Cuando en la torre de vuelo flameó la bandera verde, Ángel echó adelante los aceleradores, soltó los frenos y dejó que el Douglas corriera por la pista de cemento. Luego tiró suavemente de la palanca hacia sí y las ruedas del aparato se despegaron de tierra con tanta suavidad que casi nadie se apercibió de que estaban volando hasta unos cinco minutos después.
—Recojan el tren de aterrizaje —ordenó Ángel.
—Recogido el tren de aterrizaje —dijo el copiloto.
—Comandante a navegador. ¿Rumbo?
—Oeste, señor.
El Douglas se inclinó sobre el ala de babor y puso proa a poniente.
Cuando volaban sobre Allentown, Ángel hizo una seña con la cabeza a George Paiton. El muchacho, un neoyorquino esbelto, de ojos verdes y tez sonrosada, con las mandíbulas desarrolladas a fuerza de mascar chicle, tomó los mandos asintiendo con otro movimiento de comprensión.
Ángel salió de la cabina y entró en el cuarto de derrota, donde el navegador Walter Chase estaba sentado ante un tablero de trabajo manejando el compás y la regla sobre un mapa del Pacífico. Por encima de su hombro se asomaba el perfil aguileño del profesor Stefansson. Ambos discutían la ruta a seguir mientras, a un lado, el radiotelegrafista Richard Balmer, manejaba un soldador eléctrico sobre los cables del aparato de radar.
—Hola, Andrés —dijo el profesor—. Vea qué le parece la ruta que hemos elegido.
—Si quiere llamarme por mi nombre de pila llámeme Ángel, señor Stefansson —respondió el español—. Ese es mi nombre.
—Esta es la ruta a seguir —dijo el navegador. Nueva York-San Francisco, 4.000 kilómetros; San Francisco-Hawai, 3.885; Hawai-Midway, 2.220; Midway-Wake, 2.037; Wake-Guam, 2.407; Guam-Manila, 2.400; Manila-Saigón, 1.450; Saigón-Rangoon, 1.500; y Rangún-Calcuta, 1.100. Total 21.519 kilómetros, o sea, más de la mitad de la circunferencia del Ecuador.
—Un viaje muy largo —comentó Ángel. Y volviéndose hacia el profesor preguntó—: ¿No hubiera sido más cómodo esperar a que el millonario Mitchel llegara a Nueva York para entrevistarle?
—Sabe Dios cuánto tardará el pobre hombre en ser llevado a Nueva York. Por lo pronto está recluido en un sanatorio mental de Calcuta. Además, no debe estar lejos de Calcuta el lugar donde vio a esos hombres grises de Venus, y puesto que de todos modos habíamos de hacer el viaje a la India, cuanto más pronto mejor.
—¿Pero de veras espera encontrar hombres grises y de Venus en la India ni en ninguna parte de la Tierra? —interrogó el español estupefacto.
—¡Claro que sí! —Sonrió el hombrecillo seráficamente. Y volviéndose hacia el navegador, que le estaba mirando muy divertido, añadió—: Contando con que hemos de hacer escala a mitad de la travesía desde Nueva York a San Francisco, tenemos nueve escalas hasta la India. ¿Cuánto tiempo perderemos en cada etapa mientras llenamos los depósitos de gasolina?
—Puede calcular hora y media como término medio.
—¿Y qué velocidad llevaremos?
—Una media de cuatrocientos kilómetros por hora, esa es nuestra velocidad de crucero.
El profesor fijó los ojos en el techo y movió los labios mientras hacía un rápido calculo mental:
—Cincuenta y cuatro horas de vuelo y trece y media para las etapas, son en total sesenta y siete horas y media las que nos separan de Calcuta.
—Si no tropezamos con fuerte viento de proa, si no tenemos que dar algún rodeo para eludir las tempestades, si nos mantenemos exactamente dentro de nuestra ruta, y desde luego, contando con que no tengamos ninguna avería en un trayecto tan largo. —observó Ángel cáusticamente.
—Sesenta y siete horas y media —prosiguió el profesor sin hacer caso de la interrupción de Ángel—, son dos días completos más diecinueve horas y media. Como hemos salido de Nueva York a las 11,30 horas, hacen otro día y 7 horas. Siendo hoy día 22, deberíamos llegar, pues, a Calcuta a las 7 de la mañana del día 26. Pero como volamos en la misma dirección aparente que el sol iremos adelantándole poco a poco, así que al llegar a Calcuta le habremos sacado una ventaja de 13 horas y 45 minutos. En la India todavía serán las 3,45 de la tarde, mientras que en Nueva York ya serán las 7 de la mañana. Resulta, pues, que no llegaremos el día 26 por la mañana, sino el 25 por la tarde. Pero como al trasponer el meridiano internacional 180 tendremos que adelantar nuestro calendario en un día (un día que no habremos vivido y que recuperaremos cuando volvamos a Nueva York si regresamos por el mismo camino), resulta que no será el día 25, sino el día 26. ¿No es eso, Walter?
—Todavía estoy sacando el cálculo, profesor —sonrió el muchacho enrojeciendo—. Yo no poseo un cerebro tan ágil como el suyo.
—Si se trata de cálculos —intercedió George asomando por la angosta puerta—, en el laboratorio hay una máquina de calcular.
Ángel sacó su paquete de cigarrillos y tomó uno llevándoselo a sus labios. De pronto miró a su alrededor y vio que toda la tripulación estaba allí. Asió al copiloto por un brazo.
—¿Por qué ha dejado los mandos? —le gritó.
Todos se echaron a reír.
—La señorita Bárbara pilota ahora el avión —dijo George.
Ángel le fulminó con una mirada.
—¿Y quién le ha autorizado a usted para que cediera los mandos a nadie? —rugió—. ¿Qué clase de disciplina es ésta?
El muchacho clavó en los de Ángel sus ojos asombrados.
—¡Pero si siempre que vamos de viaje le dejamos los mandos a la señorita Bárbara! —exclamó atónito.
—¡Ah! ¿Conque sí? —rugió Ángel.
—Y también a Richard y Walter… ¡Incluso al profesor algunas veces!
Ángel paseó su mirada de unos a otros de los que le observaban en silencio.
—Pues todo eso que se hizo hasta ahora es lo que no se seguirá haciendo mientras yo sea el comandante de este avión —aseguró rojo de rabia—. Un avión del ejército sólo puede conducirlo su piloto y su ayudante.
—Pero esto no es el ejército, señor —interrumpió el radiotelegrafista, un muchachón rubio y fornido de nariz achatada—. Aquí no nos regimos por las Ordenanzas de las Fuerzas Aéreas.
—¿Por qué? ¿No es este un avión militar?
—Sí, pero en el desempeño de una función civil.
—¿Quiere decir que si este avión se estrella contra el suelo el Ejército no vendrá a pedirme explicaciones a mí? —preguntó Ángel alzando más el tono de su voz—. ¿Habrá otro que pague por mí los desperfectos que haya o las vidas que se pierdan por un acto de negligencia?
—Si algo ocurriera nosotros estaríamos siempre de su parte —arguyó el profesor.
—¿Y cree que esa seguridad que usted me ofrece basta para que me tumbe al sol y deje que cada cual haga lo que le venga en gana? ¡No, señor Stefansson!
—No debiera tomarlo así, teniente —aconsejó el hombrecillo con voz calmosa—. Nuestro lema es ayudarnos y…
—¡Al diablo todos los lemas! —le interrumpió Ángel—. Usted, sargento, vuelva a tomar los mandos y nunca jamás vuelva a dejarlos en otras manos que no sean las mías.
—A la orden, señor —saludó, poniéndose rígido, el muchacho. Y girando sobre sus talones salió apresuradamente.
Ángel miró en torno. Pudo apreciar perfectamente la hostilidad que brillaba en los ojos del navegador y el radiotelegrafista. El profesor se había encogido de hombros y silbaba despreocupadamente inclinado sobre los planos del Pacífico. El español resolló con fuerza por la nariz y abandonó el cuarto en dirección a proa. Al entrar en la cabina vio que el sargento había vuelto a tomar los mandos. Miss Bárbara Watt ocupaba el otro asiento y escuchaba por los auriculares la explicación de lo ocurrido en el cuarto de derrota, que le daba George.
Al entrar Ángel la muchacha volvió hacia él sus hermosos ojos color esmeralda. Había en ellos un fulgor entre irónico y despreciativo.
—Levántese de ese asiento, señorita Watt —le ordenó Ángel secamente.
Ella se puso en pie arrojando los auriculares al suelo y sacando desdeñosamente el gordezuelo labio inferior.
—Recoja esos auriculares —le ordenó el español.
—Yo no pertenezco al Ejército —dijo ella—. Usted no puede darme órdenes.
—¡Recoja esos auriculares! —bramó Ángel furioso.
—¡No me da la gana! —chilló a su vez la joven acercando su hermoso y coloreado rostro al convulso del español.
Comprendió Ángel que ni aun a palos, cosa que, naturalmente, no podía hacer, obligaría a la secretaria a doblegar su orgullo y a recoger los auriculares tan despectivamente arrojados.
—Está bien —dijo con voz helada—. Siga usted y que nunca más la vea entrar en esta cabina sin mi consentimiento.
—Perfectamente, general —respondió ella con burla—. Cuando resbale sobre su orgullo vea si encuentra de dónde agarrarse.
—No será de su cuello —aseguró Ángel.
—¡Está enfermo! —escupió la secretaria saliendo con paso rápido.
Ángel recogió los auriculares y tomó asiento ante los mandos. Vio con el rabillo del ojo cómo una sonrisa retozaba en la comisura de la boca de George, pero optó por hacer como que no la veía. Pasado el primer arrebato de cólera, Ángel reconoció que acababa de dirigirse a sus compañeros con excesiva dureza, aunque, ni mucho menos, con injusticia.
—Yo les pararé los pies a esta manada de locos —se dijo.
Mal podía imaginar nuestro amigo las duras represalias que para con él iban a tomar tanto los miembros de la tripulación como la fiera y hermosa Bárbara Watt. Por lo pronto estableció un turno con George de cuatro horas de pilotar y cuatro de descanso para cada uno. Ordenó al muchacho que se fuera a dormir, y él estuvo cuatro horas seguidas sin que nadie, excepto el navegador, y ello sólo cuando era imprescindible, le dirigiera la palabra, ni fuera a visitarle en la cabina. Pasó la hora del almuerzo, Ángel sintió los retortijones de su hambriento estómago y nadie fue a llevarle comida. Resistióse a pedir nada hasta que llegó George para relevarle. Entonces fue a la minúscula cocina y comió completamente a solas.
A partir de entonces se le declaró un abierto boicot. No tuvo ocasión de descansar porque se detuvieron en Topeka para rellenar de gasolina los depósitos del avión. Inmediatamente se reemprendió el vuelo.
Aquella noche, mientras fumaba incansablemente ante los mandos para no dormirse, Ángel comprendió que 21.600 kilómetros de vuelo, sobre poco más o menos, iba a ser una prueba de resistencia física, y dura. Como ya estaba volando sobre el Pacífico rumbo a las Hawaii era demasiado tarde volver atrás, pero se prometió todo el descanso que tuviera gana al llegar al archipiélago.
—Si el profesor tiene prisa en llegar a Calcuta, que tome uno de sus veloces platillos volantes —se dijo—. Yo no me mato por dar gusto a un viejo chiflado que cree en hombres grises procedentes de Venus y en otras tonterías por el estilo.
Al llegar al aeródromo internacional de Honolulu, Ángel expuso el profesor su propósito de dormir ocho horas seguidas en tierra.
—¡Pero es imposible! —dijo el hombrecillo—. ¡A este paso tardaremos un siglo en llegar a la India!
—Para lo que vamos allá lo mismo da un siglo que dos.
—¿Ve usted? Antes, cuando teníamos a Bob de piloto, los viajes eran mucho más descansados, porque todos por turno tomábamos los mandos. Pero usted se empeña en conducir el avión personalmente, con la única ayuda de George, y eso no puede ser.
—Precisamente, como no puede ser voy a acostarme. Cuando esté en condiciones físicas de emprender el vuelo lo haré y no antes.
El profesor puso el grito en el cielo.
Ángel durmió sus ocho horas tranquilamente. Cuando regresó al avión se encontró con cinco caras de largura expresiva. Nadie respondió a su saludo.
El viaje hasta Calcuta, que el profesor había calculado optimistamente en tres días, les llevó el doble. Cuando llegaron a su destino, el profesor estaba loco de rabia, Ángel cansado de todos y todos aborreciendo a Ángel. El español pasó bastante hambre y otras incomodidades de variada índole, pero las que él proporcionó a la cuadrilla del Cóndor y a los dos únicos funcionarios de la
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no fueron menos. Aprovechó todas las ocasiones para zarandearles de lo lindo, simuló un accidente y les hizo arrojarse a todos en paracaídas sobre Indochina, les mantuvo atados a una rígida disciplina y, en fin, gozó torturándoles de mil modos.
—Nunca olvidaré este vuelo —oyó decir al navegador.
—Y todo por ese imbécil tenientillo —respondió Bárbara Watt—. Esperemos que Bob salga pronto del hospital para que volvamos a ser una bien avenida familia.
El deseo de la secretaria coincidía con el más ferviente de Ángel. De haber sabido que su suerte quedaba atada a este reducido grupo de hombres por tiempo indefinido hubiera obrado de otro modo. Pero así…
—¡Que se vayan todos al infierno con sus platillos volantes! —rezongaba Ángel—. Y que me vuelvan a mi unidad.
M
ientras retiraban los servicios de la cena y le preparaban el café, Miguel Ángel encendió un cigarrillo y sacó del bolsillo de su americana un pedazo de papel.
Era una nota traída al hotel cuando él estaba durmiendo y que un mozo discreto había deslizado por debajo de la puerta. Desde que hubo leído esta nota, Ángel se sentía impaciente y malhumorado. Volvió a releerla ahora. Decía así:
«Mi estimado Miguel Ángel. He sabido por un periódico que acabas de llegar de Norteamérica acompañado de una misión científica o no sé qué. Pensé abrazarte y fui a tu hotel, pero no me dejaron entrar. Tienen razón; este Arthur Winfield ya no es una persona respetable ni merece la consideración de sus semejantes. Si sabiendo esto todavía quieres que bebamos juntos por los buenos tiempos, puedes encontrarme a cualquier hora en el "Dagabas". Es un cafetucho del muelle nuevo. Un abrazo de Arthur».
Mientras cenaba, Ángel meditaba. No le sorprendía hallar en la India a su amigo. Casi lo esperaba desde que supo que Carol Mitchel había desaparecido cuando volaba desde Calcuta a Teherán. Seguramente, como tantos pilotos, Arthur buscaba a la hija del millonario. ¿Pero lo hacía por la recompensa de los 300.000 dólares o porque todavía era novio de Carol Mitchel?
La carta de Arthur trasudaba amargura. ¿Qué había ocurrido en estos tres años?
Ángel consultó el reloj de su muñeca, sorbió el café de un golpe y salió a la calle. Poco después, un desvencijado taxi le llevaba, bordeando el río, hacia el muelle nuevo.
El «Dagabas» era un inmundo cafetucho. Al trasponer el umbral, una cálida vaharada a cuerpos sudorosos y aguardiente cosquilleó en la nariz de Ángel Aznar. La sala, larga, estrecha y baja de techo, estaba llena de humo y entre éste se movían las formas borrosas de los parroquianos como fantasmas que surcaran una noche neblinosa. Se oía el quejido de un acordeón entre el tumulto de voces ásperas y roncas y el chocar de vasos sobre los veladores de mármol. Ángel se abrió paso a codazos por entre una marinería optimista a fuerza de alcohol, y sorteó las mesas mirando a la cara de los bebedores.