—El ventisquero está claramente señalado en el mapa de Kruif.
—¿Y quién nos asegura que Kruif nos dio la ruta verdadera?
—Tenemos que seguir su mapa, es nuestra única alternativa —contestó Miguel Ángel.
Como la mañana anterior, los hombres estaban agotados de cansancio. No se habían detenido ni siquiera para encender un fuego en el que calentar agua y hacer té.
Por la misma razón tampoco se atrevieron a encender fuego durante el día. Cavaron con los cuchillos un agujero en el hielo, que cubrieron con una manta de hielo de forma que no pudieran ser vistos desde el aire. Tratar de dormir en estas circunstancias era imposible. Fue un día horrible, pero al menos no se presentó ningún platillo volante, o si se presentó no lo vieron, acurrucados en aquel agujero, rodeados de hielo y con los pies ateridos.
La irritación que sentían les hizo sentirse osados.
A la caída del sol abandonaron el refugio, cargaron con las mochilas y las armas y emprendieron la escalada del ventisquero, atándose los cuatro a una misma cuerda.
Si en este momento se hubiese presentado algún platillo volante habrían sido vistos fácilmente, pues sus vestidos gris oscuro por fuerza tendrían que destacar sobre la blancura inmaculada del hielo. Pero más o menos lo mismo habría ocurrido durante la noche, a la luz de la luna.
Penosamente ascendían por la pendiente de hielo, teniendo en ocasiones que tallar escalones con los cuchillos.
Los resbalones eran frecuentes y a cada momento estuvieron en el riesgo de que la caída de cualquiera de ellos arrastrara a todos los demás como por un tobogán.
Lentamente, paso a paso, iban ascendiendo hacia la cresta del ventisquero, que no alcanzaron hasta las primeras luces del alba.
—No podemos detenernos aquí —dijo Miguel Ángel a sus exhaustos compañeros.
El descenso fue muy rápido, dejándose resbalar a veces ex profeso hasta el saliente más próximo, sirviéndose con ventaja de la cuerda para alcanzar el límite de los hielos a la salida del sol.
El ventisquero alimentaba un pequeño riachuelo, apareciendo el suelo cubierto de musgo. Demasiado cansados para pensar siquiera en comer, los cuatro hombres se envolvieron en sus mantas de pelo de yak y se tumbaron sobre el musgo, durmiendo pesadamente hasta pasado el mediodía.
Antes de reanudar la marcha comieron de sus escasas provisiones: cecina de yak, queso y pan duro.
El camino a lo largo de la garganta por donde se deslizaba el riachuelo estaba sembrado de grandes piedras. Poco después se internaban en un desfiladero. El viento, encajonado entre las inaccesibles paredes roqueñas, soplaba allí con extraordinaria fuerza. Frecuentemente tenían que andar por el agua, que procedente del ventisquero era fría como el mismo hielo.
Cuando finalmente consiguieron salir de aquel infierno era cerrada la noche. Por primera vez encontraron vestigios de auténtica vegetación. Con las últimas fuerzas que les quedaban reunieron ramas de arbustos secos y encendieron un fuego. Hicieron té, calentaron las conservas y secaron su calzado.
Reconfortados y optimistas, apagaron el fuego y se envolvieron en las mantas para dormir toda la noche de un tirón.
En contraste con la zozobra de los días anteriores, todos se sentían animosos a la mañana siguiente. Brillaba el sol, cantaba el arroyo entre las piedras, y el césped cubría de verde las laderas próximas.
De nuevo encendieron fuego, tomaron té y comieron con apetito. Miguel Ángel Aznar extendió el tosco mapa sobre sus rodillas mientras comía.
—Si el mapa no está equivocado, este riachuelo debe ser la cabecera del río Saluen. Podemos llegar hoy mismo a esta aldea llamada Sokyong.
Reunieron el equipo y se pusieron en marcha. El pequeño riachuelo que nacía al pie del ventisquero engrosaba constantemente su caudal con las aportaciones de nuevos arroyos que bajaban de las montañas y los manantiales en ambas márgenes del río.
El río era ya muy caudaloso en Sokyong, a donde llegaron aquella tarde. Sokyong era un poblado de cierta importancia. Un policía local les llevó ante el alcalde, con el cual discutió largamente Baiserab.
Baiserab informó a sus amigos:
—Nos darán posada y comida. Mañana nos conducirán a Lo Dyon para presentarnos a las autoridades.
—Espero que no tengamos dificultades para salir de China —dijo Richard Balmer—. ¡Es lo único que nos faltaba!
Considerando las penalidades que tuvieron que sufrir para escapar de Gpur, Miguel Ángel Aznar no concedió demasiada importancia a los temores de Balmer.
A la mañana siguiente fueron despertados temprano, y subidos a un viejo camión ruso, que el propio alcalde conducía, con dos guardias armados de fusiles vigilándoles, tomaron el camino de Lo Dyon, por una carretera infernal a lo largo del río.
A los cincuenta kilómetros de Sokyong el camión se detuvo al encontrar la carretera obstruida por un tiro de búfalos. El río era en aquel paraje ancho y de aguas tranquilas y profundas. Casi un centenar de campesinos colaboraban en la tarea de sacar algo del río. Eran los restos de un avión, cuya cola sobresalía del agua.
—¡Miren, son los restos del Cessna! —exclamó Richard Balmer—. Kruif consiguió llegar hasta aquí y amarar en el río.
—Baiserab, pregunta a esta gente si saben algo de los tripulantes del avión.
El guía intentó bajarse del camión, pero los guardias no se lo permitieron. El alcalde se había apeado y charlaba con los hombres que dirigían la operación de rescate. Cuando los búfalos dejaron expedita la carretera, el alcalde regresó al camión. Baiserab le preguntó en su imperfecto chino, pero no fue posible obtener ninguna respuesta concreta.
Aquella tarde, después de un viaje de trescientos kilómetros, el desvencijado camión se detenía ante la comisaría de Lo Dyon.
Apenas habían saltado a tierra los polvorientos viajeros, cuando escucharon una voz jubilosa:
—¡Miguel Ángel!
De un edificio contiguo a la comisaría, una mujer vestida con pantalones masculinos venía corriendo. Era Bárbara Watt. Desde el pórtico del edificio les contemplaban el profesor Stefansson, George Paiton y Walter Chase, a quienes tenían a raya dos policías armados.
Bárbara Watt llegó hasta el grupo y se arrojó espontáneamente entre los brazos de Miguel Ángel Aznar.
—¡Por fin, qué alegría de verles! —exclamó la muchacha con pupilas húmedas de lágrimas—. Temíamos que no lograran escapar de aquel valle.
—Pues sí, escapamos —dijo Miguel Ángel reteniendo entre sus brazos a la muchacha.
Ella se ruborizó y se soltó de los brazos del español. Los guardias tiraban del teniente y éste se despidió de la joven con un:
—Nos veremos luego.
Después de dos horas de interminable interrogatorio, los cuatro hombres fueron sacados de la comisaría y llevados al hotel con el resto de la expedición.
—Deben habernos tomado por chiflados —confió Miguel Ángel al profesor Stefansson—. No nos creyeron una palabra.
Al día siguiente el grupo fue trasladado a Yercala, donde de nuevo fueron sometidos a interrogatorio. De nada sirvió que el profesor Stefansson se presentara como funcionario de la ONU. No tenía documentos para probarlo.
Por suerte para el grupo, la China acababa de ingresar en las Naciones Unidas, y la política de los dirigentes chinos se inclinaba hacia un mejor entendimiento con los Estados Unidos.
Un día, después de dos semanas, fueron invitados a subir a un avión DC-4 y trasladados a Myilkyina, en el norte de Birmania. Desde Myilkyina, en coche cama, viajaron a Rangún, y desde aquí en avión a Calcuta, donde se encontraron de nuevo con su añorado DC-8, el Cóndor.
Cumpliendo el compromiso que habían contraído, la última noche en Calcuta Bárbara Watt y Miguel Ángel Aznar salieron a cenar juntos. De regreso, en la terraza del Hotel Europa, la pareja se entretuvo, como queriendo prolongar un poco más aquella noche tan feliz.
—Bien, ya todo ha terminado —suspiró Miguel Ángel Aznar—. Usted saldrá mañana hacia San Francisco con el profesor Stefansson, y los demás les seguiremos sin prisa en nuestro Cóndor.
—Bueno, pero volveremos a encontrarnos en Nueva York, ¿no es cierto? —dijo la muchacha arrancando una margarita del inmediato macizo.
—Su piloto debe encontrarse ya establecido, en cuyo caso seré reintegrado a mi unidad.
—¿Entonces? —murmuró Bab con apuro.
—Hemos vivido horas amargas y otras felices. Nunca olvidaré esta aventura… ni a usted. Tal vez deba decírselo ahora, o no tendré ocasión de hacerlo nunca. Bab, me gusta usted. Me gustan su valor y su entereza, su fortaleza de ánimo y su serenidad frente al peligro. También me gustan sus ojos y sus piernas… y creo que hasta cuando saca su endiablado genio me gusta. En fin, yo creo que me he enamorado como un tonto de usted.
—¡Oh, Miguel! —exclamó la chica echándose a reír.
Le puso sus manos sobre los hombros y le miró con pupilas húmedas a los ojos.
—¿Por qué no me pide que me case con usted? ¿Es que acaso no lo desea?
—¡Válgame el cielo… Sí! —exclamó el aviador.
Los dos jóvenes cuerpos se fundieron en un estrecho abrazo y los labios se buscaron hasta encontrarse en un beso largo y apasionado.
FIN
PASCUAL ENGUÍDANOS USACH (George H. White);(1923-2006). Nacido y vecino de Liria, Pascual Enguídanos Usach, funcionario jubilado de Obras Públicas y escritor, es considerado en la actualidad el decano de los autores españoles de ciencia ficción, representando a la primera generación de postguerra y quizá el de mayor éxito entre los autores de novela popular en su época. Si bien se encuadró inicialmente en lo que se ha dado en llamar Escuela Valenciana de Ciencia Ficción desde los años 60 se le comenzó a considerar en medios literarios del género como uno de los escritores españoles de mayor alcance. Comenzó su andadura como escritor en las colecciones de Editorial Valenciana
Comandos
,
Policía Montada
o
Western
, mientras que luego en la Editorial Bruguera colaboraría en
Oeste
,
Servicio Secreto
y
La Conquista del Espacio
. Bajo el pseudónimo de
«Van S. Smith»
o de
«George H. White»
, publicó nada menos que noventa y cinco novelas dedicadas al género. Su reputación en la ciencia-ficción española de los años cincuenta procede de un estilo ágil y del universo que propuso, pues cincuenta y cuatro de sus obras se inscriben en la llamada
Saga de los Aznar
, una auténtica novela-río adaptada al tebeo en dos ocasiones y que recibió en Bruselas el galardón a la mejor serie europea de ficción científica o, si usamos el anglicismo, ciencia-ficción. La
Saga
fue reescrita y ampliada en los años 70 y ha sido objeto de atención y reedición, y es actualmente reivindicada por aficionados y autores que continúan su obra.
Enguídanos propuso al editor de Valenciana una nueva colección dedicada a la ficción científica y para la cual había comenzado a escribir algunas obras. Este fue el inicio de la histórica
Luchadores del Espacio
, joya de la ciencia-ficción española, publicada en la década de los 50 por la Editorial Valenciana y donde la serie de Enguídanos, La
Saga de los Aznar
, con treinta y dos novelas que aparecieron entre 1953 y 1958, constituiría el cuerpo central de la colección. La obra, que recordaba a veces la estética de Flash Gordon y la literatura del Coronel Ignotus, fue reconocida como la mejor serie de ciencia-ficción publicada en Europa, (Convención Europea de Ciencia Ficción, Bruselas, 1978). El autor sería también homenajeado en el XXI Congreso Nacional de Fantasía y Ciencia-Ficción (Hispacón - 2003), y durante la ceremonia de entrega de los premios Ignotus, le fue concedido a Pascual Enguídanos el premio Gabriel por la labor de toda una vida.