡
Tim!
—gritó Jorge, disgustada. El perro soltó de inmediato al animalillo, que se escapó a toda prisa.

Tim
se acercó a su amita con la cabeza gacha.

—¡Eres un malvado! Dejo medio segundo de vigilarte y lo aprovechas para hacer una de las tuyas. No, no sacas nada lamiéndome la mano. Estoy muy enfadada contigo. De verdad.

Mientras tanto, había llegado junto al bote.

—Yo os empujaré —decidió Julián—. ¡Andando! Subid todos. Adiós, tío Quintín. ¡Espero que tu trabajo sea un éxito!

Se acomodaron en el bote.
Tim
trato de colocar su cabeza sobre las rodillas de Jorge, pero esta lo apartó sin miramientos.

—Jorge, por favor, se amable con él y perdónale —suplicó Ana—. Parece estar a punto de llorar.

—¿Estáis listos? —preguntó Julián—. ¿Tienes ya los remos, Jorge? Dick, coge tú el otro par.

Y dicho esto, empujo el bote mar adentro y saltó en seguida a su interior. Puso las manos a guisa de altavoz y gritó:

—¡No te olvides de hacer las señales, tío! Estaremos pendientes de ellas por la mañana y por la noche.

—Y si te olvidas, nos tendrás aquí al día siguiente —amenazó de nuevo su mujer.

El bote se deslizó por la pequeña ensenada y tío Quintín desapareció de la vista de sus ocupantes. La barca sorteó el laberinto de rocas y pronto se halló en mar abierto.

—Julián, vigila a ver si descubres por donde se mete el tío Quintín al pasar entre las rocas —pidió Dick—. Fíjate en la dirección que toma.

Julián trató en vano de localizar a su tío. Las rocas ocultaban el paisaje y no se divisaba huella humana alguna.

—¿Por qué no nos permitió quedarnos? ¿Por qué no quiso mostrarnos su escondrijo? —preguntó intrigado Dick—. ¿Y cuál es el motivo de que no hayamos logrado encontrarlo? Yo os lo diré: porque está en un lugar que desconocemos por completo.

—¡Pero si yo creía que conocíamos hasta el último rincón de mi isla…! —exclamó Jorge—. No está bien que mi padre me lo oculte si ha descubierto un lugar secreto. ¡No puedo imaginarme donde demonios estará metido!

Tim depositó de nuevo su cabeza sobre las rodillas de Jorge, aprovechando el descuido de su amita. Se hallaba esta tan absorta pensando en el posible escondite, que no sólo aceptó al perro, sino que, sin darse cuenta, le acarició la cabeza.

Tim
se sintió tan feliz que le lamió las piernas con ternura.

—¡Vaya,
Tim
! No pensaba acariciarte en mucho tiempo —gritó Jorge—. Y no me lamas las rodillas, que me las enfrías, ¿dónde crees tú que puede estar escondido mi padre? ¡Es algo tan misterioso!

—No me lo puedo imaginar —confesó Dick.

Miro hacia la isla. En aquel momento, una nube de grajos se elevó por el aire graznando fuertemente.

El muchacho quedo petrificado. ¿Por qué se habrían alborotado las aves? ¿Tendría la culpa el tío Quintín? Quizás su escondrijo estuviese situado en el rincón de la vieja torre en que moraban los grajos. Por otra parte, estos animales suelen levantar el vuelo sin razón aparente.

—Esos bichos están armando un ruido espantoso —comentó—. Puede que el escondite del tío no esté lejos de donde anidan, o sea junto a la torre.

—No puede ser —protestó Julián—. La hemos registrado por entero durante el día.

—Bueno, dejémoslo ya. Se trata de un misterio —opinó Jorge en tono melancólico— y, como tal, indescifrable. Aunque confieso que es horrible saber que existe un lugar secreto en mi propia isla y que, además, me prohíban tratar de descubrirlo. ¡Es indignante!

CAPÍTULO VI

En el acantilado

Amaneció un nuevo día, tristón y lluvioso. Los cuatro niños se vistieron sus impermeables y se colocaron sus sombreros para el agua, a fin de salir a pasear con
Tim.
No se sentían acobardados por el mal tiempo. Todo lo contrario. Julián afirmaba que le gustaba sentir el roce de la lluvia y el viento contra sus mejillas.

—¡Caramba! Nos hemos olvidado de este pequeño detalle. Sin sol será imposible que tío Quintín nos haga la señal con el espejo —comentó Dick—. ¿Crees que se le ocurrirá algún modo de comunicarse con nosotros a pesar de la lluvia?

—No —contestó Jorge—. Ni siquiera se preocupara en lo más mínimo. Le resultamos una pandilla muy molesta y cuanto menos nos acerquemos a él estará más satisfecho. Esperemos a las diez y media de la noche, a ver si se acuerda de hacer la señal con la linterna.

—No sé si conseguiré mantenerme despierta hasta esa hora —exclamó Ana.

—Me parece que vosotras, las chicas, no seréis capaces de no dormiros —contestó Dick—. Propongo que Julián y yo montemos guardia para vigilar y que vosotras, pequeñas, os arrebujéis en vuestras camas.

Enfadada, Jorge le pego un coscorrón.

—No nos llames pequeñas. Soy tan alta como tú.

—Es inútil que nos molestemos ahora en averiguar si el tío hace o no la señal por la mañana —opinó Ana—. Vámonos al acantilado. Hay una vista extraordinaria. El mar está furioso y el viento sopla fuerte. A
Tim
le gustara. Y a mí me encanta verlo correr con las orejas azotadas por el viento.

—¡Guau! —ladro
Tim.

—Dice que a él también le gusta verte a ti con las orejas zarandeadas por el viento —tradujo Julián, muy serio. Ana soltó la carcajada.

—Eres un perfecto idiota, Julián. Vamos pronto al acantilado.

Sin más discusión, marcharon los cinco en dirección a las rocas. Soplaba allí un vendaval impresionante. El sombrero de Ana resbalo hacia atrás y la lluvia azotaba sus mejillas. Los muchachos jadeaban a causa de su alegre lucha contra los elementos.

—Me figuro que somos los únicos capaces de salir de paseo en una mañana así —exclamó Jorge.

—Pues te equivocas —respondió Julián—. Por ahí veo a personas que se acercan.

En efecto: un hombre y un muchacho, bien resguardados por sus sombreros impermeables y que, al igual que nuestros amigos, calzaban botas altas de lluvia, venían hacia ellos. Los niños los observaron con disimulo al cruzarse. El hombre era alto y bien parecido. Tenía las cejas espesas y el gesto de su boca revelaba una gran energía. El muchacho tendría unos dieciséis años. Era también alto y guapo, incluso podría llamársele hermoso, pero una sombría expresión afeaba en parte su rostro.

—Buenos días —exclamó el hombre, saludando con una inclinación de cabeza.

—Buenos días —contestaron los cuatro a coro.

El hombre les echo una mirada, rápida y directa, mientras proseguía la marcha con su acompañante.

—¿Quiénes serán? —preguntó Jorge—. Mama no dijo nada de que hubiera gente nueva por aquí.

—Sin duda, vienen paseando desde el pueblo vecino —dijo Dick—. Por lo menos, eso es lo que yo me imagino.

Olvidando el incidente, reanudaron su camino.

—Podríamos llegar hasta la casa del guardacostas y regresar por el mismo lugar —propuso Julián—. ¡Eh!
Tim,
no te acerques tanto a las rocas.

El guardacostas vivía en una casita blanca, que se alzaba sobre las rocas, cara al mar. Otras dos casas se levantaban cerca, blanqueadas también con cal. Los niños conocían bien al guardacostas, un hombre de cara roja, muy orondo y amigo de bromear. Cuando se acercaron a la casa, no se le divisaba por parte alguna, más pronto oyeron su gruesa voz entonando una canción marinera. Se dirigieron a su encuentro.

—¡Hola, guardacostas! —saludó Ana.

El levanto su mirada y sonrió a los chicos. Aparentaba hallarse ocupado en algo muy importante:

—¡Hola a todos! ¿De manera que otra vez estáis conmigo? ¡Valientes pintas estáis hechos! ¡Aparecéis cuando menos se os necesita!

—¿Que estaba usted haciendo? —preguntó Ana.

—Un molino de viento para mi nieto —contestó el guardacostas, enseñándoselo. Era muy hábil en la construcción de juguetes.

—¡Oh, es precioso! —exclamó Ana, tomando en sus manos el juguete—. ¿Giran las aspas? Si, ya lo veo. ¡Es estupendo!

—Me estoy ganando algún dinerito extra con mis juguetes —explicó el viejo, orgulloso—. Tengo vecinos nue
vos
, allá en la casita más próxima. Un hombre y un muchacho. Pues bien, ese señor está comprando todos los juguetes que fabrico. Parece tener un regimiento de hijos o sobrinos. Y me paga bien por ellos.

—Debe de tratarse del hombre y el chico que hemos encontrado —dijo Dick—. Eran altos los dos y bien parecidos. El hombre tenía las cejas muy espesas.

—Si, esos son —respondió el guardacostas manipulando en su molino de viento—. Él se apellida Curton. El muchacho es hijo suyo. Llegaron hace unos quince días. Debería usted hacerse amigo de ese chico, señorito Julián. Creo que es poco más o menos de su edad. Parece sentirse muy solitario aquí.

—¿No va a ningún colegio? —preguntó Julián.

—No. El padre dice que ha estado enfermo y que necesita respirar el aire de mar y cosas por el estilo. No es mal muchacho. Viene a veces y me ayuda en la construcción de los juguetes. Le gusta, además, mirar por mi telescopio.

—A mí también me gusta mirar por ese aparato —exclamó Jorge—. ¿Puedo utilizarlo ahora? Desearía ver si se puede distinguir la isla de Kirrin.

—Bueno —concedió el guardacostas—, aunque no creo que puedas divisar gran cosa con este tiempo… Espera un momento. ¿Ves aquel agujero entre las nubes? Pues bien, eso significa que de aquí a poco podrás ver con claridad tu isla. ¡Que cosa más rara ha construido allí tu padre! Supongo que forma parte de sus investigaciones.

Other books

What Washes Up by Dawn Lee McKenna
the Moonshine War (1969) by Leonard, Elmore
Naked Shorts by Tina Folsom
Unwrapped by Gennifer Albin
The Tempest by Hawkins, Charlotte
Hard Irish by Jennifer Saints
The Sweetheart Rules by Shirley Jump