—Hace mal en pensar eso de John Mitchel hijo —intercedió Arthur—. John adoraba a su hermana.
—¿Cómo lo sabe usted? —interrogó el profesor.
—Fui novio de Carol… hace algún tiempo.
El profesor se volvió hacia Ángel.
—Es cierto, señor Stefansson —corroboró el español.
—Bien. Lo celebro. Por mi gusto, Carol Mitchel debiera haber sido raptada efectivamente por los hombres grises de Venus. Una historia apasionante de un avión atacado por platillos volantes y sus pasajeros raptados por hombres extraterrestres es lo que me hubiera complacido. Veamos lo que tenía que contarme. ¿Han visto algún platillo volante?
—Hemos visto y oído algo más fantástico. Permítame que se lo cuente —sonrió Miguel Ángel. Y acto seguido narró al profesor la aparición de la vieja, su inverosímil historia y el inesperado desenlace.
Stefansson les escuchó hasta el final con mudos asentimientos de cabeza y un brillo de entusiasmo en los ojos agrandados por los gruesos cristales de sus gafas.
—¡Estupendo… francamente estupendo! —exclamó al fin de la historia—. ¡Ah, eso ya merece la pena investigarse!
Se paseó arriba y abajo de la habitación, moviendo los brazos como aspas de molino y deteniéndose para lanzar exclamaciones de entusiasmo.
—Creo que empiezo a ver claro en el asunto —aseguró sin dejar de ir arriba y abajo—. Si miss Carol fue raptada fue para algo… por alguien que no piensa pedir rescate. ¿Y para qué habían de raptarla si no fuera para pedir un fuerte rescate por su libertad? Pues sencillamente, porque miss Carol significa para su raptor infinitamente más que los trescientos mil dólares de recompensa y todo el dinero que John Mitchel pudiera dar encima. Supongamos que es posible cambiar el cerebro… se trasplanta un riñón de una persona a otra… se trasplanta una córnea, un corazón. ¿Por qué no se ha de hacer igual con un cerebro?
—¡Profesor! —exclamó Bárbara—. ¡Nunca fuimos tan lejos en nuestras fantasías!
—¿Por qué han de ser fantasías? Hace siglos que la ciencia experimenta sobre esa posibilidad. La cirugía, que a diario nos ofrece milagros no menores, no desespera de conseguirlo algún día. No quiero decir que ya esté hecho, pero supongamos que alguien puede hacerlo y es capaz de meter el cerebro de una mujer vieja en el cuerpo de una muchacha joven y viceversa…
—¡Profesor! —volvió a protestar la secretaria con cara de espanto.
—Suponga —prosiguió el profesor deteniéndose ante ella y apuntándole con su huesudo índice— que usted tiene un siglo de edad y puede vivir otro siglo cambiando su cerebro del cuerpo que tiene al de otra joven. Suponga que se le ofrece esa oportunidad y que ya está hecho el cambio. ¿Si le ofrecieran un millón de dólares lo aceptaría a cambio de abandonar el cuerpo joven y devolverlo a su legítima dueña?
—Creo… que no —balbuceó Bárbara ruborizándose.
—¡Pues eso es exactamente lo ocurrido con Carol Mitchel! —gritó triunfalmente el viejo.
—¡Pero, profesor! —protestó la joven—. ¡Eso es tanto como dar por cierta la historia de esa vieja loca!
—¿Y por qué no ha de ser cierto? Fíjese en lo que dijo a estos afortunados caballeros: «El profesor Mattox, con la ayuda de los hombres grises, efectuó el cambio robándome mi cuerpo». ¿No está claro como la luz del día? ¡Ese profesor era impotente para llevar a cabo operación tan complicada, pero la ciencia de los hombres grises de Venus, infinitamente más adelantada que la nuestra, hizo posible el sueño del médico terrestre!
Todos quedaron mirando atónitos al profesor.
—¡Estupendo… estupendo…! —rió el hombrecillo restregándose las manos con satisfacción—. ¡Ahora ya no me cabe duda de la existencia real de los platillos volantes y sus tripulantes grises!
A espaldas de Stefansson, Arthur Winfield se llevó el índice a la sien e hizo mención de atornillar algo mirando a Ángel. El profesor se volvió de repente.
—Andrés —dijo haciendo una seña a Ángel—. Vaya a buscar a los muchachos y tenga preparado al Cóndor para salir inmediatamente hacia el Tíbet.
—¿Quiere decir que nos vamos… ahora mismo?
—En cuanto haya hecho algunas pesquisas. Quiero saber quién es ese profesor Mattox. Su nombre me suena… me suena.
—Señor Stefansson —dijo Arthur avanzando un paso—. ¿Querría usted admitirme como miembro de la expedición? No quiero sueldo ni parte de la recompensa de trescientos mil dólares si por suerte encontramos a Carol Mitchel. Mi interés en ayudarles es únicamente de índole moral…
—Puede acompañarnos, señor Winfield. Seguramente nos servirá de ayuda. En cuanto a esos trescientos mil dólares, una entidad oficial como la
Astral Information Office
no puede admitirlos como recompensa. Pudiera ocurrir, en cambio, que los cobrara usted como particular, y en tal caso podría darnos una pequeña parte, si ese es su gusto.
—Muchas gracias, profesor… cuente conmigo —aseguró Arthur sinceramente agradecido.
—Bárbara —dijo el profesor—. Búsqueme un guía que sepa hablar tibetano y conozca el país. Creo que nos hará falta. Voy a salir ahora y no sé cuando volveré. Espero que sea pronto. Para entonces les ruego que estén preparados… emprenderemos el viaje inmediatamente.
Miguel Ángel Aznar, Arthur Winfield y Bárbara Watt presenciaron silenciosos la precipitada salida del viejo. Luego, Bárbara descolgó el teléfono y Ángel hizo una seña a su amigo.
—Vamos, Arthur. Llamaremos a los muchachos.
L
a tripulación del Cóndor no se encontraba en el hotel. George Paiton, Richard Balmer y Walter Chase salieron en plan de diversión después del almuerzo y se ignoraba su paradero.
—Bueno, no importa —dijo Miguel Ángel—. De todas maneras no vamos a despegar antes de mañana.
Miguel Ángel decidió de todas formas ir al aeropuerto. Si el Cóndor tenía que volar al día siguiente, convendría tenerlo listo dando las órdenes oportunas para que se efectuara el cambio de aceite y se llenaran los depósitos de gasolina, al tiempo que se verificaba una total revisión del resto del aparato.
En el taxi que les conducía al aeródromo Miguel Ángel preguntó:
—¿Has volado alguna vez sobre el Tíbet, Arthur?
—No, jamás.
—Ni yo. En realidad, ¿qué conocemos del Tíbet?
—Los chinos ocuparon militarmente el país y el Dalai Lama salió corriendo. Se trata de una región de difícil acceso. Tendremos que volar sobre las montañas más altas del mundo y luego… ¡Demonio, Miguel! Ni siquiera sabemos si vamos a encontrar un aeródromo donde aterrizar.
—Tenemos a bordo una colección muy completa de mapas. Les echaremos un vistazo.
Poco después llegaban al aeropuerto internacional de Calcuta, dejaban el taxi y daban una buena caminata hasta el lugar donde el Cóndor permanecía aparcado. Arthur Winfield dejó escapar un silbido de admiración cuando su amigo encendió las luces de la cabina.
—¿Voláis a todo confort, eh? Después de todo no debes pasártelo tan mal con esa cuadrilla de chiflados. Y la secretaria de Stefansson, ¡bueno, la secretaria está como un camión! ¿Ella os acompaña a todas partes?
—Sí, para mi desgracia. Sígueme, vamos a examinar esos mapas.
En la cabina del navegador encontraron una copiosa colección de cartas geográficas que abarcaban todo el mundo conocido. El Cóndor estaba siempre preparado para volar a cualquier parte, y esta colección de mapas formaba parte de su equipo.
Pese a tan completa provisión cartográfica, descubrieron con disgusto que sólo existía un mapa del Tíbet. Y en este, grandes espacios en blanco o levemente rayados indicaban que no había datos sobre vastas extensiones inexploradas. Algo llamó inmediatamente la atención de Miguel Ángel como experto piloto:
—No hay radiofaros, ni siquiera aeródromos.
—Sólo muchos lagos por todas partes —observó Arthur Winfield.
—Esa podría ser la solución. ¡Un hidroplano!
—Hay algunos hidroaviones por esta zona. La mayoría son avionetas provistas de flotadores.
—Necesitaríamos un avión con techo sobrado para sobrevolar los Himalayas, con radio de acción suficiente para ir al corazón del Tíbet y regresar sin aprovisionarse de combustible… Seguro y capaz para una tripulación de siete u ocho personas y abundante equipo…
—Sólo sé de uno que reúna esas características; un viejo DC-4 con flotadores. Conozco a su dueño, un tipo que trabajaba acarreando equipo y personal para una compañía que hacía sondeos petrolíferos en el delta. La compañía quebró, mi amigo no cobró un céntimo… y tampoco pudo pagar en el taller donde hacía poco le habían reparado el DC-4. El propietario del taller embargó el avión…
—Ese cascarón, ¿se conserva en buen estado?
—Muy bueno. Además, tú has volado en ellos. Sabes que los Douglas son irrompibles.
—Bueno —suspiró Miguel Ángel cerrando el libro de mapas—. Mañana veremos eso, hoy es demasiado tarde y estoy muerto de sueño.
Durmieron en el Cóndor. A la mañana siguiente, despertados temprano por el trajín del aeródromo y el infernal ruido de los motores de reacción, se afeitaron y salieron para desayunar. Luego se dirigieron al río donde estaba o debía de estar el hidroavión.
El DC-4, transformado en hidro con la adición de un largo flotador bajo cada ala, se balanceaba graciosamente sobre el agua amarrado a un muelle de madera, ante un taller especializado en motores de barcos.
El dueño del taller era un inglés muy correcto. Este confirmó más o menos la versión del asunto dada por Arthur Winfield. El hidro estaba embargado, a la espera de que su dueño liquidara los tres mil quinientos dólares que adeudaba al taller.
—¿Y si nosotros liquidáramos la deuda del dueño del aparato? —preguntó Miguel Ángel Aznar.
—Tendrán que ponerse en contacto con el dueño. Por mi parte no hay inconveniente en arreglar este asunto.
El inglés les dio las señas de los lugares más o menos frecuentados por el dueño del Douglas.
Hacia el mediodía estaban de regreso en el hotel, luego de hablar con el dueño del DC-4 y concretar los detalles de la operación.
—¿Dónde puedo ver al profesor Stefansson? —preguntó Miguel Ángel a la señorita Watt.
—El profesor no ha regresado. Volvió anoche, ya tarde, durmió en el hotel y se levantó antes que ninguno de nosotros. Se marchó sin dejar ningún recado.
—¡Demonio de hombre! Bueno, ya regresará. Nosotros estaremos almorzando en el restaurante de este hotel. ¿Quiere usted almorzar con nosotros?
—No debo apartarme del teléfono por si llamara el profesor. Tomaré cualquier cosa aquí mismo.
Miguel Ángel se encogió de hombros y salió con Arthur Winfield. Una hora después, mientras charlaban ante una taza de café en el restaurante, un botones del hotel llamó a Miguel Ángel al teléfono.
Era Bárbara Watt.
—El profesor Stefansson ha regresado.
—Vamos para allá enseguida —dijo el joven.
Al entrar poco después en la habitación que el profesor había convertido en despacho encontraron al hombre muy excitado.
—Ya sé quien es el profesor Mattox —dijo—. Fui a la redacción de un periódico, di un vistazo a los números atrasados, fisgoneé en el archivo… y he aquí el resultado.
Mostró una cartulina, y en ella una fotografía pegada. La cartulina estaba escrita a máquina.
—Es la ficha de Roger Woolcott Mattox. Cirujano de profesión. Hace dos años fue procesado por haber practicado una operación ilegal en el cuerpo de un paciente. El profesor Mattox parece que perseguía de antiguo el modo de cambiar los cerebros. Hizo muchos experimentos con animales, y el último le llevó a la cárcel. Su paciente murió y Mattox fue condenado a cadena perpetua. Escapó de la cárcel hará cosa de año y medio. Desde entonces no ha vuelto a saberse de él. ¿Qué les parece? Por algo me sonaba a mí ese nombre.
Arthur Winfield se mostró particularmente afectado.
—¿Será posible que haya algo de verdad en lo que nos contó anoche aquella vieja? —murmuró asustado—. ¡Cielos! ¡Qué horror si, realmente, aquella mujer fuera Carol! Pero… eso es imposible… no puede ser cierto… sería demasiado monstruoso.
—Espero poderlo confirmar pronto —aseguró el profesor. Y sacando otra cartulina del bolsillo la mostró a los aviadores, preguntándo:
—¿Conocen esta cara?
—Este es el piloto que conducía el avión Cessna de los Mitchel —dijo Arthur inmediatamente.
—Cierto. Se trata de Alfred Kruif, el piloto de los Mitchel. Un piloto norteamericano que también peleó contra los japoneses. No hay antecedentes sospechosos de él, pero ese hombre es la base sobre la que se levanta este enigma. Si el avión no se estrelló contra la tierra ni cayó al mar, este hombre lo llevó a alguna parte. Es muy probable que fuera al Tíbet. ¿No creen?
Arthur pasó la fotografía a Ángel. El español echó una superficial mirada sobre un rostro estrecho y alargado, de boca grande y fina que sonreía desde el retrato.
—Ahora sólo me falta hacer otra indagación acerca de los Mitchel. Si el rapto de Carol Mitchel fue premeditado es porque el profesor Mattox tenía un especial interés en que fuera esta muchacha su víctima. Salta a la vista que esto es algo extraño. Si el único propósito que guiaba a Mattox era hacer un experimento, pudo haberse servido de cualquier mujer más accesible y que metiera menos ruido que Carol Mitchel. Tiene que haber algún punto de contacto entre el raptor y su víctima, y eso voy a saberlo en cuanto pueda hablar con John Mitchel. Vuelvo a la ciudad.
Ángel expuso entonces su propósito de cambiar de avión.
—No hay aeródromos en el Tíbet. Es posible que los chinos hayan construido alguno, pero será para uso exclusivo de los aviones militares y no hay que contar con ellos. El país tiene muchos lagos. Creo que convendría cambiar nuestro avión por un hidro.
—Bien. Búsquelo.
—Ya está buscado. Sólo hay en Calcuta uno que nos puede servir, un DC-4 convertido en hidroavión. El aparato está embargado, pero su dueño nos lo cederá por un par de semanas si lo libramos de las deudas que pesan sobre él. Total, cuatro mil dólares.
Contra lo que Miguel Ángel temía, el profesor no se inmutó.
—Muy bien, acompáñeme al banco y retiraremos esa cantidad de nuestro fondo. ¿El avión estará listo para despegar mañana?
—Trabajaremos para que lo esté.
—Dejo ese asunto en sus manos.
Miguel Ángel Aznar acompañó al profesor Stefansson al centro de la ciudad mientras Arthur Winfield iba a buscar al dueño del DC-4.