Los hombres de Venus (5 page)

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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia Ficción

Ángel miró a hurtadillas a su amigo. Le vio humedecerse los labios con la lengua y restregar los pies en el suelo con inquietud.

La luz agonizante de la vela chisporroteaba en el aro de oro que pendía del lóbulo de la mujer, estirado cual si mantuviera aquel peso durante siglos. Un silencio denso y sofocante se cernió sobre el lóbrego espacio de esta miserable habitación. Miguel Ángel creyó percibir el aleteo de una sombra que rozaba su frente con el frío viscoso de la muerte. Tuvo el presentimiento atroz de una inminente calamidad que nada ni nadie podía detener.

—¿Quién es usted? —tornó a preguntar Arthur, que había palidecido intensamente.

—¡Dios mío… Dios mío…! —sollozó la anciana—. ¿Ni siquiera me presientes, Arthur? ¡Yo soy Carol Mitchel…!

Capítulo 4.
Al Tíbet

E
l silencio era tan denso que daba la impresión de poderse cortar con un cuchillo. Los dos amigos se miraron, y de pronto estallaron en una carcajada.

—Pero mujer… —exclamó Arthur—. ¿No se le ocurrió otra a quien parecerse? De usted a Carol Mitchel hay tanta distancia como…

La vieja se dejó caer de rodillas en el suelo con tanta violencia que el choque de sus rótulas produjo un ruido parecido al de unas muletas de madera.

—¡Arthur… escúchame… no me digas tú también que estoy loca! —imploró arrastrándose hasta el joven y abrazándose desesperadamente a sus rodillas—. ¡Déjame que te explique… concédeme sólo un minuto… por el amor de Dios… por el amor que me tuviste… por lo que más ames en este mundo! ¡Yo soy Carol… créeme, Arthur! ¡Dios mío… voy a enloquecer!

Arthur puso su mano sobre la cabeza de la anciana.

—Cálmese, buena mujer —rogó compasivo—. ¿No comprende que lo que está diciendo es imposible? Carol Mitchel es joven y bella…

—¡Yo soy la Carol Mitchel que tú amaste, Arthur!

—¡Y dale! —rezongó el americano.

—¡Yo soy Carol! —chilló ella con voz aguda y desesperada que puso de punta los cabellos de Ángel—. ¡Puedo demostrártelo! ¡Pregúntame lo que quieras! Mira este anillo, ¿lo recuerdas? Es de tu madre y lleva grabada dentro la fecha en que se casó… Tú me lo diste la noche que me besaste por primera vez en el jardín de los Tramors… ¿Te acuerdas de los Tramors? Él era muy alto y delgado y ella menuda y regordeta… Él estaba paralítico de una pierna y se apoyaba para andar en un bastón… A ti te sorprendía el modo de quererse de aquellos dos seres de tan distinta naturaleza. Tenían una niñita rubia, llamada Susana, que sentía gran predilección por ti…

—¡Basta! —rugió Arthur. Y tomando bruscamente el anillo que la anciana le tendía fue a examinarlo bajo la luz de la vela.

Ángel se acercó a su amigo y miró el anillo sobre el hombro de Arthur.

—Es verdad… —murmuró el americano—. ¡Este anillo fue de mi madre y yo se lo di a Carol!

—No irás a creer que esta mujer sea Carol —susurró Ángel al oído de su compañero.

—¡Claro que no! —respondió Arthur en el mismo tono de voz—. Sin embargo, esta loca sabe bastante de Carol. Además, entre la descripción que hacían los periódicos de Carol constaba este anillo. Me sorprendió enormemente, porque yo creí que mi novia habría tirado este recuerdo a la basura junto con todo lo mío.

—¿Crees, entonces, que esta mujer ha estado con Carol después que hubo desaparecido?

—Por fuerza tuvo que verla… y también hablarle. Carol, con toda seguridad, dio a esta vieja el anillo y le refirió varios pasajes de su vida. Ignoro con qué propósito, pero debió de ser así.

—Pudiera ser que tu ex novia estuviera en alguna parte retenida contra su voluntad, y que no teniendo más mensajero que esta vieja para comunicarse con el exterior le diera el anillo a modo de prenda. Su propósito, indudablemente, fue atraer la atención de la policía hacia la vieja. Esta mujer debe saber dónde está Carol.

Arthur se volvió hacia la gimoteante anciana.

—¿Dónde está Carol Mitchel? —le preguntó con voz enérgica.

—Escúchame, Arthur —suplicó la mujeruca alzando sus manos—. ¡Es todo tan increíble…! ¡Pero te juro que es verdad! El profesor Mattox sobornó a nuestro piloto para que nos llevara al Tíbet en vez de a Teherán… ¡Y allí, con la ayuda de los hombres grises, me robó mi cuerpo…! ¡Me robó mi cuerpo!

—¿Pero… qué absurdos está diciendo? —gritó Arthur horrorizado—. ¡Usted es una loca!

—¡Yo soy Carol Mitchel…! —chilló ella con desesperación agarrándose con fuerza a la ropa de Arthur—. Me robaron mi cuerpo… y me pusieron dentro de este viejo y horrible. ¡Tienes que ayudarme, Arthur! ¡Tienes que ayudarme a recuperar mi cuerpo… a quitárselo a Sakya Kuku Nor y a devolverme a él! ¿Comprendes ahora? ¡El profesor y los hombres grises sacaron mi cerebro de mi cuerpo y lo trasplantaron en el cuerpo de Sakya Kuku Nor! ¡Y el cerebro de Sakya está ahora en mi cuerpo… en mi cuerpo… en el que tú conoces a Carol…! ¡Arthur, créeme!

—¡No… no…! —gritó el norteamericano mirando a la horrible vieja con ojos desorbitados—. ¡Todo eso es una mentira… no puede ser verdad…!

—Sí… Sí es verdad… ¿Comprendes ahora que esté próxima a enloquecer? ¿Comprendes lo horrible que es tener un cerebro joven y un cuerpo con más de un siglo de edad? ¡Mírame, Arthur… mírame! ¡Yo soy aquella Carol que tú querías… aunque este cuerpo no sea el mismo, YO SÍ SOY LA MISMA! ¡Yo era hermosa ayer… yo era joven! ¡Y ahora soy horrible… soy vieja… siento próxima la muerte… y nadie quiere creer que sea Carol Mitchel!

Calló la mujer ahogada por sus sollozos. Arthur la miraba horrorizado. Ángel, con la espalda y la frente bañada de sudor frío, contemplaba la alucinante escena con la cabeza llena de brumas y el corazón en un puño. Ni siquiera oyeron los crujidos de la escalera, lamentándose bajo el peso de algún cuerpo. La puerta se abrió de pronto con violencia.

Los dos jóvenes, arrancados con brusquedad de su estupor, volvieron los ojos hacia el hombre que acababa de aparecer en el vano. Era ancho y corto de estatura, moreno, de facciones aplastadas y ojillos oblicuos, fijos en la vieja con un brillo de malignidad.

—¿Qué significa esto? —preguntó Arthur avanzando un paso hacia él—. ¿Qué quiere usted?

Detrás del hombre asomaron otros. El que parecía encabezar la tropilla dio una orden gutural. Cuatro o cinco hombres se lanzaron como uno solo dentro de la habitación esgrimiendo cortos y robustos garrotes. Alguien apagó la luz de un manotazo, y antes de que esto sucediera, Ángel pudo ver a su amigo caer arrollado bajo el alud humano.

Una lluvia de puñetazos y bastonazos cayó sobre los dos amigos sin más ruido que el rumor de pies y un chillido espeluznante que hendió la oscuridad como un estilete.

Ángel recibió un bastonazo sobre un oído. Unos brazos vigorosos le empujaron contra el catre de Arthur y el catre se vino abajo con terrible estrépito. Las maderas del piso crujían. Se escuchó un grito de dolor. Ángel movió sus piernas y sus brazos con furia, rechazando a los hombres que tenía encima. Movió los puños cerrados a su alrededor y por dos veces en la oscuridad los sintió chocar contra algún rostro.

Arthur rugía como un león. Se oyó una orden dada en aquel idioma extraño. Ángel se sintió soltado. Entonces se lanzó hacia delante y topó con alguien, que le agarró con fuerza. Rodaron por el piso. El español se sintió mordido con ferocidad en un hombro. Alejó de sí al enemigo con un furioso puñetazo a la barbilla y se puso en pie, pero se enredó con unas piernas y cayó de bruces al suelo.

Mientras se incorporaba vio el leve resplandor de la puerta abierta y escuchó rumor de pisadas que hacían crujir la escalera. Súbitamente todo quedó en silencio.

—¡Arthur! —llamó el español moviendo las manos a su alrededor.

Un gemido le respondió desde el suelo.

—Se han ido —rezongó Ángel encendiendo su mechero.

La llama del mechero de gas le mostró un estropicio descomunal. Los escasos muebles aparecían tirados en desorden por todas partes. En el suelo, toda pisoteada, estaba la bujía. Ángel la puso en pie y la encendió. Vio a su amigo haciendo esfuerzos por incorporarse y le ayudó. Arthur se acariciaba la mandíbula.

—¿Llevaban consigo una mula? —preguntó.

—Yo diría que sí —repuso Ángel—. Por lo menos el mordisco que me han dado en el hombro era de caballo.

—Temo haber sido yo el caballo del mordisco —rezongó el americano poniéndose en pie.

—¿Fuiste tú? ¡Entonces la mula que te dio la coz era yo!

—Siempre tuviste una dura pegada, amigo —sonrió Arthur. Y mirando a su alrededor exclamó—: ¡Toma, ha desaparecido la vieja!

Ángel vio brillar un objeto a sus pies. Recogiéndolo lo mostró a Arthur.

—¡El anillo que le regalé a Carol! —murmuró el joven tomándolo—. ¡Qué cosas están ocurriendo esta noche! ¿Tú qué piensas de todo esto, Ángel?

—Mi parecer ya te lo expuse antes —dijo el español encogiéndose de hombros—. Y lo que acaba de ocurrir reafirma mis sospechas. Fuera al Tíbet, como decía esa vieja loca, o a cualquier otra parte, es el caso que el avión en que viajaban los Mitchel se salió de su ruta y fue a tomar tierra en un lugar convenido de antemano entre el piloto del Cessna y otros individuos. Ni el señor Mitchel ni su hija murieron. Carol está prisionera en alguna parte, dio a esa vieja su anillo y tu nombre y le encargó que te buscara. Sin duda, los raptores de Carol lo descubrieron todo y han venido por la vieja para impedir que nos condujera hasta la muchacha.

—¡Ángel! —exclamó Arthur excitado—. ¡Creo que estamos a dos pasos de ganarnos esos 300.000 dólares de recompensa!

—¿De veras? Me gustaría saber cómo.

—¿No has oído lo que dijo la vieja? El profesor Mattox fue quien sobornó al piloto del Cessna y tiene prisionera a Carol. Ya tenemos una pista: la del profesor.

—¿Conoces acaso a ese hombre?

—He oído o leído su nombre en alguna parte, y no recuerdo dónde. Sabemos por lo pronto que Carol está en el Tíbet.

—¿Lo sabemos? ¿Quieres decir que das por cierta la historia de esa vieja chiflada?

—¿Por qué no? Es una historia bastante lógica la que contó.

—¿Incluso lo del trasplante de cerebros y lo de los hombres grises?

Arthur hundió los dedos engarfiados entre sus revueltos y húmedos cabellos y fijó en Ángel una mirada de angustia.

—No sé… no sé… —murmuró— ¡Si no hubiera bebido tanto whisky esta noche…! La cabeza me da vueltas… no sé qué pensar. Y, sin embargo, presiento en todo esto algo terrible y cierto. Algo de lo que nos contó la vieja era verdad. Si yo tuviera un avión bueno, volaría inmediatamente hacia el Tíbet…

—¿Y qué harías una vez allí? ¿Ir preguntando de pueblo en pueblo por la vieja loca o por Carol Mitchel?

—Tal vez sí, ¿quién sabe? Esa mujeruca mencionó otro nombre: Sakya Kuku Nor. ¡Cielos, vaya lío! ¿Quién es el profesor Mattox?

—Demasiadas preguntas para una sola vez —sonrió Ángel—. Vámonos a dormir ahora. Mañana, con la cabeza más despejada, tal vez se nos ocurra una buena idea.

Arthur miró a su alrededor.

—Vendrás a dormir conmigo a mi hotel —dijo Ángel adivinando su pensamiento—. En mi habitación hay dos buenas camas.

—Acepto tu invitación. Vamos.

Salieron a la calle y echaron a andar hacia el hotel. Iban silenciosos, encerrados los dos en sus íntimos pensamientos. Aunque se esforzaba por echar a broma lo ocurrido, Ángel no podía olvidar el patético acento de la vieja ni el efecto tan profundo que le causaron sus lamentos y sus palabras. ¡Trasplante de cerebros y de cuerpos! Era absurdo todo. ¿Y qué significaba aquello de los hombres grises? El señor Mitchel había sido encontrado vagando por la selva de Haidarabad, loco y hablando de unos hombres grises. Esta noche, otro personaje que parecía privado de razón volvía a mencionar a los hombres grises.

¿Coincidencia?

—Arthur —dijo a su amigo cuando llegaban al hotel—. Sé de una persona a quién le interesará lo que nos contó esa mujer. ¿Quieres que se lo digamos?

—¿Puede ayudarnos a encontrar a Carol?

—Indirectamente… sí.

—¿Qué quieres decir con eso de indirectamente?

—El hombre de quien te hablo es el profesor Stefansson, jefe de la
Astral Information Office
. Ha venido a la India expresamente para interrogar al señor Mitchel y ver qué hay de cierto sobre esos hombres grises, de modo que si le referimos nuestra aventura de esta noche, lo más probable es que se lance tras la pista de Carol sin vacilar un segundo.

—¡Mil bombas! —exclamó Arthur—. A eso le llamo yo tener suerte. Vamos corriendo a buscar a ese hombre… y que el cielo bendiga a los chiflados que se dedican a buscar hombres grises.

Entraron en el hotel. El vestíbulo estaba desierto y el conserje lanzó una mirada desconfiada sobre Arthur, mas viéndole en compañía de Ángel no osó oponerse a su entrada.

Ascendieron las escaleras, se detuvieron ante la puerta de la habitación del profesor y Ángel llamó con los nudillos. Salió a abrirles el propio Stefansson. Iba completamente vestido. Los dos aviadores pudieron ver a la hermosa Bárbara Watt, sentada ante una minúscula máquina de escribir.

—Perdone que le interrumpa, profesor —dijo Ángel—. Le presento a un viejo amigo mío, el ex-capitán Arthur Winfield, piloto de las Fuerzas Aéreas. Nos acaba de ocurrir algo que queremos contarle…

—Bien, pasen ustedes —dijo el profesor—. Estábamos haciendo el informe sobre el caso Mitchel.

—¿Averiguó algo acerca de esos hombres grises? —preguntó el español entrando y saludando con un frío movimiento de cabeza a Bárbara, que le correspondió con un mohín de desprecio.

—¡Oh, nada! Por lo pronto ya nos costó trabajo llegar hasta el señor Mitchel. Su hijo se oponía a que le molestáramos. En verdad no merecía la pena haber venido. El hombre está completamente loco y no pronuncia más palabras que: «¡Los hombres grises de Venus!».

—Eso era lo que usted ansiaba oírle decir, ¿no es cierto?

—Sí, es verdad. En fin, nada hemos sacado en limpio. Entre nosotros, y a modo de confidencia, les diré que sospecho del hijo del señor Mitchel. Pudiera ser él quien hizo desaparecer el avión, y con éste a su padre y a su hermana. Aunque ya apareció su padre, mantiene en pie su promesa de regalar trescientos mil dólares a quien presente «viva o muerta» a Carol Mitchel. ¿No es mucho dinero trescientos mil dólares? Claro, que si por esa cantidad apareciera muerta Carol Mitchel, su hermano podía darse por satisfecho. Heredaría la totalidad de la fortuna de su padre.

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