—¿Cómo son? ¿Cómo son?
El profesor no respondió de momento, pero en sus ojos lucía una nueva luz. Era la satisfacción por el triunfo conseguido, el saber que tenía en su poder las pruebas de un acontecimiento inaudito; algo que revolucionaría al mundo y haría famoso por siempre su nombre.
Walter Chase, más ágil que el profesor, fue el primero en alcanzar el sendero.
—¿Los visteis? ¿Cómo son? —preguntaban todos a la vez.
—¡Feos… brrrr!
—¿Muy feos?
—¡Horribles! Y olían horriblemente. Deben llevar varios días allí y están descomponiéndose.
—¿Son enanos?
—¡Qué va! Al contrario, son muy altos. Uno de ellos medía dos metros veinte centímetros. Tienen brazos y piernas como nosotros y también manos, solo que con cuatro dedos. Lo más horrible son sus cabezas. No tienen pelos y es como un huevo con el cráneo prolongado hacia atrás. Los ojos son redondos, de diámetro aproximado de una taza de té y ligeramente saltones, como los ojos de un besugo. Pero la pupila es hendida como las de los gatos. La nariz es una trompa como de elefante, sólo que pequeña. Debajo de la trompa tienen la boca, sin labios, carnosa y… ¡repugnante!
El profesor estaba ya de pie en el sendero, y con él cierto tufo a carne podrida.
—¡Hoy es un día de gloria para la ciencia! —exclamó enfáticamente entregando la cámara fotográfica a Bárbara—. Y tal vez luto para nuestra civilización.
Todos los ojos estaban ahora fijos en la menuda figura del profesor. Este continuó:
—Ya nadie, después de lo que hoy hemos visto, podrá poner en duda la presencia de seres extraterrestres en nuestro mundo. El ser que acabo de estudiar ahí abajo es de una naturaleza sin precedentes en la Tierra. Es un animal vertebrado, no cabe duda, y puesto que tiene raciocinio debe incluírsele en la categoría del hombre.
—¿Considera a esos hombres con más inteligencia que nosotros? —preguntó Bárbara.
—¡Qué duda cabe! La naturaleza les ha dotado de una constitución excepcionalmente apta para vivir muchos más años que nosotros y para proporcionar a su cerebro una potencia intelectual extraordinaria. Su organismo es de una simplicidad maravillosa. No tienen pulmones, no tienen corazón, su sangre es fría e incolora, su aparato digestivo rudimentario, pero suficiente… ¡Maravilloso… realmente maravilloso!
Todos miraban mudos de estupor. En algunos ojos, como en los de Ángel y Arthur, brillaba una lucecilla de desconfianza en la razón del señor Stefansson.
—¿Quiere decir que esos hombres grises no respiran? —preguntó el español con cierta ferocidad retratada en su semblante.
—¡Naturalmente que respiran! Todos los seres vivos respiran.
—¿Y cómo, si no tienen pulmones ni branquias?
—Tampoco las plantas disponen de pulmones ni branquias y respiran sin embargo. Ni tienen las plantas corazón, pese a disponer de un aparato circulatorio completo.
—¿Son hombres-plantas, entonces, los que usted acaba de examinar allá abajo?
—¡Oh, no! Son animales, claro está. Pero la esencia de su vida reside en la célula. Es una lástima que el estado de descomposición de esos seres y mi falta de elementos de investigación me hayan impedido completar el examen. Imagino cómo deben de ser. Células respiratorias que toman el aire a través de los poros de la piel y células con locomoción autónoma que recogen los alimentos asimilados por el estómago para repartirlos por todo el cuerpo. Ellas nutrirán los tejidos, arrastrarán las impurezas hasta la epidermis y una vez aquí tomarán el aire y proseguirán su viaje por todo el cuerpo regeneradas y nutridas de oxígeno ¿Puede concebirse circulación más sencilla y perfecta?
—¿Los cree usted más perfectos que el hombre terrestre? —preguntó Bárbara.
—Sí. Todo en los hombres grises está simplificado. Incluso su esqueleto. Este consiste en una especie de espina con una cruz superior de donde arrancan los brazos y otra inferior en donde se apoyan los huesos de las piernas. Los huesos son recios, tubulares y rayados exteriormente. Carecen pues de costillas, de omóplatos y de esternón, aunque presentan unas clavículas con cierta semejanza a nuestras flotantes. He establecido su estatura media en dos metros treinta centímetros, aunque es prematuro asegurar que sea ésta la medida de todos los hombres grises. Bien, eso lo sabremos en cuanto les veamos.
—¿Cree usted que vamos a verlos, profesor? —preguntó Ángel.
—¡Es preciso!
—¿Y cómo?
La pregunta dejó al sabio pensativo. Miró a su alrededor, como si despertara de un sueño, y dijo:
—Ciertamente no será cosa fácil hallarlos. Sin embargo, tenemos que dar con ellos. Baiserab, pregunta a estos tibetanos qué saben acerca del platillo volante que cayó a unos kilómetros de aquí.
Baiserab se puso a charlar con los nómadas mientras el profesor se lavaba las manos con whisky y los demás recogían las cuerdas y el equipo.
—Sahib —dijo el indio—. Estos hombres dicen que no pudieron bajar al ventisquero donde cayó el disco. Parece que en cuanto chocó en tierra ese disco produjo una gran explosión seguida de mucha y deslumbrante luz.
El profesor miró fijamente a los tibetanos.
—Es inútil que vayamos allá —dijo al cabo de su muda contemplación—. Con toda seguridad los motores de aquel platillo volante eran atómicos. Al chocar contra el suelo debió producirse una total desintegración del aparato, por lo que el ventisquero debe de estar impregnado de radioactividad. Ir allá sería peligroso.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó Ángel.
—Naturalmente, regresar.
—¿Regresar? —exclamó Arthur palideciendo.
—Sí, a los Estados Unidos. Con el testimonio de las fotografías que hemos tomado y el de ustedes espero lograr que los gobiernos de todo el mundo se interesen formalmente por los platillos volantes y organicen una magna batida hasta dar con la base, que sin duda poseen en Tierra, con casi total certidumbre, en este país.
—Pero… ¿y Carol Mitchel? —preguntó Arthur con la faz demudada—. ¿No vamos a buscarla?
—Señor Winfield —repuso el profesor con gravedad—. ¿Cree usted que después del sensacional descubrimiento que acabamos de hacer podemos perder el tiempo buscando a una mujer? Algo más importante está pendiente de lo que nosotros hagamos ahora. Tal vez los hombres grises se proponen invadir o hacer la guerra a nuestro planeta. Urge que corramos a presentar nuestra declaración en la ONU, para que se investigue acerca de los verdaderos propósitos de esos hombres tan peligrosamente superdotados.
—Comprendo —murmuró el americano con amargura—. La ciencia es antes que la salvación de una pobre mujer.
—Lo siento, señor Winfield —dijo el profesor—. Nuestra misión era investigar la naturaleza de los hombres que tripulan los platillos volantes. Una vez conseguido tenemos el deber moral de regresar al mundo civilizado para llevar a la ONU nuestras informaciones y organizar nuestras defensas. ¡Quién sabe lo que puede ocurrir de un momento a otro!
Arthur Winfield abatió los hombros desesperado.
—Regresamos al avión —dijo el profesor—. Hemos de confeccionar un cajón de zinc para meter dentro los restos de los hombres grises y llevárnoslos.
—Desconfía de que se crea en nuestro testimonio, ¿eh? —sonrió Ángel.
—Sí. Pensándolo bien, creo que no habrá mejor prueba que los restos de esos hombres. Va a ser tan extraordinario nuestro relato que por fuerza han de creernos embusteros… o locos.
Emprendieron el regreso hacia la aldea. Andaban deprisa, encorvados y mirando al suelo para vencer el terrible empuje del viento. A mitad camino se oyó una explosión. Todos se detuvieron alzando las cabezas. Un estremecimiento de inquietud recorrió la fila de hombres.
—¡Nuestro avión! —gritó Ángel.
Echaron a correr hasta alcanzar la cima de la montaña. Allí se detuvieron para mirar con ojos espantados hacia la depresión del terreno que formaba el lago. Vieron al avión envuelto en llamas y hundiéndose rápidamente.
Nada podía salvar ya al Douglas, y, sin embargo, se soltaron de la cuerda que les unía y se lanzaron a la carrera pendiente abajo. Ángel y George iban delante. El corpulento Richard les seguía pisándoles los talones y haciendo rodar las piedras sueltas del áspero sendero.
—¡Alto… alto! —oyó Ángel que gritaban a sus espaldas.
Se detuvo a la entrada de la aldea y volvió los ojos. Vio al profesor y a Bárbara con la cabeza echada hacia atrás y mirando al cielo. El español les imitó y lo que vio le heló la sangre en las venas. Como suspendidos por una cuerda invisible, tres extraños discos brillantes se cernían sobre ellos.
—¡Platillos volantes! —exclamó Richard en el colmo del asombro.
Por unos breves minutos todos quedaron inmovilizados por el estupor. Aquellos discos, que en apariencia flotaban en el espacio con la ligereza de plumas, descendieron y se posaron sobre la montaña que acababan de descender.
—¡Allá hay más platillos! —gritó George señalando hacia el lago.
Ángel miró en la dirección que señalaba George y vio a otro de los brillantes discos posarse entre el lago y la aldea. Un quinto se detuvo a diez metros de altura sobre una colina pelada, a la derecha del poblado y quedó allí en actitud vigilante.
Había algo profundamente impresionante y amenazador en la rapidez y silencio con que se ejecutaron aquellas maniobras. Era significativo por demás aquel movimiento de cortarles la retirada. El único camino expedito era el lago, y allí estaba el Douglas ardiendo por los cuatro costados y yéndose a pique con rapidez.
Los platillos volantes correspondían, por su aspecto exterior, al nombre con que le bautizara el vulgo. Tenían por lo menos veinte metros de diámetro y uno de espesor. Los cantos eran redondeados y aerodinámicos. En el centro formaban como una esfera algo aplastada, con una mitad asomando por arriba y otra por la parte de abajo.
Para posarse sobre el desigual terreno, surgieron de la cara inferior del aparato unas varas a forma de patas extensibles.
El primer movimiento de los expedicionarios fue puramente instintivo y tendió a reunirles en un grupo. Ángel pestañeó como si arrancara de una pesadilla, tomó el fusil Bren que llevaba terciado a la espalda y quitó el seguro del disparador con un movimiento rápido. El «clic» metálico sonó como un cañonazo en mitad del denso silencio y pareció despertar a todos.
—¡No dispare! —gritó el profesor.
Richard imitó el movimiento del español. Se tendió en tierra, al amparo de una roca y enfiló su ametralladora contra el platillo volante más próximo.
Dos de los fantásticos aparatos se habían detenido casi en la cumbre de la montaña. El otro estaba entre aquellos y el grupo del profesor. Una sección de la esfera transparente se abrió hacia arriba y por el agujero asomó una bandera blanca que alguien agitaba sin asomar más que una mano.
—¡Hola! —murmuró George—. Nuestros hombres grises quieren parlamentar.
Los ojillos brillantes del profesor contemplaban la escena sin perder un detalle.
—Esperen aquí —dijo volviéndose hacia el grupo—. Voy a ver qué quieren esos.
—¡Cuidado, profesor! —le gritó George—. ¡Tal vez no le dejen volver!
—Nuestra situación es grave. Sin avión, tendríamos que andar quinientos kilómetros hasta Lhasa. Si lo que quieren los hombres grises es eliminarnos les sobrarán ocasiones de hacerlo durante un camino tan largo… Quién sabe si no pueden reducirnos a cenizas ahora mismo con sus armas.
—Vaya usted, profesor —dijo Ángel—. Y veamos quién es ese que ondea la bandera de una forma tan terrenal.
El profesor dejó en manos de Bárbara su pistola ametralladora y echó a andar rocas arriba hacia el platillo volante. Al mismo tiempo se abrió una sección rectangular de la parte inferior de la esfera del aparato. En su parte inferior, esta sección formaba una escalerilla. Por ella descendió un hombre vestido de cuero con la bandera blanca en la mano.
—¡Anda! —exclamó Richard—. ¡Ese tipo es como nosotros!
El profesor se encontró a medio camino con el hombre del traje de cuero. Los inquietos expedicionarios vieron cómo hablaban el profesor y el hombre de la bandera blanca sin llegar a oír lo que decían. Luego, el hombre de la bandera se sentó en una roca y el profesor descendió la pendiente. Mientras tanto, los restantes platillos volantes habían permanecido tan quietos como las propias peñas.
—¿Quién es ese, profesor? —le preguntaron.
—¿Qué quieren? —interrogó Bárbara con las mejillas encendidas por la excitación.
El profesor puso sus ojillos sobre los ansiosos rostros de sus compañeros.
—Estamos en muy mal apuro —dijo entre dientes—. Quieren que nos rindamos incondicionalmente. De lo contrario nos matarán a todos en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Por qué en un abrir y cerrar de ojos? —rezongó Richard—. Tenemos armas con que defendernos.
—En un abrir y cerrar de ojos ha dicho ese hombre —insistió el profesor—. Y creo que decía la verdad. Naturalmente, nosotros somos los únicos hombres de la Tierra que hemos penetrado el secreto de los tripulantes de esos platillos volantes, y nos corresponde la pena de muerte por haberlo hecho.
—Entonces… ¿nos matarán de todos modos?
—Dicen que si nos entregamos, nos conservarán la vida.
—¿Y qué harán de nosotros para impedir que les descubramos?
—Se niegan a ser tan explícitos. Me ha dejado entrever que nos espera una reclusión hasta el día en que el secreto de los hombres grises sea divulgado.
—¿Pero, son grises los hombres de estos aparatos? —inquirió Ángel—. ¿No es un terrestre quien le ha hablado?
—Ciertamente.
—¡Son rusos!
—No. Son hombres de otro planeta. Ese de la bandera es Alfredo Kruif.
—¡El piloto que llevaba a los Mitchel cuando desaparecieron! —exclamó Arthur, dando un brinco de sorpresa.
—El mismo. Le he reconocido al punto.
—¿Cree que harán con nosotros lo que hicieron con Carol Mitchel? —interrogó Bárbara—. Si fuera así, sería preferible que muramos con las armas en la mano.
—Y entonces, el secreto de los hombres grises volverá a ser sepultado —refunfuñó el profesor—. No. Yo creo que debemos entregarnos. Según lo que hagan luego de nosotros, actuaremos. El último recurso es el de suicidarse. ¿Por qué vamos a suicidarnos si todavía nos queda alguna posibilidad de vivir? Estos hombres grises tienen armas de un poder desconocido por nosotros. Nos barrerán en un segundo de la faz de la tierra. ¿No es preferible marcharnos con ellos y ver lo que ocurre?