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Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Los Cinco otra vez en la Isla de Kirrin (8 page)

Dick alzo en gesto rápido la cabeza:

—¿Cómo sabes que hacia señales? —preguntó—. ¿Quién te lo dijo?

—¡Nadie! —contestó el chico—. Me fije en que eran seis destellos y pensé que solo podía tratarse del padre de Jorge.

El agrio comentario de Dick le había sorprendido. Julián dio un codazo a Dick a fin de prevenirle que no volviese a las andadas y Jorge puso mala cara.

—Supongo que también esta mañana habrás visto las señales de mi padre —dijo a Martín con gran amabilidad—. Supongo que multitud de personas percibirán sus seis destellos. Cada mañana, a las diez y media, nos heliografía con un espejo, para darnos a entender que sigue bien. Lo mismo hace por la noche, exactamente a la misma hora, con una linterna.

Ahora le tocó el turno a Dick de fruncir el entrecejo. ¿Por qué tenía que dar tantos detalles? ¡No era necesario! Estaba seguro que lo hacía para vengarse de sus bruscas palabras de un poco antes. Trato de cambiar la conversación.

—¿A que colegio vas?

—No voy a ninguno —respondió el muchacho—. He estado enfermo.

—Bueno, ¿pero a cual ibas antes de tu enfermedad?

—Tenía un preceptor. Nunca fui al colegio.

—¡Mala suerte! —se condolió Julián.

Él siempre había opinado que era muy triste no poder ir al colegio, ni disfrutar de los juegos y trabajos de la vida escolar. Miro a Martín con curiosidad. ¿Sería uno de esos chicos retrasados, que no alcanzaban a seguir a los demás y necesitan profesores particulares? Sin embargo, no parecía tonto. Quizás algo raro, pero listo.

Tim
permanecía echado entre los chicos, sobre la gran piedra caliente. Obtuvo su correspondiente parte de bocadillos, si bien racionada a causa de poder obsequiar a Martín. Su comportamiento hacia el chico nuevo era muy extraño. Aparentaba ignorarlo. Como si no estuviese presente.

También Martín afectaba ignorar a
Tim.
No le hablaba ni le acariciaba. Ana se sentía convencida de que a Martín no le gustaban los perros. De otra manera, no lo comprendía. ¿Cómo podía estar junto a
Tim
sin hacerle una sola caricia?

El perro ni siquiera le miraba. Se había echado de espaldas a él, apoyando la cabeza en la falda de Jorge. La cosa habría podido parecer divertida si no fuese desagradable. Al fin y al cabo, Jorge se dirigía a Martín en tono afectuoso y todos compartían su comida con él.
Tim,
en cambio, se portaba como si el chico no existiese.

Ana se disponía a hacer una observación sobre el mal comportamiento del perro, cuando este soltó un gruñido, se levantó y saltó de la roca.

—Se va otra vez a cazar conejos —explicó Julián—. ¡Eh,
Tim
! A ver si encuentras otra punta de flecha.

Tim
meneo el rabo y desapareció bajo el saliente de la roca. Hasta ellos llegaba el ruido que producía al escarbar. Una nube de piedras y arena se levantaba desde el lugar donde se hallaba.

Sintiéndose soñolientos tras la comida, los chicos se tumbaron para echar una siestecita. Conversaron todavía unos minutos, pero Ana notaba que se le cerraban los ojos. La despertaron los gritos de Jorge:

—¿Dónde está
Tim? ¡Tim, Tim!
Ven aquí. ¿Dónde te has metido?

Pero el perro no aparecía por ninguna parte. Ni siquiera se oyó un ladrido como respuesta.

—¡Hay que ver! Seguro que se ha metido en una madriguera muy profunda.
Tim, ¿
dónde estás?

CAPITULO IX

Jorge hace un descubrimiento y pierde los estribos

Jorge se había deslizado de la roca. Miro debajo del saliente y descubrió allí una gran abertura. Todo a su alrededor aparecía sembrado de las piedras que
Tim
había lanzado escarbando.

—Seguro que has encontrado una madriguera bastante grande para esconderte por completo. Vamos,
Tim,
contéstame, ¿estás ahí metido?

Nada se oyó. Ni un ladrido, ni un lamento. Ni el más leve sonido broto del agujero. Jorge trato de reptar para introducirse en el interior del agujero. El perro había dejado allí señales de su paso. Al fin Jorge se dirigió a Julián:

—Julián, tírame tu pala, por favor.

El utensilio cayó de inmediato a sus pies. La niña comenzó a escarbar. La entrada era suficientemente grande para
Tim,
pero no para ella.

Prosiguió su trabajo hasta que empezó a sudar. Entonces volvió a salir del agujero y miró por encima de la roca, para ver si alguno estaba dispuesto a ayudarla. Todos se habían vuelto a dormir.

«Gandules», pensó Jorge, olvidando que también ella se disponía a echar la siesta cuando se dio cuenta de la ausencia de
Tim.

Volvió a deslizarse bajo la roca y se dedicó a ensanchar el agujero, blandiendo esta vez la pala con todas sus fuerzas. Pronto logró la abertura suficiente para poder pasar.

Una vez atravesada la angosta entrada, quedo sorprendida al hallar una especie de pasadizo, muy largo. Era posible avanzar a gatas por él.

«Me extrañaría mucho que esto fuera una madriguera de animales. Parece más bien un camino secreto que conduce a alguna parte», pensó Jorge.

—¡
Tim
! ¿Dónde estás? —chilló de nuevo.

Procedente de algún lugar en la profundidad de la cantera, percibió un lejano lamento. Respiro aliviada. Por fin
Tim
daba señales de vida después de tanto rato.

Se adelantó un poco más. De súbito, advirtió que el túnel se hacía amplio y alto de techo. No cabía duda de que se trataba de un pasadizo. Reinaba una completa oscuridad, por lo que debía avanzar tanteando, ya que la vista no le servía de ninguna utilidad.

Percibió un ruido, algo así como unas pisadas rozando el suelo, y al momento
Tim
se lanzó contra sus piernas, gimiendo.

—¡Oh,
Tim
! ¡Que susto me has dado! ¿Dónde estuviste? ¿Qué es esto? ¿Un pasadizo o un túnel excavado en la cantera por los obreros? ¿Viven ahora animales en él?

—¡Guau! —ladró
Tim,
mientras tiraba del pantalón de Jorge para hacerla retroceder hacia la luz del día.

—¡Está bien! Ya voy —dijo Jorge—. No te vayas a imaginar que tengo ganas de pasearme por ahí, en la oscuridad. Solo entré para buscarte.

Y dicho esto, emprendieron los dos el camino de retroceso hacia la salida. Entre tanto, Dick se había despertado. Se extrañó al no ver a su prima. Espero unos minutos, mirando hacia el cielo, tan brillante y hermoso, todavía medio dormido. De pronto, se levantó de un salto.

—¡Jorge! —gritó. Pero no obtuvo contestación.

En consecuencia, Dick se deslizó a su vez por la roca y echó una mirada a su alrededor. Ante sus sorprendidos ojos aparecieron por el agujero abierto debajo de la roca, primero
Tim
y luego Jorge, gateando para poder atravesarlo.

Se quedó boquiabierto. La niña se echó a reír.

—Todo marcha bien, Dick, no te asustes.
Tim
y yo estuvimos cazando conejos —exclamó la chica, levantándose y sacudiéndose la tierra del jersey y los pantalones. Después, añadió—: Hay un pasillo detrás de esa pequeña cueva. Primero es un túnel estrechito, como la entrada a una madriguera de animales. Luego se ensancha y se convierte en un amplio pasadizo. No pude ver adonde conduce, desde luego, porque no tenía luz, pero
Tim
volvió de su interior y debe de haber llegado muy lejos, según la distancia a que sonó el gemido al llamarle.

—¡Carambola! —exclamó Dick—. ¡Que emocionante!

—¿Te parece que lo exploremos? —propuso Jorge—. Espero que Julián se haya traído su linterna.

—No —contestó—. Hoy ya no podremos hacerlo.

Los otros se habían despertado y prestaban atención al dialogo de los dos primos.

—¿De qué habláis? ¿Es cierto que habéis encontrado un pasaje secreto? —preguntó Ana, intrigada—. ¿Lo excavaremos?

—No, ¡hoy no! —repitió Dick mirando a Julián.

Este adivino en seguida que Dick no deseaba compartir el secreto con su nuevo compañero. Tenía razón. ¿Por qué habían de hacerlo? No era un auténtico amigo y acababan de conocerlo. Hizo una señal de asentimiento a Dick y dijo:

—No, no lo exploraremos hoy. Seguro que carece de importancia. No es más que un trozo de túnel excavado por los hombres de la cantera.

Martín, que escuchaba con mucho interés, se dirigió a echar una ojeada por el agujero.

—Me gustaría explorarlo a mí también —manifestó—. Si queréis, nos juntaremos aquí otro día con las linternas, para averiguar si hay o no camino por el pasadizo.

Julián miro su reloj:

—Son casi las dos. Bueno, Martín, si hemos de ver el programa de las dos y media en tu
tele,
tendremos que ponernos ya en camino.

Así lo hicieron. Llevando las cestas llenas de prímulas y violetas, fueron subiendo por las laderas rocosas de la cantera. Julián determino llevar el solo la cesta de Ana para que ella pudiera sujetarse mejor a las matas. Temía que resbalase y se cayese.

Pronto llegaron al borde superior. El aire parecía allí fresco en comparación al calorcito que hacía en la cantera. Se dirigieron al sendero del acantilado y no tardaron en pasar frente a la casita del guardacostas, quien se hallaba en su jardín y agitó la mano en señal de amistoso saludo. El grupo penetro sin detenerse en el jardín de la casa vecina. Martín empujo la puerta. Su padre, que estaba sentado cerca de la ventana, leyendo un libro, se levantó con una sonrisa de bienvenida:

—¡Bien! ¡Bien! ¡Bien! Esto es agradable. Podéis entrar todos. Si, el perro también. No tengo nada contra ellos. Me gustan.

La pequeña habitación semejaba un tranvía repleto, invadida por la pandilla de niños. Todos saludaron con gran cortesía al padre de Martín, este explico en pocas palabras que los había invitado para ver el programa de televisión.

—¡Buena idea! —exclamó el señor Curton, sin abandonar su cordial sonrisa.

Ana se quedó contemplando como una tonta las gruesas cejas del padre de Martín. Eran espesas y largas. Le extrañó que no se las recortase. Bueno, quizá le gustaban así. A ella le parecía que le daban un aspecto feroz.

Los cuatro miraron alrededor de la habitación. Un aparato de televisión aparecía en la esquina más alejada de la ventana, sobre una mesita. También había una magnifica radio y algo más que los muchachos observaron con gran interés:

—¡Caramba! ¿Tiene usted también un aparato emisor además del radio receptor?

—Si —contestó el señor Curton—. Soy muy aficionado. Yo mismo lo construí.

—¡Pues debe ser usted muy hábil! —exclamó Dick.

—¿Que es un transmisor? —preguntó Ana—. No tenía ni idea de que existieran esos aparatos.

—Es un aparato para enviar mensajes por radio, como los que tienen los coches de la policía para comunicar con Jefatura —explicó Dick—. Este es muy potente, me parece.

Martín se ocupaba en manipular los mandos del televisor. En seguida empezó el programa. Ana, que jamás había visto la televisión, quedo boquiabierta ante la cara del hombre que apareció en la pantalla.

—Puedo verle y oírle —susurró admirada al oído de Julián. El señor Curton la oyó y se echó a reír.

—Pero vuestro perro no puede olerle. Si no, ya habría empezado a gruñirle.

Se divirtieron por todo lo alto viendo el programa de televisión. Al terminar, el señor Curton los invito a quedarse para tomar el té en su compañía.

—Por favor, no me digáis que no. Yo mismo puedo telefonear a vuestra tía avisándola y solicitando su permiso, si creéis que puede enfadarse.

—Bueno, si usted es tan amable, se lo agradeceremos —dijo Julián—. La tía se extrañaría de nuestra tardanza.

El señor Curton habló con tía Fanny. Si, estaba conforme en que se quedasen un rato, aunque no debían regresar demasiado tarde.

Por lo que sin más demora se sentaron para saborear la inesperada y suculenta merienda.

Martín no se mostró muy comunicativo. En cambio, su padre llevó todo el tiempo la voz cantante. Reía y gastaba bromas a los chicos. Resultaba un auténtico compañero.

La conversación toco muchos y diversos puntos. Uno de ellos fue la isla de Kirrin. El señor Curton declaró que la encontraba muy hermosa, sobre todo al anochecer. Jorge pareció halagada ante los elogios.

—Si, así me parece también a mí. Me gustaría que mi padre no hubiese escogido estos días para trabajar en mi isla. Yo había planeado acampar allí unos días.

—Supongo que la conocerás punto por punto —dijo el señor.

—¡Ya lo creo! —contestó Jorge—. Todos nosotros la conocemos de sobra. Hay unos sótanos, ¿sabe usted?, unas auténticas mazmorras, muy profundas, en las que una vez encontramos lingotes de oro.

—¡Si, recuerdo haber leído algo acerca de eso! —exclamó el padre de Martín—. Debió de ser muy emocionante. También fue una verdadera suerte descubrir los sótanos. Y creo que existe, además, un viejo pozo, por donde bajasteis una vez, ¿no es verdad?

—Si —dijo Ana recordando—. Y también hay una cueva en la que habitamos unos días. Tiene un acceso por el techo y otro desde el mar.

—Supongo que vuestro padre lleva a cabo sus maravillosos experimentos abajo en el sótano, ¿no? —preguntó el señor Curton—. ¡Vaya un lugar extraño que se le ha ocurrido escoger!

—Cuando estuvimos allí… —empezó Jorge. Se calló de golpe al recibir una patada en la espinilla propinada por Dick. Hizo un gesto silencioso de dolor. El golpe había sido fuerte de veras.

—¿Que ibas a decir? —la acució el señor Curton, expectante.

—¿Yo…? Pues… iba a decir… En fin, que no sabemos el sitio escogido por papá —respondió Jorge, procurando separar las piernas del radio de alcance del pie de Dick.

Tim
soltó de pronto un gemido. Jorge lo miro sorprendida. El pobre debía de haber recibido otro mensaje destinado a ella y miraba con ojos de reproche a Dick.

—¿Que ocurre,
Tim? —
lo interrogó Jorge, angustiada.

—Quizás encuentra la habitación demasiado calurosa —comentó Dick—. Será mejor que lo saques, Jorge.

Esta no se hizo rogar. Estaba muy intrigada, así que sacó al perro. Dick salió tras ella. La chiquilla le espeto indignada:

—Eres un bruto. ¿Por qué me has dado esa patada tan fuerte? Me quedara la marca para toda la vida. ¿Qué es lo que te pasa?

—Sabes muy bien por qué lo hice —contestó Dick—. Charlas más de la cuenta. ¿No te has fijado en el interés que tiene por averiguar lo que hace tu padre en la isla? Puede que me equivoque, pero tengo mis sospechas. Tu deber está en cerrar el pico. Eres como todas las niñas. No sabes más que parlotear. Tenía que frenarte de alguna manera. Y confieso que pise al pobre
Tim
en el rabo para llamarte la atención y conseguir detenerte.

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